domingo, 29 de diciembre de 2013

lo ves y no lo ves




Quizás no haya pasado yo el tiempo suficiente en compañía de los hombres y por eso me asombren y me causen tal felicidad gestos sencillos que no acabo de comprender, como el de Michaleen Oge Flynn quitándose el sombrero y agachando la cabeza al comprender por fin que ese americano de Pittsburg al que lleva en su coche (que sin duda no se llama coche y es muy delicado y ha de tener un nombre de esos que ya no se usan) no es americano y tampoco un desconocido, sino Sean Thornton, aquel niño ahora tan crecido y del que nunca nadie en el pueblo esperó ni pensó que regresase. Sí, empieza a sonreír según va comprendiendo y se quita el sombrero y agacha la cabeza y dejamos de ver su rostro y cuando levanta la cabeza sonríe aún más y se vuelve a poner el sombrero. ¿Por qué? ¿Por qué ese tiempo ahí, con la cara oculta? ¿Es demasiado fuerte el comprender quién es ese que tiene ante él, como si tuviese que dejar de verlo durante un instante para que al volver a levantar la cabeza, al volver a mirarlo, sea realmente esa otra persona, completamente diferente, Sean Thornton? Como un truco de magia, está, no está, vuelve a estar pero no es el mismo. En realidad no sé muy bien, ya lo he dicho, reconocer los gestos de los hombres me sigue resultando difícil, extraño, pero hay algo en ese agachar la cabeza y volver a levantarla, y aún más en ese sombrero quitado y vuelto a poner, algo deliberado e inesperado, que me hace saltar de alegría, una pausa que si no la necesita Flynn yo desde luego la necesito. Y está también esa mano de Sean Thornton en su espalda mientras le va diciendo las cosas, y el viento en el pelo blanco de Flynn, cosas de esas que le hacen a uno ser muy feliz, tener la sensación de asistir a algo, no sabe muy bien a qué, pero algo preciso, único y sin embargo generalizable. Y claro, está la brevedad del momento, la brevedad de la pausa, y seguimos, y Sean Thorton ya ha sido reconocido por Michaleen Oge Flynn y la belleza de estos instantes también está, claro, en su fugacidad, apenas vistos ya desaparecidos y uno casi se pregunta si sucedieron realmente y luego los olvida porque llegan otros instantes y así va pasando la película y al final uno tiene que agachar la cabeza e intentar retener lo visto, intentar retener la alegría, y luego al volver a levantar la cabeza uno sonríe. Y sale a la calle.

Ozu también muerde



















Historia de un vecindario, 1947.

lo que basta



No empecemos por el principio. Más bien por la mitad. La mitad de lo que yo pensé, no la mitad de la película. Lo que pensé ya más tarde, paseando. Por ejemplo: todas las películas de Bill Douglas cuentan hechos que sucedieron. Que más o menos se cuentan como sucedieron. Su infancia y adolescencia. Los mártires de Tolpuddle.

¿Por qué pensé esto? La verdad es que es raro. Por la puesta en escena. Por esa manera de no necesariamente contar las escenas, de llegar antes o después en el montaje, de a veces estar muy lejos, el encuentro con Pitt, por ejemplo, basta con filmarlo de lejos, basta con indicar que sucedió. Tantas escenas no dramatizadas, donde lo que importa es que tal hecho sucedió, que tal frase es dicha y nosotros allí ante una imagen bella, que es la escena pero no es el interior de la escena.

Pensé en esa secuencia con Pitt y en un día en el que un amigo me hablaba de una película de Bilge Ceylan que no he visto, la de los monos. Decía él que era insoportable esa manera de no filmar nunca una escena, de retirarse, por la elipsis o la distancia, justo cuando algo iba a suceder. Yo esa película no la había visto ni quería verla, pero creí entender de qué hablaba y aquello se me quedó grabado, como una duda permanente. Es extraño cómo puede marcar una frase sobre una película que no se a visto y que quizás aquel que la dijo ya ha olvidado, olvidó nada más decirla.

Y recordando la escena con Pitt, pero también otras, me pregunté si era lo mismo que yo imaginaba en la película aquella que no vi, pero que había visto en otras del mismo cineasta (y de otros). Y no, no podía ser lo mismo, porque la película de Bill Douglas me emocionaba y aquellas otras me aburrían. Quizás fuese que aquí no parecía que la distancia fuese el fin mismo de la distancia. La distancia no ponía en escena al cineasta o al autor. ¿Cual era la diferencia? De pronto pensé que estaba en la fuerza de la historia real que Bill Douglas contaba. Una historia que no necesitaba ser dramatizada. Una historia que podía ser contada por los caminos, en grabados y en romances, o con el espectáculo de la linterna mágica. No hace falta simular que lo que estamos viendo es una escena real, sucediendo en el momento mismo. Basta con contar la historia. Y cuando digo basta no digo que sea sencillo, al contrario. Acostumbra a ser difícil hacer justo lo que basta. 

No soy, en realidad, la persona más adecuada para hablar de todo esto. Quizás os esté dando una idea equivocada de la película. Las palabras y las ideas me faltan. Son terrenos en los que no acostumbro a meterme. Tanteo. Pero aún así sigo. Decía, pues, que es una historia que merece ser contada y vuelta a contar. Recordada. Hay en la película un hombre de aquellos que iban de pueblo en pueblo con la linterna mágica a cuestas, sobre la espalda. Un hombre que hará una representación de las suyas ante los niños del pueblo, en la casita misma donde se reúne el sindicato, por un momento retirada la banderola que dice “remember thine end” y sobre la que se ve un esqueleto. Al volver a echarse al camino, su linterna a la espalda, le dice a George Loveless: “no olvidaré Tolpuddle”. Y la película es como si estuviese contada por él, eso nos dice un rótulo al principio. Es como si estuviese contada por el hombre de la linterna mágica, pero no del todo, pero en el fondo sí. Son los cuadros, lo bellos cuadros casi pintados, que nos relatan una vez más la historia. Bill Douglas, artista de la linterna mágica que no olvida.

Sólo historia reales. Infancia y adolescencia. ¿Infancia y adolescencia del sindicalismo pensé de pronto? Las cosas hechas como por primera vez. Resistencia al mundo de los adultos o de los inalcanzables. Distancia tremenda de las casas donde no se puede entrar, o tan sólo ser admitido durante unos minutos. Dificultad para ser escuchado. Para pensar siquiera en hablar. Sí, pensé de pronto, quizás haya una coherencia, entre esta película y aquellas, infancia y rememoración y campo y hambre y hasta ese camino hecho de piedras sembradas en el desierto que se ven en My Way Home y aquí, en Australia.

Y la tremenda fragilidad de las cosas. ¿Donde como en esta película hemos visto lo frágil que es una silla? Basta con una niña que juegue en ellas, y que nosotros temamos que se rompan. ¿Y por qué tememos que se rompan? Porque sabemos el tiempo que lleva hacer cada una de ellas. Lo dicen. Dos semanas. Dos semanas durante las que hay que vivir y alimentarse. Dos semanas entregado a una silla para poder alimentar a su familia. Y las sillas son muy bonitas. Líneas delicadas. Extrañas en esa casa. Hechas para otro lugar. Para una mansión. Allí las veremos. Y veremos lo extraño que es que en ellas se sienten los que las fabrican.

Hay una escena asombrosa. O mejor dicho: una secuencia sobre un asombro. Una primera vez. Cuando una mujer comprende que el dinero que le ofrecen y que ella no quiere coger, porque no es suyo, ha sido donado por gente de todo el país para ayudarles, en solidaridad por la ausencia de sus maridos arrestados. Y ella de pronto tiene que salir corriendo, ir a por su hija, levantarla en vilo y decirle lo que acaba de descubrir: “la gente es buena”.

La gente puede ser buena. Hay algo así en la película. Una épica de lo que la gente puede llegar a ser. Recordar lo que es y lo que puede llegar a ser.

Pero no soy, no, quién mejor puede hablar de ella. Aún así, seguiré intentándolo.

Hasta pronto.



miércoles, 25 de diciembre de 2013

mantener las distancias




El niño tiende la mano para coger la comida, sí, pero sin despegar los pies del suelo, sin que se pueda decir, en el fondo, que se ha movido, que se ha acercado.

Justo después hay una secuencia que empieza muy triste, o muy cruel, y se acaba convirtiendo en muy divertida, sin dejar de ser cruel, sobre este arte de guardar las distancias. La mujer intenta abandonar al niño, el niño vuelve y camina a la distancia justa de la mujer, la distancia perfecta para no perderla sin estar a su alcance, y entonces ella se para y hace ademán de tirarle algo al niño, a poco que el brazo de ella se adelanta haciendo ese gesto él se inclina paralelo al brazo de ella, siempre la misma distancia. Luego ella amenaza con morderlo y echa a correr tras él, y él echa a correr para que no le atrape, pero siempre a la misma distancia, y luego ella se para, y vuelve a caminar, sigue su camino hacia delante, y él la sigue de nuevo, a la misma distancia.

En realidad hemos visto esto cientos de veces, ¿no? Aunque ahora no me salen más ejemplos, pero está claro, este juego de la distancia permanente, ni me despego de ti ni me acerco más es como un vieja rutina cómica, y como las viejas rutinas cómicas siempre funciona, alguna verdad habrá en ellas y en este caso una verdad que le conviene especialmente al cine, que parece hecho para eso, para medir la distancia entre los seres. Y esta rutina no puede concluir sin que de pronto el juego de la distancia inamovible se rompa y los dos cuerpos se encuentren. Aquí es muy bonito. Sucede, claro, tras la mayor distancia de todas, tras la angustia contenida, y luego no tan contenida. Y cuando por fin se tocan es una palmada en la espalda, un cachete casi, como si fuese un recuerdo de la antigua manera de moverse, ya no sólo te quiero sino que lo sé y puedo decirlo y aún así cuando por fin te toco es así, recuerdo de la violencia anterior, recuerdo de las distancias complicadas.

Sí, esta película es un viejo número que ya hemos visto y que volveremos a ver, cuadro de adulto solitario con niño (bueno, aquí aparece alrededor el vecindario, Historia de un vecindario se titula la película). La presencia del niño, claro, empieza siendo un problema. Luego lo será su ausencia.

Viendo la escena que os decía antes, cuando la mujer intenta engañar al niño en la playa para poder abandonarlo, me puse a pensar en las dos o tres crueldades de la escena. Porque está la crueldad de la mujer claro, o más bien su frialdad, su insensibilidad. Pero está también la del cineasta, que es crueldad con todos, con el niño y con el espectador y sobre todo con la mujer, o eso pensé yo, la crueldad mayor del cineasta en una escena así es para con el personaje frío, el personaje que hace el gesto que lo revela como terriblemente inhumano. Qué difícil es mostrar un gesto así. Y qué extraño puede ser el cine, si uno lo piensa bien. Hacerse daño, hacer daño a todos, personajes y espectadores, confiando en que alguna verdad saldrá de allí, confiando en que el daño de la ficción puede de alguna manera volverse un bien al ser filmado y mostrado. Decidme, por favor, ¿me seguís? Y si me seguís, ¿a donde vamos?

(La película, por cierto, es de Ozu y es de 1947. Rara vez hablamos nosotros de las películas de Ozu, ¿no? Pronunciamos su nombre a menudo, muy a menudo, pero ¿hablamos de las películas? Me refiero a nosotros tres. Ya la veréis y me diréis, yo di varios saltos en mi sillón, saltos porque la composición de los planos es bella casi casi de llorar, y no sé muy bien el porqué, es simplemente la cámara puesta en el sitio adecuado para que de pronto las distancias entre todas esas líneas que lo componen sean justas. Y di saltos también por varios cambios de plano, hay una secuencia, con uno de esos colchones tendidos de Ozu, donde te vas enterando de las cosas plano a plano, y todo es cuestión de una gran mancha en el centro del colchón... Esa mancha volverá a aparecer más tarde en la película, por cierto, algo como “mojar la cama” es aquí importantísimo, un elemento de guión de primer orden, con esa perspectiva diferente que dan la infancia y la soledad, de pronto un colchón manchado puede asustar, puede parecer irremediable. En realidad hay muchos gestos, muchísimos, de gesto en gesto y tiro porque me toca, de rima en rima va avanzando la película, a ver si la veis, y no es que os la quiero vender pero además, ¿sabéis qué? Sale Chisu Ryu cantando.)

lunes, 9 de diciembre de 2013

Vamos a ver cómo es...



Costa de Marfil, principios de los sesenta, Jean Rouch habla con estudiantes del Lycée d'Abidjan. Van a rodar una película. La pirámide humana. Será un experimento. Nunca antes se han mezclado fuera del aula estudiantes negros y blancos. Ahora, para la película, lo van a hacer. Van a hacer como que se hacen amigos.

Había en Ice, que vimos la semana pasada, una escena en la que varios miembros de la banda armada montaban un teatrillo. Vamos a jugar a hacer un discurso, vamos a jugar a ser aquellos que lo escuchan. Una de ellas hacía de entusiasta, otro de policía de paisano, otra de dubitativa. La escena era como una imagen condensada de la película. La ficción como forma de conocimiento. Imaginar cómo es, cómo podría ser, cómo funcionaría, para bien y para mal, una banda armada o un discurso escuchado.

También aquí, en La pirámide humana, los estudiantes van a imaginar, ¿cómo sería si fuese lo que finalmente será? De mentira improvisarán una amistad que se volverá real. Una amistad que surge porque la cámara está ahí, no sólo para reflejar o capturar la realidad, sino también para crearla. No sólo para mostrar su belleza, sino para hacerla más bella.

Y como el experimento funciona, como se vuelve algo más, se vuelve cine, acabamos queriendo a esos personajes, nos interesamos por sus historias, que no son sino historias de amor y de amistad adolescentes, en el centro de ellas Nadine, la recién llegada, (ella y el cine son los recién llegados, los que cambian la realidad). Nadine que donde pretende dar amistad hace nacer amor, que cuando quiere que todo sea simple todo se complica. 
Y por debajo de eso, del experimento y de las historias de amor, el descubrimiento de la poesía, que vamos oyendo,  a veces en off, a veces leída en clase, esos poemas que vienen en los manuales franceses, Eluard, Hugo (¿quién te ha dicho que Hugo no sea africano?), Rimbaud... 

Y también una fiesta, un barco encallado, una vieja canción castellana cantada en la noche africana, un piano en una casa en ruinas, en fin, muchas cosas, mucha vida que va acompañando al experimento, y hay incluso una resurrección, una resurrección muy simple, tan simple que casi ni nos damos cuenta, una de esas resurrecciones que sólo en la ficción son posibles. 

Una película que es bueno ver así, todos juntos, compartida, este martes, a las ocho en el cine-club de La Morada. 



sábado, 7 de diciembre de 2013

Oh mes dix francs !


 
 
 
 
 
 
 
 


Pablo había desaparecido. Le pasaba de cuando en cuando pero esta vez duraba más de la cuenta. Yo estaba preocupado. Todos lo estábamos. Le pregunté a Ana si sabía dónde estaba pero ella no sabía nada. Le dije que era una lástima, que él nos habría aclarado sobre el misterio Diagonal. Hubiera podido decirnos por qué Simone Barbès era una gran película, por qué Treilhou y Guiguet eran tan importantes. Es verdad, estábamos allí como dos lelos, un lelo y una lela mejor dicho, preguntándonos por qué echábamos tanto en falta a Jean-Claude Guiguet, al delicado Guiguet, sin encontrar nada más que respuestas sentimentales. Pablo lo habría sabido. Me lo estoy imaginando. Aquí llega. Guiguet es la elegancia inquieta, habría dicho. Sin él, habría añadido, Biette no cuenta. Nosotros nos habríamos reído. Le habríamos preguntado por qué. Habría dicho que un Jean-Claude no cuenta, que hacen falta siempre dos. Habría dicho que uno tenía las cualidades que al otro le faltaban y viceversa. Que entre ellos dos eran el cine. Pero Pablo no estaba aquí, había que arreglárselas sin él.

Toda Simone Barbès está en los ojos de Michel Delahaye, dice de repente una vocecilla. Es Manuel. No le habíamos oído llegar. Michel Delahaye, digo, es el mejor actor mudo del cine sonoro. Se me quedan mirando los dos fijamente. Un raro silencio se instala entre nosotros, una mezcla de incomodidad y de religiosidad de otro tiempo. Podríamos estar en una de Grémillon, sería lo mismo, creo. Michel Delaye hubiera estado perfecto en una de Grémillon, dice de pronto Manuel tras una eternidad de iglesia, en la Petite Lise por ejemplo. También estaría muy bien en una de Grémillon con Madelaine Renaud, dice Ana. Mejor incluso que Vanel; mejor que Gabin, añade Manuel. Definitivamente, qué tipo más extraño. Piensa igual que yo.

 
 
(Louis Skorecki, 2005)
 

lunes, 2 de diciembre de 2013

amor ajeno

 

Les belles manières es la película más violenta de la historia del cine. De una violencia, claro está, ya no latente sino en fuga, en fuga irreversible hacia el pasado y hacia el futuro. Violencia insoportable de todo lo que no vemos, violencia detrás de los gestos aparentemente más dulces de la parte de Hélène. Y es que, como decía un poema de César Vallejo,  el yantar de estas mesas así, en que se prueba / amor ajeno en vez del propio amor, / torna tierra el bocado.  No se puede ser más lúcido, más implacable con menos elementos, apenas dos personajes, dos cuerpos: Hélène y Camille. No hace falta que suceda nada, nada en concreto que desencadene el final. Guiguet será mejor cineasta, tendrá una mirada más amplia, en Le mirage o en Les passagers, pero de Les belles manières uno no sale, no puede salir, indemne. Y las lágrimas de Camille en la noche y unos bombones tirados al wáter y el rostro del plano final de Hélène Surgère se quedan grabados para siempre en la memoria, como la cicatriz en el rostro de Camille, como las heridas incurables de la infancia, como las duras reglas de la sociedad.