viernes, 8 de marzo de 2024

una vela


Me quedé pensando en la vela. Es hacia el final de la película. Es de noche. Se va la luz. La hija enciende una vela y la lleva a la habitación de la madre. La deja sobre la mesilla. Se sienta en la cama junto a la madre. Intuimos que van a hablar como hace años que no hablan, como quizás nunca hayan hablado. Lo van a hacer a la luz de la vela, pensamos. La luz temblorosa y débil de la vela va a hacer posibles la intimidad y las confesiones. Pero vuelve la electricidad. Vuelve la luz de la bombilla, esa luz que todo lo desnuda y que todo lo aleja. Esa luz que nos deja al descubierto y que, por eso mismo, nos impide la confesión. Ahí, bajo esa luz, sobre la cama, quedan la hija y la madre. Y, sobre la mesilla, la vela. Una vela encendida en una habitación a oscuras es el centro del mundo. Su llama es frágil pero esencial. Una vela encendida en una habitación que ilumina una bombilla no es nada. Es como un amuleto que ha perdido toda su magia. Es algo pequeño y que apenas se ve. Una vela así encendida, en medio de una habitación iluminada por una bombilla, debe de sentir una gran melancolía o un gran desencanto y pensar: así, con esta luz, comprendo que mi llamita y yo no somos gran cosa. Nadie la apaga, además. La hija no se acuerda de soplarla, ahora que ya no sirve para nada. Porque la hija y la madre, a pesar de la luz de la bombilla, a pesar de su desnudez, hablan como hace años que no han hablado. Ahí, a plena luz, sin que el misterio de la oscuridad las ayude, hablan. Quizás se trata de eso. Quizás esa conversación no podría haber sucedido con la magia de la luz de la vela. Porque no es una conversación encantada, no es, creo, una conversación para re-encantar el mundo. Es una conversación para seguir viviendo a la luz de las bombillas, para seguir viviendo y queriéndose no en la ocasión excepcional y poética de la luz de la vela, sino bajo la luz de la bombilla, cotidiana y prosaica, con palabras que brillan y bailan como una llamita de vela que no es el centro del mundo y que, aún así, persiste en arder. 

(Los pequeños amores, Celia Rico Clavellino)

martes, 5 de marzo de 2024

a la vuelta de la esquina

No sé si veis algo. Probablemente no. Es un instante en pleno movimiento, una de esas cosas que no se reconocen bien detenidas así, en un fotograma. Es una caída. Al empezar el plano hemos visto al personaje, un joven, inmóvil en un túnel, junto a una bicicleta y a un hombre caído. El personaje ha mirado a los dos lados y luego ha cogido algo de la cesta de la bicicleta, un maletín, y lo ha usado para ponerlo como almohada bajo la cabeza del hombre caído. La sombra del chico al incorporarse tras ese gesto quizás gentil, quizás absurdo, se ha proyectado grande en la pared del túnel. Luego se ha subido en la bicicleta (o, dicho de otro modo, ha robado la bicicleta) y ha echado a rodar con ella. Por la alegría de rodar, aunque quizás la palabra justa no sea "alegría". Hasta ha hecho sonar el timbre, porque sí, por hacer sonar el timbre. La cámara se ha echado a rodar con el personaje y con la bicicleta. Lo ha hecho también, diría, por la alegría de moverse. Las líneas que se han ido cruzando entre el personaje y nosotros lo han hecho con un ritmo que se acomodaba muy bien con el timbre de la bicicleta y con la sombra del chico que crecía y decrecía en la pared del túnel. Y entonces, sin cambiar de plano, el chico ha dado la vuelta a la esquina y hemos descubierto que a la vuelta había un montón de cajas de cartón pero parece que él no las ha visto, o que las ha visto demasiado tarde, y ha chocado con ellas y se ha caído de la bicicleta. Y ya está, se acabó la bicicleta en esta película. En un plano nace y muere la historia posible de una bicicleta robada. De un hombre caído a otro hombre caído. La bicicleta desaparece pero lo que no sabemos todavía es que el primer hombre caído si va a tener su importancia en la película. No porque a partir de él se vaya a desarrollar una trama sino porque esa figura, con variaciones, va a ir reapareciendo en la película, se va a ir entrecruzando con los personajes principales. La película está llena de figuras así, que van reapareciendo. Esas figuras son un poco como esas líneas que se cruza el joven al avanzar con la bicicleta, o como el timbre que hace sonar, son como una percusión inesperada, un ritmo que poco a poco se va haciendo consciente. Cuando menos nos lo esperamos reaparecen. Nunca hay que pensar que ya hemos acabado con ellas, a la vuelta de la esquina pueden reaparecer y hacernos caer, como esas cajas de cartón a la vuelta del túnel. No hay que dar una figura por agotada y no hay que dar nunca un plano por agotado. A veces la cámara puede moverse y descubrirnos algo inesperado, otras veces los personajes usarán todo el espacio del plano, saliendo y reapareciendo por los lados, acercándose a la cámara y alejándose de ella (hay que verles cambiar una bombilla). Por momentos esa manera de ver hasta dónde puede un cuerpo usar un lugar, un plano o un objeto recuerda a una danza moderna, a un teatro sin palabras o incluso a un musical, un West Side Story lacónico (hay que ver los dos planos del encuentro entre unos "hombres de negro" y una batucada, es para no creerlo). Nunca sabemos qué más puede pasar en un plano y eso nos genera incertidumbre. Tampoco sabemos si una acción va a ser importante o no, la violencia aparece inesperada pero quien parecía muerto puede abrir los ojos como si allí no hubiera pasado nada. También va y viene una alergia, por ejemplo. O un perro puede aparecer y desaparecer en unas pocas secuencias y es raro lo emocionante que puede ser el plano en el que se lo llevan cuando apenas hemos visto al perro y además el plano es todo lo frío que un plano puede ser, pero de una frialdad que quizás dura un poco de más y que, en su diagonal, recuerda a imágenes de despedidas que en otras películas fueron desgarradoras, como si fuese un adiós en un andén. Pero luego no pasa nada más con esa emoción. A otra cosa. Todo es cambiante, imprevisible. En medio de todo eso hay un amor hecho de gestos y de casi ninguna palabra, un amor que siempre está acabando y empezando de nuevo, sin que sepamos muy bien qué lo hace acabar cada vez, como quizás pasa un poco en la vida pero no tan a menudo en las películas, como si los personajes tuviesen que probar una y otra vez a vivir de otra manera, a hacer otras cosas, como robar una bicicleta, dar golpes, intentar sacar un billete de avión o ir al fútbol, para acabar volviendo a la casilla del amor innombrado. Aunque hay algo que en esta película con tan pocas palabras sí se dice, cuando encuentran en las olas del mar un esqueleto que parece de mentira pero del que no sabemos si la película quiere que pensemos que es de verdad o de mentira (otra incertidumbre), y la chica echa a correr y cae en la arena, y dice: Todo acabará así. ¿Acabará todo así? Memento mori, podríamos pensar, pero hasta de la muerte hay incertidumbre. Entonces el chico le dice que está allí con ella y ella pregunta : ¿Aquí dónde es? Es tal la incertidumbre que hasta de la muerte pregunta si acabará así e incluso frente al chico ella se pregunta dónde está él, qué lugar es aquí. Ante la incertidumbre, se chocan, se tocan, se alejan, se vuelven a chocar. No sabemos si el final es algo más que un respiro, si algo de veras ha sido solucionado o si todo podría seguir en una especie de movimiento perpetuo, alegría del cine, ansiedad de la vida, si la película se termina porque al fin y al cabo todas las películas terminan o si la película no terminará nunca, porque nos deja suspendidos, porque hasta el final ha sabido resistir a la tentación de tener la última palabra.
(Barren Illusions, Kiyoshi Kurosawa)