jueves, 29 de diciembre de 2022

lo que se pega



Es un plano como hay muchos otros en las películas de terror. Una de esas coreografías perfectas entre la cámara, una víctima y una amenaza. Un personaje atrapado bajo una cama de una habitación infantil, bajo unas muñecas. Lo que hay debajo de la cama, la oscuridad, ya no es lo que asusta, sino lo que protege. La oscuridad es un refugio y la luz una amenaza. Lo que viene, lo que da miedo, no es un monstruo, no es algo inhumano o fantástico, es un adulto. La luz juega a favor del adulto, obliga a la víctima a pasarse del lado de lo oculto. La mujer que está debajo de la cama ya no es una niña pero algo de lo que empieza a entender, y de lo que nosotros todavía no sabemos nada, tiene que ver con una niña. Lo de la niña en esta película la verdad es que es muy fuerte. Pero no es a eso a lo que iba ahora, sino a la coreografía del sigilo: una figura escondida, inmóvil, casi sin respirar, una figura que busca, a su manera también silenciosa, y la cámara, que lo sabe todo, que sabe más que el que busca, que sabe más que la víctima, que sabe más que nosotros. Y la luz, la sombra y la oscuridad. Y entonces, en el movimiento de cabeza de ella siguiendo con los ojos el ir y venir de las botas de él está ese labio que se queda como pegado al suelo, al parqué (y qué contraste entre la materia del parqué y la materia de la alfombra, por cierto), y ese labio, al quedarse pegado, nos hace sentir que ese personaje, esa figura de ficción, es también un cuerpo, un cuerpo ahí, en el presente, un cuerpo al que se le puede quedar pegado el labio al parqué, que puede perder su gracia, su elegancia, su estar para la imagen. En una película donde la carne sufre lo que sufre, esa boca ligeramente deformada durante un instante tiene su aquel, es como un recuerdo de paso, no subrayado, de las otras violencias que se le hacen a la carne en las otras escenas, de la violencia que en parte esa chica ya ha vivido, de la violencia que ahora mismo la amenaza. Es, también, un recuerdo de que la violencia se le hace a cuerpos, no a imágenes. Nadie es una imagen. Las imágenes son ligeras y nada puede herirlas, los cuerpos pesan, se golpean, se hieren. En esta película a todo cuerpo le falta algo, llega tarde, nunca puede alcanzar lo que desea. Todo ser tiene su propia trampa, aquello que lo pega al suelo. En esta película la realidad es eso que se queda pegado al labio, que lo deforma, que deshace las imágenes. La realidad es lo que sobra pero también es lo que falta (afecto, certeza). Es la falta de armonía, aquello con lo que no se puede vivir y con lo que, a pesar de todo, habría que vivir. Y la cámara, con su propia armonía irónica, como si estuviese por encima de todo, teje todas esas figuras solitarias y pegajosas. La cámara sabe más que todas ellas. La cámara sabe, quizás, más de lo que querría. 
(Lo squartatore di New York, Lucio Fulci)

sábado, 3 de septiembre de 2022

hoy en día

Es la historia de un poeta en Kazajistán, hoy en día. Escribo "hoy en día" y parece fácil. A priori, nada más sencillo que filmar "hoy en día". Langlois, en la película de Rohmer sobre Louis Lumière, decía algo así. Decía que en cualquier época los pintores pintaban a las mujeres y sus vestidos tal y como la época y la moda de la época las imaginaban, no tal y como eran, y que de pronto en las vistas de Lumière las veíamos tal y como de veras eran, sin esa reelaboración imaginaria, y que lo mismo pasaba con todo lo que se veía en esas películas. Era algo así (esto lo digo yo, no Langlois) como un realismo desencantado, o desimaginado, pero no por ello sin forma, al contrario, con esa geometría que tenían las vistas de Lumière y de sus operadores. Oyendo a Langlois me dio por pensar que el cine, hoy en día, filma, casi siempre, como los pintores que se ajustaban a la moda y al imaginario de su época, que en realidad pocas de las películas que hacemos hoy en día podrán servir dentro de cien años para ver el mundo de 2022. Pensé, también, que Omirbayev sí filma, precisamente, "hoy en día", y que hacerlo le debe de costar mucho trabajo. Pensé que gracias a sus películas en Kazajistán podrán ver cómo su país fue cambiando en las últimas décadas del siglo XX y las primeras del siglo XXI. Omirbayev, hoy en día, filma un concesionario de coches, una tienda de zapatos de lujo (con los zapatos pasa algo muy sencillo y triste), una estación de autobuses, el metro, un restaurante, las palabras de unos empresarios de la construcción, el ruido de una fábrica, una oficina, muchas pantallas, unos contenedores de basura, y todo eso que filma nos recuerda una fealdad que es la fealdad del presente, como si la sensación de presente tuviese algo que ver necesariamente con una cierta fealdad, con el paso atrás que hay que dar para fijarse precisamente en eso que nos rodea por todas partes y que sin embargo convertimos en fondo borroso de las historias que creemos vivir. Omirbayev no vuelve bello lo que le parece feo, al contrario, busca la distancia justa para  filmar un cierto asombro ante la fealdad. No desenfoca la fealdad para que no interfiera en las vidas de sus personajes porque a sus personajes lo que les pasa es que viven precisamente ahí, ante la tentación de un SUV, bajo la mirada de poetas convertidos en decoración de un restaurante. Y, sin embargo, la película no es fea. Aunque a menudo sea desoladora es bella y emocionante. Al igual que Lumière y sus operadores, logra filmar el presente y al mismo tiempo encontrar la geometría que, sin falsear el presente, le da forma. Geometría de las elipsis, de la luz y de los detalles, del ir y venir entre el presente y el pasado, entre la realidad y el sueño. La verdad es que en algunas escenas de esta película kazaja he tenido una impresión de ver Madrid mucho más vívida que en películas rodadas en Madrid, como si me enseñase a volver a desconcertarme con mi propia ciudad. Hay, por ejemplo, una escena en un andén de metro en la que el personaje se sienta y se pone a leer un libro. Entonces nos vamos al pasado que narra el libro, una escena de la vida de un rebelde y poeta kazajo del siglo XIX, una escena en medio de la estepa. Luego, volvemos al presente, con la llegada del metro a la parada. Algo aparentemente tan sencillo como el contraste entre la estepa y el metro logra que el metro se nos vuelva increíble, como si en el famoso plano Lumière de la llegada del tren a la estación de la Ciotat lo asombroso no hubiesen sido las imágenes inesperadamente en movimiento de un tren, sino el hecho mismo de que los trenes existiesen, darse cuenta de que apenas unas décadas antes un tren era algo impensable y ahora empezaba a ser algo hasta banal, y que fuese esa toma de conciencia la que, como un tren a toda velocidad, pudiese arrollarnos, el tiempo y el progreso como tren que no se detiene. Hay algo así en la película. Entrevera la historia del personaje principal con la historia del libro que lee, con la historia a través de casi dos siglos de otro poeta y de sus restos. Esa otra historia, fundada en un momento de violencia, avanza a saltos imparables, llevándose por delante a los personajes de cada uno de esos momentos, cada vida es apenas un instante en el tiempo que avanza, en el siglo XIX que se transforma en el siglo XXI, cada esfuerzo y cada lucha son de pronto pequeñísimos y al mismo tiempo tiempo inolvidables. Esa historia es, al final, la historia de unos huesos y, también, de unos versos reducidos a breves inscripciones en las paredes de un monumento pero, más allá de esa presencia material del pasado en el presente, hay otra historia, la historia de un gesto que tiene eco en el presente, un pequeño gesto de integridad en el presente que responde a un gran momento de valentía en el pasado, como si no todo se hubiese perdido, como si no todo hubiese quedado reducido a monumento, enterrado en un pasado que nada tendría que decirle al presente, como si en el presente, hoy en día, sin mentir, sin idealizar, precisamente porque no se idealiza, todavía se pudiese filmar la vida brotando entre los SUV y bajo la mirada de los constructores. Aunque solo sea un algo, aunque solo sea un poco.

(Poeta, Darezhan Omirbayev)

lunes, 6 de junio de 2022

un ramo

Es en Madrid. En el cielo hay unas nubes ligeras, a punto de desvanecerse en el azul. O a punto de cubrirlo. Es delante del Jardín Botánico. Hay carruajes. Hay una mujer que baja de uno de ellos. Uno de sus pies está en el aire, creo. Acaba de separarse del estribo y en un momento estará en el suelo. De no ser por esa mujer se podría dudar de si la gente acaba de llegar o está a punto de irse. Otra mujer se prepara para salir del mismo carruaje. Las ventanas del carruaje, que dan a la rueda de otro, al verde del jardín y al gris de la puerta, hacen que el carruaje parezca ligero, atravesado por la luz y el aire. Además de la mujer que baja y de la mujer que se prepara para salir hay otros gestos que parecen capturados en pleno movimiento. Hay un hombre, quizás un criado o un paje, abriendo un parasol. Hay también, creo, muchas miradas destinadas a ser fugaces. Hay muchas figuras, diría, que no miran hacia delante, que de una u otra manera giran el cuello, vuelven la cabeza y la mirada hacia algo que no tienen delante. Hay, eso sí, una mujer que mira hacia delante. Está ahí, a la derecha del cuadro. Es la última figura humana. Ante ella empieza un extraño vacío. ¿Un vacío al que ir? ¿Un vacío en el que algo va a llegar? No sabemos. En realidad el cuadro está inacabado. Tendría que haber habido una presencia humana allí a la derecha. Y se siente eso, que lo que hay ahí no es normal, que es un vacío. Un vacío a punto de ser llenado pero también un vacío que parece ir en el otro sentido, como si en vez de ser un cuadro que no ha sido acabado de llenar fuese un cuadro que apenas se empezó a vaciar. En realidad, aunque la mujer está mirando hacia el vacío que tiene delante, el vacío ya está empezando a avanzar detrás de ella, sin que ella se dé cuenta. Ahí, al fondo, hay un carruaje que no ha acabado de ser pintado o que ya se está desvaneciendo. Faltan los caballos. El conductor, puro aire, está sentado en el vacío. Las figuras dentro del carruaje se confunden con este y con el fondo. Y esto pasa en otros lugares del cuadro: figuras humanas que se están volviendo fondo, que se están volviendo pintura sin forma. Las figuras del cuadro son en realidad como las nubes. No sabemos si se están formando o si se están desvaneciendo pero sabemos que, en cualquier caso, no durarán. Y que su forma, en un momento, habrá cambiado. O quizás no sean como nubes. Quizás sean como flores. En otra sala de la exposición vemos dos ramos de flores del mismo pintor. Son sólo dos ramos pero tienen un efecto particular. De pronto, en los otros cuadros, empezamos a ver a las figuras humanas, a las telas de sus ropas, a los suelos, a los cielos, como si también fuesen flores. Pétalos de colores más o menos aterciopelados, cambiantes según la luz, llenos de pliegues, un poco como llamas, frágiles, anunciando ya, en su belleza presente, que pasarán y caerán. Como si el pintor viese lo que hay de flor en todas las cosas. O como si con las flores, con la dificultad de las flores, hubiese aprendido a mirar y a pintar el resto de la realidad, a pintar cuadros en los que avanzan a la par la vida y el vacío, a pintar cuadros que parezcan detenidos en el instante mismo en el que van a empezar a despintarse, a desvanecerse, para dejar nada más un cielo azul, un lugar vacío, nada. 

domingo, 20 de febrero de 2022

nuestras vidas son viñetas


No sé si recordarás este plano. ¡Hay tantos planos bellos en esta película! Es la noche del funeral de Ryosuke, el padre, al que llamaban Popeye por ser tan fuerte y que quizás ha muerto de eso, de haber sido tan fuerte, de haber cargado el peso de la plancha tantos años, de haber aguantado resistente las penurias de los años de la guerra y de la posguerra. Si no hubiese sido tan fuerte quizás habría sentido cómo forzaba su cuerpo y habría buscado remedio a tiempo. El caso es que muere y esta es la noche del funeral. Este plano es el último de la secuencia. El Tío Prisionero le ha entregado a Masako, la madre, algo que no sabemos bien qué es, diciéndole: ya está arreglado. Quizás sean los trámites del entierro. Luego le ha entregado también un sobre con dinero que le han dejado unos amigos y que ella ha aceptado sin una palabra. Y entonces viene este plano. Ella inclina la cabeza y se lleva el pañuelo a los ojos, como secando lágrimas, y su cabeza queda encuadrada ahí, en uno de los cuadraditos de la puerta, como en una viñeta. 
La cabeza queda encuadrada ahí, en uno de los cuadraditos de la puerta, con la precisión y la fugacidad que tienen los detalles en esta película. En realidad, pensé, es como si toda la película estuviese hecha así. Ese cuadradito de ahí, con la cabeza de ella, en medio del plano, en medio de la noche, es un encuadre dentro del encuadre, es como un plano que la cámara recortaría dentro de la realidad de la escena. Es como si todos los planos de la película fuesen también cuadraditos, como si cada situación estuviese fragmentada en cuadraditos, en viñetas y detalles que son sólo una parte de la escena. Los cuadraditos, en general, no duran mucho, y otros cuadraditos más van completando la escena, que nunca puede ser vista del todo desde un solo punto, desde un solo encuadre. La realidad es una suma de cuadraditos, una suma de planos, algo que hay que recomponer, algo que quizás sólo la cámara puede ver por completo o, más bien, algo que la cámara no puede ver por completo pero de lo que, al menos, nos puede hacer sentir lo complejo que es, algo de lo que nos puede dar una decena de cuadraditos para intuir que podrían ser más, quizás muchos más.
Esta es una película increíblemente llena de detalles, casi cada plano es un detalle nuevo, algo que rectifica ligeramente el plano anterior y que será ligeramente rectificado por el plano siguiente. Como si fuésemos viendo cada pincelada del pintor, como si, pincelada a pincelada, fuésemos viendo aparecer el cuadro y también cómo, cuando ya parece terminado, en realidad no lo está, se sigue modificando pincelada a pincelada, es pintura en el tiempo. Está, por ejemplo, la maravillosa noche del festival en la que canta Toshiko, la hija mayor, mientras Chako, la hija pequeña, baila junto a ella en el escenario. Las vemos a las dos actuar, de cerca y de lejos, pero también vemos a Tetsuo, el sobrino, animarlas, y vemos cómo, junto al escenario, la chica a la que le toca actuar a continuación sorbe, nerviosa, un huevo crudo, suponemos que para su voz. Y esa misma noche a Chako le cortará el pelo la madre de Tetsuo, para tristeza de Chako, para alivio de la madre de Tetsuo, que gracias a eso practica para su examen de peluquería. Y también canta, fatal, para vergüenza de sus padres, el panadero casi novio de Toshiko. Luego el panadero y Toshiko hablarán juntos a la luz de la luna y cuando Toshiko vuelva a casa un borracho intentará agarrarla, porque también pasan cosas así en la película, porque todo encanto puede romperse, aunque luego no pase nada más con ese borracho, aunque apenas sea un susto visto de lejos. Y también está, en una habitación de la casa, el padre, cada vez más enfermo. Esta noche es un poco como el edificio de 13 rue del Percebe, llena de viñetas que son cada una historia, que son cada una un personaje. 
O, también, el día en el que Chako se va a vivir con sus tíos. Sucede algo muy propio de un guión clásico: cuando ella se va de pronto falta un detalle que redondea la escena. En este caso es el sobrino, Tetsuo, que se va a buscar una caja suya que Chako quería llevarse y que él no quería regalarle. Ahora, de pronto, decide regalársela. Sería la guinda perfecta de la escena, al mismo tiempo graciosa y emocionante, de no ser porque esta película desborda y a la guinda se le añade una segunda guinda: Chako, a su vez, recuerda que quiere llevarse algo más, el retrato que dibujó de su madre (y que no la hemos visto dibujar, porque también así desborda la película, tenemos que imaginar que en otro tiempo ese retrato fue dibujado) y vuelve a casa para cogerlo, y vemos también cómo la madre, Masako, ve ese gesto de Chako, y cómo en ese gesto adivina lo que siente Chako, su amor y su tristeza, pero además vemos a Toshiko ver que Masako ve eso, como si todo gesto tuviese su onda expansiva, como si nunca hubiese nada que sucediese exclusivamente entre dos seres. 
Nunca nada sucede exclusivamente entre dos seres pero al mismo tiempo, aunque los personajes casi nunca están solos, o precisamente por eso, porque casi nunca están solos, en toda situación hay una parte de soledad, algo que no puede ser del todo compartido. Quizás sea ese saber descomponer la escena en viñetas, en planos, lo que nos hace sentir de una manera tan particular la soledad. Es como si en sus vidas los personajes mismos fuesen, fuésemos, viñetas, con algo, un borde, que nos separa de los demás, aunque estemos en la misma página, aunque estemos en la misma historia, aunque nos queramos mucho, aunque nos queramos tanto que nos duele. 
Metidos en nuestros cuadraditos, siendo viñetas de la historia, nunca podemos saber bien lo que les pasa a las otras viñetas, lo que sienten, lo que maquinan en sus cabezas, cómo viven la vida que comparten con nosotros. A veces es triste. A veces es misterioso incluso para nosotros, los espectadores: ¿qué sentían realmente Masako y el Tío Prisionero? ¿Qué es lo que sienten en ese momento en el que se despiden en el mostrador de la lavandería? A veces, también, tiene mucha gracia, como el día en que el panadero ve a Toshiko vestida de novia y piensa que se va a casar. Es curioso esto, que mecanismos muy parecidos tengan a veces mucha gracia y otras veces resulten muy tristes, que se fabriquen la comedia y el drama con piezas tan parecidas, con cuadraditos como los de las puertas y ventanas japonesas, cuadraditos todos iguales a través de los cuales, sin embargo, podemos ver cosas muy diferentes, cosas tristes y cosas graciosas, porque esta película es graciosísima y a veces da ganas de llorar de tanta gracia que tiene, por la ternura que provoca esa gracia, que provocan todos esos pequeños detalles cómicos. Quizás, en realidad, nada sería tan triste y emocionante en esta película si no fuese todo tan gracioso, como si para pintar un mundo de veras vivo hiciese falta eso, dar incontables pinceladas de comedia, hacer que cada personaje nos haga sonreír al menos una vez y que, por eso, agradecidos, lo recordemos. 
Ahora que, a lo largo de los años, ya he visto varias veces la película, me doy cuenta de que es de esas películas que disfruto más cuando anticipo lo que va pasar, cuando ya sé qué caras van a poner los actores y siento un cosquilleo justo antes de que las pongan, como una canción que se escucha una y otra vez para comprobar que, inasibles, la voz, los instrumentos, vuelven a sonar igual, que lo fugaz, una vez más, hecho de detalles y de modulaciones, vuelve a suceder.
Las secuencias están hechas de cuadraditos y de detalles pero también pensé, hacia el final, que a su vez las secuencias eran como viñetas de algo más amplio y que la emoción estaba en lo que vemos pero también en todo aquello que en el tiempo de la historia, sin darnos cuenta, no vemos. En el cambio de las estaciones pero también en los tiempos de tristeza o de duelo que nos saltamos. Hacia el final de la película Masako y la madre de Tetsuo, viendo a Toshiko vestida de novia, piensan que cómo ha pasado el tiempo. La gracia está en que es previsible que ellas digan esto ante Toshiko vestida de novia pero que al mismo tiempo Toshiko no está de veras vestida de novia, está vestida así para servir de modelo para la madre de Tetsuo, que se presenta a un concurso de peluquería. Así que es cierto que ha pasado el tiempo pero la imagen que les da esa sensación no es más que un ensayo, como si en la vida hubiese ensayos. Eso me hizo pensar en otro momento, cuando el Tío Prisionero le enseña a Masako a planchar y le dice: todos los fallos te ayudan a aprender. Al oír esa frase me pregunté si era cierta en esta película. Aquí, la verdad, hay bastantes fallos que no tienen vuelta atrás. Por ejemplo: cuando el padre no va al médico a tiempo. O, de otra manera más ligera, un sombrero que se tiñe de color rojo ladrillo y una bufanda a la que le queda la marca del jabón. Ni el sombrero ni la bufanda tienen ya arreglo. Si acaso enseñan que hay que tener más cuidado, pero nunca se sabe cual será el próximo error, a qué habrá que estar más atento. Toshiko se viste de novia y su madre dice que es un ensayo pero en realidad los ensayos son, en estas vidas, algo inusual, la mayor parte del tiempo están, aunque no lo parezca, actuando ya en la obra principal, improvisando día a día. Días aparentemente todos iguales, días como cuadraditos, apenas separados los unos de los otros por las noches, por el vacío de las noches, pues salvo excepciones, como el festival y el funeral, estas son vidas laboriosas y diurnas, vidas sin noches. Días, sin embargo no tan iguales, cambiantes, llenándose cada vez más de ausencias. Al final la voz de Toshiko dice el amor a su madre y dice también la insalvable distancia, como los bordes de las viñetas. Dice, en cierto modo, que el amor es sentir esa distancia, que el amor existe, quizás, contra esa distancia, por esa distancia. 
(Madre, Mikio Naruse)

viernes, 18 de febrero de 2022

¿a qué sabe la cerveza?

Te acuerdas, seguro que te acuerdas. Es casi el final de la película. Michiko, la mujer, y Hatsu, el marido, se han reencontrado en la calle en Tokio. El marido tiene sed. Ella le pregunta si quiere tomar una cerveza y él responde que no lleva dinero encima. Entonces ella dice que le invita. Esto tiene su importancia porque hasta ahora lo de beber cerveza era algo que el marido hacía solo o con otras personas, no con ella, como si hubiese una incompatibilidad entre estar con ella y tomar cerveza, mundos de esos que por alguna razón, quizás nunca dicha explícitamente, se han ido aislando y perdiendo flexibilidad. Entonces están ahí, tomando cerveza, y por fin se dicen algunas cosas. Tampoco es que se pierdan en largas explicaciones, no son así, pero se podría decir que se hablan y que, de alguna manera, van a volver a empezar su historia. Entonces él bebe, primero su vaso y luego el de ella, porque en realidad a ella no le gusta la cerveza, le sabe amarga. Y él dice: qué hambre tengo. Los dos se miran. Este fotograma que he querido compartir contigo es el momento en el que se miran. Antes, mucho antes en la película, ella le había reprochado al marido que prácticamente la única frase que le decía al verla era: tengo hambre. Señal, claro, de que en ese matrimonio parecía que lo único para lo que ella servía era para tenerle la comida lista. Ahora el marido ha dicho esa frase por puro reflejo, porque realmente tiene hambre, además no están en una situación en la que ella pueda hacerle la comida, pero el caso es que ha dicho la frase y ella se le ha quedado mirando, y luego él se ha dado cuenta de la frase que ha dicho y de cómo recuerda a la vida que llevaban antes, y la ha mirado a ella. Por eso están ahí los dos mirándose. Y después se ríen. Se ríen juntos. 
Esta es una película en la que, me pareció, los personajes casi nunca se miran, sobre todo la mujer y el marido. En la primera mañana que cuenta la película, durante el desayuno, él está tan enfrascado en su lectura del periódico que apenas la mira a ella y que tiende la mano hacia la comida en lugares donde ella no la ha puesto. Casi se podría decir que él no la mira a ella, no la mira de veras, hasta que ella está a punto de irse de casa, harta de todo. Y aunque la mira no sé si la entiende. En realidad no sé si en esta película el mirar sirve de veras para entender algo. Hay un momento en el que la mujer y una amiga miran a una pareja de músicos ambulantes. La amiga dice que se nota que están casados, porque caminan igual. Entonces vemos un plano de los dos músicos ambulantes y yo, la verdad, quizás porque el plano es breve, no tengo claro que sea verdad eso de que caminan igual. Me fijo porque ella lo ha dicho y me parece ver aquello a lo que se refiere, pero tampoco estoy seguro de que sea verdad. Quizás ella se equivoca. 
En esta película hay momentos así, afirmaciones que hacen los personajes y que, la verdad, no parecen del todo verdaderas. Frases de esas que se dicen más porque es lo que se quiere ver o lo que se quiere creer que porque sea verdad. En un momento Michiko le dice a la madrastra de la sobrina de su marido (qué lío): ella sabe todo lo que haces por ella. Y yo diría que no tenemos nada claro que eso sea verdad. Bueno, más bien estamos casi seguros de que no es verdad y es uno de los momentos en la película que nos incitan a desconfiar de las palabras. Si eso no es verdad, quizás otras afirmaciones que parecen menos dudosas en realidad tampoco sean verdad. O quizás la verdad sea algo más ambigua. Qué amarga sabe, dice Michiko de la cerveza. Qué bien sabe, dice Hatsu de la misma cerveza. Y los dos tienen razón. Y ella no bebe. Y él se la bebe toda. 
En otro momento, Michiko come con sus antiguas amigas del colegio. Y una de ellas le dice: Se te ve feliz. Y Michiko se queda dudosa, con una de esas sonrisas con la boca un poco arrugada que tan bien hacía la actriz Setsuko Hara. Esta película está llena de maneras de sonreír de la actriz. Es increíble que pueda sonreír de tantas maneras diferentes. A veces también ríe. Y siempre parecen tener sentidos diferentes y al mismo tiempo cada uno de esos sentidos parece a su vez ambiguo. Una sonrisa de Setsuko Hara siempre es al menos dos cosas al mismo tiempo. Es algo maravilloso de ver pero no es algo que se pueda entender del todo con sólo verlo. Quizás cierta sonrisa sea feliz, aunque no lo parezca. Quizás tal sonrisa no sea feliz, aunque lo parezca. Y no sólo es que nosotros no podamos determinar el sentido de sus sonrisas, es que quizás ella misma duda. Yo diría que en esta película uno nunca puede entender del todo a los otros, por más que los mire, pero uno tampoco puede entenderse del todo a sí mismo, por más que mire hacia adentro. La verdad de Michiko no es la que ven los otros personajes pero quizás tampoco es la que ella misma ve. Tengo la sensación de que llega un momento en el que ella observa a los demás pero también se observa, sobre todo, a sí misma, sorprendida, preguntándose: ¿quién soy?
Michiko, se me olvidaba decirlo, también mira a su marido a destiempo. Cuando él no la mira, ella le mira, e interpreta lo que ve. Pero son también miradas fugaces. La actriz, Setsuko, tiene muchas maneras de sonreír pero también tiene muchas maneras de mirar y de apartar la mirada. En esta película, creo, los personajes prefieren mirar cuando no están siendo mirados. O miran y enseguida bajan la mirada. Es como si las miradas, y a veces la frases, fuesen globos sonda mandados hacia la realidad, a ver qué es lo que hay ahí afuera. Las miradas son exploradoras, son avanzadillas que se internan en el mundo, en la realidad de los otros, y enseguida dan un paso atrás, temiendo ser sorprendidas por alguna presencia hostil. El mundo está siempre a punto de decepcionar y al mismo tiempo se mira un poco, a ver si por un casual no decepciona, pero enseguida se aparta la mirada, por temor. 
Hay que ver, también, cómo Michiko y Hatsu hablan cuando ella por fin ha decidido irse a Tokio y él se ha enterado. Él, decía antes, la mira por primera vez de veras, intentando leer algo en ella. Y ella, en ese momento, apenas le mira a él, evita que sus miradas se crucen. Hay razones, claro, para evitar esa mirada. Me pregunto si entre ellas está el no mirarse a sí misma, como en un espejo. Michiko, todavía, no puede mirarse directamente. El caso es que cuando, pasado el tiempo, se reencuentran, es él el que la ve y la llama en medio de la calle. Ella se para y le mira. Se miran los dos. Pero hay algo que todavía es demasiado para ella. Así que, sin decir nada, sigue caminando por la calle, dándole la espalda a él. Por la calle avanza una pequeña procesión. Esa pequeña procesión la hace detenerse y, en ese momento, ella echa la vista atrás, a ver si Hatsu viene tras ella. Y, sí, tras ella viene Hatsu. Ella se queda parada y, ahora sin dejar de mirarle, le deja llegar. Él le pregunta qué problema hay. Ella no responde. Entonces la procesión, que es pequeña pero bastante ruidosa y alegre, llega hasta ellos, y ellos se tienen que apartar a un lado de la calle. Los dos miran pasar la procesión. Los dos, juntos, miran lo mismo. Y entonces algo cede en ella, quizás gracias a eso, no a mirarse los dos frente a frente sino a mirar los dos juntos la misma cosa, que es algo que hasta ahora, creo, no había pasado en la película. Y ella le mira fugazmente, mientras él sigue mirando la procesión. Y ella habla. Ahora puede hablar y algo, poco a poco, va cediendo entre los dos, se va haciendo posible. Después van a tomar esa cerveza que en realidad solo toma él y tienen ese momento con el que empecé, ese momento en el que se miran y se ríen juntos. 
También es cierto que el final de la película no es esa mirada compartida ni esa risa. Al final están los dos en el tren, él se queda dormido y es ella la que le mira, y la que se mira a sí misma, como si el baile de las miradas desacompasadas volviese a empezar, como si las miradas frente a frente o las miradas conjuntas hacia lo mismo no pudiesen ser más que momentos fugaces y privilegiados, sin que sepamos bien qué sentido tienen, si son una ilusión o si son, en cambio, la verdad de la relación, si en el fondo son amargos o si en el fondo saben bien, o las dos cosas, o si esa relación, como la cerveza, no tiene algo de gusto adquirido, un gusto que no es ni verdad ni mentira sino otra cosa. Es cierto que hay una voz en off, la voz en off de Michiko, y lo que nos dice quizás sea su verdad, la verdad del personaje, pero en realidad, aunque la música que la acompaña y el plano que avanza por el callejón sean también bastante afirmativos, es una voz que no está del todo segura, que afirma porque necesita afirmar algo para seguir adelante, para por un momento tener alguna certeza sobre sí misma, pero que sabe que, en el fondo, ninguna afirmación es duradera, que toda afirmación tiene algo de truco momentáneo, que una nunca llega de veras a conocer a los demás pero tampoco llega nunca de veras a conocerse a sí misma. 
(El almuerzo, Mikio Naruse)

miércoles, 16 de febrero de 2022

a toda velocidad



¿Esto lo reconoces? Es el cochecito de juguete de Fumio, el niño. Mientras él juega en la calle, el padre, Mizuhara, y la madre, Omitsu, han estado hablando. Es una de esas conversaciones que suceden varias veces en la película, hechas de la debilidad de él y de la fortaleza de ella. Él está desanimado porque no consigue encontrar trabajo. Al mismo tiempo le pide a ella que sea sensata en su trabajo de camarera nocturna, como si ella no fuese, en realidad, el único personaje realmente sensato de la película. 
Es una de esas conversaciones de cine mudo en las que con unas pocas palabras, con los cuerpos y con las distancias entre ellos, oímos mucho más de lo que realmente nos dicen los intertítulos. Quizás de ahí le quedará a Naruse el saber tratar una mirada, una cabeza que se agacha o que se alza, un silencio, un cuerpo que rehúye a otro alejándose al otro extremo de la habitación, como réplicas en un diálogo. En realidad, nada en esta película es mudo, todo habla, todo es frase en un diálogo, salvo, quizás, las aguas del puerto, la ropa tendida, que son como saltos de línea, fugaces espacios en blanco en un mundo que no deja muchos respiros.
Mientras Omitsu y Mizuhara hablan, él ha cogido el cochecito de juguete. Un cochecito bastante guay, la verdad. Signo, quizás, de que, a pesar de la precariedad en la que vive Omitsu, al niño, a Fumio, no le han faltado los regalos, no le han faltado un enorme cariño y algún pequeño lujo. 
Mizuhara ha cogido ese cochecito y esa es una manera de marcar que está pensando en el niño, pero también es una manera que tiene él de rehuir el asunto de la conversación concentrándose en un objeto. Abre el maletero y observa algo que hay allí adentro, algo que no sabemos qué es y que no sabemos hasta qué punto a él le interesa realmente. 
En cierto momento, vuelve a dejar el cochecito en el mueble. Mizuhara abre la mano y el cochecito sale disparado. En el plano siguiente, este del que te he puesto un fotograma, el cochecito viene hacia la cámara y de pronto cae del mueble. En el plano siguiente no vemos cómo el coche cae al suelo, sino cómo se abre la puerta de la habitación y entran en tromba, junto a los pobres zapatos de Mizuhara, varias piernas de niño. En otro plano brevísimo vemos desde fuera de la habitación a esos niños, de cuerpo entero, señalar hacia la puerta y hacia la cámara. Luego aparece un intertítulo: "Es Fumio". Juraría que la cámara avanza hacia ese intertítulo, en un movimiento veloz como el del cochecito. Tras el interítulo vemos tres planos brevísimos: los niños, un coche a toda velocidad, Fumio. Y otro intertítulo: "Fue atropellado". De nuevo vemos a los niños. Otro intertítulo: "Por un coche". De nuevo, fugaz, el coche. Luego, Omitsu, como el cochecito, avanza hacia cámara. Mizuhara también avanza hacia cámara. De nuevo Omitsu avanza hacia cámara. Final de la secuencia. 
Es una aceleración increíble. Los planos son fugaces y todo se mueve, cerrando a toda velocidad la escena entre Omitsu y Mizuhara con un golpe de azar, un golpe del mundo exterior imponiéndose repentinamente a ellos. En esta película hay momentos así, bruscos cambios de ritmo, lentitudes y aceleraciones. Lo realmente difícil es, creo, eso, una película que cambia los ritmos, que no es ni veloz ni lenta, que es cambiante. Algo de esto hay, más escondido en otras de las películas de Naruse que hemos visto o que vas a ver. En la última, en Nubes dispersas, también: la velocidad de los golpes que da la realidad y la ocasional lentitud del tiempo entre dos seres. 
En realidad, en la escena ya había habido dos momentos parecidos a los de ese coche que viene hacia nosotros. Dos veces la cámara había avanzado, inesperadamente veloz, hacia Omitsu. Es un movimiento que sucede a veces en la película: la cámara avanza veloz hacia un rostro. Otras veces, pero creo que es menos frecuente, la cámara se aleja de un rostro con la misma velocidad. Son unos planos bastante sorprendentes, la verdad. Dentro de esta escena, la primera vez es cuando Mizuhara le dice a Omitsu que piense en el futuro del hijo. La cámara avanza entonces hacia ella con la velocidad de un golpe injusto, que es como ella lo recibe, pues es ella la que nunca ha dejado de pensar en el futuro de su hijo. La segunda vez es después de que ella diga: "Trabajaré. Me enfrentaré a todo." La cámara avanza hacia ella y ella, al mismo tiempo, se gira hacia la cámara, con una firmeza que, la verdad, me hicieron pensar en una samurái o en una guerrera de las películas de King Hu. Ella tiene, sin violencia, algo así, de heroína capaz de atravesar un mundo violento sin ceder y sin ser herida, por muchos golpes que intenten darle. Y no sé si la cámara avanza hacia ella como un golpe más, para encontrarse con la firmeza de su rostro, o si la cámara avanza así para ser como ella, precisa y cortante. Quizás depende del momento, de cada movimiento. 
Esta es una película sobre una fortaleza, la de Omitsu, y sobre una debilidad, la de Mizuhara, y es una maravilla ver a los actores convertirse en eso, ver la barba y la espalda un poco encorvada de Mizuhara, su aire constante como de perro apaleado, e incluso sus maneras de ser feliz, como si incluso en la felicidad estuviese intuyendo ya un desastre. Y es una maravilla ver las mil maneras de Omitsu de ser fuerte, verla resistir con el rostro cerrado como una fortaleza pero ver también cómo puede relajar las defensas y ser plenamente feliz, ver su pelo recogido en un peinado complicado para trabajar pero ver también las mechas que a veces se le escapan, ver su desenfado más o menos actuado en el bar y ver cómo de pronto se borra ese desenfado. Omitsu es bella y creo que parte de su belleza está en esos cambios, en poder ser distante y de pronto parecer cercana, en algo inasible que quizás sea lo que tiene fascinados a los clientes del bar, lo que hace que la presencia de Omitsu en el bar cambie todo en su ambiente. Omitsu, aunque zarandeada por la vida y por los demás, tiene algo de una estrella, la actriz es la estrella de la película pero también el personaje es la estrella de ese mundo en el que vive, todos, de alguna manera, son conscientes de su fuerza. 
Al final de la película es ella la que, en cierto modo, se mueve con la velocidad de la cámara, la que provoca los movimientos veloces de la cámara, la que se rebela y zarandea la debilidad del marido muerto, la debilidad en general, la que zarandea, en cierto modo, al mundo que la rodea, al mundo entero. Hasta que se arrodilla junto a su hijo, llorando y afirmando, agotada y fuerte, y la cámara se vuelve a acercar dos veces, no tan veloz, a ese rostro en el que pasan tantas cosas a la vez, a ese rostro que está tan vivo, a ese rostro al que la cámara nunca puede acabar de llegar. 
(El sueño de cada noche, Mikio Naruse)

lunes, 14 de febrero de 2022

cena tardía

El primer fotograma es una mesa de cocina, con cacharros varios y también con una bandeja. En la bandeja hay comida, tapada con un trapo. Es una cena. Una de esas cenas que se dejan hechas para alguien que llegará tarde y, quizás, con hambre. Quizás no. Quizás ya comió en otro sitio. Con la gente que vuelve tarde nunca se sabe. Ese tiempo que pasa mientras no vuelven, ese tiempo durante el cual se va haciendo tarde, se llena de suposiciones para la persona que deja la cena hecha, para la persona que se queda en casa. Al que se queda el afuera en el que se encuentra la otra persona se le vuelve infinito, se le llena de imaginaciones y de temores. Dejar la bandeja lista, con su trapo por encima, es esperar que, a pesar de todo, aquellos que vuelven tarde tengan ganas de volver a casa. Es una esperanza. Un pequeño mensaje disfrazado de cena. 
El segundo fotograma es la misma mesa de cocina, con los mismos cacharros, con la misma bandeja. Apenas ha pasado un segundo pero algo ha cambiado: la luz. Alguien, la persona que preparó la cena, la ha apagado. Se está haciendo de veras tarde y ya es mejor no esperar a la otra persona. O es mejor apagar la luz y decirse a una misma que ya no se espera, aunque en el fondo se siga esperando. A veces hacemos gestos así, gestos que disimulan el hecho de que nunca podemos dejar de esperar, aunque sólo sea un poco. Que lo disimulan a ojos de los otros y a ojos nuestros. 
Esa cena tapada con un trapo es un gesto muy de madre, claro, y por eso al ver el plano pensé en ti, en tus historias. Pero esta cena no la deja una madre. Esa es parte de la singularidad de la película, esa no madre sin embargo maternal. Esa extraña relación entre una mujer en la treintena y un hombre en la veintena que se conocen desde que él era niño. Las películas a veces hacen eso, cogen un gesto que está muy connotado, por ejemplo esa cena tapada, y lo desplazan un poco. Aquí, la película superpone la imagen de la madre sobre una mujer que, en realidad, no es la madre. Esta podría ser una de tus historias convirtiéndose en otra cosa, como en esos sueños en los que un personaje representa al mismo tiempo a dos personas de nuestra vida despierta. No sé. Quizás. Ya me dirás. Acá te dejo la idea, como una cena tapada. Y te espero, haciendo como que no te espero. 
Esta es una película donde se espera mucho. Se espera que los otros cambien. Se espera que los otros no decepcionen. Y es, también, una película donde la comida es importante. Al fin y al cabo, gran parte de la película transcurre en una tienda de alimentación. Es, al menos en un principio, la historia de una pequeña ciudad en la que se ha abierto un supermercado y en la que, por ello, las pequeñas tiendas de alimentación sufren, incapaces de competir con los precios por debajo de coste del supermercado. Es una película sobre echar a la gente. Sobre barrerla. Las tácticas del supermercado son, claramente, esas: precios bajos para barrer a las pequeñas tiendas, para hacerse con todo el mercado, sin importar cuales sean las consecuencias. Es, también, una película en la que una familia busca la manera de echar a la nuera, ahora viuda. Todas esas tácticas para barrer a alguien son, la verdad, bastante desagradables de ver y de oír. Los del supermercado tiene un camión con altavoces y van con él por la ciudad, lanzando música y eslóganes, llenando de publicidad los oídos de todos, a sabiendas de que los oídos siempre son más difíciles de cerrar que los ojos. Las cuñadas de la viuda fingen agravios para en realidad agraviar a la viuda y sus bocas se tuercen con un gesto terriblemente hipócrita, un gesto de esos que dan ganas de cerrar los ojos o de salir corriendo. La maldad, aquí, es agresiva y es vulgar, agresivamente vulgar. Es ridícula pero no por ello deja de ser dañina, al contrario. Hay que ver cómo, en un bar, el dueño del supermercado y sus secuaces, para celebrar, incitan a unas chicas a competir por ver cual es capaz de comer más huevos duros en un minuto. Hay que ver esas bocas que se llenan de huevos para conseguir el premio. Hay que ver esas bocas que se deforman. La verdad es que es terrible lo que puede contar una boca, ya sea una boca llena de huevo duro o una boca que se curva hipócritamente. Hay que oír, también, cómo el dueño del supermercado y sus secuaces hablan de esas chicas con las que se divierten y que, supuestamente, se divierten con ellos. 
El dueño y sus secuaces son máquinas de deshumanizar. Las cuñadas también. La película, durante un buen tiempo, no rehúye esa violencia. Sabe que es necesaria. Sabe que su historia es también esa, aunque poco a poco vaya surgiendo otra historia por debajo, quizás dolorosa pero más bella de ver. Pero para llegar a esa historia bella tenemos que haber pasado por la otra fealdad. La belleza tiene que surgir desde dentro de esa fealdad, por contraste, frágil. La película se transforma, quizás, en una huida de esa fealdad. Una huida a ninguna parte. No puede haber salida. O solo puede haber una salida. Pero no te digo más. No te digo cual. Ya verás el final. 
Esta es una historia de comida, decía, de un encuentro entre dos seres que sucede dentro de una tienda de alimentación, entre latas y botes. Como sabemos que la tienda sufre por la competencia del supermercado resulta un poco angustioso ver cuántas latas y botes hay por vender, latas y botes inevitablemente más caros que los del supermercado, latas y botes cada día más difíciles de vender. Da la sensación de que nunca se podrán vender todos. Y al mismo tiempo sabemos que la tienda tiene que tener siempre la misma cantidad de latas y botes, que se tienen que ir reponiendo, que es un bucle sin fin de latas y botes que se tienen que vender y latas y botes que se tienen que reponer, hasta que el mecanismo, un día, por el efecto de la competencia, se rompa. 
Hay, también, la comida que ese personaje que vuelve tarde gana en el pachinko, esa especie de máquina recreativa japonesa. Una noche le vemos volver con todo lo que ha ganado: paquetes de comida y no sé si de cigarrillos.. La comida, diría, son dulces, chocolate y galletas, un poco lo contrario de la buena cena tapada con un trapo. Hay otra comida que un personaje come con avidez porque el trabajo le ha dado hambre, hasta el punto de querer comerse la de los otros. Hay los fideos tardíos comidos durante una partida de mahjong. Hay otra cena tardía que acaba con una revelación (y la verdad es que es muy buena situación para una escena esa en la que un personaje cena y el otro no, pues ese personaje que no come, y que es el que preparó la cena, el que esperó, puede ir y venir, según tenga más o menos ganas de escuchar y de hablar, según quiera marcar o no una pausa en la conversación). Y hay, ya verás, la comida que acompaña a un viaje en tren, una comida entrañable, una comida que tiene mucha gracia, una gracia que es la que nos hace sentir la felicidad y libertad momentánea de los personajes, con ese truco de hacernos sentir la felicidad de los personajes no sólo por verlos felices sino también gracias al humor que nos hace sonreír como sonríen ellos, que nos hace ser cómplices de su alegría, como si la escapada la hiciésemos con ellos, como si los espectadores y los personajes de pronto, por un momento, fuésemos de la misma pandilla, lejos de los huevos baratos, lejos de las latas y botes, lejos de las cenas tapadas con un trapo, con la ilusión de viajar hacia un mundo donde nada de eso existe. 
Llegué a pensar, la verdad, y perdona si exagero, que había algo particular en esta película, que si un arqueólogo, dentro de cientos o miles de años, la desenterrara, podría, a partir de esta historia de una tienda de alimentación, deducir el siglo XX, o gran parte, o una parte pequeña pero importante, como se deducen formas de vida perdidas a partir de herramientas y de huesos encontrados en una cueva, bajo tierra. Digo esto exagerando un poco, porque hoy me apetece exagerar, pero al mismo tiempo pienso que no exagero del todo, porque es una película que se sitúa en un momento en el que todavía se recordaba la guerra que se había vivido y al mismo tiempo ya aparecía el mundo que vendría después, el mundo que anuncia con sus altavoces el supermercado, porque es una película que filma maneras de deshumanizar y maneras de seguir siendo, a pesar de todo, humano, y también porque precisamente cuenta todo eso desde una tienda de alimentación y, también, desde una bandeja dejada por la noche, con cena, tapada por un trapo, y porque el arqueólogo necesitaría saber que existía también eso, que un mundo cambiaba y que, al mismo tiempo, por la noche, una bandeja esperaba. 
(Tormento, Mikio Naruse)

sábado, 12 de febrero de 2022

con cuidado


En esta película hay sonrisas maravillosas. Aunque así, de entrada, no es una película de sonreír. Más bien lo contrario. Es una película de llorar. Y es, sobre todo, una película en la que no se puede ni llorar. Es una película implacable. Implacable por su velocidad, porque van pasando cosas que a veces son terribles, que a menudo son frías, en secuencias casi siempre breves y precisas, secuencias en las que todo plano puede contar una ruptura o una traición. Implacable también porque la lógica económica aparece una y otra vez allí donde un personaje necesitaría que esa lógica se silenciase durante un momento para poder vivir su pena y su duelo. Es una película donde lo que media entre los personajes son la muerte y el dinero. Es una película de dinero que circula y de dinero que se negocia. Una película de pensiones, de sobres y de recibos. Quizás habría que seguir por ahí, por la lógica de los recibos, del reconocer que uno ha sido pagado, quizás gran parte de la película sea eso, la larga espera de un recibo que no llega, la larga espera de una deuda que no se puede saldar porque habría que pagarla en una moneda que no existe, que nunca existirá. 
Es una película implacable y, sin embargo, poco a poco, van surgiendo sonrisas. Las primeras veces que surgen parecen inoportunas. Es muy bonito de ver. Son las sonrisas que no puede contener un hombre feliz de estar ante una mujer. Por la relación que hay entre ambos esas sonrisas no sólo no vienen a cuento sino que pueden resultar, incluso, hirientes. Pero no lo puede evitar, sonríe. Hay algo particular en la cara del actor, en su boca o en sus ojos, no sé bien. Es un actor capaz de estar muy serio y cuando aparece la sonrisa resulta un verdadero contraste. Es como si de pronto pareciese un niño pequeño. El actor logra que parezca estar sonriendo a pesar suyo, como si la sonrisa le saliese de dentro, como si la sonrisa se impusiese inconscientemente. Es como si fuese un agua fresca brotando de pronto de una tierra que parecía seca. 
Luego, poco a poco, vienen también las sonrisas de la mujer. La sonrisa de ella es diferente, no la hace parecer una niña. Pero, de alguna manera, parece que ella se aligera al sonreír. La sonrisa de ella nos trae algo de su pasado y al mismo tiempo deshace ese pasado. En el pasado, ella sonreía. El pasado, ahora, la impide sonreír. En el pasado, ella vivía en el presente. En el presente, ella vive en el pasado. De alguna manera, el presente tiene que volver a vivirse en presente. Quizás para eso tiene que volver a tener alguna promesa de futuro. En el pasado, ella tenía un futuro que fue borrado de pronto, por el azar. Ese futuro muerto lo cubre todo en su vida, lo seca todo, hasta que, desde dentro, brota la sonrisa, hasta que aparece algún atisbo de un futuro vivo. 
Las sonrisas brotan así, involuntarias. En esta película las sonrisas vienen cuando no se esperan. A veces el personaje agacha la cabeza, como si sonriese primero para sí mismo, como si la sonrisa tuviese que surgir primero en una cierta intimidad. Luego, levanta la mirada, ofreciendo la sonrisa al otro, compartiéndola. A veces pasa lo contrario, el personaje sonríe primero con la mirada levantada y entonces toma conciencia de que está sonriendo, de que está ofreciendo la desnudez de una sonrisa, y entonces el personaje agacha ligeramente la cabeza, como si se tapase, como si se avergonzase, y eso hace que la sonrisa, al querer disimularla, sea aún más linda. 
Las sonrisas son luminosas pero también son frágiles. Son las primeras flores tras el invierno y todavía se las puede llevar una helada tardía. Se las puede llevar cualquier azar. Esta es una película en la que importa mucho el azar, lo definitivo por azar. Importa mucho más de lo que sería recomendable en cualquier guión sensato. Pero es que esta es una película insensata. Lo que les pasa a los personajes es insensato. Elegir contar esta historia es insensato. Y, sin embargo, a veces la vida también es así. Azarosa e insensata. No quiero contarte nada pero el final es una casualidad, es algo venido por azar del exterior y que determina la vida interior de los personajes. O quizás no. Esa es, para mí, una de las bellezas del final. No se sabe si ese azar provoca lo que sin él hubiese sido diferente o si simplemente acelera lo que de todas maneras era inevitable. No se sabe hasta qué punto la decisión que toman los personajes viene de dentro o de afuera. Si no hubiese intervenido el azar, si los personajes hubiesen tomado la decisión por una pura necesidad interior, la historia sería otra, quizás más clara y aparentemente más satisfactoria, en realidad menos bella porque menos incierta. Nuestras acciones son definitivas pero los motivos de nuestras acciones se pueden reescribir eternamente, no en el sentido de reescribir para contar una mentira, sino de reescribir para entenderlos de otra manera.
Es, también, una película muy bella. La copia que vi ayer en el cine brillaba. Hay un amor increíble por cada plano, por breve que sea, por implacable o frío que sea lo que está contando. Un amor por la luz, por el color, por los gestos, por el movimiento. Digo esto porque asombra pero también porque me gustaría entender un poco mejor qué sensación es esa que deja la perfección y la atención a cada instante. Después de ver la película, caminando por la calle, me crucé con una chica que iba hablando por el móvil. Como el cruce fue rápido, rápido como un plano de Naruse, sólo llegué a oír una frase: a la gente la perfección no le gusta. Como yo venía maravillado por la perfección de la película pensé que no, que a la gente la perfección sí que nos gusta. Pero luego pensé que qué manera de gustar era esa. Que a lo mejor sí pasa algo raro con la perfección. La perfección, como la historia de la película, como sus personajes, puede ser insensata. Hay algo insensato en amar tanto la superficie de lo que se muestra, en estar tan atento a lo que se filma. De alguna manera, el cineasta, con su precisión, nos hace asistir a algo, a una relación suya con la película, que es tan maravillosa y entrañable como la relación que hay entre los personajes, pero también tan misteriosa como ella. De esa relación del cineasta con lo que filma, con el mundo, tan atenta, se nos escapará siempre algo. Ese misterio, de alguna manera, nos desafía. Quizás nos gusta pero también nos inquieta, como si hubiese ahí una desnudez y una exigencia con la que quizás no sabemos vivir. O vemos esta película para, por un momento, ponernos ahí, al borde de la insensatez, y después volver a la sensatez, después volver a ponernos a salvo. O quizás soy yo el que no está muy sensato ahora escribiéndote estas cosas, no sé, ya me dirás.
Hace unos años vimos esta película en el Cine-club de La Morada. Guardo un recuerdo vago del debate que tuvimos después, un recuerdo quizás equivocado. Recuerdo que en ese debate se dijeron interpretaciones de la película que eran inteligentes, incluso brillantes, pero que siempre nos daba la sensación de que la película se escapaba, que se escurría como un pez de cualquier interpretación, por inteligente que esta fuese. Como si la película fuese exactamente lo que es, algo no del todo explicable, algo que se nos escapa a nosotros y que se les escapa a los personajes, algo que el cineasta parece controlar pero que, en realidad, con mucha atención, con mucho cuidado, con el cuidado que hay que tener para poner a salvo a un animalillo frágil, dejó escapar de entre sus manos. No es nada fácil dejar que una película se escape así, viva, un poco temblorosa. Quizás hacen falta años, toda una vida, para tener esa sensibilidad en las manos.
Y, ya ves tú, yo quería escribir también del alcohol, pero ya no sé cómo, ya no sé qué. Quizás si no me hubiese cruzado por la calle con esa frase escuchada al azar no me habría desviado tanto y habría recordado qué decir del alcohol compartido y del alcohol bebido a solas, de las frases que sólo se pueden decir cuando se está borracho y que son al mismo tiempo verdad y mentira, pero también de ese gesto tan bonito de servirle el alcohol al otro y de cómo, ahora que lo pienso, me recuerda a otro gesto, el de sujetarle el paraguas a otro, y también al de cuidar a alguien que tiene fiebre, ponerle hielo en la frente, prepararle la medicina, cogerle la mano, gestos de cuidado que se hacen por una razón útil y que se cargan de algo más. Quizás habría podido deslizarme así, del alcohol a los gestos que hay que hacer, también, con cuidado, con precisión, y que, a veces, acaban trayendo consigo el sentimiento, gestos que conmueven el corazón del que los hace, y entonces habría podido pensar que quizás se trate de eso, de ver en la superficie de un rostro, en los gestos de un cuerpo, cómo un corazón se conmueve, y verlo con cuidado, verlo apenas, dejar que resuene lo apenas visto. Quizás. 
(Nubes dispersas, Mikio Naruse)

lunes, 7 de febrero de 2022

nunca cae el telón

Para mí, lo esencial de una tragedia es el sexto acto:
el resucitar de los muertos en la batalla del escenario, 
el retocar pelucas y vestuario, 
el arrancar el puñal del pecho,
el quitar la soga del cuello,
el unirse en fila a los vivos,
de cara al público.
(...)

Ahí, en la comisura del ojo izquierdo, ¿ves? Hay algo que brilla. Es una lágrima. Las lágrimas, en las películas, a veces son como el cristal, como las piedras preciosas, como ese anillo ahí en la mano. Brillan. Son amigas de la luz. Son también, claro, como las joyas, signos. Signos de algo oculto que de pronto se hace visible. Signos, casi siempre, de la tristeza. Pero esta no sé si es, en realidad, una lágrima de tristeza. Es una lágrima de emoción, eso sí. Es una lágrima, en realidad, venida de un mundo quizás irreal, venida de un sueño. 
La mujer, Keiko, ha pasado la noche con un hombre y podemos pensar que la lágrima tiene que ver con eso. Algo así piensa el hombre al verla. Entonces se acerca y le pregunta. Y ella responde: estaba soñando que lloraba y al despertar estaba llorando de verdad. Así dicho parece que sea una lágrima de mentira que se haya convertido en una lágrima de verdad pero al mismo tiempo en Keiko, que por su trabajo vive teniendo que sonreír casi siempre, esta lágrima soñada quizás sea mucho más real que las miles de sonrisas de su vida despierta. Estaba soñando con su marido muerto, su marido que volvía de viaje con un regalo: cebollas tiernas, rábanos y patatas. Un regalo de tiempo de posguerra. Un regalo emocionante en el pasado y también emocionante en el sueño porque de golpe trae de vuelta ese tiempo pasado de la posguerra y hace sentir lo lejos que ha quedado. El tiempo, cuando se comprime así, cuando el pasado reaparece de golpe, manifestándose gracias a un detalle preciso, da vértigo, hace un nudo en el estómago o provoca lágrimas soñadas que se vuelven lágrimas reales. 
En realidad, esas lágrimas provocadas por un sueño son un acceso al fuera de campo que es el interior de Keiko, a la verdad que día a día tiene que disimular. Es como ver de pronto a una actriz medio despojada del vestuario de su personaje, entre bambalinas, recordando por un momento quién es de veras. Y es bonito que esa realidad nos la dé un sueño, que la cara oculta de la ilusión sonriente que ella crea en su trabajo nos la dé una ilusión que se desvanece al despertar. Entre la representación y el sueño está ella, aguantando. 
Ella trabaja llevando un bar por cuenta ajena. Es un bar al que vienen clientes con bastante dinero para beber algo y estar rodeados de chicas. La mayoría de esos clientes vienen, en realidad, para verla a ella. Ella, en ese mundo, tiene algo singular. Actúa, como todas, pero lo hace con sutileza. Se viste con elegancia, quizás demasiado extravagante para la vida cotidiana pero demasiado discreta para lo que es habitual en esos bares. La ilusión que ella crea tiene que ver con eso, creo, con ser alcanzable e inalcanzable, con actuar sin que parezca que deja de ser sincera. Ese arte suyo es singular y apreciado pero también es frágil. Todos saben que su valor está en esa singularidad y al mismo tiempo más de una vez le sugieren que sea como las demás. (Creo que tú puedes hacerte una idea de esto, con tu propio arte singular que te piden que mantengas y modifiques al mismo tiempo.) Quizás las cosas serían más fáciles si su manera de actuar en el bar no fuera tan fina, tan cercana a la sinceridad. Es como una actriz agotada por su personaje, por el equilibrio que tiene que hacer para mantenerlo. 
Esta es una película sobre bares y sobre mujeres que trabajan en bares pero de algún manera también es como si fuese una película sobre el teatro. O sobre lo que de teatral tiene esa vida. Quizás esta es una de esas películas que buscan la verdad desvelando lo que de teatral tiene una cierta realidad. Ahí, cuando se encuentra la parte teatral de una realidad, se está empezando a comprender algo de esa realidad. Hay que ver a Keiko subir las escaleras que llevan al bar y hacer su entrada en él. Es como una actriz saliendo a escena, poniéndose la máscara de la sonrisa. Esta película es también todo un catálogo de sonrisas de la actriz, Hideko Takamine, hay muchas más sonrisas que lágrimas, mil sonrisas y en ellas mil matices. 
Hay que ver también cómo es la oficina de la trastienda, donde trabaja el gerente del bar. Es una oficina que no tiene nada de la elegancia del bar. Se podría parecer al camerino un poco desastrado de un teatro, un camerino en el que importa poco si en el escenario se está interpretando una tragedia solemne, una comedia desenfrenada o un drama existencial. Al ver esa oficina pensamos: lo que no es visto no necesita impresionar. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas, hay excepciones a esa regla de lo no visto. Porque Keiko tiene que llevar kimonos y perfumes caros, es parte del personaje, es parte de lo que vende con su presencia en el bar, pero también tiene que vivir en un apartamento caro, aunque en principio este no vaya a ser visto por ninguno de sus clientes. Si no viviese en un apartamento caro, dice ella, eso se acabaría notando, de alguna manera se transparentaría en ella, en su manera de ser, en su cuerpo. Así que tiene que vivir en un apartamento que mantenga la ilusión. Tiene que, de alguna manera, llevarse la ilusión a casa, no acabar nunca de quitársela de encima. En realidad no es tan fácil salir del escenario y dejar allí al personaje que se interpreta. Parece que en su vida nunca cae el telón. 
En la película hay también otros actores de su propia vida. No quiero desvelarte mucho, pero hay personajes que se dejan llevar por la representación y por la mentira. Y la contracara de la representación, lo oculto, es siempre la deuda. Porque esta es una película sobre el dinero, claro, sobre lo que cuesta crear una ilusión y sobre lo que se gana con esa ilusión. Es una película sobre echar cuentas. Quizás sea esa la verdad final del teatro: lo que cuesta representar una obra y el número de espectadores que hacen falta para que se pueda seguir representando, para que el teatro no cierre. Quizás a la pregunta que hacía un personaje en una película de Renoir, ¿dónde acaba el teatro? ¿dónde empieza la vida?, se podría responder que el teatro acaba donde empiezan las cuentas, donde empiezan las deudas. Lo que hace Keiko es, como decía del cine un antiguo ladrón de tumbas, arte e industria. Y quizás la verdadera historia de las películas sea la de su presupuesto y su taquilla, un resumen en dos columnas, en una suma o una resta. O quizás no, quizás las deudas y el dinero también sean parte de la representación. Al fin y al cabo, por allí circula un maletín con medio millón, un maletín que es puro accesorio, cuya única función es ser pura representación para impresionar a las chicas y quizás para impresionarse a uno mismo. Es dinero verdadero utilizado como dinero de mentira. Las deudas, para algunos, son una pura representación sin riesgo. También es cierto que para otros son una representación que pone en riesgo la vida, porque no es tan fácil controlar el argumento de la propia vida. Y Keiko, en realidad, está en algún punto intermedio, entre la representación y la sinceridad, entre la ruina y el éxito, entre el riesgo y el control, y todo su arte quizás consista en eso, en caminar por ese punto intermedio como una equilibrista, con la misma seguridad y precisión con la que sube la escaleras, para, como las gimnastas, parecer que vuela y siempre caer de pie, sonriendo. 
(Cuando una mujer sube la escalera, Mikio Naruse) 

sábado, 5 de febrero de 2022

no duele ná

Le pusieron la inyección
Es un momento no duele ná
Kiko Veneno

Hay una niña tumbada. Está enferma. A la izquierda está el doctor. Le va a poner una inyección. A la derecha está la madre, Yonuko. Se da la vuelta para no ver la inyección. No soporta ver inyecciones, dice. Al fondo está una prima de la niña, Katsuyo, ya adulta. De vez en cuando baja la vista pero no es porque no soporte ver inyecciones, es porque no soporta, o al menos le cuesta, ver el comportamiento de Yonuko. El doctor está intentando que la niña esté tranquila y esta, de hecho, estaba tranquila. Hasta que Yonuko ha dicho su frase y se ha girado. Entonces la niña se revuelve, como si su madre, al volverse, le contagiase la inquietud o la falta de valor. Entonces Yonuko llama a la criada, que se llama Rika pero a la que llaman Oharu, para que la ayude a sujetar a la niña. Pero Oharu lo que hace no es exactamente sujetar a la niña. La coge de los brazos, sí, y se echa junto a ella, pero sobre todo lo que hace es hablarle y tranquilizarla, para que le puedan poner la inyección sin que se rompa la aguja. Lo que hace Oharu, en realidad, es hacer de madre cuando Yonuko no sabe hacerlo (en esta película importan las relaciones familiares pero también el "ser como una hermana" o el "ser como una madre", que casi nunca coinciden con la maternidad o la fraternidad real). Yonuko se deja llevar por su debilidad en vez de sobreponerse a ella, en vez de darle fuerza y tranquilidad a su hija, pues Yonuko no sabe dar lo que no tiene, no sabe que a veces podemos estar intranquilos y sin embargo contenernos para darle tranquilidad a alguien que de veras la necesita. Todo esto, la debilidad de Yonuko y la fuerza de Oharu, es lo que ve Katsuyo sin bajar la mirada, sin que sepamos bien lo que siente al ver los gestos maternales de Oharu, amando esos gestos, creo, pero también sintiendo tristeza por vivir en un mundo donde Oharu tiene que suplir las faltas de todos los demás. 
La escena es breve, como una inyección, es un momento, no duele ná, pero sin embargo nos deja algo por dentro del cuerpo. Es una escena breve y no pasa nada pero en realidad pasan muchas cosas. Casi todas las secuencias de la película son así, no pasa casi nada y sin embargo pasan muchas cosas. Y casi siempre hay, como aquí, un personaje que simplemente mira la escena. Todos los personajes son en algún momento, o más bien en muchos momentos, espectadores del mundo en el que viven. A menudo nosotros los espectadores vemos una escena pero también adivinamos el efecto que esa escena le produce a otro personaje que no interviene y cuya tristeza, creo, tiene que ver con ese no intervenir, con ese estar ante una escena que sólo puede mirar. La tristeza de ver las flaquezas de los otros y las flaquezas del mundo y no hacer nada. Pero también, a veces, la tristeza de ver la fortaleza de otros, por ejemplo la de Oharu, y que esa fortaleza haga sentir la debilidad propia y la debilidad de casi todos los demás, la tristeza de ver que la fortaleza aparece como excepción, casi como milagro. 
Ese ser espectadores de los personajes tiene que ver también, supongo, con el hecho de que casi toda la película transcurra en una casa, y en una casa en la que es difícil estar sola, en la que siempre se está un poco en medio de la vida de las otras. En realidad es una casa en la que es inevitable ser espectadora de escenas ajenas. A veces los personajes se convierten en espectadores que comentan entre sí lo que sucede, que interpretan, juzgan o, simplemente, como nosotros los espectadores de la película, se fijan en los detalles que de alguna manera les hacen gracia. Llegué a pensar en esas puestas en escena teatrales en las que todos los actores están siempre en escena y en las que cuando no les toca actuar se sientan al borde de la escena, levantándose y yendo al centro cuando les toca. No sé si alguna vez viste una de esas puestas en escena. Yo vi algunas y siempre me resultó un poco perturbador ver allí a los personajes que no deberían de estar viendo la escena y que, sin embargo, de una manera extraña, la están viendo, como si los personajes viesen lo que se trama contra ellos y no hiciesen nada, o no hiciesen nada más que levantarse de vez en cuando a cumplir su parte en la trama que los condena. En la película sucede algo así: a veces están al borde de la escena, a veces están en el centro, es como si se dieran el relevo. Y está esa sensación extraña de que todo, incluido lo que debería de ser secreto, en realidad es visto por todos. 
La escena va de una inyección y por lo tanto va de una enfermedad. Podrías pensar que la enfermedad es importante en la película. La verdad es que ya he visto bastantes películas japonesas en las que de pronto una niña o un niño enferman y en ese momento da un vuelco la historia. Pero, si me lo permites, aún a costa de desvelarte un poco lo que pasa, te tranquilizaré: la enfermedad no es grave. Y todo es así en la película: nada es grave. O todo es grave pero nada tiene consecuencias directas e irreversibles. Es asombroso, la verdad. También es asombroso que sea asombroso. Al fin y al cabo debería de ser normal, lo evidentemente irreversible no es lo más habitual en la vida cotidiana. Pero en las películas parece que tiene que ser de otra manera, que si una niña enferma tiene que ser grave, que si un personaje tose, ya sabes, antes o después se tiene que morir. Esta película se salta todas esas reglas. O, más bien, parece que las ignora. Empiezo a pensar que Naruse en cada película experimenta muy seriamente con alguna de esas supuestas reglas de la escritura de los guiones, ya sea con los personajes, con sus motivaciones, con las leyes de la causa y la consecuencia o con otras que ahora no recuerdo o que todavía tengo que descubrir. Cada película explora una manera diferente y no ortodoxa de narrar, una manera que, inevitablemente, da una mirada nueva sobre el mundo, adaptándose quizás a la realidad que en esa película le interesa, encontrando la manera de narrar que se ajusta a esa realidad en vez de encajar esa realidad en alguna forma preexistente. En este caso, la realidad es la de una casa de geishas (aunque ya verás lo poco que se ve ese trabajo de geisha y de qué maneras más indirectas). Es una casa de geishas que va a menos, pero que no va a menos bajo la forma de una catástrofe, sino bajo la forma de una lenta, quizás irreversible, quizás no, decadencia. Cada dos por tres pasan cosas que parece que van a ser irreversibles, o que parece que se van a convertir en el hilo más importante de la historia, y cada dos por tres lo irreversible no acaba de suceder y ningún hilo narrativo se vuelve más importante que el resto. Hay un momento muy bello, por ejemplo, en el que Katsuyo está frente a la ventana, de noche, y su madre la mira. Entonces se ve en cielo la luz de dos rayos, y luego Katsuyo habla. Con ese silencio y esos rayos parecería que la película va a pegar un giro, que por fin se va a definir, pero no, nada de lo que Katsuyo decide en ese momento resulta ser tan importante. Los rayos han caído por la pura belleza del momento, nada ha cambiado con ellos, y la belleza no es el signo de nada más que de sí misma. No es que ese momento sea bello porque, de alguna manera, es más importante, es bello porque a veces pasa eso, que las cosas son bellas. Sin más. 
Es cierto que al final oímos algo que podría ser un giro definitivo en la historia pero, para cuando llega ese momento, ya nos hemos entrenado tanto en no creer en lo definitivo que, como la película acaba cuando ese giro ha sido anunciado pero todavía no ha sucedido, podemos llegar a pensar que quizás no suceda, que probablemente todo seguirá yendo a mal pero que ese mal no será una catástrofe, será otra cosa, algo lento, algo parecido al aire que se respira, un aire dañino que va haciendo enfermar poco a poco. Y cuando los personajes intenten pensar en lo que les ha sucedido no lograrán recordar un momento decisivo, un momento en el que todo se torció, o, si logran recordarlo, en realidad lo estarán inventando, pues no hubo ningún momento tan puntual y preciso como una inyección. No dolía ná, dolía tó. 
(A la deriva, Mikio Naruse)

jueves, 3 de febrero de 2022

la razón de su existir


Es la historia de un amor. Es una historia tremenda. Bueno, no sé si tremenda es la palabra. Sí, creo que sí, pero hay que imaginarse algo tremendo y que al mismo tiempo dura y se repite y agota. Es la historia de un amor pero a nosotros, que la vemos, nos falta algo, algo que se pierde entre dos planos: la felicidad y quizás también la esperanza. La película empieza tras la guerra, en un mundo derrotado, pero hay algunos flashbacks luminosos, literalmente luminosos, que nos cuentan el encuentro entre ella, Yukiko, y él, Tomioka, encuentro que tuvo lugar durante la guerra pero en un lugar alejado de la guerra. Al final de uno de esos recuerdos luminosos, justo cuando se van a besar, volvemos al presente, a la oscuridad del presente. Íbamos a ver su primer beso, el beso original, y en su lugar vemos un beso del presente. Del pasado, en cambio, ni siquiera vemos el beso. Vemos, eso sí, la ambigüedad que precedió al beso, la mirada cambiante de Yukiko, el contraste quizás no tan contrastado con lo que pasó la noche anterior con el otro hombre. Vemos eso, la ambigüedad que hay hasta en el más luminoso de los recuerdos, pero no vemos el beso ni la felicidad que sigue, la felicidad que tenemos que imaginar con lo que ella cuenta cuando volvemos al presente oscuro. 
Es, insistente, repetitiva, desesperada, la historia de un amor, pero solo vemos lo insistente, lo repetitivo, lo desesperado. Puede parecer que de esta historia lo vemos y lo oímos todo pero en realidad hay algo que falta. Falta lo que nos podría hacer sentir a la par del personaje, falta haber sido feliz con ella junto a ese hombre, haber visto lo que le dio luz a la vida de ella. Falta también, incluso en el presente oscuro, lo que a veces sucede entre ellos y que tiene el eco de esa luz del pasado, o lo que sucede en ella y quizás no en él. En el centro de la historia hay un vacío y quizás siempre hubo un vacío. Quizás esa sea la duda que no se puede permitir el personaje de Yukiko: que allí, en el corazón de lo que más le importa en su vida, haya un vacío. O quizás lo sabe, sabe que hay un vacío y que todos sus esfuerzos son para agarrarse a un vacío, para hacer que ese vacío no haya sido tal, para reescribir el presente y el futuro pero también el pasado. Pero, haga lo que haga, siempre hay un vacío y una y otra vez tiene que volver a empezar, como si cargase agua en un cubo lleno de agujeros, o en un cubo con un único agujero, pequeño pero despiadado, que siempre acaba por dejarlo vacío. Esta es, creo, una película así, hecha de vueltas a empezar. 
Te dije de Nubes de verano que era una película contra la idea de protagonista y ayer pensé que esta, Nubes flotantes, era la contrario, pero luego pensé que no, que es lo contrario en la forma narrativa pero no en el "estar en contra". Es, a su manera, una película contra la idea de protagonista. Lo es a base de exacerbar el protagonismo de sus dos personajes, a base de crear un mundo invivible porque se reduce a ellos. En la vida de Yukiko el protagonista es Tomioka, no la propia Yukiko. La historia de un amor es también la historia del protagonismo de otro en la propia vida y eso, a veces, tiene sus peligros. Hay que ver ahí, tras el beso, tras el regreso al oscuro presente, cómo ella cuenta el pasado, con la luz en la cara de ella y todo el resto en la oscuridad, sin que podamos saber si las palabras de ella causan alguna emoción en él, sin que podamos saber hasta el último instante de la película si ella de alguna manera puede, con sus palabras o con su presencia, afectarle a él. Hay que ver cómo ella insiste en tener fe y al cabo sólo tiene fe en su propia falta de fe, convencida de que sólo puede esperar decepciones y aún así insistiendo, yendo una vez más en busca de esa decepción particular que le causa Tomioka, como si en un mundo enteramente decepcionante esa decepción particular llamada Tomioka fuese el destino de Yukiko, su razón de ser, su droga. 
Es una película con dos protagonistas, Yukiko para nosotros, Tomioka para Yukiko, y es una película en la que es difícil, creo, acompañar en todo a Yukiko, aunque no podamos dejar de mirarla, aunque ver su insistencia en ir a mal se vaya volviendo también para nosotros una adicción, algo que querríamos poder cambiar y que al mismo tiempo sabemos que no podemos cambiar. Quizás queremos, en el fondo, porque esa es una de las gracias perversas de las ficciones, que ella vaya hasta el final de su error, que ella insista en lo que la hiere. Queremos que la película siga su propia lógica dolorosa hasta el final. A veces, cuando vemos una película, queremos salvar a los personajes pero al mismo tiempo queremos que los personajes vayan a peor para que así la película vaya a mejor. Vamos con los personajes pero también vamos con el narrador. Hideko Takamine, la actriz, decía de Mikio Naruse que era un "viejo malvado". Lo decía con gracia, por sus silencios y por su secretismo a la hora de trabajar, pero quizás había que ser un poco así, un "viejo malvado", un malvado narrador, para seguir hasta el final la lógica de esta historia, para no darnos un respiro, para hacer que acompañemos hasta sus últimas consecuencias el destino de Yukiko, su vida convirtiéndose en destino. Quizás la narración sea un arte un poco malvada, un arte aparentemente despiadada, capaz de escamotearnos la felicidad de una historia, de crear un vacío en el corazón del relato y en el nuestro, de darle a un personaje una razón de existir que sólo puede decepcionarlo, de contarnos algo que parece que entendemos y que al mismo tiempo nunca acabamos de entender del todo, algo que, imposible de resolver, precisamente por eso, nos seguirá acompañando cuando la película haya terminado, cuando el narrador se haya callado. 
(Nubes flotantes, Mikio Naruse)

martes, 1 de febrero de 2022

nueva ola


Al terminar la película pensé: pasan muchas cosas. Aquí no hay, creo, escenas muy largas. Hay una escena tras otra, cada escena añadiendo algo a la historia, ampliándola, modificándola. No sé cuánto tiempo pasa en la película. Me perdí un poco en las estaciones (cuando la veas me dices, seguro que se te da mejor la cuenta de las estaciones). Quizás sea un año, quizás sea un poco más. Sin embargo en ese tiempo, en ese año o en esos meses, pasa un tiempo mucho más amplio, el tiempo que va de un mundo antiguo a un mundo nuevo. Pasa un tiempo que se siente en todos las cosas que van sucediendo secuencia a secuencia y que se siente también en las actrices y en los actores, en cómo están caracterizados (el peinado, la barba, las canas que aparecen, la ropa que se refina o se desastra) y en cómo actúan (el cuerpo más firme o más pesado, la mirada más brillante o más velada). Hay un personaje, por ejemplo, ese que se ve al fondo en el tercer fotograma, que parece envejecer a marchas forzadas, como si en un año se le viniesen veinte años encima. Hay otros personajes, sus hijos, que de entrada son jóvenes pero que además parecen rejuvenecer según avanza la película, según se van liberando del mundo viejo (una liberación que consiste en ser más libres pero también en descubrir que son capaces de eso, de liberarse, en descubrir lo posible allí donde parecía mandar lo imposible). La primera vez que vemos a dos de esos jóvenes están sentados en el suelo en un interior oscuro, trabajando, apocados y, lo que es peor, puede parecer que albergan rencores hacia otro de los jóvenes, como si no hubiese alianza posible entre ellos.  Hacia el final de la película todos los jóvenes trabajan juntos, haciendo subir y caer entre todos una gran pieza de madera que rompe el suelo, entendemos que para poder construir allí la casa de una de las parejas que se han formado a lo largo de la película. Es un trabajo alegre que hacen cantando (la canción marca el ritmo de las subidas y bajadas de la gran pieza de madera) y que los hace parecer al mismo tiempo más juveniles y más adultos, como si antes les hubiesen sido negados tanto el juego como el verdadero trabajo. Para cuando llega ese momento luminoso ya sabemos que esa luz se construye a costa de un apagamiento, el del padre. Aquí nada luce sin  dar sombra a cambio y todo liberarse es liberarse de alguien. 
Pasan muchas cosas, parece que pasa un siglo, del XIX al XX, y esto se siente en ese hombre que envejece de pronto, en esos jóvenes que rejuvenecen, pero también, sobre todo, en esa mujer que vemos en los tres fotogramas y que es la protagonista, o que lo sería si esta película no estuviese hecha, creo, en contra de la idea de protagonista. Esa mujer es en parte la que inicia la ola que se va a llevar por delante al mundo viejo. A ella la vemos también rejuvenecer. Lo vemos y, además, lo comentan los personajes, porque esa cuestión de la edad que se tiene y de la edad que se aparenta les importa. En realidad en ese envejecer o rejuvenecer se leen los unos a los otros, sobre esas apariencias se construyen los rumores que circulan, que en este caso casi siempre tienen una parte de verdad (se adivinan amores escondidos y pobrezas también ocultadas). Che bella sei, sembri più giovane, o forse sei, solo più simpática. Ella rejuvenece y eso se siente en una cierta dureza que parece perder. 
En la película, dije, pasan muchas cosas y pasa, subterráneo, mucho tiempo, y gracias a eso vemos el rejuvenecimiento de la mujer pero vemos también como le sigue un nuevo envejecimiento, como si ella, que inicia una ola que cambia el pequeño mundo en el que vive, fuese también como una ola, con su subida que puede arrastrar lo que pilla a su paso pero también con su bajada que viene a morir en la orilla o quizás incluso antes de la orilla, dejando su lugar a otras olas nuevas que también pasan y algún día morirán a su vez en la orilla. En el tercer fotograma la mujer ha perdido el brillo del segundo momento pero también la dureza del primero. Es un momento de pura debilidad. Ante esa debilidad el personaje no puede por sí mismo recuperar el brillo, esa fuerza que parecía venir sin esfuerzo, pero sí puede recuperar la dureza, la fuerza que venía con esfuerzo. La historia de su brillo ha ido creando ondas, ha dado lugar a otros brillos y a algunas oscuridades. En la película pasan muchas cosas para que pueda pasar eso, que a partir de su historia vayan entretejiéndose otras historias, hasta el punto de que por momentos podamos sentirla secundaria, adivinar su realidad de actriz secundaria, pero esencial, en las historias de otros, en las vidas de otros. La historia de su brillo es casi desde el principio una historia dedicada a hacer nacer otra historia, el matrimonio de otros personajes, y parece que su propia felicidad vaya sucediendo en los márgenes de esas historias ajenas a las que tanto ayuda (y hay algo bonito en pensar que quizás ese amor con futuro de los jóvenes se inició como excusa para el amor sin futuro de los más mayores, para que estos pudiesen verse, para que tuviesen algo que hacer juntos, a veces lo que se hace como excusa es lo que de veras perdura). Al entretejerse las historias unas con otras llega un momento en el que hay algo imprevisible en la película, no podemos saber con certeza qué personajes aparecerán en la secuencia siguiente, cual de todas las historias se convertirá por un momento en la historia central. Y sin embargo todo vuelve a ella, a su cuerpo, a su rostro que cambia, a la historia de su fuerza, vemos todo un mundo pero también la vemos a ella avanzando en ese mundo, como si esa pudiese ser la única distancia justa, la que consigue ser al mismo tiempo amplia y muy cercana, la que nos puede mostrar a una mujer al mismo tiempo entretejida y solitaria.
(Nubes de verano, Mikio Naruse)