En un plano, vemos a una mujer y a un hombre en el salón de una casa. Se mueven en extrañas líneas quebradas. Se acercan y se alejan. Se cruzan y no se tocan. Quizás, si dibujásemos en una hoja de papel la planta del salón y, sobre ella, el trazado de sus movimientos, descubriríamos una geometría complicada pero, aún así, organizada. Quizás no. Quizás sea simplemente la extraña alegría de moverse de manera falsamente mecanizada. Jugar a ser máquinas para sentir que no somos máquinas. Jugar a ser máquinas porque podemos hacerlo. Y podemos, también, dejar de hacerlo. Libertad del baile robotizado. Uno más entre los bailes, entre las coreografías de esta película.
Algunos de los bailes son obvios. Pasitos a dúo de costado, por ejemplo. Bailes obvios y, al mismo tiempo, extraños, un poco precarios. Puede que nos hagan ver otros bailes menos obvios. O la parte de baile que hay en otros movimientos. Hay, por ejemplo, una pareja que juega al pilla-pilla en el bosque. ¿No es el pilla-pilla, en el fondo, otra coreografía, otra forma de baile? Bailar a dos es, a menudo, el juego del tocarse y destocarse, del acercarse y alejarse. ¿No es gran parte del cine otro juego del acercar y alejar los cuerpos? Poned casi cualquier película, fijaos, al poco vais a empezar a ver cuerpos que se acercan y se alejan. (Vais a ver, también, miradas que convergen y divergen, pero esa es otra historia o, más bien, otra cara de la misma historia.)
Esta sería, entonces, una película como casi cualquier otra película. ¡Sería una película normal! ¡Una película muy normal! Quizás sea eso, una película tan rematadamente normal que no hay ninguna otra que se le parezca. Una película en la que esa normalidad, esas normas, se hacen visibles y sensibles. Ahí, ante nuestras narices, los cuerpos se acercan y se alejan en medio del salón, pero lo hacen como robots o como figuras de un primitivo comecocos. ¡Esas cosas no se hacen! Bueno, en realidad se hacen todo el tiempo. ¡Pero no así! Se hacen casi así. El casi es un pasito a un lado. El casi es la coreografía, el baile.
El hombre y la mujer, tras moverse por el salón en silencio, empiezan a hablar. Son frases de lo más normales. ¡Frases de las que decimos todos los días! Es posible que hasta hayamos dicho alguna de esas frases ese día mismo, antes de ir al cine. Y, sin embargo, las frases, tan normales, suenan, también, raras. A su manera, se acercan y se alejan. A veces dos frases seguidas parecen tener continuidad pero la mayoría parecen discontinuas. A veces, también, parecen responderse en diferido. De pronto una frase parece tener continuidad con otra frase oída antes en el intercambio. Hay un extraño desorden. El movimiento de los actores y su tono de voz plano, informativo, nos dan, a su manera, la sensación de que hay un orden, una lógica. Pero no acabamos de encontrarla.
En un momento, la mujer cuenta que ese día se le rompió el collar y se le cayeron todas las cuentas. Si no recuerdo mal, no las recogió. Las frases que oímos podrían ser, en cierto modo, cuentas de una conversación que se rompió. Frases-cuenta que cayeron y rodaron por el suelo y que alguien se encontró y recogió pero sin saber el orden en el que debían ir. ¿No os sucede que vaís caminando por la calle y escucháis de pronto una frase de una conversación de la que, por el motivo que sea, no llegaréis a escuchar nada más, o no lo suficiente para comprender bien el sentido de esa frase, y que esa frase, fuera de su contexto, os hace mucha gracia, como un poema involuntario? A mí, desde luego, me pasa. Luego comparto la frase con los amigos y, la verdad, la acabo olvidando. Quizás debería empezar a apuntarlas mejor, a hacer una pequeña colección.
Las frases-cuenta de collar de esta película podrían ser el pequeño tesoro de alguien que fuese recogiendo por la calle cuentas de collares rotos y luego las reuniese en collares nuevos, con las cuentas entremezcladas, con continuidades inesperadas. Y no sólo las palabras son como cuentas que cayeron de un collar, también lo son las escenas mismas. Cada escena parece haberse caído de otra película, de otra historia. Con un cuidado que se parece al azar, han sido reunidas, enfiladas en un collar que no puede responder a una lógica narrativa pero sí a una rítmica, según sus formas y sus colores.
Las escenas-cuenta, además, a veces tienen parecidos entre sí. Se pueden repetir los actores, o las situaciones, o los diálogos, o los lugares. Uno podría creer que ha encontrado dos cuentas del mismo collar-historia y luego mira más de cerca y se da cuenta de que no, de que el parecido es engañoso, es como el juego de los dos dibujos que se parecen mucho pero tienen siete diferencias. ¡No son lo mismo! Aunque la gracia de ese juego es que, precisamente, los dos dibujos son casi lo mismo. ¿Cuánto cambia una escena si los diálogos, por ejemplo, se repiten, pero no los actores ni el lugar? Aquí está, como en otras películas de este cineasta joyero de collares de bricolaje, el vértigo de lo intercambiable. ¡Somos nosotros pero podrían ser otros!
Hay, al menos, dos maneras de afrontar ese vértigo. Con miedo o con humor. Ese vértigo puede asustarnos pero también podemos agradecerlo pensando: ¡cuántas posibilidades nos da para jugar! Cuantas posibilidades para hacer películas, por ejemplo. Películas-collar. Películas con pequeñas coreografías. Películas donde cualquier gesto es libre, si quiere, de convertirse en parte de una coreografía. Cualquier gesto de la película y, también, cualquier gesto tras la película. Como decía una canción, també pots venir si vols. Tú también puedes ser parte del collar.
(El tulipán inacabado, Frans van de Staak, 1980)
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