sábado, 20 de febrero de 2021

disimula


Ayer, volviendo a ver La soga, pensé algo mitad obvio, mitad tonto, y era que el virtuosismo de Hitchcock y de todos aquellos que hicieron la película con él estaba en esa cámara que filma en casi continuidad pero también en otras cosas, por ejemplo en conseguir darnos esa apariencia de tiempo real y, al mismo tiempo, contarnos toda una fiesta desde que llega el primer invitado hasta que se va el último (sin contar con el momento en el que vuelve) en algo así como treinta y nueve minutos (lo acabo de comprobar). El personaje de Brandon, el que lleva la voz cantante en el asesinato y en la fiesta, tiene algo de guionista, algo de director de escena y algo de prestidigitador, haciendo aparecer y desaparecer los objetos, poniéndolos a la vista de todos para que no sean vistos, y la película a ratos parece que juega con él y a ratos parece que juega contra él, pero siempre al mismo juego de hacer aparecer y desaparecer cosas a la vista de todos. ¿Cómo conseguir dar la sensación de tiempo real y sin embargo hacer llegar a todos los invitados, armar varios nudos, hacer que coman entremeses, plato principal y postre, que beban de más, que revisen unos libros viejos, que se los lleven y que se despidan? Normalmente es fácil, bastan una elipsis por aquí y una elipsis por allá para que no nos demos cuenta de que en las películas en realidad es el tiempo mismo de las escenas el que se parece al tiempo real pero no se confunde con él, sino que lo recompone y lo condensa. Pero aquí no puede haber elipsis o, si las hay, hay que hacerlas como por arte de magia, en tiempo real, haciendo que algunas cosas empiecen en plano y continúen fuera de campo, donde pueden suceder más rápido, por ejemplo el comer, el llamar por teléfono o el observar unos libros antiguos, y que otras sucedan en unas pocas frases o unos pocos gestos pero parezcan condensar horas, días o años. Porque la gracia está, también, en esa velocidad que no se nota. Todo parece ir a su ritmo, con cierta tranquilidad, y en realidad viajamos a toda velocidad hasta acabar muy lejos de donde habíamos empezado. Donde los asesinos fracasan, intentando dar una apariencia de tranquilidad pero siendo un volcán por dentro (y a menudo las películas tratan, creo, del arte o la dificultad de mantener la calma), la película triunfa, corriendo de tal manera que parezca que pasea tranquilamente, avanzando rápidamente y sin prisa.
(Rope, Alfred Hitchcock)

lunes, 8 de febrero de 2021

casi algo


Y esto quizás no sea nada, o casi nada, pero el caso es que a mí me llamó la atención, quizás por eso, por ser casi nada y sin embargo ser, quizás, algo, casi algo. Son los ritmos de este plano, su acelerar y frenar y acelerar y ralentizar. Sobre todo ese momento en que el personaje pasa tras el árbol y la cámara parece que se acelera (quizás no, quizás la impresión de aceleración se da porque de pronto hay algo muy cerca de la cámara, el árbol, y un travelling que no cambia de velocidad parecerá sin embargo más rápido al pasar así sobre una superficie cercana) y al mismo tiempo la intensidad de la voz aumenta, como dando impulso, y, sin embargo, cuando pasamos el árbol y volvemos a ver al personaje este se está frenando. Hay algo ahí, un casi algo, en esa impresión de velocidad que atribuimos al personaje mientras no le vemos y que de pronto tenemos que corregir cuando volvemos a verle, frenando. Algo así como un fugaz desdoblamiento, una duda de la percepción, una manera de hacer sentir desde afuera la duda misma del personaje, de hacerla sentir no tanto expresando lo que él siente sino haciendo trastabillar nuestra percepción al mismo tiempo, como si nuestras certezas de espectadores se pudiesen ir deshaciendo al mismo mismo tiempo que las certezas del personaje, en paralelo. Hay en la película, ya lo dije ayer, otras cosas así. Hay cosas con el color, por ejemplo, dudas sobre si ciertos colores en la habitación han cambiado o si es nuestra memoria la que falla. Siempre esas dudas sobre si algo ha cambiado en el exterior o si son nuestra percepción y nuestra memoria las que fallan. El color de una habitación, por ejemplo, es algo que en una película puede llamar la atención pero que se percibe como algo ya dado, algo que, salvo que los personajes se pongan a pintar las paredes o salvo que un personaje, asombrado o no, diga: "anda, habéis cambiado el color de las paredes", es tan estable que en cierto modo dejamos de fijarnos. Y ahí está el truco, que dejamos de fijarnos y de pronto nos incomoda porque, mientras no nos fijábamos, algo, quizás, ha cambiado. O es que no recordamos bien. O es que es otra habitación. Como todas esas habitaciones posibles que se abrían al narrador de En busca del tiempo perdido al despertar, hasta que por fin algún detalle iba precisando en cual de todas esas habitaciones por él conocidas estaba despertando. Y, en esta película en la que el personaje duda todo el rato, de ese color de las paredes nunca duda. Dudamos nosotros solos, sin su compañía. Él mismo pinta algunas cosas (un espejo, una granada) de amarillo. Quizás él mismo cambió el color de las paredes en algún momento que no vimos y que no nos contó (y, en ese caso, ni siquiera de él podemos fiarnos, quizás no nos lo está contando todo). O quizás ese cambio de colores lo he imaginado yo. Quizás el que no es de fiar soy yo que os cuento todo esto y hago una montañita con apenas un cambio de ritmo, un casi algo, un casi nada. 
(Le horla, Jean-Daniel Pollet)

domingo, 7 de febrero de 2021

la baraja de las voces



Es una película en la que alguien graba lo que dice, o en la que alguien ya ha grabado lo que dijo, o en la que alguien está a punto de grabar lo que piensa. La voz en off ya no se sabe si está grabada o está por grabarse o es otra cosa. La película va de no estar seguro de nada, de quizás estar perdiendo la razón, y la película misma no deja estar seguro de nada o, más bien, no deja estar seguro de algunas cosas, por ejemplo eso, si la voz es presente, pasado o futuro. No se trata de hacer dudar de todo sino de dudar de unas pocas cosas pero que, al dudar de ellas, ya no se pueda estar seguro de nada. Lo que hace la película es poner en juego unas pocas cosas y, como en un truco de cartas, hacerlas aparecer y desaparecer, hasta que ya no sabemos si están o no están ni qué carta va a salir en la próxima tirada. El truco de las cartas implica, claro, que haya una baraja, que esta esté limitada, que creamos que podemos prever algo con un poco de lógica y de atención. (Y pensé ayer que otra película de Pollet, Méditerranée, también tenía algo de juego de cartas, o más bien de tarot, tirada tras tirada salían las mismas cartas pero no en el mismo orden, no con el mismo sentido.)  Hay aquí varios trucos y uno de ellos es ese, el de la voz pensada y la voz dicha y la voz que fue grabada, las tres cambiando todo el rato de lugar hasta que ya no sabemos muy bien cual estamos escuchando. Y esto aquí funciona tan bien, quizás, porque, a pesar de todo, la historia que cuentan esas voces de tiempos diferentes es, sin embargo, una historia lineal, fantástica pero lineal. El hecho de que sea lineal es lo que mantiene fija nuestra atención y permite que, a la vista pero invisible, los tiempos de la voz sean barajados una y otra vez. Así, en el primer fragmento, la voz que oímos mientras él entra en la habitación y que podría ser la de la grabadora, la voz que fue grabada en el pasado, resulta ser la voz del pensamiento, la voz de la mente que piensa en lo que va a grabar, que lo prepara en la cabeza. Esto sólo lo comprendemos cuando se sienta, aprieta el botón de la grabadora y, tras dar la fecha, dice en presente, visible ante nosotros, la frase que antes pensó, la frase que pasa a estar en la grabadora y que así va hacia el futuro, hacia ese futuro que a su vez nos envía hacia atrás, hacia el pasado de la historia del Horla. Y, además, esa frase repetida, primero pensamiento y luego voz, es como otro desdoblamiento inquietante, es la misma frase y sin embargo no es la misma, pues una ha sido pensada y la otra ha sido dicha y hay ahí un intervalo entre una y otra, un tiempo y un cambio de naturaleza que en esta película se vuelve inquietante, porque quizás esta película va de volver inquietantes intervalos así, intervalos que parecen normales pero quizás no lo son, intervalos que son muy de "lo ves y no lo ves", cambios de naturaleza, pensamiento hecho voz, lo invisible afectando a lo visible (y hay, también, los cambios de color de la habitación, y la cosa loca de los colores tan puros, pero de eso quizás hable en otra ocasión). 
Y está también el segundo fragmento. La idea de la voz que es, quizás, la de la grabadora, la historia contada a la grabadora, pero al mismo tiempo el personaje, en la imagen, dice algunas de las frases, toma el relevo de la voz grabada, se van dando relevos la voz en plano y la voz grabada. O ¿es que la voz que oímos cuando no mueve los labios es la voz de su pensamiento? Las frases que dice en plano por sí mismas no valen, sólo son parte de ese discurso que se oye en off y que haya esa continuidad entre lo que se oye en off y lo que se oye en plano es, de nuevo, lo que inquieta, lo que no se puede explicar. Hace falta esa continuidad del discurso para que la discontinuidad de la voz se vuelva inexplicable y para que, en cierto modo, podamos verla y oírla sin preocuparnos, o preocupándonos un poco a destiempo, dándonos cuenta con algo de retraso de que hay algo que no cuadra. Como seguimos el sentido de las palabras no nos damos cuenta inmediatamente del posible sinsentido de las voces hasta que, de pronto o poco a poco, nos damos cuenta de que ha habido algo raro. Quizás la historia misma del Horla sea esa, la de algo que ya ha sucedido. Un personaje nos cuenta una historia en el momento en que la ha comprendido pero en ese momento, en realidad, ya es tarde, ya todo ha sucedido. Ha habido un cambio en la realidad y ese cambio no ha sabido verlo. Ha vivido como continuidad algo que era, en realidad, discontinuidad, cambio irreversible. El intervalo entre el ver y el comprender, que a veces es largo pero a menudo es muy breve, no deja de ser, sin embargo, intervalo, y ahí, entre medias, es como si hubiese otro mundo, un mundo que la película no puede hacer ver pero sí puede hacer intuir con miedo. 
(Le Horla, Jean-Daniel Pollet)

miércoles, 3 de febrero de 2021

cambiar de canción

 


La película la vi ayer y, la verdad, no sabría decir de qué trata. La historia podría contarla, sí, pero no podría decir cual es la historia dentro de la historia, la historia que realmente importa. No lo sé o, quizás, no quiero saberlo. No es la primera vez que me pasa con una película de Marco Bellocchio. No está mal, la verdad, ver películas que uno no quiere llegar a saber de qué van, que le asustan un poco, pero que al mismo tiempo no puede dejar de mirar. En realidad, en esta y en otras películas suyas me pierdo en las secuencias. Pero creo que no es sólo cosa mía, creo que la película también se pierde en las secuencias. Quizás va de eso, de perderse en las secuencias. De perderse en el momento presente. Hacer que suba y suba la intensidad del momento y, de pronto, cuando estamos ahí arriba, cuando nos dejamos llevar, cortar. No deja que las secuencias decaigan, las corta en alto. Es como si le batiese palmas a las secuencias para que estas se dejen llevar por el ritmo, por la intensidad, y de pronto parase. Secuencias como esta de la que quería hablar, que es una secuencia de baile, que es una secuencia sobre el dejarse llevar. Es más bien hacia el final de la película. Ella ha ido a un bar o discoteca con el chico con el que vive una historia intensa, la historia central de la película. El chico quizás está tomando alguna distancia con esa intensidad, ya no recuerdo bien. La vi ayer y ya no recuerdo bien. Creo que sí, que el chico ha dado ya pistas de que está tomando alguna distancia. El caso es que van al bar y a ella la vemos reír, es una cosa importantísima en esta película el reír, la risa lo desarma todo, la risa es lo más inexplicable, lo más inquietante. En realidad es de la risa de lo que debería de estar escribiendo. El caso es que ella ríe pero en esta secuencia eso no es tan importante. Luego bebe y se levanta y empieza a bailar al ritmo de la música. Hay que ver cómo se va dejando llevar más y más por el ritmo de la canción que está sonando. Hay que ver cómo va del plano cercano al plano americano, cómo toma la profundidad y se integra en el espacio del bar, en la comunidad momentánea de la gente que baila. No baila sola, baila dentro de ese mundo que es la pista de baile, baila hacia dentro de ese mundo, volviéndose parte de él. Y, de todos los que bailan, es la que más baila, la que más se deja llevar. Quizás si el plano funciona tan bien es en parte por ese cigarrillo que tiene en la mano, ese cigarrillo que al tener que mantenerlo ahí, entre los dedos, es el único límite a su baile y que, como todos los limites, es lo que mejor marca la intensidad. Baila sobre el límite del cigarrillo. Y entonces cambia la canción. Ella se para. Todos siguen bailando pero ella se para. Los demás en realidad no es que cambien mucho su baile pero para ella es imposible seguir. Se había dejado llevar por la canción anterior, había hecho cuerpo con ella, y no puede así sin más cambiar de canción. La canción anterior se le había hecho el mundo entero, la única realidad en la que vivía y no es posible cambiar así de fácil de mundo. Lo intenta. Intenta ser como los demás. Intenta dejarse llevar por la nueva canción. Podría hacer trampa, moverse un poquito sin más, como se mueven los otros, pero se nota que para ella eso no es posible. Para ella, si se baila una canción hay que bailarla como si fuese el mundo entero. Hacer algo es hacer que ese algo se vuelva el mundo entero. Algo que no se puede volver el mundo entero es algo que no importa, que no merece la pena hacerse. Pero para ella ha valido la pena ese momento de baile, así que ahora le cuesta encontrar su propia manera de bailar la canción nueva. Es impresionante la actriz, Maruschka Detmers, su mirada que se pierde, su cuerpo que se para, que se vuelve a mover, que se vuelve a parar. Es sencillo pero desolador cómo el cineasta la rodea de movimiento despreocupado, movimiento regular y quizás banal de una pista de baile. Pensé luego que quizás la película iba de eso, de alguien cuyo cuerpo no puede aceptar algo tan sencillo como el cambio de una canción a otra en una pista de baile. Que no puede aceptar que eso sea sencillo. Que no puede aceptar que las canciones terminen y sobre todo no puede aceptar que otra canción nueva tome su lugar. Y planos como este nos hacen sentir físicamente que quizás ella tiene razón al vivir como algo incomprensible el que la gente pueda cambiar tan fácilmente de canción, el que la gente pueda dejar de ser tan fácilmente quien era un momento antes. Como si en el momento en el que ella bailaba la canción anterior hubiese logrado que su identidad fuese esa, la canción misma que hacía que su cuerpo se moviese. Aún así intenta agarrarse a la canción nueva, a un ritmo que ella hace suyo con esfuerzo, encuentra una manera casi guerrera de bailar, de hacer cuerpo con el mundo a pesar de todo. La secuencia dura lo suficiente como para que veamos eso y entonces, antes de saber hasta dónde puede llegar ella con la canción nueva, corta. Entramos en una secuencia nueva, en un ritmo nuevo, pero la idea quizás sea la misma, insistente, lanzándose a cuerpo perdido en cada secuencia, como si una y otra vez hubiese que volver a empezar, como si una y otra vez hubiese que dejarse atravesar por el ritmo y luego de pronto quedarse sin él, un poco desconcertados, con la mirada perdida. 
(El diablo en el cuerpo, Marco Bellocchio)