sábado, 26 de diciembre de 2020

el intervalo

Es casi el final de la película. De pronto, el salón de la casa está lleno de gente: policías, enfermeros, un fotógrafo, un hombre sin uniforme (quizás un médico, o un periodista, u otro policía) con las manos en los bolsillos. Sobre la mesa hay un maletín negro de médico. En el suelo, el cuerpo de otro hombre. 
El salón está lleno y la única que no está en el salón es la mujer que vive allí. La mujer que amaba al hombre que ahora yace en el suelo. El salón lo vemos desde su punto de vista.
Hasta ahora nunca habíamos visto a tanta gente en ese salón. Era un lugar íntimo. Para dos. Para tres como mucho, si algún amigo pasaba por allí. 
Los enfermeros están cubriendo el cuerpo con una sábana blanca. Es un gesto rápido, nada ceremonioso. Ese gesto que nos dice que el hombre ha muerto, que ya no hay nada que hacer. Lo dice con rapidez. Un instante antes todavía se podía esperar, un instante después ya no hay nada que esperar. La esperanza desparece entre esos dos instantes, en un intervalo que existe pero que no podemos detener.
La mujer, fuera de ese salón que se le ha llenado de gente, con ese cuerpo negro e indiferente de policía en primer término, ve el gesto de los enfermeros y comprende, o empieza a comprender. Se da la vuelta, se lleva la mano a la cara y se aleja, apenas un metro o dos, hasta la puerta de la cocina. Ese llevarse la mano a la cara hace visible en un gesto el movimiento invisible de una idea, la idea de la muerte del hombre haciéndose presente para la mujer. Ese tiempo que pasa, a veces breve, a veces no, entre saber algo y saber que lo sabemos. Ese tiempo que tardamos en darnos cuenta de que el tiempo, esta vez, es irremediable. 
La mujer se aleja, comprendiendo, hasta la puerta de la cocina. Luego se da la vuelta y vuelve a mirar hacia el salón. Se sobrecoge. Vemos cómo se sobrecoge. Y luego vemos el porqué. Como por magia, como por fantasmagoría, el salón está vacío. Apenas han pasado unos segundos pero el salón está vacío. Sólo se mueven, al fondo, a través de la puerta, las sombras de unas ramas. Como si nada hubiese sido real. Ni la muerte del hombre ni, quizás, los años de amor que han pasado juntos. Aunque esto que digo no da tiempo a pensarlo. Da tiempo, quizás, a sentirlo pero sin llegar a pensarlo, sin llegar a pensar que lo pensamos, porque al mismo tiempo ella corre hacia la puerta y entra la música y vemos con ella que la ambulancia ya se va, que todo ha sido fugaz pero real. 
En apenas un instante ha pasado eso, el salón que estaba lleno de pronto está vacío, como antes, en un plano el hombre que estaba vivo ha empezado a ceder a un infarto y ha caído muerto. Ese salón de pronto vacío es una imagen inesperada de todo aquello que de pronto se ha perdido para siempre, de lo irremediable, y si emociona es quizás por eso, por ser inesperada, por hacerlo sentir de manera rápida, antes de poder llegar a pensarlo, y en un momento desplazado, no el momento de la muerte del hombre sino otro momento un poco más tarde, un momento que podría haber sido banal y que sólo se vuelve sobrecogedor por ese lo ves y no lo ves de los pocos segundos en los que ella le da la espalda al salón. A veces para contar la vida hacen falta cosas así, que parecen un salto de raccord. Había algo que ya nunca más será. 
Hay ahí, en ese desplazamiento y esa fugacidad, algo que es a imagen de toda la película, que emociona en lugares desplazados, que emociona más en lo que no es visto, en los intervalos, que en lo que es visto. Los intervalos están también, por ejemplo, entre los personajes y los actores. No parece que los actores puedan realmente ser los personajes que interpretan y sin embargo tampoco parece que los personajes puedan realmente llegar a ser ellos mismos. Gregory Peck no es Scott Fitzgerald pero uno tiene la sensación de que Scott Fitzgerald, al menos en esta historia, no acaba nunca de ser realmente Scott Fitzgerald, como si el personaje y el nombre que una vez fue se le hubiese quedado grande, como si él mismo se  pusiese dudar de haber sido alguna vez Scott Fitzgerald y no un actor que intenta estar a la altura de ese personaje. 
Y Deborah Kerr tampoco es Sheilah Graham pero en realidad tampoco Sheilah Graham fue siempre Sheilah Graham, sino que se convirtió en ella, en la persona que deseaba ser, para huir de otra vida y de otro nombre. Así que Sheilah fue, en cierto modo, un personaje creado por Lily Shiel, un personaje que, con el tiempo, se volvió persona y convirtió a la otra, a Lily, en algo tan irreal como un personaje de ficción. Deborah Kerr se parece mucho más a Sheilah que a Lily, lo cual es perturbador, porque a partir de la escena en la que cuenta su pasado, su primera identidad, no podemos evitar el intentar adivinar tras Sheilah y Deborah a Lily, pero nunca la pillamos en falta y ese saber que está ahí, escondida en el pasado del personaje, pero no poder verla, hasta el punto de que a veces la olvidamos (y otras veces deseamos que se haga visible) acaba por hacer sensible una grieta o una cicatriz que no vemos pero que sabemos que está ahí y que quizás un día, de golpe, en un breve momento de inatención, unos pocos segundos con la espalda vuelta, podría quebrarse.
No se quiebra ella pero dos veces se quiebra Scott en momentos en los que Sheilah no está. Ella se ausenta y cuando vuelve él parece otra persona, una persona que no tiene nada que ver con aquel al que ella conoce. Pero las dos veces nosotros vemos cómo sucede esa transformación. No es como la desaparición del cuerpo, los enfermeros y los policías. En esos momentos estamos con Scott, vemos aquello que causa la ruptura, la vemos venir, la vemos suceder, mientras que Sheilah no. Cuando ella vuelve y se encuentra con el cambio nosotros podemos ver a los dos desde afuera y comprenderlos, comprender eso que de que todo el mundo tiene su razones. Los comprendemos pero, porque los comprendemos a los dos, no nos confundimos con ellos. Hay, quizás, algo distante ahí, todo esto son cosas que les pasan a ellos y ellos no son nosotros, por mucho que podamos quererles o que podamos querer quererles. Pero también parece que para los dos haya una distancia más, como si nunca acabaran de ser ellos mismos, como si la vida que viven se les fuese de las manos, como si la vida avanzase con la hora ligeramente adelantada y ellos corriesen para ponerse a la altura, para que desde fuera no se notase que no están del todo sincronizados con sus propias vidas y esa conciencia de la asincronía hiciese que nunca pudiesen estar de veras tranquilos. (Y es, también, una película sobre el tiempo vacío de la espera, tiempo que se llena al mismo tiempo de angustia y de esperanza: treinta segundo que hay que esperar para estar en antena, el tiempo que tarda en llegar la respuesta de un editor, el tiempo de un teléfono que suena y puede ser descolgado o no.)
Intervalo hay también entre dos escenas que vemos al poco de conocerse los dos y esas dos escenas reescritas por Scott mucho más tarde en una sola escena para un pasaje de su novela, El último magnate. De lo vivido al libro todo se condensa, las frases cambian de lugar, y sin embargo no parece mentira, parece ser realmente lo vivido. Y no es uno de esos momentos en la películas de escritores en los que estos cogen algo que les pasa y al momento lo meten en un libro, sino que pasa el tiempo y las cosas se reordenan, cambian de forma, y sentimos una mezcla de felicidad y de tristeza al saber que ya está, que lo vivido ya fue vivido y ahora es esta otra cosa, un párrafo que se puede leer una y otra vez, una forma, una sensación hecha palabras. Entre lo vivido y la escena escrita algo ha pasado, algo ha cambiado, pero ese cambio no puede ser visto, no puede ser filmado, es en cierto modo un secreto para nosotros y quizás para los personajes. Porque en esta película importa eso, sentir que hay algo que nunca podremos ver y al mismo tiempo no decir que eso importa, o decirlo apenas, como de pasada. Por eso las emociones llegan también a contratiempo, desde lejos, como la luz de una estrella muerta.
Con el encuentro entre ella y él, Scott hace un párrafo de su novela y al fin y al cabo quizás toda esta película trate de cómo el presente se nos vuelve pasado, de cómo el pasado es ya otro mundo y de qué hacer con el pasado. Lo que decidimos hacer con él y lo que él hace con nosotros lo queramos o no. Cómo vivir con el pasado o contra él, cómo contárselo a los otros y contárnoslo a nosotros mismos. Tener la suerte de haber vivido momentos que no se quieran olvidar y que se quieran contar y volver a contar. 
Al final, Sheilah camina por la playa.  Allí le contó su pasado a Scott. Su pelo está suelto y se agita con el viento. En ese pelo suelto se cuela algo de Lily. Tenemos la sensación de que a partir de ahora Sheilah se verá a sí misma como la mujer que ha vivido este amor. Pero que también se verá como la mujer que fue Lily Shiel. Porque Scott no amó a Sheilah contra Lily, sino a Sheilah con Lily. Scott ha sabido reunirla consigo misma, reunir a Sheilah con Lily, volver a hacerla una. Aunque por el camino se haya abierto, claro, otra grieta que nunca podrá cerrarse. 
(Beloved Infidel, Henry King)

viernes, 18 de diciembre de 2020

silbido sobre silbido

No se puede contar. Pero, como no pudiste venir, te lo intentaré contar. Te diré cosas. Las cosas que puedo decir. Las cosas que sé decir. No sé decir, por ejemplo, nada de la música. De la música no diré nada y sin embargo la música es mucho de lo que fue. Tendrás que poner la tuya. La que imagines. 

No sé, además, si lo que recuerdo de veras lo recuerdo o si me lo invento. 

Es en una sala que lo mismo podría ser un aula o un salón. Antes, creo recordar, era el bar del teatro. Ahora ya no hay bar. Hay unas sillas para nosotros, espectadores, y hay una tarima negra muy baja, tan baja que casi podría ser el suelo y sin embargo no es el suelo. Por esos centímetros de altura y por ese color negro se vuelve escenario. Nosotros, antes de sentarnos en las sillas, podríamos andar por la sala pero no pisaríamos la tarima negra, porque ahí es donde pasan cosas, porque las cosas pasan porque la tarima está ahí. 

Es una sala de paredes blancas cuyas ventanas dan a la calle. Las contraventanas están entornadas, casi cerradas. Sobre la tarima negra hay una mesa con un aparato cuadrado, grande lo justo como para poder poner las dos manos encima, un micrófono sobre pie conectado al aparato y dos lámparas. 

Se apagan las luces. Nos quedamos casi a oscuras. Se abre una puerta, que ya estaba entreabierta, en el costado de la sala, justo donde yo estoy, y Silbatriz asoma. Entra en la sala pero al poco se asoma de nuevo hacia esa otra sala que no vemos y desde la que ha venido. Silbatriz ha venido pero podría irse. Va a haber algo así todo el rato, ha venido pero puede irse, silba pero podría callarse. Todo está siempre a punto de no ser y por eso mismo parece que es con más intensidad. 

Silbatriz, finalmente, entra. Cruza la sala hacia el lado de las ventanas. Va con un vestido negro que le llega a la rodilla. Un vestido más o menos pegado al cuerpo. Y zapatos de tacón. Todavía no los veo bien, la sala está oscura, pero luego me parecerá que los zapatos son negros y blancos, como de cebra. 

No sé si es que no acostumbra a usar esos zapatos o si es que lo está actuando, pero hay algo que podría romperse en su manera de caminar. Quizás sea, ahora lo pienso, que no quiera hacer demasiado ruido. Que tenga cuidado con no hacer demasiado ruido. Se pone unos zapatos cuyos tacones hacen ruido para intentar no hacer ruido con ellos. De pronto me parece que el teatro podría ser eso, ponerse unos zapatos que hacen ruido para, ante todos, intentar hacer con ellos el menor ruido posible. Más que teatro es equilibrismo. Si se trata de llegar de un punto a otro no hay razón para hacerlo sobre la cuerda floja pero si se trata de sentir cada paso de un punto a otro no hay nada como hacerlo sobre la cuerda floja. 

Silbatriz pasa, creo recordar, por la tarima. La tarima hace ruido y con ese ruido oímos aún más el silencio. 

Silbatriz llega hasta la ventana que está cerca de la tarima y abre las contraventanas. Entra la luz de la farola que hay en la calle. Esa farola parece de pronto un lujo de Hollywood. La ciudad misma se hace cómplice del espectáculo. La ciudad, fuera de la sala, es parte del escenario. Sabemos, además, que si Silbatriz vuelve a hacer este espectáculo en otro lugar esa farola no estará y sin embargo se inventará otra cosa. Es una alegría ser de aquellos que ven cómo usa esta farola y al mismo tiempo da un poco de envidia pensar en aquellos que la verán inventar otra cosa. Se adivina que este es un espectáculo al que habría que venir todos los días porque siempre habrá algo diferente. 

A la luz de la farola, Silbatriz, por fin, silba. De la música, ya lo dije, nada te puedo decir. Parece que silba con esfuerzo. Parece la imagen que tenemos de un saxofonista de jazz solo con su solo, doblándose sobre sí mismo, retorciéndose. No sabemos si el esfuerzo es real o es actuado. Si es actuado, todo parece aún más difícil: silbar tan bien y al mismo tiempo actuar el esfuerzo de silbar. Si es aún más difícil siendo actuado, entonces debe de ser actuado. Ante la duda, lo más difícil. En cualquier caso, nos recuerda que el silbido, esa cosa que si la oímos parece tan sin cuerpo, parece cosa de fantasmas, es algo que hace un cuerpo, es un esfuerzo de un cuerpo que respira. Es un equilibrismo y el equilibrismo sólo tiene emoción si lo hace un cuerpo que pesa. El silbido tiene su emoción, al menos esta noche, porque lo hace un cuerpo que respira, que además de silbar tiene que respirar, tiene que vivir. 

Cuando ha terminado de silbar a la luz de la farola, Silbatriz se acerca a la mesa, sus tacones sonando con precaución sobre la tarima, y enciende una de las lámparas, o quizás las dos. A partir de aquí me cuesta recordar el orden de las cosas y no es que eso sea malo, es que a partir de aquí es como si ya hubiésemos saltado al mar y estuviésemos nadando y no recordásemos bien el orden de las cosas. A partir de aquí estamos ya en el silbido y en el silencio, que es como estar en el mar de noche. El silbido es el flotador. El silbido es lo que hace que no nos hundamos en el silencio y en la oscuridad. 

Silbatriz se sienta y, silbando, empieza a manejar el aparato cuadrado que hay sobre la mesa. Ahora entendemos lo que es. Es uno de esos aparatos que permiten hacer bucles de sonido. Uno de esos aparatos que usan los músicos solitarios para volverse banda, grabando primero una guitarra, luego, por ejemplo, una batería, y luego cantando por encima de eso. 

Silbatriz graba su silbido y lo pone en bucle. Sobre ese silbido, vuelve a silbar. Ya son dos los cuerpos que silban y sin embargo los dos cuerpos son Silbatriz. Son la Silbatriz del pasado reciente, apenas unas decenas de segundos, y la Silbatriz de ahora, la Silbatriz del presente que se vuelve ya pasado porque puede a su vez volverse bucle sobre el que una nueva Silbatriz, la Silbatriz del futuro inmediato, silbe a su vez su presente. 

No recuerdo, en realidad, cuantas capas de su propio silbido llega a grabar Silbatriz. 

Recuerdo que detiene el bucle. Recuerdo el gesto de su mano sobre el aparato. Un gesto que, me parece, requiere un poco de fuerza, porque quizás este aparato fue pensado para apretar con el pie y no con la mano. Juraría que yo este aparato cuando se lo he visto usar a músicos lo hacían con el pie, no con la mano. En cualquier caso, esa sensación de esfuerzo a mí me dice una vez más que todo esto lo hace un cuerpo. Un cuerpo que silba. 

Recuerdo que vuelve a empezar varias veces este silbar y este crear bucles. Una de las veces empieza por grabar no un silbido sino una respiración. Una respiración difícil. La actuación de una respiración difícil. Y, luego, sobre eso, silba, hace varias capas de silbido, pero no parece un silbido de música, o al menos no de música humana, sino que poco a poco, capa a capa, va pareciendo un silbido de pájaro, de muchos pájaros, como si esa primera respiración difícil estuviese rodeada de pájaros innumerables, un bosque vivísimo o quizás un gran invernadero de cristal lleno de pájaros y plantas tropicales, un lugar en el que cuesta respirar y en el que la naturaleza se desborda. 

A veces Silbatriz para los bucles pero no sé bien si los ha parado todos, porque sigue sonando un silbido. Entonces me fijo en sus labios, que a veces se ven bien pero a veces están en la oscuridad, y veo que esos labios están silbando, que ha salido silbando de los silbidos grabados, aunque luego dudo, llego a pensar que todavía suena uno de los silbidos grabados y que Silbatriz se hace playback de sí misma, aunque eso también debe de ser difícil, hacer como que silbas pero sin silbar. Quizás eso, el cuerpo que simula silbar un silbido que en realidad silbó antes, en el pasado cercano, sea algo que imagino. Pero es que a estas alturas ya no puedo evitar el imaginar cosas así. 

A veces Silbatriz se levanta y se aleja de la mesa y del aparato. Viene fuera de la tarima, ante nosotros, y silba. Hay un momento, bonito y divertido, bonito porque divertido, que no sé si sabré describir, en el que silba con la cabeza vuelta a la izquierda, un silbido de esos de pájaro, un silbido que parece más palabra que música, y al instante, veloz, gira la cabeza a la derecha, haciendo un silbido diferente, y vuelve a girar la cabeza a la izquierda y vuelve a hacer el primer silbido, y vuelta a la derecha, y así varias veces, y uno siente que es la conversación entre dos personajes que se descubren, quizás dos pájaros, quizás dos criaturas cuyo idioma es el silbido. Quizás podría ser eso, dos criaturas cuyo idioma es el silbido y que no se conocen. En realidad las dos creen ser la única criatura en el mundo cuyo idioma es el silbido y de pronto, en medio del bosque, oyen el silbido del otro y se asombran de descubrir que hay otro ser que también silba, y las idas y vueltas de la cabeza, los silbidos de uno y otro personaje, son el comprobar una y otra vez que el otro también silba, que el encuentro inesperado ha tenido lugar, que no están solos en el mundo. 

Por la manera de mover la cabeza de Silbatriz en ese momento, una manera no del todo humana (pero es que durante todo este tiempo Silbatriz parece muy humana y al mismo tiempo no del todo humana, como si para parecer muy humana hubiese que deslizar la sospecha de otra cosa, de algo no humano), una manera un poco pájaro, recordé una película de los ochenta, una película en la que un extraterrestre que es como una bola de luz llega a la tierra y toma forma humana, toma la forma de un hombre muerto recientemente (y al poco conoce a la viuda), pero no por tener cuerpo humano es ya humano, sigue siendo un extraterrestre aprendiendo a ser humano. Para lograr eso el actor tuvo la idea genial (creo que fue idea suya) de observar los movimientos de los pájaros para aprender a mover el cuello y la cabeza como ellos, y así consiguió crear esa cosa con cuerpo humano pero que no es humana y que es al mismo tiempo inquietante y entrañable. Así que para mí Silbatriz, en ese momento, no sólo se me volvió un poco pájaro sino que se me volvió un poco extraterrestre.

Sé que luego pasaron más cosas, cosas que fueron sólo cosas silbadas y cosas del cuerpo y cosas de la luz, porque no había nada más, pero como ya han pasado más de veinticuatro horas desde entonces algunas cosas no las recuerdo bien, quizás si hubieses venido y las hubiésemos podido hablar, si hubiésemos podido rehacer el espectáculo una segunda vez hablándolo, mezclando visiones y memorias, ahora lo recordaría mejor, pero sólo tengo mi visión y mi memoria y esto es lo que conseguí fijar para poder contártelo y para poder contármelo a mí mismo. 

Fue un tiempo intenso, un tiempo atento, un tiempo dedicado a estar atento. Fue, también, un tiempo dedicado a admirar. Un cuerpo en un escenario, cuando consigue recordarnos lo asombroso que es que sea eso, un cuerpo, recortado en el tiempo y en el escenario, cuando consigue recordarnos lo terrestre y un poco extraterrestre que es, es como si fuese el teatro sin nada más que él mismo, un poco de tiempo en un lugar de la ciudad, un poco de tiempo durante el cual todo fue silencio y silbido y una palabra era algo inimaginable. Y eso, al mismo tiempo, le debería de dar a las palabras otro peso, las palabras de después del mundo sin palabras. 

(Implicaciones de un cuerpo que silba, Silbatriz Pons)

miércoles, 16 de diciembre de 2020

tres gardenias






Yo iba a ponerme a escribir diciendo que en esta película todo pasa dos veces. Iba a decir que, por ejemplo, hay dos hombres que apagan las luces para conseguir algo de una mujer, o seducirla o atemorizarla, y que en realidad quizás no había muchas diferencias entre las dos cosas. Iba a decir también que, al emparejarse por detalles como el de apagar las luces las escenas, se teñían la una a la otra y esto inquietaba porque se supone que uno de los dos hombres es el malo de la película y el otro el bueno. Sucede a menudo en las películas que haya todo un mundo de detalles que separe al bueno del malo y sin embargo en esta película los detalles sirven precisamente para emborronar esa distinción, para hacernos sentir que en realidad los dos hombres son muy parecidos. 
Lo que iba a preguntarme con todo esto era porqué, si es tan frecuente que en las películas las cosas vayan así, de dos en dos, rimando, sin embargo me había llamado más la atención en esta película. Pensé que quizás era porque la película trata precisamente de la confianza, en particular de la confianza que la protagonista puede tener en los dos hombres, saber si detrás de lo que dicen hay una segunda intención, si los gestos son espontáneos o son parte de una trama para conseguir algo que no se dice. Al repetirse los gestos su sentido se volvía incierto. Además, de todos esos gestos el de apagar las luces, el de poner en escena las luces de una situación, llamaba la atención por lo enigmático y quizás gratuito de la segunda vez, en la redacción del periódico. 
Pero el caso es que iba a decir todo eso y a tirar un poco más del hilo, no mucho más, pero al ir a buscar los momentos en la película de pronto me pregunté si no había antes otro apagado de luces, en la escena en la que ella prepara la cena con el novio ausente, que está en la guerra de Corea. Y resulta que sí, que apaga las luces para volver más romántica la situación, y hay una botella de champán, como habrá otra tras la cena con el primer hombre, y hay la cena misma que no llega a empezar, como habrá luego una cena con cada uno de los dos hombres, y hay una carta, como la habrá luego por parte del segundo hombre, y no hay en cambio café, que sí habrá con los dos hombres, y así hay más cosas, como si la película fuese saliendo de esa escena, como si ahí se sacasen las cartas de la baraja y a partir de ahí el truco estuviese en mostrar siempre las mismas (o casi) pero en no mostrarlas nunca de la misma manera, y además en ir haciendo que el valor de las cartas dentro del juego fuese cambiando, como si lo que nos enseñase la película tuviese que ver con eso, con el mundo como juego de cartas pero de reglas cambiantes, de reglas que deciden otros y con las que nunca se puede ganar. 
Quizás el final, alegre y aparentemente tan despegado de la historia que hasta hace sentir el final que no vemos, el final más moral en el que ella no aceptaría al hombre que ha demostrado no ser un tipo en el que se pueda confiar, tenga también su lógica. La chica no rechaza el juego de cartas trucado sino que pasa a jugar también ella con cartas trucadas. O al menos eso cree. Como si la inmoralidad del juego trucado dejase de importar desde el momento en el que una cree que puede formar parte de aquellos que trucan el juego. El truco de poder formar parte del truco. Por eso, en esta historia, la casa, al final, siempre gana. 
(Gardenia azul, Fritz Lang)