viernes, 8 de marzo de 2024

una vela


Me quedé pensando en la vela. Es hacia el final de la película. Es de noche. Se va la luz. La hija enciende una vela y la lleva a la habitación de la madre. La deja sobre la mesilla. Se sienta en la cama junto a la madre. Intuimos que van a hablar como hace años que no hablan, como quizás nunca hayan hablado. Lo van a hacer a la luz de la vela, pensamos. La luz temblorosa y débil de la vela va a hacer posibles la intimidad y las confesiones. Pero vuelve la electricidad. Vuelve la luz de la bombilla, esa luz que todo lo desnuda y que todo lo aleja. Esa luz que nos deja al descubierto y que, por eso mismo, nos impide la confesión. Ahí, bajo esa luz, sobre la cama, quedan la hija y la madre. Y, sobre la mesilla, la vela. Una vela encendida en una habitación a oscuras es el centro del mundo. Su llama es frágil pero esencial. Una vela encendida en una habitación que ilumina una bombilla no es nada. Es como un amuleto que ha perdido toda su magia. Es algo pequeño y que apenas se ve. Una vela así encendida, en medio de una habitación iluminada por una bombilla, debe de sentir una gran melancolía o un gran desencanto y pensar: así, con esta luz, comprendo que mi llamita y yo no somos gran cosa. Nadie la apaga, además. La hija no se acuerda de soplarla, ahora que ya no sirve para nada. Porque la hija y la madre, a pesar de la luz de la bombilla, a pesar de su desnudez, hablan como hace años que no han hablado. Ahí, a plena luz, sin que el misterio de la oscuridad las ayude, hablan. Quizás se trata de eso. Quizás esa conversación no podría haber sucedido con la magia de la luz de la vela. Porque no es una conversación encantada, no es, creo, una conversación para re-encantar el mundo. Es una conversación para seguir viviendo a la luz de las bombillas, para seguir viviendo y queriéndose no en la ocasión excepcional y poética de la luz de la vela, sino bajo la luz de la bombilla, cotidiana y prosaica, con palabras que brillan y bailan como una llamita de vela que no es el centro del mundo y que, aún así, persiste en arder. 

(Los pequeños amores, Celia Rico Clavellino)

martes, 5 de marzo de 2024

a la vuelta de la esquina

No sé si veis algo. Probablemente no. Es un instante en pleno movimiento, una de esas cosas que no se reconocen bien detenidas así, en un fotograma. Es una caída. Al empezar el plano hemos visto al personaje, un joven, inmóvil en un túnel, junto a una bicicleta y a un hombre caído. El personaje ha mirado a los dos lados y luego ha cogido algo de la cesta de la bicicleta, un maletín, y lo ha usado para ponerlo como almohada bajo la cabeza del hombre caído. La sombra del chico al incorporarse tras ese gesto quizás gentil, quizás absurdo, se ha proyectado grande en la pared del túnel. Luego se ha subido en la bicicleta (o, dicho de otro modo, ha robado la bicicleta) y ha echado a rodar con ella. Por la alegría de rodar, aunque quizás la palabra justa no sea "alegría". Hasta ha hecho sonar el timbre, porque sí, por hacer sonar el timbre. La cámara se ha echado a rodar con el personaje y con la bicicleta. Lo ha hecho también, diría, por la alegría de moverse. Las líneas que se han ido cruzando entre el personaje y nosotros lo han hecho con un ritmo que se acomodaba muy bien con el timbre de la bicicleta y con la sombra del chico que crecía y decrecía en la pared del túnel. Y entonces, sin cambiar de plano, el chico ha dado la vuelta a la esquina y hemos descubierto que a la vuelta había un montón de cajas de cartón pero parece que él no las ha visto, o que las ha visto demasiado tarde, y ha chocado con ellas y se ha caído de la bicicleta. Y ya está, se acabó la bicicleta en esta película. En un plano nace y muere la historia posible de una bicicleta robada. De un hombre caído a otro hombre caído. La bicicleta desaparece pero lo que no sabemos todavía es que el primer hombre caído si va a tener su importancia en la película. No porque a partir de él se vaya a desarrollar una trama sino porque esa figura, con variaciones, va a ir reapareciendo en la película, se va a ir entrecruzando con los personajes principales. La película está llena de figuras así, que van reapareciendo. Esas figuras son un poco como esas líneas que se cruza el joven al avanzar con la bicicleta, o como el timbre que hace sonar, son como una percusión inesperada, un ritmo que poco a poco se va haciendo consciente. Cuando menos nos lo esperamos reaparecen. Nunca hay que pensar que ya hemos acabado con ellas, a la vuelta de la esquina pueden reaparecer y hacernos caer, como esas cajas de cartón a la vuelta del túnel. No hay que dar una figura por agotada y no hay que dar nunca un plano por agotado. A veces la cámara puede moverse y descubrirnos algo inesperado, otras veces los personajes usarán todo el espacio del plano, saliendo y reapareciendo por los lados, acercándose a la cámara y alejándose de ella (hay que verles cambiar una bombilla). Por momentos esa manera de ver hasta dónde puede un cuerpo usar un lugar, un plano o un objeto recuerda a una danza moderna, a un teatro sin palabras o incluso a un musical, un West Side Story lacónico (hay que ver los dos planos del encuentro entre unos "hombres de negro" y una batucada, es para no creerlo). Nunca sabemos qué más puede pasar en un plano y eso nos genera incertidumbre. Tampoco sabemos si una acción va a ser importante o no, la violencia aparece inesperada pero quien parecía muerto puede abrir los ojos como si allí no hubiera pasado nada. También va y viene una alergia, por ejemplo. O un perro puede aparecer y desaparecer en unas pocas secuencias y es raro lo emocionante que puede ser el plano en el que se lo llevan cuando apenas hemos visto al perro y además el plano es todo lo frío que un plano puede ser, pero de una frialdad que quizás dura un poco de más y que, en su diagonal, recuerda a imágenes de despedidas que en otras películas fueron desgarradoras, como si fuese un adiós en un andén. Pero luego no pasa nada más con esa emoción. A otra cosa. Todo es cambiante, imprevisible. En medio de todo eso hay un amor hecho de gestos y de casi ninguna palabra, un amor que siempre está acabando y empezando de nuevo, sin que sepamos muy bien qué lo hace acabar cada vez, como quizás pasa un poco en la vida pero no tan a menudo en las películas, como si los personajes tuviesen que probar una y otra vez a vivir de otra manera, a hacer otras cosas, como robar una bicicleta, dar golpes, intentar sacar un billete de avión o ir al fútbol, para acabar volviendo a la casilla del amor innombrado. Aunque hay algo que en esta película con tan pocas palabras sí se dice, cuando encuentran en las olas del mar un esqueleto que parece de mentira pero del que no sabemos si la película quiere que pensemos que es de verdad o de mentira (otra incertidumbre), y la chica echa a correr y cae en la arena, y dice: Todo acabará así. ¿Acabará todo así? Memento mori, podríamos pensar, pero hasta de la muerte hay incertidumbre. Entonces el chico le dice que está allí con ella y ella pregunta : ¿Aquí dónde es? Es tal la incertidumbre que hasta de la muerte pregunta si acabará así e incluso frente al chico ella se pregunta dónde está él, qué lugar es aquí. Ante la incertidumbre, se chocan, se tocan, se alejan, se vuelven a chocar. No sabemos si el final es algo más que un respiro, si algo de veras ha sido solucionado o si todo podría seguir en una especie de movimiento perpetuo, alegría del cine, ansiedad de la vida, si la película se termina porque al fin y al cabo todas las películas terminan o si la película no terminará nunca, porque nos deja suspendidos, porque hasta el final ha sabido resistir a la tentación de tener la última palabra.
(Barren Illusions, Kiyoshi Kurosawa)

sábado, 30 de diciembre de 2023

improvisemos

Fui piedra y perdí mi centro
y me arrojaron al mar
y a fuerza de mucho tiempo
mi centro vine a encontrar

Quizás no tenga mucho que escribir porque lo que me gustaría es decir. Lo que me gustaría es hablar y que de una cosa, de un detalle compartido, comentado, fuesen saliendo otras cosas, pero hoy no puede ser y entonces voy a escribir apenas una o dos cosas, una o dos pistas, como mi abuela, que apuntaba palabras clave de los chistes de Eugenio cuando este los contaba en la radio, para poder luego contármelos a mí, aunque en realidad después casi nunca conseguía reconstruir los chistes a partir de esas pocas palabras, de esas pocas pistas. 
Al principio de la película, el hijo acaba de llegar y el padre, en cambio, está sentado, lleva sentado un tiempo. El padre está fijo y el hijo se mueve. Se acerca y se aleja. Estos meses venía pensando que el cine, una parte del cine, es una cuestión de personas que se acercan y se alejan. Se podría decir que una película, a menudo, es eso: gente que se acerca, se aleja, se vuelve a acercar, se vuelve a alejar. Al igual que en la vida nos nos pasamos el tiempo acercándonos y alejándonos los unos de los otros, a veces chocando, a veces aferrándonos, a veces perdiéndonos para siempre, como si terminase una película. Y, en el cine, además, está la cámara, que también se acerca y se aleja, o de la que los personajes se acercan y se alejan. 
Escribo todo eso del alejarse y acercarse y en realidad en un primero momento lo que quería escribir era algo muy sencillo, algo que tiene que ver con el gusto, con mi gusto: recordé lo mucho que me gusta cuando un personaje habla en plano general. Preciso: cuando en un plano contraplano uno de los personajes (o los dos) está en plano general. Cuando habla como desde la distancia, a pesar de la distancia, a través de la distancia. Pero sin levantar la voz más de lo necesario. Lo suficiente para ser oído. Un ser humano, de pie, hablando a otro ser humano para ser oído, para ser escuchado y comprendido, Y, al mismo tiempo, sentir el espacio a su alrededor, sentir a ese ser parte del mundo, o quizás sentirlo pequeño, o simplemente esa cosa un poco asombrosa que es el tenerse en pie, el tenerse sobre dos patas. Y sentir la distancia que le separa de aquel a quien habla, distancia que por alguna razón mantiene. No lo sé. Recuerdo haber pensado algo así hace años, viendo una película de Dovjenko, Aerograd, viendo a dos viejos amigos hablándose en un bosque. 
Me pregunto si, en el caso de esta película, Bonjour la langue, no juega en mi emoción algo leído en los títulos de crédito al empezar: enteramente improvisada por Pascal Cervo y Paul Vecchiali. Podría no haber sabido que todo en la película está improvisado pero lo dice la película misma al empezar, ella misma decide que es algo que merece la pena ser sabido. Así que siento al actor, Pascal Cervo, en pie, en el espacio, improvisar su texto y sus idas y venidas, sus acercamientos y alejamientos, ante Paul Vecchiali, que intuyo que sabe más que él de la dirección que va a tomar esta historia. Pascal Cervo y su personaje se acercan y se alejan, habitan el espacio y el tiempo, no del todo seguros, en la desnudez de quienes improvisan. Un hijo vuelve a la casa de su padre, un actor viene a la historia de un cineasta. Ya están ahí, han dado el paso, ahora tienen que actuar, tienen que hablar. Lo que tiene que hacer el personaje y lo que tiene que hacer el actor por momentos se confunde, por momentos se separa. Cuando el personaje del hijo, casi al final, dice: me pides mucho, también podría ser el actor el que lo dice, y lo que le responde el padre podría ser también la respuesta del director. Lo que pide el director, en cierto modo, es tan vital y tan íntimo que es ya una cuestión familiar, aunque no sea una familia de sangre. 
Pero no era esto lo otro que quería escribir, aunque en parte sí, en parte tenía que ver con eso de la improvisación, de saber que se trata de una improvisación y de saber, también, que Pascal Cervo y Paul Vecchiali no son padre e hijo en la realidad (al contrario de lo improvisado en otra película de Vecchiali, Trous de mémoire). Porque aquello a lo que asistimos es a la improvisación de una memoria, de un pasado común. Ellos, con palabras, van inventando el pasado propio pero también el pasado del otro. Parte del juego de la improvisación es cómo se tiene en cuenta ese pasado que el otro inventa, como se asimila ese pasado inventado por el otro en lo que uno inventa a continuación. A veces los dos reconocen ese pasado que inventan pero otras veces uno de los dos no reconoce ese pasado. A veces uno de los dos lo niega. Otras veces uno rectifica detalles, sentimientos o interpretaciones. Da un poco de vértigo, sabiendo que están improvisando, oír cómo las palabras van creando ese pasado, van poblando el pasado con otra vida, con una ficción. Da un poco de vértigo porque intuimos que en realidad no está tan lejos de lo que hacemos a veces con el pasado que de veras hemos vivido, que de veras hemos compartido. Intuimos que también en la vida "real" vamos improvisando con palabras el recuerdo, lo vamos inventando o, al menos, reinventando. Dan vértigo las incoherencias momentáneas de lo que improvisan porque quizás tampoco nuestras vidas sean del todo coherentes, quizás nuestras vidas estén hechas también de historias que no encajan del todo. Y hay también algo que podría tener que ver con el lapsus, lo que es dicho sin querer, que aquí podría ser deberse a un ligero desfallecimiento de la imaginación de los actores (recordemos, están en la cuerda floja), a una ligera pérdida del personaje, pero quizás no, quizás es el personaje es que por un momento se pierde a sí mismo, dice lo que no quiere, al igual que por momentos también nosotros perdemos nuestro personaje, somos por un momento otro personaje o, simplemente, actores perdidos en un escenario o ante una cámara, actores frágiles que de pronto han perdido la identidad de su personaje y no saben si intentar recordar el personaje que eran o sobre la marcha inventarse otro. Y entonces, indefensos pero valientes, se arriesgan a hablar. Se arriesgan a las palabras. Se arriesgan a ser alguien. Se arriesgan, de nuevo, a inventar quiénes son. 
(Bonjour la langue, Paul Vecchiali)

martes, 3 de octubre de 2023

apuntes por si hablamos

¿Cuánto dura una película? ¿Minutos, horas, días? Es difícil saber. ¿Sabemos, acaso, cuánto duran una amistad, un amor, un olvido? ¿Sabemos cuánto dura una herida? La herida parece cerrada, olvidada, ni cicatriz dejó, y de pronto un día vuelve a doler y no sabemos si lamentar ese dolor que regresa o si alegrarnos al saber que aquello que fuimos todavía puede revivir, al saber que todavía recordamos, que todavía amamos. 

¿Cuánto dura Cerrar los ojos? No lo sé, la verdad. Han pasado dos días desde que la vi y todavía me parece que llega a mí desde lejos, lentamente, que todavía seguirá llegando y que es pronto para escribir. En realidad lo que me gustaría es hablar de ella con algún amigo, hablar con el desorden de una conversación, con un desorden que, creo, tiene que ver con la película, con todo lo que su juego de espejos y de dobles va sembrando, a veces de manera evidente, a veces de manera secreta. Si una película dura más allá de su final, más allá de los créditos y de las luces de la sala que se encienden, también es por eso, porque no podemos (y no queremos) resumirla, porque el sentido se sigue armando y desarmando en la memoria. 

La película llega a mí desde lejos y creo que eso también tiene que ver con su forma, la forma de un viaje. Tras la primera secuencia, nos encontramos con la Ciudad de la Imagen, más tarde con un plató de televisión, que son lugares inhóspitos, por no decir feos, rematadamente feos (y bien está que la cámara no los estetice, la cámara está ahí para ver, no para maquillar), fríos, inhumanos, como lo es, en menor medida, la cafetería del Museo del Prado, lugares inhumanos en los que, sin embargo, se cuela por momentos la humanidad, lo íntimo, con toda su fragilidad, como si esa fragilidad, en vez de ser vencida por la frialdad, pudiese abrir en ella una grieta, como si la desnudez del sentimiento pudiese desnudar la inhumanidad de un plató de televisión o de una cafetería impersonal. 

La película llega desde lejos, se va re-encantando poco a poco, se va alejando poco a poco de esa frialdad madrileña. Escribe un amigo que Erice, película a película, ha ido pasando de la poesía a la prosa, y creo que es cierto, y creo que ese paso a la prosa ha ido abriendo las películas (lo cual no es ni mejor ni peor, pero es un camino, es un movimiento), como si cada vez pudiesen entrar más en ellas lo cotidiano y lo banal. Cada vez entra más mundo. ¡Ahora hasta un plató de televisión puede entrar! Pero de lo prosaico vamos poco a poco viajando a algo que no sé si llamar poético, pero que en cualquier caso recupera el encanto, o el encantamiento. Y al encantamiento se viaja, parece ser, en autobús. 

La película llega desde lejos y pensé que se parece también a una convalecencia, un progresivo redescubrimiento de los sentidos, del gusto por vivir. En cierto momento, ya en la parte del asilo, cuando Miguel Garay se pregunta si su viejo amigo, a pesar de haber perdido la memoria, todavía tiene conciencia, pensé en los libros de Oliver Sacks, en las historias clínicas que cuenta (despertares... cerrar los ojos para despertar). No sé si poco antes, o poco después, el viejo amigo, antes Julio Arenas, ahora Gardel, dice, ante una foto que le enseña Garay y en la que se los ve a los dos de jóvenes, durante el servicio militar en la marina: ese no soy yo, y ese tampoco eres tú. Garay, como su amigo, está enfermo, o lo ha estado, y no lo sabía. ¿Quiere eso decir que Garay y su amigo son dos caras de la misma persona, como la estatua que abre y cierra la película, que supongo que representa al dios Jano? ¿O quiere simplemente decir que fueron amigos, que fueron el uno para el otro el amigo que define la identidad? Quizás no haya identidad posible en soledad, quizás toda identidad necesita de la mirada de otro, de un otro en particular. Pero aquí empiezan las asimetrías. ¿De quién necesita la mirada Julio Arenas? ¿De Garay, de su hija Ana, de la joven china que en la ficción fue a buscar? La película termina sin que tengamos respuesta y creo que esa es una de sus bellezas pero también una de las heridas que abre en el espectador, una de las heridas que la hacen durar en la memoria, no saber Garay ni Ana si la suya es la mirada que Arenas necesitaba para regresar de más allá del olvido, no saber Garay hasta qué punto él es esencial en aquel que en su vida es su otra cara, su otro yo esencial. La película está llena de simetrías pero en todas ellas acecha la amenaza de la asimetría, de la desigualdad. Las simetrías hacen que una película perdure en la memoria, las asimetrías hacen que no podamos dejar de pensar en ella. 

La película está llena de padres perdidos, de hijas perdidas, de hijos perdidos. El hijo perdido de Garay apenas nos es contado en cuatro secuencias, primero a través de una caricatura que dibujó, luego en la conversación con una antigua amante, finalmente con cuatro fotos de fotomatón (como cuatro fotogramas que desfilando no darían ni para un cuarto de segundo), una tira de fotomatón que viaja del olvido de una caja en un trastero (como la caja que Robert Mitchum recupera en The Lusty Men, como la caja que luego una monja le entrega a Garay, y en la que está la memoria pasada de Julio Arenas) a un corcho en el que Garay la pincha en su caravana. En ese plano, Garay vuelve a plantar allí, entre reproducciones de cuadros (si no recuerdo mal), una imagen de su propia vida. Es como si se hubiese refugiado en la cultura, en el recuerdo de la cultura, para olvidar lo que fue su vida, y en ese momento, al pinchar esa foto en el corcho, admitiese que la herida no se había cerrado, que no se podía cerrar así, negando la vida, ocultándola tras el recuerdo del arte, que el arte, si es para negar la vida, si es para volverse impersonal, si es para volverse amnésico aún sin haber perdido la memoria, no servía.

Garay, en cierto modo, se ha dedicado a vivir lo que imaginaba ser la vida en fuga de su amigo. Se fue al sur, junto al mar, dejó de ser el que era, cineasta y, sobre todo, escritor, dejó de tener contacto con gran parte de las amistades y amores del pasado que podían devolverle la imagen del que fue. Se fue a vivir en un puro presente de pesca, a vivir en un solar okupado (o eso entendí, y me hizo ilusión), con un perro, un huerto, traduciendo y escribiendo cuentos en vez de escribir novelas, pescando por las mañanas con un amigo de su edad, cenando por las noches y tocando la guitarra con un amigo joven y con la novia de este, embarazada, como si esa complicidad con el chico joven pudiese ocupar el lugar del hijo perdido, aunque en una película en la que tantas cosas se dicen, nunca se diga esto (una película muy hablada es un buen lugar para esconder lo que se prefiere no decir). Un vínculo que se vive quizás con la sabiduría de considerarlo simplemente tiempo presente, algo de paso, como lo es, inevitablemente, un solar okupado. Garay se ha refugiado en un presente perpetuo que niega el pasado y que no imagina un futuro, y supongo que así es como imaginaba la libertad de su amigo desaparecido, así es como ha soñado la vida de los piratas que adornan, si mal no recuerdo (y si recuerdo mal creo que tampoco importa), el baúl de sus recuerdos que encuentra en un trastero de Alcalá de Henares. El presente perpetuo quizás sea una forma de sabiduría, pero parece serlo a costa de una negación permanente. El presente perpetuo, lo veremos con Gardel, es amnesia, es un estado en el que, quizás, ya no hay conciencia. Al presente perpetuo habría que llegar, si acaso, sin renunciar al pasado, sin renunciar a la memoria. 

La caravana de Garay es el espejo del taller en el que duerme Gardel. Las fotos con su hijo son el espejo de la foto ficticia de la joven china, que a su vez es el espejo de la foto inexistente de la hija real de Julio Arenas, Ana. De reflejo en reflejo nos perdemos. Cada reflejo abre una puerta (gracias a Cocteau, entre otros, sabemos que los espejos son puertas), que a su vez abre otra puerta. Vamos avanzando de puerta en puerta. Lo hacemos porque queremos encontrar la salida, o eso queremos pensar. Poco a poco empieza a importarnos más el seguir cruzando puertas, el perdernos, que el encontrar el camino de vuelta. La secuencia final, ¿nos lleva a la salida o nos deja en el umbral de una puerta que tendremos que cruzar solos, tras terminar la película, y que a vez nos llevará a otra puerta y luego a otra? Tras el final, durante los créditos, reaparecen en bucle los planos de la estatua de Jano. Jano era el dios de las puertas. La proyección final ha sido una puerta más, pero no es la última. Una vez acabada la película, como Jano, miramos hacia delante pero también hacia atrás. Volvemos a empezar. Aunque quizás esté bien recordar que ese es un camino que se hace solo pero que también se hace en compañía. Ahora la película es un saber compartido, como los nudos que hacen y deshacen Garay y Gardel (hasta en esos nombres son a mitad iguales, a mitad diferentes). Los nudos, más allá del olvido, más allá de lo vivido, permanecen. La película puede ser, también, un nudo. Un nudo que ahora, juntos, podemos anudar y desanudar. 

(Cerrar los ojos, Víctor Erice)

viernes, 29 de septiembre de 2023

mineral al mineral




Es, creo, el único plano detalle de la película: sobre una tumba, una mano hace desaparecer un anillo bajo la tierra. En el resto de la película casi todo está visto con más distancia. Hay, casi al final, un momento muy emocionante en el que algo sucede entre dos manos, la de un hombre vivo y la de un hombre muerte. Un gesto de reconocimiento. Un gesto de humanidad. Pero ese gesto está filmado sin ningún plano detalle, sin que ningún cambio de plano lo subraye. Y la emoción en parte viene de ese pudor, de esa entereza del plano. Lo vemos, no podemos no verlo, pero tenemos que ir a buscarlo con nuestra mirada, con nuestra atención. Tenemos que ser sensibles a ese pequeño lugar del plano en el que algo esencial sucede. Quizás porque lo esencial, al menos en esta película, sucede así, un detalle en el mundo, un grano de arena. Cada grano de arena cuenta. Cada grano de arena podría tener su historia. Cada grano de arena es el mundo entero. Para contar la historia de un grano de arena hay que verlo de cerca, sí, pero tampoco de demasiado cerca, porque no hay que olvidar que, al mismo tiempo, es pequeño, es apenas un grano de arena. Su pequeñez es parte de su historia, es parte de su ser. Hay que ver, en esta película, cómo están filmados los personajes y cómo están filmados los planos generales. Una vez, hace muchos años, en el examen de entrada a una escuela de cine (en la que no entré), preguntaban para qué servía cada valor de plano. Me pareció una pregunta muy rara. Para muchas cosas, creo que respondí, e hice una pequeña lista para cada valor de plano. Con esta película podría responder que el plano general sirve para que no olvidemos lo grande que es el mundo y lo pequeño que es el hombre, apenas un grano de arena que sabe que regresará a la tierra, y para que tampoco olvidemos que si el hombre nos emociona es porque es pequeño. Aunque en realidad sin el hombre tampoco existiría la idea de lo grande y de lo pequeño, somos la pequeñísima escala de lo inmenso. Pero un cuerpo, para que lo sintamos pequeño, lo tenemos que sentir también real, concreto, tenemos que sentir su volumen. En esta película todo tiene volumen, quizás por la manera de moverse en el plano (ciertas curvas que se trazan en los planos generales, por no hablar de la triangulación en el ataque hacia el final, en las colinas, con el ataque surgiendo de dos puntos diferentes del plano) y por la manera de situar elementos en profundidad. Y, del mismo modo que los cuerpos se destacan en el espacio que los hace vulnerables, también se destacan en el tiempo. Esta es una película llena de frases brillantes, a veces lapidarias y cínicas, a veces sabias y desesperanzadas. Son frases brillantes pero hay que oír cómo suenan, sin alzar la voz, sin que se destaque su brillantez, y hay que oír el silencio entre ellas, un silencio que en vez de realzarlas parece desnudarlas, como para demostrar que una frase brillante es también muy poca cosa, es apenas un instante en el tiempo, una manera de comprobar que se está vivo, que la cabeza todavía funciona, que ahí dentro las neuronas todavía tienen su chispa. Entre las frases hay tiempo y entre los gestos también. Por eso el plano casi al final en el que un hombre coge la mano de otro hombre es emocionante, porque hay tiempo para que el gesto aparezca, para que se mantenga frágil en el espacio y en el tiempo, y para que desaparezca. Es como, pongamos, el rostro borroso y oscuro que hay en el centro de Las hilanderas de Velázquez, algo eterno porque nunca acabaremos de verlo bien, una sombra, una esquina del mundo que de pronto ocupa el centro y que, aún así, sigue siendo discreta, sigue siendo esquina. Descubrimos que el centro del mundo es una esquina, es un punto de fuga y de sombra. Y entonces podemos pensar que ese plano de la mano y del anillo, ese único plano detalle, tampoco es un plano detalle, también es un plano general, el plano general de toda una historia, la de un matrimonio, con sus esquinas oscuras, con sus misterios que ni el hombre ni la mujer acabaron nunca de comprender, una historia y un anillo volviendo a la nada, volviendo a la tierra, polvo que vuelve al polvo, mineral que vuelve al mineral. 
(Garden of Evil, Henry Hathaway)

sábado, 5 de agosto de 2023

imágenes en movimiento

Es una niña en brazos de su madre. Una enfermera seca el sudor de la niña. No es que la niña esté enferma, es que el padre de la niña es médico y tiene su clínica en la casa misma, así que por allí está la enfermera. Este momento es un recuerdo de la niña, ya adulta, cuando recibe la visita de su madre. O, más bien, un recuerdo dentro de un recuerdo dentro de otro recuerdo. La película está construida así, un momento del pasado lleva a su vez a otro momento del pasado que puede llevar a otro momento del pasado. Llegado cierto momento se pierde la cuenta de las capas temporales o, más bien, se entiende que no tiene sentido contarlas. El más efímero de los instantes posee un ilustre pasado, podríamos pensar. Y, también: ¿el más efímero de los instantes posee una triste descendencia? Lo primero que llama la atención de este recuerdo es el pasar a la madre más joven. Nos parece más joven por caracterización y por sonrisa, nada más. Se nota, a pesar de todo, la edad de la actriz, más adecuada para los momentos en los que hace de madre de una chica de veinte que para este en el que hace de madre de una niña pequeña. Es como si la juventud fuese ante todo esa sonrisa o como si en la memoria no se pudiese llegar al rostro joven. En esta película la edad de los actores, que es un problema para tantas películas con varias capas temporales, juega a favor del vértigo del tiempo. Luego el recuerdo parece abandonar a la madre para centrarse más en la niña y entonces el vértigo es otro, porque esa niña se ha convertido, con los años, muy a su pesar, en una esposa insatisfecha, casi en un cliché consciente de ser un cliché, encerrada en una imagen y sufriendo por ello. Ver a la niña descubrir el mundo, perdida ya entonces en una cierta soledad, sabiendo nosotros a dónde la llevará el tiempo, a dónde la llevaran una sucesión de instantes efímeros y de inercias duraderas, da ganas de parar el mundo, da ganas de avisarla como en una película de terror cuando el asesino acecha silencioso. Luego, dentro de ese recuerdo, descubrimos algo nuevo, que el padre abusaba de la enfermera, y entonces esa presencia de la enfermera secando el sudor de la niña, que parecía anecdótica, deja de serlo. Si todo instante posee un ilustre pasado, nada es anecdótico, todo se vuelve signo, aunque un mundo en el que todo fuese signo, en el que supiésemos leer todos los signos, se volvería sin duda inhabitable. Ese abuso del padre nos da una nueva pincelada sobre él pero lo más importante es lo que viene luego, algo que la niña ve: cómo la madre despide a la enfermera, o eso intuimos, en presencia del padre, y le entrega un sobre, dinero o carta de recomendación, no lo sé. El padre, que parecía decidir todo en esa casa, no habla. La mujer, que parecía obedecer a todo en silencio, actúa. La imagen que hasta entonces teníamos de la familia cambia y nos podemos preguntar si no cambia también para la mujer que recuerda esos momentos de su niñez, si esos signos que construyen una imagen diferente de su pasado y del de su familia no dormían en su memoria, esperando el momento justo para reaparecer, para redibujar la imagen que tiene de su propio pasado en el momento mismo en el que tiene que repensar su propio presente. Si su presente no es el que pensaba, quizás sea porque su pasado no era el que ella hasta ahora recordaba. Esta película nos hace reconfigurar constantemente nuestra idea de las personajes y de sus relaciones, y también de qué historia es la que nos está contando. La película empieza con el relato de un amor contrariado pero entonces, por una frase de cortesía, empieza otra historia, otra cara del pasado, y el personaje que parecía secundario se vuelve el personaje central, mientras otros se vuelven secundarios o prácticamente desaparecen. La película está hecha de historias que no se cuentan hasta el final y de preguntas que no se hacen. La película da la sensación de que, sobre esos mismos personajes, podría haber sido otra, una en la que una historia no contada se volviese central y en la que la historia central nunca llegase a ser contada. Esta es, también, una película sobre todo lo que nunca sabremos de los demás, de aquellos con los que, al menos durante un tiempo, vivimos. Es como una de esas pinturas chinas en las que no todo el papel ha sido pintado y adivinamos lo que no se ve o, más bien, adivinamos que hay algo que no se ve y también comprendemos que nunca lo veremos, que siempre habrá una realidad invisible tras la bruma y otra realidad invisible más allá del papel. Y es tanto el juego entre los tiempos que, casi al final, oímos unas palabras que parecen haber sido apenas pensadas por un personaje agonizante, palabras que probablemente nunca fueron pronunciadas pero que, de alguna manera, circulan entre los personajes que nunca las oyeron. Los personajes se quedan sin saber muchas cosas de otros personajes, cosas que con solo preguntar se podrían haber aclarado, pero también llegan a saber cosas que, en el fondo, nunca podrían haber escuchado. Quizás las vías del conocimiento sean extrañas o quizás todo eso sea una ilusión más. Y quizás aquello que la voz en off final nos dice que era lo importante sea también una ilusión, una imagen que un personaje se hace de otro en el momento en el que lo pierde de vista, una imagen inmóvil en una película que nos han enseñado que ninguna imagen es inmóvil, que ninguna imagen es permanente. 
(Aquel día en la playa, Edward Yang)

sábado, 22 de julio de 2023

quién fuera luna

Este es un plano que recordaba. Es un plano en el que he pensado a menudo. Bueno, quizás sea exagerado decir "a menudo", pero en cualquier caso más de lo que uno pensaría normalmente en un plano así, tan sencillo. Es un plano que está presente por ahí, en algún lugar de mi cabeza, como referencia. Quizás esté ahí para decirme que lo que más importa en el cine son los planos sencillos, que lo más importante de la puesta en escena se juega ahí, en encontrar la manera justa de hacer los planos menores. Puede parecer una tontería, quizás sea una tontería, pero no tengo tan claro que en la mayoría de las películas todos los planos nazcan iguales (y libres). Yo diría que a menudo hay jerarquías. Unos importan y otros rellenan. O bien hay una igualdad por lo bajo, ninguno importa de veras. En esta película ningún plano rellena, todos importan y todos se elevan los unos a los otros. Pero entonces, ¿por qué es justamente este el plano que recuerdo? Eso no lo tengo claro. Es cierto que es un plano único en la película, porque es el único plano verdaderamente urbano, aquel que en unos pocos segundos tiene que concentrar la sensación de ciudad. La verdad es que la manera de hacerlo tampoco es tan sutil, es casi de cine mudo (lo digo para bien), con esa verja que es al mismo tiempo una verja real (yo diría que de las Tullerías, pero tampoco me hagáis mucho caso) y una metáfora, el encierro de Kate, el personaje de Jane Birkin. Tras ella, pasan coches. Como el resto de la película transcurre en pueblecitos del sur, nunca antes y nunca después vamos a ver y, sobre todo, a oír tantos coches pasando así, rápidos, numerosos y anónimos (en el resto de la película los pocos coches que aparecen no son nada anónimos). Es desagradable, la verdad. Ella está encerrada entre las rejas y los coches. Entonces recibe una llamada y la película se va al lugar del que viene la llamada. Es uno de los pueblecitos. Es muchísimo más agradable. Y además alguien le cuenta una mentira. Qué gracia la mentira. La mentira es la ficción, claro (la narración, el amor y la mentira), y lo que ella necesita es ficción. La cámara, por cierto, avanza hacia ella cuando se sienta. Ese avanzar de la cámara lo había olvidado. Ojalá no lo hubiese olvidado. Avanza antes de que llegue la llamada, o al menos antes de que nosotros la oigamos. Podría parecer que avanza hacia su soledad. Avanza, quizás, porque era necesario sentir esa ciudad y esos coches que la rodean pero, una vez situada esa ciudad, que sigue igual de presente gracias al sonido, también era necesario aislar a Kate, sentir su interioridad. Pero hay algo en esa cámara que avanza, diría, algo que pasa en Rivette cuando la cámara se mueve, que es particular. Una mirada que no es la de ningún personaje y que tampoco es exactamente la del cineasta, sino la mirada de algo que sabe más que el cineasta, algo grave incluso en la ligereza. Como si hacer cine fuese convocar esa otra mirada, ese ser invisible que sólo se hace presente en ciertos momentos. Quizás por eso algunas películas dan la sensación de saber mucho más de lo que aparentemente dicen. Digo "mucho más" no en el sentido de "muchas más cosas" sino de una única cosa pero diferente, que no puede realmente ser dicha. 

Qué extraño esto de escribir. Al ponerme a ello no pensaba que iba a decir nada de esto. Ni siquiera pensaba nada de lo que he escrito. Y tampoco sé si ahora que lo he escrito lo pienso. Quizás acabaré por pensarlo. En realidad también quería hablar de la noche en pleno día, de esa noche del pequeño circo que hay en la película. La lona del circo es azul. Quizás por eso todas las escenas dentro del circo, aunque transcurran de día, parecen nocturnas. O quizás tenga que ver con el circo. Quizás el circo, se actúe de día o de noche, siempre resulte nocturno. Y quizás todo esto tenga que ver con cosas así de sencillas, el día y la noche, el sol y la luna, ver la parte de noche que hay en el día, la parte de día que hay en la noche, no saber ya dónde empieza el sol, dónde acaba la luna. Quizás la mirada invisible que convoca la cámara de Rivette sea la mirada de la luna. O quizás esto sea una pirueta que hago yo ahora, para disimular mi salida. 

(36 vues du pic Saint-Loup, Jacques Rivette)