martes, 28 de junio de 2011

El rabillo de la q














I

Me gustaría pensar que la única diferencia entre un francés y un español está en el rabillo de la q, está en que los españoles lo escriben y los franceses no. El rabillo manuscrito de la q.

Pensé en esto al volver a ver el otro día Vivir su vida. El momento en que Anna Karina escribe una carta, una carta con letra redonda y clara, una letra de niña, con alguna falta de ortografía y una q con rabillo.

La primera vez que vi la película, hace mucho tiempo, no sabía que los franceses no lo escriben y no sabía que Anna Karina no era francesa.

Pienso que muchas películas de Godard podrían llamarse Vivir su vida. Pienso que el tema de muchas películas suyas es ése. Vive tu vida.

II

El mundo es triste. El local es triste. Los hombres son tristes. Hablan de negocios. De dinero. Pero entonces alguien pone un disco y se pone a bailar y todo de repente se vuelve bello.

III

Como si hiciera falta llegar a extraer planos de la noche, como si los planos estuvieran en el fondo de un pozo y hubiera que traerlos a la luz.

En esta película, tal vez como en ninguna otra de Godard, las imágenes y sonidos son cristalinos, cristalinos como las letras redondas y claras de la carta de Karina.

Y el rabillo de la q de la película puede ser ese travelling que arranca unos segundos más tarde que la actriz en la tienda de discos. O ese plano del beso entre Karina y su novio, hacia el final, que se repite dos veces.

lunes, 13 de junio de 2011

¿Por qué estamos tan tristes?



Tenía yo 16 o 17 años y un día el profesor de literatura que teníamos en el liceo, un tipo que recuerdo alto y delgado y feliz e intelectual, un tipo entregado y creo que interesado por el cine, se acercó a mí según entró en clase, en medio de las voces y el ruido de treinta alumnos, y me preguntó, a saber por qué, a saber qué cara tendría yo, a saber qué se imaginaba él, que película se montaba en la cabeza, qué traumas me imaginaba, me preguntó que por qué yo siempre parecía tan triste, o mejor dicho, que por qué yo siempre tenía cara de estar tan triste.

¿A qué vino ese impulso, sin duda bienintencionado aunque un punto novelesco? ¿De verdad tenía yo una cara tan triste? Debí de responderle que no, que no estaba triste, que es que me aburría. Lo cual, bien pensado, seria muy triste. La verdad es que sí debo de tener cara de triste. Hoy diría que estoy tan triste porque tengo cara de estar triste y no consigo cambiarla y eso me entristece mucho y me hace tener una cara aún más triste. Y desde luego que si yo no estaba triste aquel día en clase el saber que yo parecía tan triste debió de entristecerme bastante. Y hasta hoy. Hasta ahora.

El caso es que iba yo recordando esta entretenida anécdota de mi pasado al salir de ver Todos vosotros sois capitanes, de Oliver Laxe, una de esas películas buenas y raras y un punto tristes o melancólicas, un punto solitarias, que de vez en cuando nos ofrece el cine contemporáneo, a ver si sabemos qué hacer con ellas.

Iba yo pensando en todo esto porque se me quedaban las ganas de preguntarle a la película: ¿Por qué estamos tan tristes?

Iba también recordando un título de Bolaño que venía a decir lo mismo "Gente que se aleja".

¿Puede bastar esa tristeza como punto de llegada, la conciencia de esa tristeza?¿ No estaremos tan tristes porque sabemos que tenemos cara de estar muy tristes y no podemos hacer nada para cambiarlo?

¿Por qué tan solo acertamos a filmar lo que se aleja? Al inicio de la película los niños bullen frente a la cámara, parece que se la van a comer, al final se alejan de ella, un plano, y otro, y luego otro, en el que los niños se alejan de la cámara. Hasta el que es el más bello e intuimos que ese será el último, el definitivo, aunque no sea así, aunque la película todavía acierte a encontrar otra forma de alejamiento.

Antes el cineasta ha sido alejado de su propia película. (¿De qué va la película? Pues de un joven cineasta que hace en Tánger un taller de cine con unos chicos de un centro social, y nadie entiende la película que está haciendo, y los niños piden que se le aleje de la película y se van de excursión al campo.) Le han dado orden de alejamiento. A cada instante una insalvable distancia, como ese momento en que le pide a un amigo que tome su lugar y le asista y el amigo se niega y Oliver Laxe no para de preguntarle por qué.

A saber si se encuentra esas lejanías o si las va buscando. Si se descubre alejado o si busca con ahínco las pruebas de ese alejamiento y eso basta para alejarla, temores confirmados.

Porque hacer una película con niños es ir buscando lo que se aleja, es constatar una distancia insalvable, éramos lo que son y ya no seremos y que cada vez se aleja más. Una distancia que el cineasta no puede salvar y a cuyo encuentro manda a ese otro amigo que todavía sabe salvar las distancias. Magnífico personaje que el cineasta parece mirar con envidia, preguntarse por qué el puede pasar el otro lado, rebasar la lejanía, y él no. Por qué él consigue borrar la tristeza de su cara y con ella la lejanía.

La relación de la película con el celuloide es también la de una lejanía. La película es lo que desfila en la cámara y luego en el proyector, el sonido del desfilar de la cámara es el de un tren que se aleja. Lo filmado ya no volverá, en la proyección, sino como definitivamente lejano.

Cuando al final llega el color, cuando al final tras todos los planos de alejamientos, volvemos a las situaciones que preceden, ahora en silencio y en color, es porque ya está todo perdido. Porque, como se respondía en el Viejo marinero de Pessoa a la pregunta "¿eres feliz?", solo alcanzamos a decir: "Ahora empiezo a haberlo sido antes". Siempre felices a destiempo, de una felicidad triste, incompatible con la alegría. La felicidad no es alegre.

Aunque en las más tristes de las más tristes películas modernas hay a veces momentos en los que un hallazgo provoca tal alegría que uno quiere batir las palmas, quizás lo que falte en estas otras películas tristes, en todos estos alejamientos, sea esa alegría del hallazgo, esa tonalidad general que acaba volviendo monocroma la emoción de la película.

¿Qué se hizo de la alegría? ¿Recordáis aquel otro alejamiento, el del chico al final de A través de los olivos, corriendo hacia la chica, deteniéndose a hablar con ella y después volviendo a la carrera? ¿Que le diría aquella chica lejana, aquella chica lejana que a nosotros no nos dijo nada?

sábado, 4 de junio de 2011

Todo Newman: La mantita

payaso, soy un triste payaso

que en medio de la noche

me pierdo en la penumbra

con mi risa y mi llanto

¿Por dónde entrar? ¿Por donde empezar a hablar de The Shadow Box? Probemos a no resumir ni analizar, sino a entrar por una pequeña puerta lateral, buscando indicaciones para perderse.

Probemos por ejemplo a hablar de payasos. Esos payasos que llegan a un escenario vacío con una maleta de la que van sacando los accesorios que les permiten llenar el tiempo, el espacio y la imaginación del espectador.

¿No les hacen pensar estos payasos, solos en escena, solos ante el vacío, sin nada más que su maleta con sus accesorios (o nada más que una trompeta, una escalera o un pupitre) en esas dos mujeres, interpretadas por Valerie Harper y Joan Woodward, que llegan la una ante a su marido, la otra ante su exmarido, hombres enfermos condenados a una muerte cercana, acompañada una por su maleta llena de comida, con un jamón cocido de accesorio estrella, la otra con todas las medallas recordatorio de su múltiples amantes y una botella de vodka (no olvidemos la botella de vodka)?

Los accesorios con los que los payasos hacen frente al vacío de la escena y del tiempo; los objetos con los que estas dos mujeres afrontan, evitan, aceptan la muerte cercana de sus maridos.

¿Recordáis esa escena, creo que es un sueño, de Love Streams, de Cassavetes, en la que Gena Rowlands tiene que hacer reír a su hija y a su marido. Está junto a una piscina y apenas tiene unos minutos y un puñado de artículos de broma para conseguirlo. Toda su existencia parecerse jugarse en eso, conseguir hacerles reír con sus pobres accesorios.

Ante el vacío del escenario, el miedo. Una forma como otra cualquier otra del miedo a la realidad, a los desafíos de la realidad, ese miedo que es el corazón de la primera película de Paul Newman, Raquel, Raquel, un miedo que siempre estará ahí y con el que hay que aprender a convivir sin negarlo.

Un miedo que siempre estará ahí y que cada personaje afronta aferrándose a su accesorio. En el fondo todos podrían ser payasos, payasos ante el escenario de su vida, aferrados a sus accesorios. Todos bordeando el ridículo, temiéndolo, como Betty en Los Rayos Gamma. En esa película el paso de la persona a su payaso lo da la hija de Betty al cogerle los accesorios, peluca, bata, periódico, para hacer su sketch frente a los compañeros de clase.

Aquello a lo que nos aferramos para soportar el miedo es también aquello que nos hace personajes, aquello que nos hace payasos. La bata y el periódico de Betty son como la mantita de Linus en los Peanuts, esa manta que lo tranquiliza y al mismo tiempo lo transforma en "Linus, el de la mantita".

(Decía Nicholas Ray, o Clifford Odets, que para trabajar un personaje había que saber cual era el barril de dinamita sobre el que está sentado. Quizás haya que saber también cual es su mantita, la mantita a la que se aferra creyendo que eso postergará indefinidamente la explosión.)

De alguna manera Betty fue atrapada por su payaso. En su juventud hacer reír a los demás, ser la desmedrada alegría de la fiesta, era su manera de vivir con el miedo, pero también aquello que acabó por encerrarla, el miedo al ridículo encerrado en una perpetua imagen del ridículo.

No sabe Betty qué hacer con su ridículo, cómo transformarlo, qué hacer de su pánico a la escena, la ansiedad que le produce tener que decir unas palabras ante un público.

En cambio Beverly, el personaje de Joanne Woodward en The Shadow Box, encuentra en el ridículo la manera de trascender el ridículo, se asume como payaso, como artista del ridículo. Frente a ella hay dos espectadores, en dos situaciones muy diferentes. Uno mira desde la muerte y ríe, comprende y aprecia la manera en que las medallas, las historias y los bailes de Beverly le permiten jugar y vivir en la cuerda floja. El otro espectador, más joven y rígido, no la ve como payasa voluntaria, la ve simplemente ridícula y sólo al final, al encontrar su propio valor, reconocerá el de ella, comprenderá el valor del payaso.

(Asistí hace poco a un curso de payasos para jóvenes actores. Una de las primeras clases, cuando los alumnos todavía están buscando su payaso. Dos eran las cosas que tenían que trabajar entonces. La primera era aprender a aceptar el ridículo, aprender además a buscarlo, a considerarlo como un triunfo, un reconocimiento a su trabajo. La otra era encontrar el accesorio que definía a su personaje y junto al cual podían afrontar el miedo del escenario.)

The Shadow Box es una película de actores, pero es también una película de espectadores. Está ese extraño dispositivo, la retransmisión en vídeo de entrevistas a los pacientes hechas por un médico invisible, cuyos espectadores son para nosotros anónimos, imaginamos que pacientes y médicos.

Pero también son espectadores los propios enfermos, como si ya hubiesen bajado del escenario y les fuese dado ver un último espectáculo del mundo de los vivos. El espectáculo de Joanne Woodward, el de la hija que inventa sus cartas, el de la mujer que se niega a cruzar la puerta.

Una puerta... Son cosas así de sencillas las que hacen The Shadow Box. ¿Llegará Valerie Harper a franquear esa puerta, que es real y es un símbolo, el de su aceptación de la enfermedad irreversible de su marido? Hasta que llegue ese momento las escaleras que conducen a esa puerta se transforman alternativamente en escenario y en platea. Un lugar sencillo, intermedio, como aquellas tragedias teatrales que transcurren en un espacio intermedio, entre la habitación del monarca y el jardín, en una antecámara. Un escenario y una maleta, refugio para la ansiedad de Valerie Harper, un jamón cocido que es su mantita de seguridad. Nada más que teatro, esa cosa tan extraña en la que en un espacio delimitado alguien afrontará el tiempo. Dirigirse a la sala, temer que el hilo de su atención se rompa en todo momento. Dirigirse al vacío, como dirigirse a esas cámaras que retransmiten para espectadores anónimos.

Miedo a vivir, miedo a la muerte, miedo al escenario.

Paul Newman fue alumno Actor's Studio. ¿Qué recuerdo tendría de sus clases, de esos momentos en los que hay que aprender a habitar el espacio de la escena ante la mirada de los compañeros? Porque algo tiene The Shadow Box, para los personajes, que no los actores, de una sesión de improvisación, conseguir modular el tiempo, crear un mundo con casi nada. Y rara vez se ve una película que da al actor tanto y lo expone tanto, como si estuviese sólo en un escenario vacío. Al fin y al cabo eso sucede en las secuencias de entrevistas, planos secuencias sobre los actores. Casi como un screen test.

Leí también que Paul Newman dirigió primero un cortometraje, una adaptación de Los perjuicios del tabaco, de Chejov, ese monólogo de un hombre echado a perder, quejumbroso, obligado por su mujer a dar una conferencia sobre los perjuicios del tabaco, pero que sobre el escenario lo único que acierta a sacar de su maleta personal son lamentos y justificaciones sobre su propia vida, su única manera de hacer frente al vacío del escenario.

Cada cual saca de su maleta lo que puede, como la hija que le lee a su madre enferma las cartas de la otra hija, la hija preferida, casada y de viaje, cartas que no existen, pues la hija preferida murió hace ya tiempo en un accidente y las cartas las inventa la hija segundona, para no apenar a su madre. Cartas que la hija segundona alimenta con sus sueños, sacando de su maleta personal la vida imaginada que no podrá vivir, pero redimiéndose en esa invención destinada a no entristecer los últimos días de su madre, y que irónicamente se transforman en la mantita a la que su madre se aferra, aquello que la mantiene en vida, obligando a su hija a inventar más y más y cartas. (Esta es y no es la historia de un cuento de Cortázar. Es y no es porque en el cuento esa cartas son una invención colectiva y aquí son una invención individual.)

Agarrado a la mantita ya no alcanzo a ir más lejos. Abramos otro día otra puerta, sigamos otras pistas, perdámonos por otros caminos.

jueves, 2 de junio de 2011

Todo Newman: The shadow box (1980)



I

Caja de sombras

Lo primero que me llamó la atención de la película, antes de verla, fue el título. ¿Qué es esto? Descubrí entonces que shadow box es una caja de cristal en la que se guardan objetos para protegerlos de la luz, del mundo exterior. Suelen ser cajas enmarcadas. Suelen contener objetos personales, fotos, cosas que resumen una vida. También shadow box o shadow boxing significa boxear sin contrincante, boxear contra el aire, de algún modo.

The shadow box es la cuarta película de Paul Newman, tras ocho años sin dirigir. Una película realizada para la televisión (otra caja de sombras) que pasó prácticamente desapercibida. Quizás la película más sencilla, más directa, de todas las que hizo. Como si los cineastas, cuando trabajan para la tele, estuvieran más preocupados por la claridad de lo que están contando, como si fueran más al grano, por decirlo de algún modo y aprovecharan las limitaciones del medio. Véase la extraordinaria ‘Sólo quiero que me améis’, de Fassbinder. O ‘Behindert’, de Dowskin (En esa película aparecí por primera vez delante de la cámara porque era una película hecha para la televisión y al ponerme yo mismo en escena me resultaba más fácil hacer comprender al público lo que quería decir). Ese público que, por otra parte, hasta los años sesenta fue el público del cine.

La película empieza con un plano desenfocado, borroso, mientras se escucha el tictac de un reloj y unas voces. “¿Cómo funciona?”, “¿Y pueden verme?”, “¿Es como la tele, entonces?” El dispositivo es el siguiente: unos pacientes terminales se expresan ante una cámara. Alguien (a quien nunca veremos, salvo el cogote y parte de la espalda) hace preguntas. Las imágenes son vistas por el personal del centro, enfermeros, médicos, estudiantes (de quienes sí veremos algunos contraplanos), por nosotros, en definitiva, espectadores de televisión.


II

Monólogos

The Shadow box es una película de monólogos. Monólogos dichos directamente a cámara. La historia se centra en tres personajes, tres pacientes. Pero el que retenemos sobre todo es el de la hija de una de las pacientes, interpretada por Melinda Dillon. Probablemente desde Eustache no habíamos visto semejante confianza en la palabra desnuda y en el actor.


III

Filmar el telón

En la película no solamente hay monólogos directos a cámara. Hay, antes que nada, situaciones. Es toda la parte que transcurre en los chalets en los que están instalados los pacientes. Tres personajes y su entorno familiar. Uno recibe la visita de su mujer y su hijo. Otra espera cartas de una hija (su hija preferida) que se fue de casa, mientras la otra hija la acompaña y la atiende en los últimos días. Otro recibe la visita de su ex mujer. La película avanza poco a poco, nos presenta a los pacientes, a sus familiares, las diferentes situaciones, hasta que todo “se resuelve” en la última media hora, espléndida.

Centrémonos en la primera historia. ¿Hemos dicho ya que todos los actores están fantásticos? Como en todas las películas de Newman. La del paciente que recibe a su mujer y su hijo. Cuando al final la mujer consigue por fin entrar en el chalet y se produce la reunificación familiar y la cámara de Newman se queda elegantemente fuera de la habitación. Y nos enteramos de que el hijo ya sabe lo que está pasando y, con esa lucidez que pueden tener los adolescentes, lo único que espera es aprovechar al máximo el tiempo que estarán allí junto a su padre. O la historia de la mujer mayor que vive todavía con la esperanza de volver a ver a su hija preferida, esperanza que mantiene viva su otra única hija, que escribe las cartas por su hermana. La secuencia en la que lee a su madre la carta es una de las más emocionantes que se han filmado en los últimos años. Empieza leyéndosela en la cama, pero poco a poco se levanta, deja la carta (se la sabe de memoria) y se acerca a la ventana. Y entonces, como en la historia anterior, la cámara filma la ventana desde fuera, mientras la hija, sin dejar de decir la carta, corre las cortinas, como si se tratara del telón (the shadow box es una obra de teatro). Y entonces hay un fundido en blanco indescriptible. Como si por fin entrara la luz en las cajas de sombras. Y la película se precipita hacia un final extrañamente luminoso, con todos los personajes en el jardín, en paz consigo mismos y sus familiares.

Y entonces llega el último plano: un tipo de la limpieza apaga el monitor.