sábado, 30 de diciembre de 2023

improvisemos

Fui piedra y perdí mi centro
y me arrojaron al mar
y a fuerza de mucho tiempo
mi centro vine a encontrar

Quizás no tenga mucho que escribir porque lo que me gustaría es decir. Lo que me gustaría es hablar y que de una cosa, de un detalle compartido, comentado, fuesen saliendo otras cosas, pero hoy no puede ser y entonces voy a escribir apenas una o dos cosas, una o dos pistas, como mi abuela, que apuntaba palabras clave de los chistes de Eugenio cuando este los contaba en la radio, para poder luego contármelos a mí, aunque en realidad después casi nunca conseguía reconstruir los chistes a partir de esas pocas palabras, de esas pocas pistas. 
Al principio de la película, el hijo acaba de llegar y el padre, en cambio, está sentado, lleva sentado un tiempo. El padre está fijo y el hijo se mueve. Se acerca y se aleja. Estos meses venía pensando que el cine, una parte del cine, es una cuestión de personas que se acercan y se alejan. Se podría decir que una película, a menudo, es eso: gente que se acerca, se aleja, se vuelve a acercar, se vuelve a alejar. Al igual que en la vida nos nos pasamos el tiempo acercándonos y alejándonos los unos de los otros, a veces chocando, a veces aferrándonos, a veces perdiéndonos para siempre, como si terminase una película. Y, en el cine, además, está la cámara, que también se acerca y se aleja, o de la que los personajes se acercan y se alejan. 
Escribo todo eso del alejarse y acercarse y en realidad en un primero momento lo que quería escribir era algo muy sencillo, algo que tiene que ver con el gusto, con mi gusto: recordé lo mucho que me gusta cuando un personaje habla en plano general. Preciso: cuando en un plano contraplano uno de los personajes (o los dos) está en plano general. Cuando habla como desde la distancia, a pesar de la distancia, a través de la distancia. Pero sin levantar la voz más de lo necesario. Lo suficiente para ser oído. Un ser humano, de pie, hablando a otro ser humano para ser oído, para ser escuchado y comprendido, Y, al mismo tiempo, sentir el espacio a su alrededor, sentir a ese ser parte del mundo, o quizás sentirlo pequeño, o simplemente esa cosa un poco asombrosa que es el tenerse en pie, el tenerse sobre dos patas. Y sentir la distancia que le separa de aquel a quien habla, distancia que por alguna razón mantiene. No lo sé. Recuerdo haber pensado algo así hace años, viendo una película de Dovjenko, Aerograd, viendo a dos viejos amigos hablándose en un bosque. 
Me pregunto si, en el caso de esta película, Bonjour la langue, no juega en mi emoción algo leído en los títulos de crédito al empezar: enteramente improvisada por Pascal Cervo y Paul Vecchiali. Podría no haber sabido que todo en la película está improvisado pero lo dice la película misma al empezar, ella misma decide que es algo que merece la pena ser sabido. Así que siento al actor, Pascal Cervo, en pie, en el espacio, improvisar su texto y sus idas y venidas, sus acercamientos y alejamientos, ante Paul Vecchiali, que intuyo que sabe más que él de la dirección que va a tomar esta historia. Pascal Cervo y su personaje se acercan y se alejan, habitan el espacio y el tiempo, no del todo seguros, en la desnudez de quienes improvisan. Un hijo vuelve a la casa de su padre, un actor viene a la historia de un cineasta. Ya están ahí, han dado el paso, ahora tienen que actuar, tienen que hablar. Lo que tiene que hacer el personaje y lo que tiene que hacer el actor por momentos se confunde, por momentos se separa. Cuando el personaje del hijo, casi al final, dice: me pides mucho, también podría ser el actor el que lo dice, y lo que le responde el padre podría ser también la respuesta del director. Lo que pide el director, en cierto modo, es tan vital y tan íntimo que es ya una cuestión familiar, aunque no sea una familia de sangre. 
Pero no era esto lo otro que quería escribir, aunque en parte sí, en parte tenía que ver con eso de la improvisación, de saber que se trata de una improvisación y de saber, también, que Pascal Cervo y Paul Vecchiali no son padre e hijo en la realidad (al contrario de lo improvisado en otra película de Vecchiali, Trous de mémoire). Porque aquello a lo que asistimos es a la improvisación de una memoria, de un pasado común. Ellos, con palabras, van inventando el pasado propio pero también el pasado del otro. Parte del juego de la improvisación es cómo se tiene en cuenta ese pasado que el otro inventa, como se asimila ese pasado inventado por el otro en lo que uno inventa a continuación. A veces los dos reconocen ese pasado que inventan pero otras veces uno de los dos no reconoce ese pasado. A veces uno de los dos lo niega. Otras veces uno rectifica detalles, sentimientos o interpretaciones. Da un poco de vértigo, sabiendo que están improvisando, oír cómo las palabras van creando ese pasado, van poblando el pasado con otra vida, con una ficción. Da un poco de vértigo porque intuimos que en realidad no está tan lejos de lo que hacemos a veces con el pasado que de veras hemos vivido, que de veras hemos compartido. Intuimos que también en la vida "real" vamos improvisando con palabras el recuerdo, lo vamos inventando o, al menos, reinventando. Dan vértigo las incoherencias momentáneas de lo que improvisan porque quizás tampoco nuestras vidas sean del todo coherentes, quizás nuestras vidas estén hechas también de historias que no encajan del todo. Y hay también algo que podría tener que ver con el lapsus, lo que es dicho sin querer, que aquí podría ser deberse a un ligero desfallecimiento de la imaginación de los actores (recordemos, están en la cuerda floja), a una ligera pérdida del personaje, pero quizás no, quizás es el personaje es que por un momento se pierde a sí mismo, dice lo que no quiere, al igual que por momentos también nosotros perdemos nuestro personaje, somos por un momento otro personaje o, simplemente, actores perdidos en un escenario o ante una cámara, actores frágiles que de pronto han perdido la identidad de su personaje y no saben si intentar recordar el personaje que eran o sobre la marcha inventarse otro. Y entonces, indefensos pero valientes, se arriesgan a hablar. Se arriesgan a las palabras. Se arriesgan a ser alguien. Se arriesgan, de nuevo, a inventar quiénes son. 
(Bonjour la langue, Paul Vecchiali)

martes, 3 de octubre de 2023

apuntes por si hablamos

¿Cuánto dura una película? ¿Minutos, horas, días? Es difícil saber. ¿Sabemos, acaso, cuánto duran una amistad, un amor, un olvido? ¿Sabemos cuánto dura una herida? La herida parece cerrada, olvidada, ni cicatriz dejó, y de pronto un día vuelve a doler y no sabemos si lamentar ese dolor que regresa o si alegrarnos al saber que aquello que fuimos todavía puede revivir, al saber que todavía recordamos, que todavía amamos. 

¿Cuánto dura Cerrar los ojos? No lo sé, la verdad. Han pasado dos días desde que la vi y todavía me parece que llega a mí desde lejos, lentamente, que todavía seguirá llegando y que es pronto para escribir. En realidad lo que me gustaría es hablar de ella con algún amigo, hablar con el desorden de una conversación, con un desorden que, creo, tiene que ver con la película, con todo lo que su juego de espejos y de dobles va sembrando, a veces de manera evidente, a veces de manera secreta. Si una película dura más allá de su final, más allá de los créditos y de las luces de la sala que se encienden, también es por eso, porque no podemos (y no queremos) resumirla, porque el sentido se sigue armando y desarmando en la memoria. 

La película llega a mí desde lejos y creo que eso también tiene que ver con su forma, la forma de un viaje. Tras la primera secuencia, nos encontramos con la Ciudad de la Imagen, más tarde con un plató de televisión, que son lugares inhóspitos, por no decir feos, rematadamente feos (y bien está que la cámara no los estetice, la cámara está ahí para ver, no para maquillar), fríos, inhumanos, como lo es, en menor medida, la cafetería del Museo del Prado, lugares inhumanos en los que, sin embargo, se cuela por momentos la humanidad, lo íntimo, con toda su fragilidad, como si esa fragilidad, en vez de ser vencida por la frialdad, pudiese abrir en ella una grieta, como si la desnudez del sentimiento pudiese desnudar la inhumanidad de un plató de televisión o de una cafetería impersonal. 

La película llega desde lejos, se va re-encantando poco a poco, se va alejando poco a poco de esa frialdad madrileña. Escribe un amigo que Erice, película a película, ha ido pasando de la poesía a la prosa, y creo que es cierto, y creo que ese paso a la prosa ha ido abriendo las películas (lo cual no es ni mejor ni peor, pero es un camino, es un movimiento), como si cada vez pudiesen entrar más en ellas lo cotidiano y lo banal. Cada vez entra más mundo. ¡Ahora hasta un plató de televisión puede entrar! Pero de lo prosaico vamos poco a poco viajando a algo que no sé si llamar poético, pero que en cualquier caso recupera el encanto, o el encantamiento. Y al encantamiento se viaja, parece ser, en autobús. 

La película llega desde lejos y pensé que se parece también a una convalecencia, un progresivo redescubrimiento de los sentidos, del gusto por vivir. En cierto momento, ya en la parte del asilo, cuando Miguel Garay se pregunta si su viejo amigo, a pesar de haber perdido la memoria, todavía tiene conciencia, pensé en los libros de Oliver Sacks, en las historias clínicas que cuenta (despertares... cerrar los ojos para despertar). No sé si poco antes, o poco después, el viejo amigo, antes Julio Arenas, ahora Gardel, dice, ante una foto que le enseña Garay y en la que se los ve a los dos de jóvenes, durante el servicio militar en la marina: ese no soy yo, y ese tampoco eres tú. Garay, como su amigo, está enfermo, o lo ha estado, y no lo sabía. ¿Quiere eso decir que Garay y su amigo son dos caras de la misma persona, como la estatua que abre y cierra la película, que supongo que representa al dios Jano? ¿O quiere simplemente decir que fueron amigos, que fueron el uno para el otro el amigo que define la identidad? Quizás no haya identidad posible en soledad, quizás toda identidad necesita de la mirada de otro, de un otro en particular. Pero aquí empiezan las asimetrías. ¿De quién necesita la mirada Julio Arenas? ¿De Garay, de su hija Ana, de la joven china que en la ficción fue a buscar? La película termina sin que tengamos respuesta y creo que esa es una de sus bellezas pero también una de las heridas que abre en el espectador, una de las heridas que la hacen durar en la memoria, no saber Garay ni Ana si la suya es la mirada que Arenas necesitaba para regresar de más allá del olvido, no saber Garay hasta qué punto él es esencial en aquel que en su vida es su otra cara, su otro yo esencial. La película está llena de simetrías pero en todas ellas acecha la amenaza de la asimetría, de la desigualdad. Las simetrías hacen que una película perdure en la memoria, las asimetrías hacen que no podamos dejar de pensar en ella. 

La película está llena de padres perdidos, de hijas perdidas, de hijos perdidos. El hijo perdido de Garay apenas nos es contado en cuatro secuencias, primero a través de una caricatura que dibujó, luego en la conversación con una antigua amante, finalmente con cuatro fotos de fotomatón (como cuatro fotogramas que desfilando no darían ni para un cuarto de segundo), una tira de fotomatón que viaja del olvido de una caja en un trastero (como la caja que Robert Mitchum recupera en The Lusty Men, como la caja que luego una monja le entrega a Garay, y en la que está la memoria pasada de Julio Arenas) a un corcho en el que Garay la pincha en su caravana. En ese plano, Garay vuelve a plantar allí, entre reproducciones de cuadros (si no recuerdo mal), una imagen de su propia vida. Es como si se hubiese refugiado en la cultura, en el recuerdo de la cultura, para olvidar lo que fue su vida, y en ese momento, al pinchar esa foto en el corcho, admitiese que la herida no se había cerrado, que no se podía cerrar así, negando la vida, ocultándola tras el recuerdo del arte, que el arte, si es para negar la vida, si es para volverse impersonal, si es para volverse amnésico aún sin haber perdido la memoria, no servía.

Garay, en cierto modo, se ha dedicado a vivir lo que imaginaba ser la vida en fuga de su amigo. Se fue al sur, junto al mar, dejó de ser el que era, cineasta y, sobre todo, escritor, dejó de tener contacto con gran parte de las amistades y amores del pasado que podían devolverle la imagen del que fue. Se fue a vivir en un puro presente de pesca, a vivir en un solar okupado (o eso entendí, y me hizo ilusión), con un perro, un huerto, traduciendo y escribiendo cuentos en vez de escribir novelas, pescando por las mañanas con un amigo de su edad, cenando por las noches y tocando la guitarra con un amigo joven y con la novia de este, embarazada, como si esa complicidad con el chico joven pudiese ocupar el lugar del hijo perdido, aunque en una película en la que tantas cosas se dicen, nunca se diga esto (una película muy hablada es un buen lugar para esconder lo que se prefiere no decir). Un vínculo que se vive quizás con la sabiduría de considerarlo simplemente tiempo presente, algo de paso, como lo es, inevitablemente, un solar okupado. Garay se ha refugiado en un presente perpetuo que niega el pasado y que no imagina un futuro, y supongo que así es como imaginaba la libertad de su amigo desaparecido, así es como ha soñado la vida de los piratas que adornan, si mal no recuerdo (y si recuerdo mal creo que tampoco importa), el baúl de sus recuerdos que encuentra en un trastero de Alcalá de Henares. El presente perpetuo quizás sea una forma de sabiduría, pero parece serlo a costa de una negación permanente. El presente perpetuo, lo veremos con Gardel, es amnesia, es un estado en el que, quizás, ya no hay conciencia. Al presente perpetuo habría que llegar, si acaso, sin renunciar al pasado, sin renunciar a la memoria. 

La caravana de Garay es el espejo del taller en el que duerme Gardel. Las fotos con su hijo son el espejo de la foto ficticia de la joven china, que a su vez es el espejo de la foto inexistente de la hija real de Julio Arenas, Ana. De reflejo en reflejo nos perdemos. Cada reflejo abre una puerta (gracias a Cocteau, entre otros, sabemos que los espejos son puertas), que a su vez abre otra puerta. Vamos avanzando de puerta en puerta. Lo hacemos porque queremos encontrar la salida, o eso queremos pensar. Poco a poco empieza a importarnos más el seguir cruzando puertas, el perdernos, que el encontrar el camino de vuelta. La secuencia final, ¿nos lleva a la salida o nos deja en el umbral de una puerta que tendremos que cruzar solos, tras terminar la película, y que a vez nos llevará a otra puerta y luego a otra? Tras el final, durante los créditos, reaparecen en bucle los planos de la estatua de Jano. Jano era el dios de las puertas. La proyección final ha sido una puerta más, pero no es la última. Una vez acabada la película, como Jano, miramos hacia delante pero también hacia atrás. Volvemos a empezar. Aunque quizás esté bien recordar que ese es un camino que se hace solo pero que también se hace en compañía. Ahora la película es un saber compartido, como los nudos que hacen y deshacen Garay y Gardel (hasta en esos nombres son a mitad iguales, a mitad diferentes). Los nudos, más allá del olvido, más allá de lo vivido, permanecen. La película puede ser, también, un nudo. Un nudo que ahora, juntos, podemos anudar y desanudar. 

(Cerrar los ojos, Víctor Erice)

viernes, 29 de septiembre de 2023

mineral al mineral




Es, creo, el único plano detalle de la película: sobre una tumba, una mano hace desaparecer un anillo bajo la tierra. En el resto de la película casi todo está visto con más distancia. Hay, casi al final, un momento muy emocionante en el que algo sucede entre dos manos, la de un hombre vivo y la de un hombre muerte. Un gesto de reconocimiento. Un gesto de humanidad. Pero ese gesto está filmado sin ningún plano detalle, sin que ningún cambio de plano lo subraye. Y la emoción en parte viene de ese pudor, de esa entereza del plano. Lo vemos, no podemos no verlo, pero tenemos que ir a buscarlo con nuestra mirada, con nuestra atención. Tenemos que ser sensibles a ese pequeño lugar del plano en el que algo esencial sucede. Quizás porque lo esencial, al menos en esta película, sucede así, un detalle en el mundo, un grano de arena. Cada grano de arena cuenta. Cada grano de arena podría tener su historia. Cada grano de arena es el mundo entero. Para contar la historia de un grano de arena hay que verlo de cerca, sí, pero tampoco de demasiado cerca, porque no hay que olvidar que, al mismo tiempo, es pequeño, es apenas un grano de arena. Su pequeñez es parte de su historia, es parte de su ser. Hay que ver, en esta película, cómo están filmados los personajes y cómo están filmados los planos generales. Una vez, hace muchos años, en el examen de entrada a una escuela de cine (en la que no entré), preguntaban para qué servía cada valor de plano. Me pareció una pregunta muy rara. Para muchas cosas, creo que respondí, e hice una pequeña lista para cada valor de plano. Con esta película podría responder que el plano general sirve para que no olvidemos lo grande que es el mundo y lo pequeño que es el hombre, apenas un grano de arena que sabe que regresará a la tierra, y para que tampoco olvidemos que si el hombre nos emociona es porque es pequeño. Aunque en realidad sin el hombre tampoco existiría la idea de lo grande y de lo pequeño, somos la pequeñísima escala de lo inmenso. Pero un cuerpo, para que lo sintamos pequeño, lo tenemos que sentir también real, concreto, tenemos que sentir su volumen. En esta película todo tiene volumen, quizás por la manera de moverse en el plano (ciertas curvas que se trazan en los planos generales, por no hablar de la triangulación en el ataque hacia el final, en las colinas, con el ataque surgiendo de dos puntos diferentes del plano) y por la manera de situar elementos en profundidad. Y, del mismo modo que los cuerpos se destacan en el espacio que los hace vulnerables, también se destacan en el tiempo. Esta es una película llena de frases brillantes, a veces lapidarias y cínicas, a veces sabias y desesperanzadas. Son frases brillantes pero hay que oír cómo suenan, sin alzar la voz, sin que se destaque su brillantez, y hay que oír el silencio entre ellas, un silencio que en vez de realzarlas parece desnudarlas, como para demostrar que una frase brillante es también muy poca cosa, es apenas un instante en el tiempo, una manera de comprobar que se está vivo, que la cabeza todavía funciona, que ahí dentro las neuronas todavía tienen su chispa. Entre las frases hay tiempo y entre los gestos también. Por eso el plano casi al final en el que un hombre coge la mano de otro hombre es emocionante, porque hay tiempo para que el gesto aparezca, para que se mantenga frágil en el espacio y en el tiempo, y para que desaparezca. Es como, pongamos, el rostro borroso y oscuro que hay en el centro de Las hilanderas de Velázquez, algo eterno porque nunca acabaremos de verlo bien, una sombra, una esquina del mundo que de pronto ocupa el centro y que, aún así, sigue siendo discreta, sigue siendo esquina. Descubrimos que el centro del mundo es una esquina, es un punto de fuga y de sombra. Y entonces podemos pensar que ese plano de la mano y del anillo, ese único plano detalle, tampoco es un plano detalle, también es un plano general, el plano general de toda una historia, la de un matrimonio, con sus esquinas oscuras, con sus misterios que ni el hombre ni la mujer acabaron nunca de comprender, una historia y un anillo volviendo a la nada, volviendo a la tierra, polvo que vuelve al polvo, mineral que vuelve al mineral. 
(Garden of Evil, Henry Hathaway)

sábado, 5 de agosto de 2023

imágenes en movimiento

Es una niña en brazos de su madre. Una enfermera seca el sudor de la niña. No es que la niña esté enferma, es que el padre de la niña es médico y tiene su clínica en la casa misma, así que por allí está la enfermera. Este momento es un recuerdo de la niña, ya adulta, cuando recibe la visita de su madre. O, más bien, un recuerdo dentro de un recuerdo dentro de otro recuerdo. La película está construida así, un momento del pasado lleva a su vez a otro momento del pasado que puede llevar a otro momento del pasado. Llegado cierto momento se pierde la cuenta de las capas temporales o, más bien, se entiende que no tiene sentido contarlas. El más efímero de los instantes posee un ilustre pasado, podríamos pensar. Y, también: ¿el más efímero de los instantes posee una triste descendencia? Lo primero que llama la atención de este recuerdo es el pasar a la madre más joven. Nos parece más joven por caracterización y por sonrisa, nada más. Se nota, a pesar de todo, la edad de la actriz, más adecuada para los momentos en los que hace de madre de una chica de veinte que para este en el que hace de madre de una niña pequeña. Es como si la juventud fuese ante todo esa sonrisa o como si en la memoria no se pudiese llegar al rostro joven. En esta película la edad de los actores, que es un problema para tantas películas con varias capas temporales, juega a favor del vértigo del tiempo. Luego el recuerdo parece abandonar a la madre para centrarse más en la niña y entonces el vértigo es otro, porque esa niña se ha convertido, con los años, muy a su pesar, en una esposa insatisfecha, casi en un cliché consciente de ser un cliché, encerrada en una imagen y sufriendo por ello. Ver a la niña descubrir el mundo, perdida ya entonces en una cierta soledad, sabiendo nosotros a dónde la llevará el tiempo, a dónde la llevaran una sucesión de instantes efímeros y de inercias duraderas, da ganas de parar el mundo, da ganas de avisarla como en una película de terror cuando el asesino acecha silencioso. Luego, dentro de ese recuerdo, descubrimos algo nuevo, que el padre abusaba de la enfermera, y entonces esa presencia de la enfermera secando el sudor de la niña, que parecía anecdótica, deja de serlo. Si todo instante posee un ilustre pasado, nada es anecdótico, todo se vuelve signo, aunque un mundo en el que todo fuese signo, en el que supiésemos leer todos los signos, se volvería sin duda inhabitable. Ese abuso del padre nos da una nueva pincelada sobre él pero lo más importante es lo que viene luego, algo que la niña ve: cómo la madre despide a la enfermera, o eso intuimos, en presencia del padre, y le entrega un sobre, dinero o carta de recomendación, no lo sé. El padre, que parecía decidir todo en esa casa, no habla. La mujer, que parecía obedecer a todo en silencio, actúa. La imagen que hasta entonces teníamos de la familia cambia y nos podemos preguntar si no cambia también para la mujer que recuerda esos momentos de su niñez, si esos signos que construyen una imagen diferente de su pasado y del de su familia no dormían en su memoria, esperando el momento justo para reaparecer, para redibujar la imagen que tiene de su propio pasado en el momento mismo en el que tiene que repensar su propio presente. Si su presente no es el que pensaba, quizás sea porque su pasado no era el que ella hasta ahora recordaba. Esta película nos hace reconfigurar constantemente nuestra idea de las personajes y de sus relaciones, y también de qué historia es la que nos está contando. La película empieza con el relato de un amor contrariado pero entonces, por una frase de cortesía, empieza otra historia, otra cara del pasado, y el personaje que parecía secundario se vuelve el personaje central, mientras otros se vuelven secundarios o prácticamente desaparecen. La película está hecha de historias que no se cuentan hasta el final y de preguntas que no se hacen. La película da la sensación de que, sobre esos mismos personajes, podría haber sido otra, una en la que una historia no contada se volviese central y en la que la historia central nunca llegase a ser contada. Esta es, también, una película sobre todo lo que nunca sabremos de los demás, de aquellos con los que, al menos durante un tiempo, vivimos. Es como una de esas pinturas chinas en las que no todo el papel ha sido pintado y adivinamos lo que no se ve o, más bien, adivinamos que hay algo que no se ve y también comprendemos que nunca lo veremos, que siempre habrá una realidad invisible tras la bruma y otra realidad invisible más allá del papel. Y es tanto el juego entre los tiempos que, casi al final, oímos unas palabras que parecen haber sido apenas pensadas por un personaje agonizante, palabras que probablemente nunca fueron pronunciadas pero que, de alguna manera, circulan entre los personajes que nunca las oyeron. Los personajes se quedan sin saber muchas cosas de otros personajes, cosas que con solo preguntar se podrían haber aclarado, pero también llegan a saber cosas que, en el fondo, nunca podrían haber escuchado. Quizás las vías del conocimiento sean extrañas o quizás todo eso sea una ilusión más. Y quizás aquello que la voz en off final nos dice que era lo importante sea también una ilusión, una imagen que un personaje se hace de otro en el momento en el que lo pierde de vista, una imagen inmóvil en una película que nos han enseñado que ninguna imagen es inmóvil, que ninguna imagen es permanente. 
(Aquel día en la playa, Edward Yang)

sábado, 22 de julio de 2023

quién fuera luna

Este es un plano que recordaba. Es un plano en el que he pensado a menudo. Bueno, quizás sea exagerado decir "a menudo", pero en cualquier caso más de lo que uno pensaría normalmente en un plano así, tan sencillo. Es un plano que está presente por ahí, en algún lugar de mi cabeza, como referencia. Quizás esté ahí para decirme que lo que más importa en el cine son los planos sencillos, que lo más importante de la puesta en escena se juega ahí, en encontrar la manera justa de hacer los planos menores. Puede parecer una tontería, quizás sea una tontería, pero no tengo tan claro que en la mayoría de las películas todos los planos nazcan iguales (y libres). Yo diría que a menudo hay jerarquías. Unos importan y otros rellenan. O bien hay una igualdad por lo bajo, ninguno importa de veras. En esta película ningún plano rellena, todos importan y todos se elevan los unos a los otros. Pero entonces, ¿por qué es justamente este el plano que recuerdo? Eso no lo tengo claro. Es cierto que es un plano único en la película, porque es el único plano verdaderamente urbano, aquel que en unos pocos segundos tiene que concentrar la sensación de ciudad. La verdad es que la manera de hacerlo tampoco es tan sutil, es casi de cine mudo (lo digo para bien), con esa verja que es al mismo tiempo una verja real (yo diría que de las Tullerías, pero tampoco me hagáis mucho caso) y una metáfora, el encierro de Kate, el personaje de Jane Birkin. Tras ella, pasan coches. Como el resto de la película transcurre en pueblecitos del sur, nunca antes y nunca después vamos a ver y, sobre todo, a oír tantos coches pasando así, rápidos, numerosos y anónimos (en el resto de la película los pocos coches que aparecen no son nada anónimos). Es desagradable, la verdad. Ella está encerrada entre las rejas y los coches. Entonces recibe una llamada y la película se va al lugar del que viene la llamada. Es uno de los pueblecitos. Es muchísimo más agradable. Y además alguien le cuenta una mentira. Qué gracia la mentira. La mentira es la ficción, claro (la narración, el amor y la mentira), y lo que ella necesita es ficción. La cámara, por cierto, avanza hacia ella cuando se sienta. Ese avanzar de la cámara lo había olvidado. Ojalá no lo hubiese olvidado. Avanza antes de que llegue la llamada, o al menos antes de que nosotros la oigamos. Podría parecer que avanza hacia su soledad. Avanza, quizás, porque era necesario sentir esa ciudad y esos coches que la rodean pero, una vez situada esa ciudad, que sigue igual de presente gracias al sonido, también era necesario aislar a Kate, sentir su interioridad. Pero hay algo en esa cámara que avanza, diría, algo que pasa en Rivette cuando la cámara se mueve, que es particular. Una mirada que no es la de ningún personaje y que tampoco es exactamente la del cineasta, sino la mirada de algo que sabe más que el cineasta, algo grave incluso en la ligereza. Como si hacer cine fuese convocar esa otra mirada, ese ser invisible que sólo se hace presente en ciertos momentos. Quizás por eso algunas películas dan la sensación de saber mucho más de lo que aparentemente dicen. Digo "mucho más" no en el sentido de "muchas más cosas" sino de una única cosa pero diferente, que no puede realmente ser dicha. 

Qué extraño esto de escribir. Al ponerme a ello no pensaba que iba a decir nada de esto. Ni siquiera pensaba nada de lo que he escrito. Y tampoco sé si ahora que lo he escrito lo pienso. Quizás acabaré por pensarlo. En realidad también quería hablar de la noche en pleno día, de esa noche del pequeño circo que hay en la película. La lona del circo es azul. Quizás por eso todas las escenas dentro del circo, aunque transcurran de día, parecen nocturnas. O quizás tenga que ver con el circo. Quizás el circo, se actúe de día o de noche, siempre resulte nocturno. Y quizás todo esto tenga que ver con cosas así de sencillas, el día y la noche, el sol y la luna, ver la parte de noche que hay en el día, la parte de día que hay en la noche, no saber ya dónde empieza el sol, dónde acaba la luna. Quizás la mirada invisible que convoca la cámara de Rivette sea la mirada de la luna. O quizás esto sea una pirueta que hago yo ahora, para disimular mi salida. 

(36 vues du pic Saint-Loup, Jacques Rivette)

jueves, 15 de junio de 2023

nuevos espías, viejas ocupaciones



Ahora que Ado Arrieta quiere hacer una nueva película, El misterio del anorak rojo (aquí se puede colaborar con su financiación), se me pasó por la cabeza recuperar un texto que escribí para el cofre que editó Intermedio DVD hace casi diez años (¡cielos!) sobre Vacanza permanente, una de sus películas más libres, en la que lograba con una cámara de mini-dv recuperar la magia (y en el caso de Arrieta la palabra "magia" es precisa) de sus películas en 16mm de los sesenta y de los setenta.


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Las ruinas van a estar muy interesantes esta noche.

Parece ser que hay unos nuevos espías checos. 

Grenouilles


Han pasado los años, sí, cuarenta años, desde 1965, desde El crimen de la pirindola, y ha pasado Arrieta de Madrid a París y de París a Madrid, del blanco y negro al color, del cine al vídeo. Ha pasado, también, por doce años de silencio, doce años sin cine. De 1991 a 2003 nada, ninguna película. 

Han pasado los años y han pasado cosas y sin embargo, en el fondo, nada ha cambiado. Hay nuevos espías, sí, pero sus ocupaciones son, en el fondo, las de siempre: se espían, se miran, se sonríen, caminan, encienden un mechero, aparece y desaparece su rostro en la oscuridad, se asoman a la ventana, flotan, vuelven a mirarse, pegan la oreja, están guapos... 

Una y otra vez, película tras película, vuelve Arrieta a los mismos motivos. Están los ángeles  (y quién dice ángeles puede decir bomberos y puede decir Marie France). Está el ausente, aquel que se hace desear, que quizás no venga a la fiesta, no baje a cenar, no responda al teléfono, nadie pueda dar con él... 

Y están, quizás lo opuesto del ángel, quizás no, los espías. 

Ved qué bien se miran los unos a los otros, qué bien se observan desde la ventana, o a través de la cristalera de un bar, o en un museo... Ved qué bien pegan la oreja a las conversaciones ajenas. Sí, de Arrieta se pueden recordar la alas de ángel recortadas en papel pero se puede recordar también, repetido de película en película, el primer plano de una oreja. 

Un mundo de ángeles y de espías. ¿Recordáis a Françoise Lebrun en Pointilly rodeada de espías a sueldo de su padre? ¿Recordáis los agentes checos y franceses y españoles de Grenouilles, qué ya ni siquiera sabían muy bien por cuenta de quién espiaban, aunque en el fondo siempre se espíe por cuenta propia? ¿Recordáis el castillo de Arturo en Merlín, nido de espías y traiciones, donde uno no se podía fiar ni de las plantas? 

Alguien mira a alguien y ya está, ya es el viejo Hollywood revivido, el de las películas de serie b. No hay manera más barata, más sencilla, de volver ficción la realidad: alguien mira con interés a otra persona, de lejos, oculto, y ahí se llenan de misterio el que mira y el que es mirado. 

Redes de miradas. Las del espía y quizás también las del enamorado, o las del enamoradizo. ¿No es extraño qué poca diferencia hay entre la mirada del que espía y las miradas de los que en un parque o en un bar se descubren? ¿Puede ser que no haya amor como el amor entre espías? 

Ahí está la ficción, en la perpetua lectura paralela de la realidad, en los hilos que van de una figura a otra, de una soledad a otra. Con ver los hilos ya está, el truco funciona, la realidad se vuelve otra, se vuelve un bosque de hilos o de signos. Signos que no podemos traducir, pero quizás lo importante no sean los signos, el sentido, sino el bosque, la sensación de que todo lugar, en todo momento puede ser un bosque. 

Qué poco necesita Arrieta, sí, para que todo se le vuelva ficción, para que todo se le vuelva viejo Hollywood, vieja magia con nuevos rostros. Quizás no haya filmado nunca un plano que no sea ficción, salvo aquellos pocos que abrían Numéro zéro de Eustache. Pero claro, aquello era un encargo, aquello lo podía haber hecho cualquiera. 

Basta, quizás, para que surja la ficción, con que sea vea mal. O con que no se vea del todo. Como miran los espías, sí, mirada interrumpida por miles de obstáculos, desde lejos, desde el ángulo más complicado, desde detrás de una columna o de un libro, de una a otra ventana, siempre una imagen incompleta. Sólo se mira con verdadero interés lo que hay que completar con la imaginación. 

Tantos planos donde la oscuridad apenas deja adivinar una presencia, hasta que quizás esa figura encienda un mechero y se vea su rostro. Y quizás lo haga tan sólo para ser visto, tenga o no un cigarrillo en la mano. Ya sucedía en Grenouilles y vuelve a suceder aquí, bailaba la llamita en la noche, extraía los rostros de la oscuridad. Y a la luz de un mechero todos los rostros son bellos. 

Planos también vistos de lejos, apenas una mancha de luz allí al fondo y hay que adivinar lo que se ve gracias al sonido, quizás una fiesta, quizás una discoteca, planos vistos casi a oscuras, planos que no muestran más que una parte por el todo, pies de Arrieta, pies de una bailarina, pies de unos vecinos en la ventana de enfrente, encontrar siempre el punto desde el que se ve sin ver del todo, el punto en el que la cámara se vuelve mechero alumbrando una realidad más mágica. 

Para filmar un libro en cuya portada hay un hermoso rostro de hombre, y que ese plano exista, pida ser mirado, basta con tender sobre el libro dos sobres que en parte oculten la foto, tracen líneas diagonales. Sí, con eso basta, ya no es lo mismo. Qué simple y qué fácil esto del cine.

Ver mal, comprender poco, tener que aguzar la atención, sospechar, intuir, sin nunca poder confirmar lo que se imagina. Planos por aquí y por allá entre los que podemos tender hilos, relaciones, quizás gracias a esos teléfonos que desde un lugar llaman y en otro suenan, sin que nadie nunca acabe de responder, llamadas lanzadas al vacío del ausente. 

Nadie responde y nadie escucha, habla la tele, al fondo, en bares y casas, la voz de la televisión en Vacanza es como la radio del coche en Orfeo, nunca se equivoca y dice cosas como: “La situación que estamos intentando arreglar es muy difícil. Hay muchos escombros. Escombros por todas partes. Vegetales, minerales y animales.” 

Sí, escombros, escombros por todas partes, escombros de imágenes y de historias, escombros de sonidos y de conversaciones, vegetales, minerales y animales, a veces son tan bellos los escombros ¿no? Así, alumbrados a la luz de un mechero, a la luz de una pequeña cámara de vídeo, una cámara mechero, a la luz de la música y del montaje, y sí, claro, no acabamos de entender, no acabamos de recomponer, quizás “si hubiésemos tenido más agentes trabajando como tú querías...”, pero no, no los había, y además quizás la tele, por una vez, se equivoca, ¿para qué más agentes? Los agentes nunca arreglan nada, los agentes nunca comprenden nada, se limitan a flotar, mirarse, sonreírse, estar guapos, pegar la oreja, caminar, volver a mirarse, nuevos agentes, viejas ocupaciones...

        No los agentes nunca arreglan nada, apenas añaden más escombros a los escombros. ¿Queréis saber qué es lo que de verdad nos salvará, lo que de pronto le da un final a esta película sin principio ni centro, y además un final feliz? Nada más que un mensaje. Un mensaje respondido: “nos vemos en Luca”. No, no eran agentes lo que necesitábamos, sino una simple respuesta, una oreja (o mirada, o corazón, o cabeza, como queráis) que no sólo escucha sino que además responde, y de pronto todos los escombros, los hermosos escombros, se desvanecen en un final, sí, un final feliz.

jueves, 25 de mayo de 2023

misión cumplida


Jeanne la Pucelle es una única película y es dos películas. Parte uno y parte dos. Las batallas primero, Las prisiones después. Jeanne la Pucelle es quizás una única película, pero partida, rota. Es una película en la que algo se forma y luego se rompe. Es la película de lo que se parte y de lo que se acaba. 
Hay en la primera parte una escena bella, que parece ganada al tiempo de las batallas (aunque más tarde comprenderemos que ese momento fue posible precisamente gracias a las batallas, que eran las batallas las que abrían el tiempo para momentos así). Jeanne aprende a firmar con su propio nombre. Le pide a un monje que la acompaña en sus aventuras que la enseñe, para poder firmar lo que comunique al enemigo. La escena es bella porque es inesperada, porque se cuela como el presente que se sale de los libros de Historia, y también porque la luz hace visible el polvillo del aire y, aunque eso quizás todavía no lo sabemos, o no nos damos cuenta, porque es una escena de amistad entre Juana y el monje. La escena es bella y, por eso mismo, sin que lo sepamos, es la primera pieza de una pequeña trampa que nos tiende la película. 
En la segunda parte, hay una escena en la que se despiden el monje y Juana. Él y Juana no se van a volver a ver. Jeanne la Pucelle, partes una y dos, es una película llena de personajes a los que no volveremos a ver, de compañeros de armas, y también de mujeres, con los que Juana comparte algo de su tiempo, hasta que sus caminos y sus vidas se separan. Hay tiempo para cogerles afecto y para sentir después su ausencia. Jean de Metz, por ejemplo, aquel que al principio de la historia la escolta hasta la ciudad donde reside el Delfín de Francia. Si esta fuese una ficción, Jean de Metz reaparecería, su amistad con Juana no puede no tener continuación. Y sin embargo no la tiene. Nuestras vidas están hechas así, claro, de gente esencial a la que por alguna razón nunca volveremos a ver. En esta película, que para ser una película es larga y que sin embargo es mucho más corta que una vida, en esta película, que cuenta una vida en la que todo lo esencial pasa en unos pocos años, esas separaciones de las que están hechas nuestras vidas se ven de manera más clara e intensa. 
El caso es que, en una escena de la segunda parte, Juana y el monje se separan. Él se va a Roma a reclamarle al Papa una acción contra unos heréticos y le pide a Juana que firme su proclama, con el argumento de que el nombre de Juana impone más que el suyo. Juana se pone a ello. La escena nos recuerda a aquella en la que el monje la enseñó a firmar y por eso nos emociona. Nos preguntamos si ellos se acuerdan como nosotros. En realidad, nosotros sentimos, al recordar la otra escena, esa emoción que ellos sienten por todo ese tiempo que han pasado juntos, por todas las aventuras que han vivido. El eco con la escena anterior de la firma es la manera en la que nosotros, que apenas los vemos durante unas horas de película, podemos sentir, a nuestra manera, la emoción que ellos sienten por todos esos días y noches de aventuras que han compartido. Es una amistad condensada. Y entonces Juana le pregunta: ¿tú no me harías firmar algo que no estuviese bien, verdad? Pero ella confía y firma. Esta escena es la segunda pieza de una trampa. No porque él le esté haciendo firmar algo malo (eso, en realidad, no lo sabremos, salvo que tengamos nuestra propia opinión sobre la herejía de los husitas), sino porque nos trae al recuerdo la otra escena y crea una cadena en la que el motivo de la firma de Juana está asociada a la amistad. 
La trampa se cierra cuando el motivo aparece por tercera vez, en una escena completamente desprovista de amistad. Cuando Juana ha sido arrestada y ya la han condenado, le dan la ocasión de abjurar para salvarse de la hoguera. Le dicen que firme la abjuración. Ella firma con un círculo. La mano de un religioso coge la de Juana y la hace firmar con una cruz. Ella ríe. Allí, entre hombres, como estuvo en las batallas, junto a religiosos, como el monje que la enseñó a firmar, está sola, está entre enemigos, y la violencia del gesto, la violencia de la mano que la obliga a hacer una cruz, ignorando además que ella puede firmar con su nombre, no imaginando siquiera que ella pueda firmar con su nombre, se nos hace dura y seca porque trae el recuerdo de lo que en otro tiempo fue para ella el gesto de firmar y también de la amistad que en otro tiempo la rodeó. La trampa se ha cerrado sobre nosotros, fría, pero también haciéndonos más conscientes de la calidez que hubo en esos otros tiempos, en esas otras escenas. Doblemente fría, quizás. 
La firma cierra una trampa, pero hay más cierres así. De algunos somos conscientes, de otros no. La firma cierra una prisión de la que Juana solo podrá escapar con su muerte. Las prisiones se llama esta segunda parte, Las batallas se llamaba la primera. Y podemos pensar que esa separación es un poco arbitraria, pues las batallas apenas empiezan hacia el final de la primera parte y continúan durante el principio de la segunda, y las prisiones no empiezan hasta bien entrada la segunda. Pero quizás no sea tan fácil darnos cuenta de cuándo empiezan de veras las batallas ni de cuando empiezan de veras a cerrarse las puertas de las prisiones. 
La primera parte termina cuando Juana ha ganado su primera batalla en Orléans y se queda dormida de agotamiento. La segunda parte empieza con la discusión entre nobles para decidir si se firma una tregua, si se sigue la guerra o si, como lo propone Juana, lo más importante es que el Delfín sea coronado en Reims. Se decide seguir la opinión de Juana (y de sus voces). 
Se podría decir que la primera parte de la película termina cuando Juana, al fin, ha realizado en acto la prueba de su profecía, cuando lo que le dicen las voces se ha visto confirmado por un hecho real. A partir de ahí, ella es otra, al menos para los demás (y sin duda también para sí misma, pero eso le cuesta admitirlo). 
Luego viene la coronación en Reims. Ahí Juana ha realizado por completo lo que sus voces le decían. Ha cumplido su misión. Es una ceremonia que para nadie puede ser tan esencial como para ella, ni siquiera para el rey recién coronado. Es un poco raro ver la pompa de esa ceremonia, que está y no está a la altura de Juana. En la pompa de la ceremonia se ve ya la cara falsa de lo anhelado por Juana. O quizás eso ya empezaba a verse en la primera escena de esta segunda parte. Ya en ese escena la trampa, la puerta de la prisión, estaba empezando a cerrarse, bajo la forma de la política como tejemaneje y traición. Pero, más allá de esas traiciones, también hay otra cuestión importante: si Juana ya ha realizado su misión, ¿qué hacer después? ¿cómo vivir después? No puede no seguir deseando la misma vida de aventuras y sin embargo algo se ha descontrolado. Ahora sus voces no la guían. Sus voces le hacen cumplidos y ella anhela órdenes. Hay algo roto allí afuera, en el mundo que la rodea, en el rey, pero también hay algo roto dentro de ella. (Ahora me pregunto si las películas sobre Juana de Arco no tenían tendencia a hacernos ver como misión de Juana su muerte en la hoguera y no el triunfo guerrero y la coronación en Reims. ¡Pero ella no busca la hoguera!) 
El primer encierro, la primera prisión, podría ser el no dejarla ir a guerrear (y hay que ver la escena en la que se despide de sus compañeros de armas, mientras detrás se desmonta una de las tiendas de campaña) pero quizás el primer encierro haya sido realizar su misión. Lo que concluye se cierra. La misión cumplida no libera, la libertad era tener una misión por cumplir. La película nos hizo sentir, con la incertidumbre pero también la alegría aventurera de lo que va encontrando su forma, cómo la misión se iba cumpliendo. La película nos hace vivir también el tiempo de después. 
(Jeanne la pucelle, Jacques Rivette)

domingo, 30 de abril de 2023

ritornerai



Están hablando del cuadro. Es extraordinario, dice el pintor joven, Nicolas. No es nada, responde el pintor más mayor, Frenhofer, el que ha pintado el cuadro. No hay sangre, añade. Si voy hasta el final hay sangre en la tela. Así habla el pintor mayor. Dentro de un rato, cuando el pintor joven y su novia, Marianne, hayan vuelto a su hotel, ella se burlará de esas frases del pintor mayor. Como si fuesen frases de comedia, como si el pintor mayor fuese un pintor de teatro. ¿Tiene razón Marianne? La tiene y no la tiene. Esta es una de esas películas en las que una frase puede ser al mismo tiempo falsa y verdadera. Esta es una película que vuelve paranoico, que logra que detrás de cada frase, de cada gesto, se sospeche una estrategia. Eso para los personajes tiene su riesgo: el riesgo de tomar por verdadero lo falso pero también el riesgo de tomar por falso lo verdadero. Para nosotros, espectadores, es un riesgo menor. El cine, para nosotros espectadores, quizás también sea eso, un riesgo controlado, un riesgo menor. Para los cineastas, para las actrices y para los actores quizás sea otra cosa. Quizás por eso hagan películas como esta, películas sobre el arte de jugar con fuego, sobre la verdad y sobre la mentira, sobre arriesgarse a pintar la verdad y sobre arriesgarse a pensar la verdad de sí mismo. 
Frenhofer, pensé, habla y actúa como un pintor de teatro. Quizás una de las historias que cuenta la película sea esa, la de un pintor de verdad que se ha convertido en un pintor de teatro. En algún momento, en el pasado que precede a la película, dejó de buscar la verdad en la pintura y se refugió en otras cosas, en un pequeño teatro que, por lo que vemos, tiene tendencia a ser un teatro cruel. ¿Por qué ese teatro y esa crueldad? Quizás por miedo. Se habla bastante del miedo en esta película. Del miedo y del valor. Tener o no el valor de ir hasta el final, hasta el punto sin retorno. 
Al empezar la película Nicolas y Marianne presienten que están a punto de adentrarse en un camino sin retorno. ¿Qué hacen ante el miedo? Se montan en el patio del hotel un pequeño teatrillo de espionaje y chantaje, con dos turistas como único público. Y una voz en off nos dice que lo hacen para distraerse del miedo. Ante el miedo, teatro. Teatro inocente, como esa historieta de chantaje, o teatro cruel, como el que empezará justo después, cuando entren en la casa de Frenhofer. 
Y entonces llega un momento en que el teatro se desvanece, cuando Frenhofer empieza a dibujar a Marianne. En el trabajo del dibujo y de la pintura, en su ausencia de palabras, sustituidas por el rascar de la pluma sobre la hoja, hay, parece ser, otra cosa, una verdad. Es bello ese tiempo del trabajo sobre la hoja, de la mano del pintor buscando. Pero incluso ahí, en el taller del pintor, la verdad parece frágil y, poco a poco, ante la angustia de la pintura que no funciona, que no avanza, vuelven a entrar las palabras y el teatro, para llenar el vacío de eso que no sucede, para llenarlo con palabras de esas que nunca sabemos si son verdaderas o falsas. 
El personaje de Frenhofer está interpretado por dos cuerpos al mismo tiempo: Michel Piccoli, actor, y la mano de Bernard Dufour, pintor. Y es como si el personaje se debatiese, a la manera del Doctor Jeckyll y Mister Hyde, entre ser actor o ser pintor, entre ser voz o ser silencio. Pero la película le da una vuelta a ese juego de la verdad y de la mentira, porque el personaje va a alcanzar la verdad como pintor pero también va a alcanzar una verdad superior como actor, como comediante, haciendo creer que ha fracasado allí donde ha triunfado, asumiendo un triunfo artístico escondido y privado, en vez de público, para no dañar a su alrededor, para no convertir la presentación de su cuadro en tragedia para los demás. Al final logra ser, al mismo tiempo, un buen pintor y un buen comediante, y el teatro, como todo en la película, aparece como camino para la mentira pero también para la verdad. 
Aunque en todo esto, además del teatro y de la pintura, anda también el cine, claro, arte del espacio y del tiempo, arte de dejar a los personajes montar su pequeño teatro y moverse por él, y arte de dejar que dure el tiempo de la pintura y el tiempo de la soledad, de los personajes que no pretenden representar nada. Y en realidad la verdad de la película está escondida en un cuadro que nunca veremos. Me pregunté si la tremenda precisión de la película, en sus encuadres y en sus movimientos de cámara, no era la condición necesaria para que al final aceptásemos el no ver el cuadro, el no ver la verdad pintada, el quedarnos siempre en el filo de la tela, en el umbral del cuadro. La verdad del cuadro nos es mostrada en la mirada de los personajes y, sobre todo, en sus gestos: una huida, una cruz negra pintada en su reverso, el acto de esconderlo. Ya no valen palabras ni se trata de alcanzar la verdad que sangra, la verdad que hiere sin retorno, ahora son los gestos y las acciones los que cuentan, los que dan otra verdad, una verdad narrativa, una verdad que, incluso, hace sonreír, la prueba de que más allá del punto sin retorno era posible el retorno, pero cambiados, más libres, más ligeros. Regresamos y no regresamos. Regresamos pero regresamos cambiados, no del todo los que éramos. El retorno es, al mismo tiempo, imposible y posible. Y, si hace falta, nos ponemos una careta. La de mal pintor, por ejemplo.
(La belle noiseuse, Jacques Rivette)

martes, 21 de febrero de 2023

un beso azul como una naranja

Lo que quería mostrar en este fotograma en realidad no se ve. Al menos no en un fotograma. Es un beso en la oreja de ella. Un beso fugaz. Un beso como de pasada, como dado por la boca, por el instinto, no por la intención. La verdad es que incluso al verlo en movimiento uno duda de si realmente ha sucedido. Y al intentar detenerlo no hay manera de encontrar la imagen exacta, aquella en la que se puede decir: ahí ha sucedido. El beso es casi una manera de pegarse los labios la oreja, algo que sucede porque nuestros cuerpos son, entre otras cosas, pegajosos. Tenéis que verlo. Él acaba de decirle a ella: please, marry me. Y también: Darling Daisy, lovely Daisy. Luego le da ese beso. Y luego añade: You have such nice ears, Daisy. Eso dice: Tienes unas orejas tan agradables. O tan lindas, no sé bien cual sería la traducción buena. Pero es como si fuese decreciendo la importancia de la palabra: el matrimonio, adorable, orejas. Y en todo eso va y viene una sonrisa increíble de Henry Fonda. Las sonrisas de Henry Fonda en esta película son algo muy particular. Las de Joan Crawford también. Yo no sabía que Joan Crawford podía sonreír así. (Bueno, no, me equivoco, sí lo sabía, hay alguna sonrisa así en Johnny Guitar.) Esas sonrisas, ese beso en la oreja, esa manera de hacer decrecer la importancia de la palabra: lo que quería decir con todo eso es que hay algo en esta película, algo tan inasible como ese beso, que está siempre sorprendiendo, y ese algo tiene que ver con los actores, o con el encuentro entre el guión, la puesta en escena y los actores. Henry Fonda, por ejemplo, casi siempre actúa de manera inesperada. Y cuando digo que actúa de manera inesperada lo digo en dos sentidos: el personaje hace cosas inesperadas y el actor, a su vez, interpreta esas cosas inesperadas de manera inesperada. Por ejemplo: en qué lugar deja caer las sonrisas. Es como si, al pintar, dejase caer los colores en lugares inesperados respecto a la línea o respecto al dibujo y a lo que se supone que el cuadro representa. Digamos que el guión es el dibujo y que la interpretación del actor es el color o algo así: Fonda, y también Crawford, y a veces Dana Andrews, dan una pincelada de rojo allí donde la lógica haría esperar un verde, por ejemplo. La tierra es azul como una naranja, que decía un poema de Paul Eluard. Y el poema sigue: Nunca un error las palabras no mienten/ Ya no os dan qué cantar/ Toca ahora que se oigan los besos. ¡Como en la película! ¡Como el beso en la oreja! Bueno, quizás el poema no dice exactamente eso, voy improvisando la traducción. Pero pongamos que lo dice. También dice: Ella su boca de alianza/ Todos los secretos todas las sonrisas. Como las sonrisas de Fonda, las sonrisas de Crawford. Son un actor y una actriz que sonríen, que deciden sonreír, y que al mismo tiempo hacen sentir lo que de involuntario hay en una sonrisa, lo que una sonrisa desvela, que no es exactamente una verdad, es un secreto, es la pista hacia una verdad, sobre todo cuando son sonrisas que aparecen de manera inesperada, sonrisas como un color aparentemente fuera de lugar, como la palabra naranja al final del verso de Eluard. Ese naranja del verso es quizás cosa del surrealismo, de la libertad que le dio a Eluard el surrealismo para, por ejemplo, encontrarse la palabra naranja al final de ese verso, para encontrarse lo que quizás no sabía que buscaba. Las cosas del inconsciente, quizás. El inconsciente, en cualquier caso, juega su papel en la película. Uno de los momentos clave, por ejemplo, es fruto de un lapsus: alguien da a un taxista una dirección cuando pretendía dar otra. Pero es que, en general, me parece que los personajes no saben del todo quienes son, qué quieren, y se pasan la película tanteando, equivocándose sobre sí mismos, hablando de lo que sienten pero con la sospecha de que lo que dicen puede no ser cierto, o que puede ser cierto de una manera que no habían previsto. Esta es una película en la que a cualquier frase, a cualquier intención, se le puede dar de pronto la vuelta como a un guante, a cualquier gesto de amor se le puede dejar de pronto con las costuras al aire y cualquier gesto de frialdad puede revelarse de pronto una prueba de amor. No sé si alguna vez había sentido con tanta intensidad en una película la posibilidad de que en realidad uno no sepa nada de sí mismo, o en cualquier caso mucho menos de lo que cree saber. Como quien no quiere la cosa, con acciones, con gestos, con palabras, con sonrisas, la película tambalea la identidad bajo los pies de los personajes y, al hacerlo, tambalea un poco la nuestra. De pronto miramos hacia abajo y vemos el vacío. O vemos que estamos sobre un suelo de cristal y que bajo ese suelo, que no sabemos hasta qué punto es resistente, hay todo un mundo caótico que también es nosotros y en el que podríamos caer en cualquier momento. Y también vemos que todo eso es muy serio pero es también, un poco, una broma. Es todo muy desconcertante. En realidad yo debería de haberme puesto a escribir anoche, justo después de verla, y no ahora, casi veinticuatro horas después, porque todo lo que importa en esta película es tan fugaz y reversible que ahora, la verdad, siento cómo se me escapa la película. Así que voy a dejarlo por ahora, creo, pero no sin volver a decir que todo lo que esta película tiene de singular tiene que ver con todas esas cosas inesperadas que hacen los personajes y con todas esas formas inesperadas de hacerlas que tienen los actores, y quizás lo bello sea cómo se mantiene la línea de un guión más o menos clásico y cómo al mismo tiempo todo nos hace dudar de ese guión (y hasta los personajes hablan del melodrama y del simbolismo de lo que hacen y dicen) y cómo la puesta en escena hace caer los tonos y los colores de manera inesperada respecto a ese guión y, al hacerlo, lo vuelve todo tremendamente vivo, dolorosamente vivo, de tal manera que como espectadores también nos ponemos a sonreír en los momentos de drama y en cambio nos deja acongojados una pequeña broma. Y, ahora sí, paro. Pero no olvidéis que todo esto es un guante, y que podéis darle la vuelta. 
(Daisy Kenyon, Otto Preminger)

sábado, 11 de febrero de 2023

vistas de una ola

Pensé que las olas tienen un afuera y un adentro y que durante buena parte de la película no vemos el adentro, no imaginamos que hay un adentro. Hasta la escena final los personajes surfean, con una ligereza asombrosa, sobre el afuera de las olas. Solo al final vemos, y comprendemos (aquí se comprende al ver) que la verdad del surf, el límite que hay que rozar, consiste en, sin dejar de estar en el afuera, acercarse lo más posible al adentro. Es esa imagen de la ola que se va haciendo tubo, que se va cerrando. Y, al fin, un personaje, Matt, el mejor de los surfistas, cae de su tabla y se sumerge en el interior de la ola. Entonces la cámara entra con él en la ola y vemos que esta es caos y es violencia, que no es un lugar habitable, que es destrucción. El personaje sobrevive, vuelve al afuera, pero trayendo con él la imagen del adentro de la ola, ese adentro que podría haber destrozado su cuerpo. 
Y recuerdo ahora, con esa misma doblez de la violencia que se controla y de la violencia que ya no se puede controlar, las dos grandes peleas que casi se suceden en la película, una en una fiesta en casa de la madre de uno de los protagonistas, una pelea que acaba a puñetazos pero alegremente, sin que nadie resulta irremediablemente herido, y otra pelea en Tijuana, en un lugar que no dominan, que tiene otras reglas que ellos no conocen, una pelea que empieza de tal manera que podría ser, de nuevo, un juego, algo casi alegre, pero que de pronto se desborda con una violencia que los personajes ya no pueden controlar, de la que tan solo pueden huir mientras, creemos ver, alguien muere de un tiro. Al huir de allí, Matt se pierde en un lugar que parece al mismo tiempo terrible e inmóvil, eterno, como el silencio particular dentro de la ola que se va cerrando.
En realidad, durante gran parte de la película el personaje de Matt está dentro de la ola, su vida, su caos, son como la ola, y el surf es, precisamente, aquello que puede, por un tiempo, sacarlo afuera, porque la verdad es que la vida y el tiempo lo zarandean bastante, lo zarandean como el adentro de la ola. A los personajes el tiempo los cambia, los hace subir, los hace caer. A veces creen dominar las olas del tiempo y en otras ocasiones descubren desconcertados que no dominaban nada, o casi nada.
Y, bueno, pensé también, perdonad la evidencia, en Las olas, de Virginia Woolf. El tiempo que pasa a través de unos pocos personajes. La puntuación de los capítulos: la voz en off que evoca las diferentes corrientes oceánicas en la película, la descripción del día que va avanzando sobre las olas en la novela. Como si hiciese falta cada cierto tiempo salir de lo humano, recordar que hay otra cosa, que estaba antes, que estará después, que cambia, que tiene sus tiempos y sus repeticiones. 
Y, sobre todo, pensé que la película parece estar construida, pasada la primera media hora, de sucesivas despedidas, de momentos de emoción que se suceden, un poco solemnes. Pensé que eso, esa constante sensación de final, que en muchas películas es un truco cansino, aquí funciona, aquí da lugar a algo muy extraño, una película que, como la novela de Virginia Woolf, fuese más lírica que narrativa. Una película en la que la narración se cuela por las elipsis y en la que las elipsis tienen, en cierto modo, la función del monólogo interior en la novela, como si en el cine, al menos en esta película, el desafío de transmitir la interioridad de los personajes se tuviese que resolver no dándonos casi nada de esa interioridad, haciéndonos adivinar dolores, dudas y esperanzas en los silencios y en unos pocos gestos, como si hubiese que crear simplemente la sensación de que hay algo más, de que hay una interioridad, como un hueco de sombra, como el tubo de una ola a punto de cerrarse, como el cine tuviese que surfear por el afuera de los seres para hacer intuir el adentro turbulento, la voz interior que nunca calla.
(Big Wednesday, John Milius)