domingo, 27 de octubre de 2019

Melodía para organillo (Kira Muratova, 2009)
















Esta, esta habría que elegir entre las mejores películas de lo que llevamos de siglo, este cuento de Navidad moderno que se remonta a la Biblia (la lámina que vemos al principio ilustrando la matanza de los inocentes), al siglo XIX (el organillo del título que da un tono dickensiano a la película y que vemos en una subasta), al siglo XX (las cosas vistas como a través de una ventana, la ventana que abrieron los hermanos Lumière) y que llega a la actualidad, al siglo XXI (el mundo convertido en un lugar absurdo, inhabitable, sin inocencia). 

Una niña y su hermano van en un tren. Van camino de la capital. En el tren aún es posible cierta humanidad: un hombre sintoniza una radio, unas personas cantan villancicos, una persona peina con delicadeza a otra. Detrás de mí, advierte un vendedor de Árboles de Navidad, vienen los revisores. A partir de ese momento y desde que llegan a la ciudad los niños no dejarán de cruzarse con adultos que viven en un mundo absurdo y egoísta. Ese mundo es Kiev después de la Perestroika pero es también cualquier gran ciudad contemporánea nuestra. Una estación de tren, un casino, una calle de casas burguesas, un supermercado.

Es un cuento de Navidad, pero es un cuento cruel. Lo que hace soportable la crueldad es la distancia que crea la cineasta al poblar su película de elementos de humor y fantasía: una sala de espera vip en una estación de tren, una compañía cuyos empleados, disfrazados de chino, proponen rickshaws a personas atrapadas en un atasco, un tipo que organiza un juego que consiste en hacer entrar a sus clientes en un supermercado para que, durante unos minutos y con toda impunidad, roben cuanto les dé la gana. A la pureza de la mirada de los niños (la comida, la nieve, unos perros, una familia que prepara la Navidad parecen filmados por primera vez) se une el grotesco de los adultos.

Los niños, huérfanos de madre, van a la ciudad para encontrar a sus respectivos padres y así evitar ser separados y enviados a distintos orfelinatos. Errarán por la ciudad durante todo un día, se perderán, volverán a encontrase, hablarán con muchas personas pero ninguna les escuchará, llegará la noche, aparecerá un hada madrina, pero llegará tarde. Es un cuento cruel. 

edades de un bigote


Es un señor con bigote, uno de esos bigotes con las puntas que caen hacia abajo, haciendo cuentas con su abanico, años antes las puntas no caían tan hacia abajo y era profesor de gimnasia en una universidad, era un bigote como de forzudo de Charlot, como de forzudo contra Charlot, y el señor entonces era tan tirillas como ahora, nunca fue un forzudo, pero aún así imponía, por las buenas o por las malas, era profesor y tenía el poder de apuntar nombres de alumnos díscolos en una libreta y ponerles faltas, había que verle con su lapicero, su bigote y su mirada esquinada apuntar los nombres de los alumnos que no obedecían, o que se burlaban, porque en aquel entonces, en aquellos años universitarios, parece que todo iba de eso, la autoridad y la burla, el profe que pretende imponerse y el alumno que no deja que le impongan, ese lugarcito de libertad que es el hacer burla del que puede más que tú, aunque siga pudiendo más, aunque la burla no cambie eso, era un tiempo de forzudos de Charlot y también de Charlots, uno puede ser su propio Charlot, y pasan los años y el personaje principal no es el profesor, es uno de los alumnos, uno de los más díscolos, ahora trabaja en una agencia de seguros y ya no hace muchas charlotadas pero sigue teniendo un cierto sentido de la libertad y de la justicia y por defender a un compañero más mayor al que han despedido injustamente se va a enfrentar con su jefe, se va a enfrentar en una escena de abanicos, de toques en los hombros y de empujones, una escena que también podría ser de Charlot, el jefe no es un forzudo pero puede mucho, puede despedir al empleado, y lo hace, es otra violencia, es esa otra violencia que parece que no tiene fin, y luego el empleado vuelve a casa y sus hijos le desafían, no ha comprado la bicicleta que le había prometido al hijo mayor, y también ese desafío podría tener gracia, al fin y al cabo una bicicleta no es para tanto, y sin embargo hay rabia, hay cada vez más rabia, el niño golpea el suelo con sus sandalias, hay ganas de romper el mundo a sandalazos, todo es decepción, nada es bici, y desde ahí la cosa se complica, se acabó la charlotada, pasan cosas de adultos y de dinero, enfermedades, paro, todo eso, y ahí reparece el profesor de gimnasia, que ahora tiene un restaurante casi sin clientes y con algo que parece un plato único, curry con arroz, y con él reaparece un poco de gracia y un poco de esperanza, pero una gracia y una esperanza que son como su bigote, son una esperanza y una gracia un poco de puntas caídas, son poco, pero son, y ya no se trata de enfrentarse al profesor, ya no se trata de enfrentarse a nadie, se trata de aliarse, se trata de confiar, se trata de hablar, aunque la película sea muda, poco a poco, a lo largo de la película, ha ido viniendo desde el fondo del plano la mujer del empleado en paro, hasta que los dos deciden algo juntos, algo que no es lo mejor que les podía pasar, pero que tampoco es lo peor, algo que es cotidiano, algo que quizás sea la vida pasando y no la vida repitiéndose de los forzudos y los vagabundos, algo que cambia, algo que, como el bigote, envejece, algo que cambia y sin embargo perdura, y entonces cantan sobre los tiempos pasados, cantan una canción de los tiempos de las charlotadas, una canción de los tiempos de la libertad y dan ganas de pensar que a pesar de todo sí siguen siendo un poco aquello, sí siguen siendo un poco Charlots, no olvidan lo que la gracia les enseñó, aunque haya, sí, días que más pero también días que menos. 
(El coro de Tokyo, Yasujiro Ozu)

viernes, 4 de octubre de 2019

aire que el aire les sobra



Son dos bobinas de madera abandonadas en un suelo mojado, dos bobinas de madera que quizás sirvieron para llevar cables a alguna de las fábricas que han crecido por ahí, entre plantas y descampados, dos bobinas que ahora ya no sirven para nada más que estar siempre ahí y que a veces los niños se suban a ellas, son viejos monumentos,  o un poco menos pero más emocionante, piedras miliares o piedras de esas de los jardines zen, dan ganas de caminar alrededor y ver las perspectivas que a cada rato se crean, el espacio vacío en ellas, el espacio vacío entre ellas, y esta perspectiva que vemos desde luego es linda, de una belleza de esas grises y gastadas, con esa diagonal entre una y otra, esa profundidad, y el reflejo del poste en el agua, y el cielo casi por completo tapado por el gran depósito al fondo, todo son grises en el plano, y a los personajes de la película a menudo los vemos así, un poco en diagonal, caminando, de pie o sentados por esos descampados, siempre un poco en profundidad de profundidad entre ellos, siempre una diagonal, están de a dos o de a tres, hay dos niños y un padre que van de fábrica en fábrica buscando trabajo y a falta de encontrar trabajo también buscan perros vagabundos que llevar a la campaña de prevención contra la rabia, para así ganar un poco de dinero con el que comer o con el que comprar, ay, una bonita gorra como de militar (y al momento de haberla comprado lamentar el haberlo hecho, porque una gorra nueva es una comida menos, y el hambre duele), y a menudo los niños y el padre están así en perspectiva, ellos dos muy juntos, él un poco separado de ellos, más adelantado, son como bobinas vacías en un paisaje de hierbajos, pero un cuerpo vacío no es como una bobina de madera, un cuerpo vacío no se tiene en pie, aunque a veces puedan jugar a que sí, a que del vacío y del aire también se vive, hay un momento en el que el niño más mayor, para animar al padre, juega como un mimo a servirle un sake inexistente, y el padre entra en el juego y bebe ese sake inexistente, y lo hace tan bien que con la mano indica que ya hay suficiente cantidad, como si fuese a desbordar, realmente nos hacen ver la botellita y el platillo de sake, y luego hacen entrar al segundo niño en el juego, le hacen comer arroz de aire con té de aire, y durante un rato parece que se puede vivir así, del aire y de la gracia, hay algo liberador en la comedia de la pobreza, ese sake y ese arroz hechos de aire, el lujo de comprarse esa gorra en vez de gastarse el dinero en comida, y además las cosas empiezan a ir bien, el padre consigue trabajo, y hay entonces como una calma, los niños juegan con otra niña y el padre habla con la madre de la niña, están los dos así, él sentado, ella en cuclillas, en diagonal, en perspectiva, son ellos también como dos monumentos, dos piedras en el jardín zen, dos piedras que respiran, que se pueden tomar un respiro, dos bobinas que sienten que sirven para algo, pero luego todo se tuerce porque, como nos recordaba la linda gorra, cada moneda cuenta, cada moneda cuesta, y la comedia de la pobreza, como la comida de aire, acaba por agotarse, hay cosas que la desbordan, hay cantidades de dinero que de pronto no se pueden pagar, que sólo de dos maneras se pueden ganar en una noche, y entonces el padre anda solo y frente a cámara, sin perspectiva, de todas maneras hace falta ser al menos dos para crear una perspectiva, un hombre que se aleja en el descampado es otra cosa, es quizás una pregunta, alguien que camina hacia el vacío, alguien que camina hacia el futuro, pero no es ya presente en calma, no es como estar allí, de cuclillas, sintiendo pasar el tiempo, como dos bobinas, sin moverse, sin preocuparse del antes, sin preocuparse del después.
(Un albergue de Tokyo, Yasujiro Ozu)