sábado, 30 de diciembre de 2023
improvisemos
martes, 3 de octubre de 2023
apuntes por si hablamos
¿Cuánto dura una película? ¿Minutos, horas, días? Es difícil saber. ¿Sabemos, acaso, cuánto duran una amistad, un amor, un olvido? ¿Sabemos cuánto dura una herida? La herida parece cerrada, olvidada, ni cicatriz dejó, y de pronto un día vuelve a doler y no sabemos si lamentar ese dolor que regresa o si alegrarnos al saber que aquello que fuimos todavía puede revivir, al saber que todavía recordamos, que todavía amamos.
¿Cuánto dura Cerrar los ojos? No lo sé, la verdad. Han pasado dos días desde que la vi y todavía me parece que llega a mí desde lejos, lentamente, que todavía seguirá llegando y que es pronto para escribir. En realidad lo que me gustaría es hablar de ella con algún amigo, hablar con el desorden de una conversación, con un desorden que, creo, tiene que ver con la película, con todo lo que su juego de espejos y de dobles va sembrando, a veces de manera evidente, a veces de manera secreta. Si una película dura más allá de su final, más allá de los créditos y de las luces de la sala que se encienden, también es por eso, porque no podemos (y no queremos) resumirla, porque el sentido se sigue armando y desarmando en la memoria.
La película llega a mí desde lejos y creo que eso también tiene que ver con su forma, la forma de un viaje. Tras la primera secuencia, nos encontramos con la Ciudad de la Imagen, más tarde con un plató de televisión, que son lugares inhóspitos, por no decir feos, rematadamente feos (y bien está que la cámara no los estetice, la cámara está ahí para ver, no para maquillar), fríos, inhumanos, como lo es, en menor medida, la cafetería del Museo del Prado, lugares inhumanos en los que, sin embargo, se cuela por momentos la humanidad, lo íntimo, con toda su fragilidad, como si esa fragilidad, en vez de ser vencida por la frialdad, pudiese abrir en ella una grieta, como si la desnudez del sentimiento pudiese desnudar la inhumanidad de un plató de televisión o de una cafetería impersonal.
La película llega desde lejos, se va re-encantando poco a poco, se va alejando poco a poco de esa frialdad madrileña. Escribe un amigo que Erice, película a película, ha ido pasando de la poesía a la prosa, y creo que es cierto, y creo que ese paso a la prosa ha ido abriendo las películas (lo cual no es ni mejor ni peor, pero es un camino, es un movimiento), como si cada vez pudiesen entrar más en ellas lo cotidiano y lo banal. Cada vez entra más mundo. ¡Ahora hasta un plató de televisión puede entrar! Pero de lo prosaico vamos poco a poco viajando a algo que no sé si llamar poético, pero que en cualquier caso recupera el encanto, o el encantamiento. Y al encantamiento se viaja, parece ser, en autobús.
La película llega desde lejos y pensé que se parece también a una convalecencia, un progresivo redescubrimiento de los sentidos, del gusto por vivir. En cierto momento, ya en la parte del asilo, cuando Miguel Garay se pregunta si su viejo amigo, a pesar de haber perdido la memoria, todavía tiene conciencia, pensé en los libros de Oliver Sacks, en las historias clínicas que cuenta (despertares... cerrar los ojos para despertar). No sé si poco antes, o poco después, el viejo amigo, antes Julio Arenas, ahora Gardel, dice, ante una foto que le enseña Garay y en la que se los ve a los dos de jóvenes, durante el servicio militar en la marina: ese no soy yo, y ese tampoco eres tú. Garay, como su amigo, está enfermo, o lo ha estado, y no lo sabía. ¿Quiere eso decir que Garay y su amigo son dos caras de la misma persona, como la estatua que abre y cierra la película, que supongo que representa al dios Jano? ¿O quiere simplemente decir que fueron amigos, que fueron el uno para el otro el amigo que define la identidad? Quizás no haya identidad posible en soledad, quizás toda identidad necesita de la mirada de otro, de un otro en particular. Pero aquí empiezan las asimetrías. ¿De quién necesita la mirada Julio Arenas? ¿De Garay, de su hija Ana, de la joven china que en la ficción fue a buscar? La película termina sin que tengamos respuesta y creo que esa es una de sus bellezas pero también una de las heridas que abre en el espectador, una de las heridas que la hacen durar en la memoria, no saber Garay ni Ana si la suya es la mirada que Arenas necesitaba para regresar de más allá del olvido, no saber Garay hasta qué punto él es esencial en aquel que en su vida es su otra cara, su otro yo esencial. La película está llena de simetrías pero en todas ellas acecha la amenaza de la asimetría, de la desigualdad. Las simetrías hacen que una película perdure en la memoria, las asimetrías hacen que no podamos dejar de pensar en ella.
La película está llena de padres perdidos, de hijas perdidas, de hijos perdidos. El hijo perdido de Garay apenas nos es contado en cuatro secuencias, primero a través de una caricatura que dibujó, luego en la conversación con una antigua amante, finalmente con cuatro fotos de fotomatón (como cuatro fotogramas que desfilando no darían ni para un cuarto de segundo), una tira de fotomatón que viaja del olvido de una caja en un trastero (como la caja que Robert Mitchum recupera en The Lusty Men, como la caja que luego una monja le entrega a Garay, y en la que está la memoria pasada de Julio Arenas) a un corcho en el que Garay la pincha en su caravana. En ese plano, Garay vuelve a plantar allí, entre reproducciones de cuadros (si no recuerdo mal), una imagen de su propia vida. Es como si se hubiese refugiado en la cultura, en el recuerdo de la cultura, para olvidar lo que fue su vida, y en ese momento, al pinchar esa foto en el corcho, admitiese que la herida no se había cerrado, que no se podía cerrar así, negando la vida, ocultándola tras el recuerdo del arte, que el arte, si es para negar la vida, si es para volverse impersonal, si es para volverse amnésico aún sin haber perdido la memoria, no servía.
Garay, en cierto modo, se ha dedicado a vivir lo que imaginaba ser la vida en fuga de su amigo. Se fue al sur, junto al mar, dejó de ser el que era, cineasta y, sobre todo, escritor, dejó de tener contacto con gran parte de las amistades y amores del pasado que podían devolverle la imagen del que fue. Se fue a vivir en un puro presente de pesca, a vivir en un solar okupado (o eso entendí, y me hizo ilusión), con un perro, un huerto, traduciendo y escribiendo cuentos en vez de escribir novelas, pescando por las mañanas con un amigo de su edad, cenando por las noches y tocando la guitarra con un amigo joven y con la novia de este, embarazada, como si esa complicidad con el chico joven pudiese ocupar el lugar del hijo perdido, aunque en una película en la que tantas cosas se dicen, nunca se diga esto (una película muy hablada es un buen lugar para esconder lo que se prefiere no decir). Un vínculo que se vive quizás con la sabiduría de considerarlo simplemente tiempo presente, algo de paso, como lo es, inevitablemente, un solar okupado. Garay se ha refugiado en un presente perpetuo que niega el pasado y que no imagina un futuro, y supongo que así es como imaginaba la libertad de su amigo desaparecido, así es como ha soñado la vida de los piratas que adornan, si mal no recuerdo (y si recuerdo mal creo que tampoco importa), el baúl de sus recuerdos que encuentra en un trastero de Alcalá de Henares. El presente perpetuo quizás sea una forma de sabiduría, pero parece serlo a costa de una negación permanente. El presente perpetuo, lo veremos con Gardel, es amnesia, es un estado en el que, quizás, ya no hay conciencia. Al presente perpetuo habría que llegar, si acaso, sin renunciar al pasado, sin renunciar a la memoria.
La caravana de Garay es el espejo del taller en el que duerme Gardel. Las fotos con su hijo son el espejo de la foto ficticia de la joven china, que a su vez es el espejo de la foto inexistente de la hija real de Julio Arenas, Ana. De reflejo en reflejo nos perdemos. Cada reflejo abre una puerta (gracias a Cocteau, entre otros, sabemos que los espejos son puertas), que a su vez abre otra puerta. Vamos avanzando de puerta en puerta. Lo hacemos porque queremos encontrar la salida, o eso queremos pensar. Poco a poco empieza a importarnos más el seguir cruzando puertas, el perdernos, que el encontrar el camino de vuelta. La secuencia final, ¿nos lleva a la salida o nos deja en el umbral de una puerta que tendremos que cruzar solos, tras terminar la película, y que a vez nos llevará a otra puerta y luego a otra? Tras el final, durante los créditos, reaparecen en bucle los planos de la estatua de Jano. Jano era el dios de las puertas. La proyección final ha sido una puerta más, pero no es la última. Una vez acabada la película, como Jano, miramos hacia delante pero también hacia atrás. Volvemos a empezar. Aunque quizás esté bien recordar que ese es un camino que se hace solo pero que también se hace en compañía. Ahora la película es un saber compartido, como los nudos que hacen y deshacen Garay y Gardel (hasta en esos nombres son a mitad iguales, a mitad diferentes). Los nudos, más allá del olvido, más allá de lo vivido, permanecen. La película puede ser, también, un nudo. Un nudo que ahora, juntos, podemos anudar y desanudar.
(Cerrar los ojos, Víctor Erice)
viernes, 29 de septiembre de 2023
mineral al mineral
sábado, 5 de agosto de 2023
imágenes en movimiento
sábado, 22 de julio de 2023
quién fuera luna
jueves, 15 de junio de 2023
nuevos espías, viejas ocupaciones
---------------------------------------------
Las ruinas van a estar muy interesantes esta noche.
Parece ser que hay unos nuevos espías checos.
Grenouilles
Han pasado los años, sí, cuarenta años, desde 1965, desde El crimen de la pirindola, y ha pasado Arrieta de Madrid a París y de París a Madrid, del blanco y negro al color, del cine al vídeo. Ha pasado, también, por doce años de silencio, doce años sin cine. De 1991 a 2003 nada, ninguna película.
Han pasado los años y han pasado cosas y sin embargo, en el fondo, nada ha cambiado. Hay nuevos espías, sí, pero sus ocupaciones son, en el fondo, las de siempre: se espían, se miran, se sonríen, caminan, encienden un mechero, aparece y desaparece su rostro en la oscuridad, se asoman a la ventana, flotan, vuelven a mirarse, pegan la oreja, están guapos...
Una y otra vez, película tras película, vuelve Arrieta a los mismos motivos. Están los ángeles (y quién dice ángeles puede decir bomberos y puede decir Marie France). Está el ausente, aquel que se hace desear, que quizás no venga a la fiesta, no baje a cenar, no responda al teléfono, nadie pueda dar con él...
Y están, quizás lo opuesto del ángel, quizás no, los espías.
Ved qué bien se miran los unos a los otros, qué bien se observan desde la ventana, o a través de la cristalera de un bar, o en un museo... Ved qué bien pegan la oreja a las conversaciones ajenas. Sí, de Arrieta se pueden recordar la alas de ángel recortadas en papel pero se puede recordar también, repetido de película en película, el primer plano de una oreja.
Un mundo de ángeles y de espías. ¿Recordáis a Françoise Lebrun en Pointilly rodeada de espías a sueldo de su padre? ¿Recordáis los agentes checos y franceses y españoles de Grenouilles, qué ya ni siquiera sabían muy bien por cuenta de quién espiaban, aunque en el fondo siempre se espíe por cuenta propia? ¿Recordáis el castillo de Arturo en Merlín, nido de espías y traiciones, donde uno no se podía fiar ni de las plantas?
Alguien mira a alguien y ya está, ya es el viejo Hollywood revivido, el de las películas de serie b. No hay manera más barata, más sencilla, de volver ficción la realidad: alguien mira con interés a otra persona, de lejos, oculto, y ahí se llenan de misterio el que mira y el que es mirado.
Redes de miradas. Las del espía y quizás también las del enamorado, o las del enamoradizo. ¿No es extraño qué poca diferencia hay entre la mirada del que espía y las miradas de los que en un parque o en un bar se descubren? ¿Puede ser que no haya amor como el amor entre espías?
Ahí está la ficción, en la perpetua lectura paralela de la realidad, en los hilos que van de una figura a otra, de una soledad a otra. Con ver los hilos ya está, el truco funciona, la realidad se vuelve otra, se vuelve un bosque de hilos o de signos. Signos que no podemos traducir, pero quizás lo importante no sean los signos, el sentido, sino el bosque, la sensación de que todo lugar, en todo momento puede ser un bosque.
Qué poco necesita Arrieta, sí, para que todo se le vuelva ficción, para que todo se le vuelva viejo Hollywood, vieja magia con nuevos rostros. Quizás no haya filmado nunca un plano que no sea ficción, salvo aquellos pocos que abrían Numéro zéro de Eustache. Pero claro, aquello era un encargo, aquello lo podía haber hecho cualquiera.
Basta, quizás, para que surja la ficción, con que sea vea mal. O con que no se vea del todo. Como miran los espías, sí, mirada interrumpida por miles de obstáculos, desde lejos, desde el ángulo más complicado, desde detrás de una columna o de un libro, de una a otra ventana, siempre una imagen incompleta. Sólo se mira con verdadero interés lo que hay que completar con la imaginación.
Tantos planos donde la oscuridad apenas deja adivinar una presencia, hasta que quizás esa figura encienda un mechero y se vea su rostro. Y quizás lo haga tan sólo para ser visto, tenga o no un cigarrillo en la mano. Ya sucedía en Grenouilles y vuelve a suceder aquí, bailaba la llamita en la noche, extraía los rostros de la oscuridad. Y a la luz de un mechero todos los rostros son bellos.
Planos también vistos de lejos, apenas una mancha de luz allí al fondo y hay que adivinar lo que se ve gracias al sonido, quizás una fiesta, quizás una discoteca, planos vistos casi a oscuras, planos que no muestran más que una parte por el todo, pies de Arrieta, pies de una bailarina, pies de unos vecinos en la ventana de enfrente, encontrar siempre el punto desde el que se ve sin ver del todo, el punto en el que la cámara se vuelve mechero alumbrando una realidad más mágica.
Para filmar un libro en cuya portada hay un hermoso rostro de hombre, y que ese plano exista, pida ser mirado, basta con tender sobre el libro dos sobres que en parte oculten la foto, tracen líneas diagonales. Sí, con eso basta, ya no es lo mismo. Qué simple y qué fácil esto del cine.
Ver mal, comprender poco, tener que aguzar la atención, sospechar, intuir, sin nunca poder confirmar lo que se imagina. Planos por aquí y por allá entre los que podemos tender hilos, relaciones, quizás gracias a esos teléfonos que desde un lugar llaman y en otro suenan, sin que nadie nunca acabe de responder, llamadas lanzadas al vacío del ausente.
Nadie responde y nadie escucha, habla la tele, al fondo, en bares y casas, la voz de la televisión en Vacanza es como la radio del coche en Orfeo, nunca se equivoca y dice cosas como: “La situación que estamos intentando arreglar es muy difícil. Hay muchos escombros. Escombros por todas partes. Vegetales, minerales y animales.”
Sí, escombros, escombros por todas partes, escombros de imágenes y de historias, escombros de sonidos y de conversaciones, vegetales, minerales y animales, a veces son tan bellos los escombros ¿no? Así, alumbrados a la luz de un mechero, a la luz de una pequeña cámara de vídeo, una cámara mechero, a la luz de la música y del montaje, y sí, claro, no acabamos de entender, no acabamos de recomponer, quizás “si hubiésemos tenido más agentes trabajando como tú querías...”, pero no, no los había, y además quizás la tele, por una vez, se equivoca, ¿para qué más agentes? Los agentes nunca arreglan nada, los agentes nunca comprenden nada, se limitan a flotar, mirarse, sonreírse, estar guapos, pegar la oreja, caminar, volver a mirarse, nuevos agentes, viejas ocupaciones...
No los agentes nunca arreglan nada, apenas añaden más escombros a los escombros. ¿Queréis saber qué es lo que de verdad nos salvará, lo que de pronto le da un final a esta película sin principio ni centro, y además un final feliz? Nada más que un mensaje. Un mensaje respondido: “nos vemos en Luca”. No, no eran agentes lo que necesitábamos, sino una simple respuesta, una oreja (o mirada, o corazón, o cabeza, como queráis) que no sólo escucha sino que además responde, y de pronto todos los escombros, los hermosos escombros, se desvanecen en un final, sí, un final feliz.