domingo, 24 de mayo de 2020

tocado

Ahí, sentados en un banco de madera, él con las piernas de un lado, ella con las piernas del otro, él con cazadora, ella con abrigo, los dos con una hoja de papel en una mano y un boli en la otra, están jugando a lo que yo llamo "hundir la flota", que también se llama "batalla naval", o el "juego de los barcos", o el "juego de los barquitos", ese juego que consiste en hacer una cuadrícula y poner barcos que ocupan varias casillas e ir diciendo casillas de la cuadrícula del adversario para intentar hundirle la flota. Son un hombre y una mujer que estuvieron juntos y hace cuatro años se separaron, ella se fue, y que hoy vuelven a verse porque él le escribió a ella una carta dándole cita en este lugar que no está muy claro si es un parque o simplemente el campo que hay al lado de un embalse, un lugar al que en otro tiempo venían juntos. Se hablan un poco como se hablan las antiguas parejas que quizás se ajustan cuentas, que se tantean, que se buscan o se evitan. De pronto están ahí, sentados en un banco, jugando a la la batalla naval. La idea es de él y él juega con rigor y sistema mientras ella juega con menos atención, no recordando del todo las reglas ni los trucos del juego. Es bastante inesperado que en medio de este reencuentro ellos de pronto aparezcan haciendo eso, jugar a la batalla naval. Al principio uno se queda un poco perplejo, piensa que no durará mucho, pero el juego dura y entre ataque y ataque naval ellos siguen hablando de otras cosas, un poco en plan la canción: que tu fuiste, que yo fui. Hablan de mentiras y de maneras de ser, de momentos que uno recuerda y el otro no. Sale esa cosa tan puñetera de los recuerdos que para uno son definitorios del otro y que el otro ni siquiera recuerda. El juego dura y la conversación también y uno llega a sentir que no son tan diferentes el juego y la conversación, que los dos están echando bombas sobre la memoria del otro, un poco a ciegas, haciendo agua casi todo el tiempo, sin conseguir ni herirse ni ablandarse. Da un poco de vértigo este ver en la conversación de pareja la forma de la batalla naval. Apenas vi la película hace dos días y no me quiero aventurar pero creo que es de esas cosas que no se me van a olvidar y que alguna vez se me vendrán a la memoria, alguna vez sentiré de pronto que estoy haciendo eso, jugar a la batalla naval. No es que sea un idea escondida, la secuencia dura lo suficiente como para que todos lo pensemos y además hasta está presente en el cartel de la película: "la batalla naval es un juego que se juega a dos". Pero precisamente lo que se ve en la película es que ni los dos juegan a la batalla naval con el mismo interés ni juegan tampoco a la par el juego del reencuentro. En realidad es él el que va lanzando bomba tras bomba y haciendo agua una y otra vez, o acertando de vez en cuando pero sin que eso le sirva para nada. Al final es él mismo el que acaba más tocado de los dos: a fuerza de lanzar bombas ha hundido su propia flota. O quizás no. Quizás todo sea un truco más, una bomba más. Cuando se empieza a ver todo con la idea de la batalla naval parece que ya nada puede escapar al juego, que ya nada de lo que haga el personaje puede dejar de ser bomba lanzada con intención. En realidad eso es casi una condena para él: ha creado unas reglas del juego en las cuales todo queda tocado por el juego y nada puede parecer ya del todo sincero, sin intención de hundir la flota ajena. Pero al cabo también puede ser que de veras quisiera hundir la flota propia, no sé, quizás buscaba reanimar en sí mismo algo de sentimiento o algo de memoria pero quizás también para eso haga falta jugar a dos o haga falta, mejor no jugar a dos, no poner en el medio la idea del juego, la idea que al cabo si hay dos hay competencia, hay uno que gana y uno que pierde, cuando se entra en la lógica del ganar y del perder parece que ya hay, para siempre, algo perdido. O quizás seamos nosotros la flota que la película, a ciegas, trata de hundir. Quizás a algunos nos alcance una bomba y a otros les alcance otra. Quizás esté todo el tiempo la tensión del juego, del saberse bajo un fuego a discreción que puede darnos y hundirnos y que, en el fondo, estamos deseando que nos dé, porque como el personaje estamos deseando que algo se reanime un poco en nosotros, memoria o sentimiento, porque vamos a las películas a que algo nos importe, a que algo nos alcance, a jugar con la película, a jugar a dos. 
(Trous de mémoire, Paul Vecchiali)

la casa de cristal



Ese lugar que veis ahí, con tantas ventanas, es la oficina del shérif en un pueblo del Oeste. La verdad es que hay la pared justa para que el edificio no se caiga, todo lo demás es ventana. Ventana para ver hacia afuera y ventana para ser visto desde afuera. No hay ni siquiera contraventanas, algo que se pueda cerrar llegado el momento, para defenderse de alguna amenaza, para defenderse, por ejemplo, de los tiros, porque el Oeste de esta película todavía es un Oeste de tiros. Uno podría pensar que la oficina del shérif debería estar hecha más bien de ventanucos pequeños y paredes gruesas, un lugar en el que poder encerrarse a verlas de venir y defenderse si hace falta. Esta oficina, sin embargo, está hecha, inesperada arquitectura moderna, más que nada de cristal. No es que esté hecha de cristal para poder ver todo lo que pasa en el pueblo sino más bien al contrario: está hecha de cristal para que todo el pueblo pueda ver lo que pasa dentro. Ser shérif en esta película es vivir siendo visto constantemente por el resto del pueblo. Ser shérif en esta película es, quizás, aprender a tratar con la mirada de los otros. Aprender a no dejar de ver mientras uno es visto. Aprender a aguantar bajo la mirada del adversario en el duelo y acertar, en ese momento, a mantener la mirada libre, a no mirar hacia lo que marca el adversario. Aprender a vivir con la de todo el pueblo a través de las ventanas juzgando y comentando los actos. La idea de que la fuerza legal tiene que ser transparente como el cristal no suena mal pero la película va de que en este caso no funciona. Quizás sea como si esa oficina del shérif estuviese ahí como un señuelo de transparencia en una ciudad que en realidad no tiene nada de transparente. Como si ahí se exhibiese una imagen de la ley pero la que de veras funcionase fuese otra, oculta, con derecho al secreto, la ley del linchamiento y, tras ella, la ley de los notables. Como si esa oficina del shérif fuese un truco de cristal, un truco como ese de lanzar una piedra a un lado para que el enemigo dispare allí y acercarse por el otro lado, como si al final todo fuese cuestión de estrategia y la estrategia fuese cosa de señuelos y de realidades, de no dejar que los unos despisten de lo otro, y como si la película misma fuese, al cabo, de otra manera, cuestión de estrategia, ir disponiendo secuencia tras secuencia las ventanas abiertas, la pura visibilidad, para que al final las ventanas queden cerradas por unos estores que de bien poco sirven como defensa, para que al final todo tenga que resolverse afuera, en la calle, donde las visibilidades están a la par, donde no hay, quizás, señuelos, y como si para eso, para ir apartando los señuelos, hiciese falta todo ese tiempo, toda esa estrategia de la cámara, todo ese aprendizaje del joven shérif y todo ese aprendizaje del espectador, secuencia a secuencia rectificando la imagen, ventana a ventana retomando el ejercicio hasta que por fin se acierta a ver claro, se acierta a ver de otra manera.
(The Tin Star, Anthony Mann)

martes, 19 de mayo de 2020

ventana


No sé bien qué decir, la verdad. Es simplemente que me gusta mucho este plano y también el plano dentro de la secuencia y la secuencia dentro de la película. El plano es muy bonito, tan lleno de líneas diagonales, tan lleno de profundidades, con su cesta y su macetita ahí sobre las tejas, en primer término. Con su ventana abierta y, en el panel cerrado, sus dos huecos abiertos. Todo lo que cierra abre, todo lo que abre cierra. Con sus otras ventanas al fondo, irregulares entre el gris oscuro y el blanco. Con sus cosas ahí colgando del techo. Esas cosas que cuelgan y la macetita y la cesta vacía, la cesta como olvidada, como descuidada, y las tejas y el aire que no vemos pero que sentimos, nos recuerdan que estamos en un pueblo, nos recuerda que ahí afuera casi todo es campo y aire y cielo. Y luego está esa mujer de espaldas, ropa negra, pelo negro, piel tan blanca. Y la mujer en el centro, con la cabeza inclinada. El plano está lleno de cosas y de líneas y, sin embargo, es un plano que nos hace sentir cerca, muy cerca, de esa mujer con la cabeza inclinada. Como si toda esa presencia del mundo alrededor, toda esa distancia que ponen paredes, ventanas y objetos sirviese en realidad para sentirla con más fuerza en el mundo real, en su lugar y en su tiempo. Como si la viésemos a ella, su cuerpo, su cabeza inclinada, y también viésemos su vida, aquello de lo que están hechos sus días. Como si ver a una persona de cerca fuese eso, ver de pronto aquello de lo que están hechos sus días. El plano está en medio de una secuencia hecha de cercanías y distancias. Justo antes y justo después vemos de cerca a la mujer de negro hablando. Es singular este juego de cercanías y lejanías, de pronto estamos muy cerca de los personajes y de pronto los vemos a través de una ventana, pero lo realmente singular es que ese juego de lejanías y cercanías no nos aleja de los personajes, al contrario, tanto al acercarnos como al alejarnos nos vamos acercando a ellos, alejarse no es dar un paso atrás, es dar, de otra manera, un paso adelante, como si hiciese falta coger siempre a los personajes así, de cerca y de lejos, llegar a ver sus ojos pero sin perder el espacio que les rodea, el espacio en el que viven, como si para llegar a estar cerca de un personaje, de una persona, hubiese que lograr ver al mismo tiempo lo que dice su mirada y lo que dice el mundo que le rodea, como si hubiese que lograr tener una doble visión imposible, como si el cine pudiese hacernos sentir por un instante cómo sería tener esa doble visión, esa visión casi simultánea del afuera y del adentro, alma y macetas, alma y ventanas. 
(Esposa, sé como una rosa, Mikio Naruse)