domingo, 27 de abril de 2025

ver venir


Ahí, en la esquina del puente sobre el río, se separan cada mañana el padre y el hijo. El padre va a trabajar. El hijo va al colegio. El padre es ese hombre que mira al niño que se aleja. El hijo es ese niño con una bolsa en bandolera y la cabeza gacha. El niño se va al colegio con su pena, una pena que el padre ve y reconoce pero que no puede alcanzar. La madre del niño, hace unos meses, murió. El padre se ha vuelto a casar. La madrastra es buena. En esta película, todo el mundo es bueno o, al menos, bienintencionado. Y, sin embargo, al niño no se le acaba la pena. Algo bifurca entre él y los demás, como esa esquina del puente en la que cada mañana, por unas horas, se aleja de su padre para ir a ese otro mundo suyo, el colegio. 

El colegio y el trabajo. Separarse y reencontrarse. De eso están hechos los días de los personajes. El niño, además, tiene una paloma mensajera. La deja volar cada día, pero siempre acaba volviendo a casa. Esa paloma, lo sabremos luego, fue un regalo de su madre. La paloma vuela por el cielo junto con otras palomas, hasta volverse irreconocible en la lejanía, pero luego vuelve, se acerca de nuevo, única, individual. Con ella, cada día, el recuerdo de la madre se aleja y regresa. Verla irse. Arriesgarse a perderla. Confiar. Verla venir. Reencontrarse. 

Hay, también, otros acercamientos y otras distancias, que no son los que se repiten cada día. Movimientos lentos, que pueden llevar días, semanas, meses. Que a veces se truncan y se quedan en promesas perdidas. Esta película es, en realidad, la historia de uno de esos acercamientos lentos, dudosos, con sus pasos hacia delante y sus pasos hacia detrás. La emoción, en el cine, a menudo tiene que ver con eso: acercarse o alejarse. Cuerpos y corazones que, en los tiempos breves de un plano o de una secuencia, o en el tiempo largo de toda una película, se acercan o se alejan.

Esta película es la historia de un acercamiento y de una palabra que tiene que ser dicha. El final se ve venir. Más allá de los detalles (pero el cine nunca está más allá de los detalles), no podría haber otro final. Lo sabemos desde el principio. Lo hermoso es que, precisamente, vemos venir ese final, pero sin poder apresurarlo. Esta es una película sobre el meter prisa. Los personajes, repetidas veces, intentan forzar el ritmo de los sentimientos ajenos. Pero los sentimientos necesitan su tiempo. Y no es que el tiempo de los sentimientos sea necesariamente la lentitud, sino una mezcla de lentitud y velocidad, la lenta maduración de una palabra rápida, de un gesto veloz. Porque en esta historia, para que las cosas sucedan, para que el padre y la madrastra se conozcan, para que el niño y la madrastra ya no puedan separarse, hace falta paciencia, pero también hace falta una cierta brusquedad, un empujón oportuno. 

La película ve venir. No es tan fácil el ver venir. Hay que tener sentido del ritmo. Dejar que duren unas situaciones, hacer desaparecer otras en una elipsis. Saber cuándo son necesarias las repeticiones (de lugares, de ideas, de movimientos de cámara) y las insistencias (esta, ya lo he dicho, es una película sobre los riesgos y virtudes de la insistencia, y hay secuencias que no se cortan insistiendo, dando una y otra vez en el mismo clavo). Hay que saber, también, sorprender. Hay, por ejemplo, un momento en que el niño juega al escondite con la presencia imaginaria de su madrastra. El momento es tan bello e inesperado que casi olvidamos el resto de la historia y en qué película estamos. Por un momento, nos parece que podría pasar cualquier cosa. Pero, al poco, caemos de nuevo en el problema central, en el escondite real entre el niño y la madrastra. Hay, también, una secuencia con una violencia inesperada: la rabia del niño contra su hermanastra cuando esta ha dejado escapar a su paloma mensajera. El niño se abalanza sobre ella y la golpea sin parar. Y en esa secuencia hay, sobre todo, la reacción sorprendente de la madrastra, que se tapa los oídos, incapaz de reaccionar, incapaz de mover un dedo para separar al niño y la niña. Es uno de esos momentos que se le clavan a uno con su verdad, con la sensación de no haber visto eso antes en una película. No así. 

Vemos venir el final, sí, y la película es la historia de ese movimiento, de ese acercamiento entre el niño y la madrastra. Es, en cierto modo, la historia de una línea recta. El descubrimiento de todas las curvas, dudas y posibles rupturas que hay en toda línea recta si la miramos de cerca. Y es, también, la historia de un alejamiento. Para acercarse a su madrastra, el niño tiene que alejarse, al menos un poco, del recuerdo de su madre muerta. Vemos venir ese alejamiento, sentimos que no podría ser de otra manera, está entretejido de gestos y símbolos que podrían ser obvios (la foto de la madre, la paloma mensajera) y, sin embargo, nos emociona. Quizás sea porque reconocemos ahí una verdad. Quizás sea porque esa verdad llega, por momentos lenta, por momentos rápida, a su ritmo. Quizás en el cine la verdad de las cosas sea, ante todo, la verdad de su ritmo. 

(Imagen de una madre, Hiroshi Shimizu, 1959)

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