martes, 9 de octubre de 2018

al acercarse a las leyes



Hay dos niños que arrancan a correr, uno empieza con la pierna izquierda, otro empieza con la pierna derecha, van tan a la par que parecen atletas a la salida de los cien metros lisos, a menudo van a la par pero no tanto, son hermanos y uno es el mayor y el otro es el pequeño, aunque los dos son igual de altos, si no lo dicen podrías no darte cuenta de que no tienen la misma edad, o te darías cuenta porque en general hay uno que toma las decisiones y el otro le sigue, por eso decía que normalmente no van tan a la par, hacen lo mismo pero con un poco de desfase, primero uno y luego otro, y esa sincronía desajustada tiene mucha gracia, una gracia inagotable, hay que ver al hermano pequeño lanzar una mirada de reojo al hermano mayor y a continuación imitarle y hay que ver también cómo a veces quiere escaquearse de imitarle y entonces el mayor le da una voz, una voz de cine mudo, y el pequeño ejecuta su sincronía muy a su pesar, es un poco como ver en una clase de gimnasia o de baile a un alumno que nunca acaba de seguir bien los movimientos del profesor y más que imitar sus movimientos hace como que los imita, hace una imitación de una imitación, y de hecho esto es algo que veremos más tarde con el padre de los niños, le veremos perderse en el arte aparentemente fácil de seguir los movimientos de un profesor de gimnasia, pero eso será luego, no adelantemos, por ahora los dos niños están echando a correr a la par y si esta vez van tan sincronizados es porque los dos tienen miedo de lo mismo, tienen miedo de ese señor que está de pie, con su abrigo, su sombrero, su cartera y sus hombros un poco encorvados, ese señor que es el padre y que les acaba de pillar intentando escabullirse del colegio, basta con que los niños le vean para que, sin acercarse más, echen a correr en dirección contraria, pero hay que decir que si no querían entrar en el colegio no era sólo porque sea un rollo pasar el día ahí sentado en las aulas cuando se puede estar fuera, era por algo más serio, era porque son nuevos en ese colegio y tenían miedo de que una banda de niños con los que ya han tenido un encontronazo, y que les habían amenazado, aproveche para atizarles, los dos hermanos no son tontos y ante la amenaza pretenden guardar las distancias, no ponerse a mano, porque ponerse a mano es ponerse a golpe, en esta película las distancias importan, saber guardar la distancia adecuada para que no te aticen o saber romper esa distancia para ganar autoridad, podría ser una película de capa y espada o de artes marciales, pero sin muertos ni sangre, tan solo empujones, trompadas en la cabeza y revolcones en el suelo, una película de capa y espada donde al cabo se descubriese que ser el más fuerte o el más hábil con las armas está bien pero que siempre habrá una jerarquía más importante, siempre habrá reyes y vasallos, un orden feudal que no depende de la fuerza sino de otra cosa, del azar de en qué familia se nace, como una película de capa y espada que fuese transcurriendo por campos y montes de aventura en aventura, sin más ley que el valor, la fuerza y la astucia, y que de pronto, pasado el tiempo, la película llegase a una ciudad o a un castillo y de pronto descubriésemos esa otra ley, la ley social, la ley feudal, algo así les pasa a los dos hermanos, que se las van componiendo como pueden con las leyes de la fuerza y de la astucia del mundo de los niños y de pronto descubren que en el mundo de los adultos hay otra ley para la que no sirven ni la fuerza ni la astucia, una ley que ya no es la feudal sino la ley del salario, y descubrir esto les resulta insoportable, descubrir que hay una distancia que hay que saber guardar, ni muy lejos ni muy cerca, no porque te puedan pegar sino porque te pueden despedir, una ley que resulta insoportable porque al contrario de la otra parece que no se puede escapar de ella con astucias, una ley que los dos hermanos descubren de pronto, sin haberlo visto venir, una noche en la que junto con otros niños asisten a una sesión de películas caseras en la casa del jefe del padre, y en esas películas caseras ven una cara de su padre que nunca habían visto, le ven hacer el payaso para su jefe, y la verdad es que es un payaso bastante bueno, pero lo que descubren los niños no es que su padre tenga gracia, sino que su padre no es nadie, su padre es alguien que hace el ridículo para otros, no es un caballero ni un samurai, es un bufón, a lo mejor si hubiesen sabido que el padre era gracioso la cosa habría sido diferente, a lo mejor si el padre no tuviese la jerarquía tan metida en la sangre y en la costumbre hubiese sabido ser gracioso con sus hijos en vez de poner siempre cara seria y severa, si hubiese sido algo más que ese padre al que le bastaba estar ahí de pie para que ellos echasen a correr hacia un colegio donde les amenazaban con atizarles, si hubiese considerado su habilidad para ser un payaso como un poder y no como una debilidad, entonces quizás no habría sido tan violento para los dos hermanos, no habría sido un caérseles el mundo a los pies, y quizás tampoco habría sido tan violento o tan incómodo para el padre, si hubiese dado la sensación de que se podía viajar entre el mundo de los niños y el mundo de los adultos en vez de tener esa sensación triste de que en el fondo hay un único mundo real, el mundo de los adultos, y dentro de él otros pequeños mundos, como el mundo de los niños, otros pequeños mundos que antes o después chocarán con ese afuera que es el mundo de los adultos, la verdad es que todo tiene mucha gracia y sin embargo es bastante triste, parece que por ahora, en esta película, lo más que se puede hacer es dejar que dure un poco más ese mundo de los niños, ese mundo en el que comer huevos de gorrión te hace más fuerte y en el que se puede jugar a quieto, muere, resucita y en el que se revuelcan por igual en el polvo el hijo del jefe y el hijo del empleado.
(He nacido pero..., Yasujiro Ozu)

viernes, 5 de octubre de 2018

qué dice un estornudo




Son un soldado y una oficinista y se acaban de conocer en Nueva York, él está ahí por primera vez, a mitad de camino entre su pequeña ciudad y la guerra, y ella lleva tres años trabajando aquí, se han conocido por azar y accidente y ahora él va en el autobús con ella, ella ha estornudado dos veces, dice que el sol siempre le hace estornudar dos veces y luego ya no más, lo afirma con la misma convicción con la que diría que todos los días sale el sol o que dos y dos son cuatro, para el primer estornudo ella ha sacado su pañuelo y este ha salido volando, así que el soldado le ha ofrecido el suyo (el de ella era claro, el de él es oscuro) y le ha dicho que se lo podía quedar, pero ella, pasado el segundo estornudo, le ha dicho que no, que no lo necesita, entendemos que porque ya ha estornudado sus dos veces, y se lo devuelve, y entonces el soldado le pregunta que si no se pasearía con él por el parque que hay al final de la línea de autobús, y ella responde que no, que tiene que volver a casa, y él dice que ya, que lo entiende, que supone que tiene cosas que hacer, y ella dice que sí pero justo a continuación le empieza a venir un tercer estornudo, él saca su pañuelo, ella estornuda, los dos se miran y se ríen y ya no hace falta decir nada más para saber que ella le va a acompañar al parque, si no es de fiar su afirmación de que siempre estornuda dos veces y nada más, entonces tampoco es muy de fiar eso de que tiene que hacer cosas en casa, era una frase hecha, una excusa, una mentira, el estornudo lo ha revelado, el estornudo la ha salvado de su mentira, y está bien que sea un estornudo y no otra cosa porque así pueden reírse juntos, porque está bien que las cosas sean un poco ridículas, como si el ridículo acelerase la complicidad, está bien que el estornudo vaya a dónde no llegan las palabras, que tome el relevo, son tan lindos esos relevos que se dan palabras y gestos, ir yendo de una forma de comunicación a otra, estar atento a qué palabra puede ser dicha de otra manera, con un pañuelo, con una bolsa, todos estos paseos los dan con él llevando en la mano dos bolsas, la suya y la de ella, y cada vez que se separan ella coge su bolsa, por ejemplo tras el parque, ella ya ha cogido su bolsa pero él quiere convencerla de que siga con él, está dispuesto hasta a visitar a un museo con tal de seguir pasando rato con ella, seguir hablando con ella, y ella una vez más va a decir que no pero de pronto se lo piensa y no necesita decir que sí, le basta con levantar la mano que sujeta la bolsa, le basta con tenderle la bolsa a él, y basta que él la coja, ya está, pueden seguir pasando tiempo juntos, pueden seguir hablando, en apenas unos minutos de película ya ha dado tiempo para que se creen esas costumbres, esas reglas compartidas que hacen que un gesto diga más que una palabra, y al mismo tiempo quizás sea real eso, esos momentos luminosos en los que todo es conversación, quizás, quizás, recordemos...
(The Clock, Vincente Minnelli)

lunes, 1 de octubre de 2018

nadie al teléfono


Hay literas, hay una puerta que se abre, un rayo de luz que entra, es una sala grande, muy grande, de un albergue para pobres y la puerta la abre un tipo gordo que alguna vez fue policía pero que ahora es investigador privado, a punto de convertirse en vengador privado o en asesino privado, va buscando a un hombre, otro asesino, para matarlo, fuera de toda ley, con una ganzúa, va a ir de cama en cama apuntando con la linterna a la cara de los hombres que duermen, en busca de ese al que busca, no lo llega a encontrar pero la escena es violenta, violenta cada luz dirigida a la cara de un hombre que duerme y que no quiere ser visto, hay una sensación de caída, caída del personaje del policía, caída del personaje del asesino, caída del mundo entero, quizás las películas de terror sean las películas más tristes, quizás no hablen más que de tristeza, no lo sé, en esta película hay algo así como una sucesión de soledades y de impotencias, gente que no consigue hacer cosas, que no consigue comunicar ni con los otros ni consigo misma, al principio es una película de terror en la que una niñera recibe llamadas inquietantes de un desconocido que le pregunta "¿has ido a ver a los niños?", unos niños que se supone que duermen en una habitación del piso de arriba y más vale no ir a comprobarlo porque han estado resfriados y si se despiertan no hay quien los vuelva a dormir, así que la niñera hace lo que en esos casos parece más sensato, intentar no tomarse en serio su propio miedo, intentar no escuchar lo que dice el propio instinto, comportarse consigo misma como una funcionaria incrédula, y se equivoca claro, si no se equivocase no habría película, o sería una película muy diferente, porque la niñera tenía toda la razón del mundo al tener miedo y cuando eso por fin es evidente la película cambia, salta siete años, y no es que os vaya a contar lo que pasa, pero digamos que la película pasa del mundo suburbano y acomodado a un mundo urbano nada cómodo, un mundo de bares y de calles que siempre dan miedo, ahora seguimos a otros personajes, seguimos al que vendría a ser el malo, solo que lo vemos también de otra manera, no lo vemos solo como el malo, lo vemos como un hombre volviéndose vagabundo, y hay algo inesperado, otra violencia, la violencia de la miseria, de pronto uno siente que casi nunca había visto así en una película el volverse vagabundo de un personaje, el sentir la suciedad y el cuerpo que aguanta apenas y el miedo mezclado con el agotamiento, quizás pase algo así con la miseria, que cuando realmente aparece en una película es cuando no se veía venir, cuando parecía que iba de otra cosa, a mí me pasa por ejemplo con un plano de Las siete ocasiones, más tarde volveremos al mundo suburbano y cuando volvamos a ver una cocina amplia, una cocina limpia, nos costará creer que este dormitorio de albergue y esa cocina puedan coexistir en el mismo mundo, y la película parece que no va de eso pero está ahí, como está de un lado una mujer joven en una cocina amplia y de otro lado una mujer más mayor en un bar al que no sabe por qué vuelve noche tras noche y sin embargo vuelve, oposiciones simples que no son en sí una caricatura ni una denuncia de nada, pero que son mundos de esos que parece que nunca se podrán cruzar, en la cocina es imposible imaginar el bar, en el bar es imposible imaginar la cocina, parece ser que la película tiene algo de collage, al principio era un corto, tan solo los veinte primeros minutos, y luego, como el corto funcionó, alargaron la película, continuaron la historia de una manera que podría parecer que nada tiene que ver con el tono de la primera parte, y quizás lo bello de la película está también en ese aparente no tener nada que ver, en ese efecto de montaje, darle la vuelta a una historia y ver otra cara, una cara tan diferente que ni el tono ni el mundo que muestra puede ser el mismo de la primera parte, que ni siquiera puede ir de veras de lo mismo, pero es porque toda historia está hecha en el fondo de historias que no concuerdan, de historias que no se ajustan bien, aquí parece que el mundo podría ampliarse y ampliarse, con apenas unos personajes, cada cual en su película, el mundo se vuelve irreductible a una única historia y pasan cosas tan extrañas y tan violentas como ese encuentro entre la historia de un detective y un asesino vagabundo, el encuentro entre un tipo con linterna y ganzúa y el dormitorio de un albergue, cosas que no deberían de haberse encontrado y sin embargo se encuentran y no tienen en común nada más que la noche, la oscuridad y la soledad, como si en el fondo todo hablar al teléfono fuese siempre un hablar solo, un hablar al vacío, un escuchar al vacío y esperar no oír nada, un esperar no oír al vacío hablar. 
(Llama un extraño, Fred Walton)

instrumentos de viento


Hay una mujer con un abrigo a cuadros, es curioso cuanta gente va a cuadros en esta película, y un hombre que la sigue, su abrigo nos es a cuadros pero su pantalón sí, aunque casi no lo vemos, ella va chasqueando los dedos y haciendo música con la voz, música a ritmo de jazz, va haciendo eso de no decir palabras de verdad sino sílabas que no son nada más que música, nada más que sonido, sílabas sin nada de sentido, y el hombre que va detrás y que quizás sea su marido, vive con ella, va también haciendo música con la boca y gestos con los brazos, va haciendo como que toca el contrabajo, un contrabajo invisible, y la verdad es que parece que se divierten mucho haciendo esto, a lo mejor de veras son músicos, dicen de ella que trabajó en un cabaret y que no es bueno que los niños vayan a la casa de estos dos a ver la tele, nada bueno pueden aprender los niños en una casa así, con gente que camina por el barrio como desfilando en una banda de jazz, basta ver la mirada de la mujer que está un poco más al fondo, los mira raro, mirar a alguien raro en realidad es querer hacerle sentir que el raro es él, no la mirada, pero en esta película aprendemos que lo más normal es lo más raro, cosas como decirse buenos días o buenas tardes, y sabemos que la mirada de esa mujer que mira un poco de lado es rara, normal y rara, ella ha salido para ver a una vecina, para hablar con ella, para cotillear y mentir un poco, cada cual se entretiene con lo suyo, hacer verdadero falso jazz por las calles, cotillear con las vecinas, ver la tele, beber, quejarse, tirarse pedos, las cosas de la vida cotidiana, en realidad esta pareja que va por la calle no importa mucho en la película, importan más dos niños, dos hermanos, siempre vestidos igual, uno más grande y otro más pequeño, dos niños que van a hacer huelga de silencio para que les compren una tele, aunque lo de la tele no sé hasta qué punto es de veras importante, de ella apenas veremos la caja, es lo que piden, es lo que pueden obtener materialmente, pero quizás no se hacen las huelgas sólo por lo que se puede obtener materialmente, quizás se hacen también por otras cosas, para recordar que el mundo, tal y como es, es, en el mejor de los casos, raro, casi todo lo que hacemos a lo largo del día y que nos parece tan normal visto desde fuera es raro e inútil y a menudo triste, por ejemplo el uso que hacemos de las palabras, para decirnos buenos días y buenas tardes y qué buen tiempo hace y cosas así, palabras que parece que no dicen nada, palabras que se dicen para no tener que decir otras, como ese hombre y esa mujer que quizás se quieren pero que cuando termine la película todavía no se lo habrán dicho, seguirán hablando del tiempo y de las nubes, los niños hacen huelga contra eso, hacen huelga por una tele pero también hacen huelga contra el mundo de los adultos, al que no quieren pertenecer, al que se niegan a reconocer como real, ellos viven en otro mundo, un mundo que existe al mismo tiempo que el de los adultos pero que es diferente de él, aunque no del todo ajeno, a ratos parecería que fuesen etnógrafos perdidos en una tribu incomprensible, cogiendo signos por aquí y por allá, comunicando con el mundo adulto en lo que este tiene de más marginal, por ejemplo los pedos del padre de otro de los niños, ellos juegan a tirarse pedos como él y esto es algo que hay que ver y oír para creerlo, la gracia de los pedos, la apoteosis de los calzoncillos sucios, al adulto los pedos le salen muy bien porque, dicen los niños, trabaja en la compañía del gas, con ese detalle del adulto los niños se han construido todo un mundo con sus reglas y costumbres, el mundo del pedo, la tribu del pedo, y la gracia de los pedos quizás esté en que siendo cuerpo y aire no quieren decir nada, son como el jazz callejero y sin instrumentos, sonido sin sentido, aunque la mujer del hombre de la compañía del gas acude cada vez que él se tira un pedo y le pregunta si ha dicho algo, porque lo normal sería eso, lo normal sería que todo sonido que saliese de un cuerpo fuese palabra y significase algo, aunque bien visto, tampoco un buenos días significa gran cosa, también un buenas tardes es apenas algo de aire, algo de viento, también el mundo de los adultos, el mundo de los buenos días y las buenas tardes, está hecho, como el mundo de los niños, el mundo de los pedos, de aire, de viento que va, de viento que viene.
(Buenos días, Yasujiro Ozu)