domingo, 16 de marzo de 2014

Cuento de Ozu



Estuve viendo la última película de Ozu, El sabor del sake, y lo que más me llamó la atención fue algo que no creo que sea especial de esta película sino que de entrada supondría general en todo su cine, ya me diréis si a lo mejor me equivoco o no lo percibo bien porque no sé si entiendo a Ozu del todo siempre, hay que reconocer que es muy inaprensible. Y es un dramatismo que podríamos llamar "sin clave", en el sentido de que hay un drama y una emoción innegable en prácticamente todas las secuencias de sus películas, pero es como si no supiéramos muy bien nunca de donde vienen esa emoción y ese dramatismo, como si los elementos que crean ese dramatismo (actores, casi siempre: acciones) no lo hicieran por correspondencias que nos fueran conocidas, sino misteriosas y secretas. Esto es muy llamativo porque, al mismo tiempo, todo en las películas de Ozu, incluyendo los actores y las acciones, es de la mayor limpidez, de la mayor claridad. Ese misterio y ese secreto se percibe directamente en sus efectos, pero nunca demasiado (o al menos yo apenas lo veo ahí, apenas lo oigo) en su fabricación, que es siempre cristalina y que de hecho es un gusto estudiar y tal vez por eso siempre se pone el acento en ella. Pero yo ahora querría intentar lo otro, pensar en esas cosas que por el contrario debo reconocer que no sé cómo las hace. Y quizá ese "no sé cómo lo hace" debiera ser algo más frecuente en nuestra manera de acercarnos a las películas, en las que hemos acabado tendiendo a aislar y mecanizar las causas por razones obvias y seguramente también justas, pero desde luego con efectos ruinosos después de unas cuantas décadas de discusiones sobre los mismos asuntos (aquí viene un "plano", ahora viene un "contraplano", etc.). La próxima vez que notemos que el amigo que nos ha acompañado al cine se emociona y muestra que no sabe por qué, yo al menos voy a jurar ahora mismo que no intentaré darle una explicación mecánica de esa emoción, algo del tipo "fíjate que en esa serie de tres planos, los dos primeros..." etc., sino que intentaré estar a la altura de su emoción, y aunque sea por caminos erráticos y no siempre transitados intentaré partir de algo por lo que voy empezando a sentir el mismo respeto que por un plano de Lumière: "no sé cómo lo hace").

De manera que, en El sabor del sake, no sé cómo Ozu, Ryu, etc., hacen algo que consiste en crear una una emoción sin clave, una emoción que yo no podría explicar simplementre en el plano cotidiano de las relaciones sentimentales, familiares, etc. Para imaginarme esas relaciones, para experimentar emociones a partir de la combinatoria y la superposición de casos a las que esas relaciones pueden dar lugar, yo tengo desde luego un repertorio enorme de claves aprendidas o por acabar de aprender, desarrolladas a lo largo del tiempo y de acuerdo a mi propia sensibilidad. Pues bien, una película de Ozu trastoca todas esas claves sin estropearlas ni refutarlas: da lugar a algo más amplio, a algo mejor. Amplía de un modo misterioso (y gracioso, porque no es violento) el historial de esas combinaciones, haciéndonos ver que era posible juntar lo que nunca habíamos creído poder ver junto, y separar lo que no nos parecía separable. ¿Cómo lo hace? Bueno, no voy a hablaros ahora de la música y de una posible comparación con Rohmer en la que pensé, porque lo he jurado. Ni tampoco de los famosos "planos comodín", que por primera vez creí entender de un modo nuevo y convincente al pensar simplemente que eran parte de una narración sin claves. Digamos que es como si, al encontrar el puzzle que el hijo de nuestro vecino ha dejado compuesto en su cuarto antes de irse a dormir, nos invadiera una emoción grande al ver que el niño ha metido elegantemente la pieza en forma de estrella en el hueco en forma de círculo. Ese es Ozu para mí. Esa emoción y esas piezas colocadas de modo insólito y sentido. Aquí viene cuando alguien dice (o en realidad nadie, porque esto no está pensado más que para que lo leáis vosotros como mucho, y vosotros no creo que necesitéis llamarme al orden) que la pieza en forma de estrella es en realidad, para un japonés, un círculo. Yo la verdad es que esa historia de las enormes lejanías, de los observadores distantes y desorientados nunca me la he creído mucho, o no es que no me la crea (porque parte de hechos incontestables, no digo que los hechos no sean así) sino que simplemente me parecen siempre descorazonadoras y cortas la explicaciones a las que se llega a partir de ella ("Encaja. ¿Y ahora qué?")

En cambio en quien sí pensé, y mucho, al ver esta última película fue en otro artista "oriental", Chéjov, que igual que Ozu nunca sabemos muy bien cómo lo hace, pero con los hilos más simples (las cosas cotidianas, el discurso humilde) teje historias que no podemos describir fácilmente y emociones que de algún modo son nuevas, sin encaje, y por eso están en los fértiles límites de lo que pueda llegar a ser una creación de verdad, para la que quizá ni siquiera el autor tendrá del todo las claves. Y luego ya pasando al "extremo occidente" otro cineasta que crea sin clave, que busca orientarse sin tomar nada ajeno ni dar nada por definitivamente aprendido es Erice.