martes, 21 de febrero de 2023

un beso azul como una naranja

Lo que quería mostrar en este fotograma en realidad no se ve. Al menos no en un fotograma. Es un beso en la oreja de ella. Un beso fugaz. Un beso como de pasada, como dado por la boca, por el instinto, no por la intención. La verdad es que incluso al verlo en movimiento uno duda de si realmente ha sucedido. Y al intentar detenerlo no hay manera de encontrar la imagen exacta, aquella en la que se puede decir: ahí ha sucedido. El beso es casi una manera de pegarse los labios la oreja, algo que sucede porque nuestros cuerpos son, entre otras cosas, pegajosos. Tenéis que verlo. Él acaba de decirle a ella: please, marry me. Y también: Darling Daisy, lovely Daisy. Luego le da ese beso. Y luego añade: You have such nice ears, Daisy. Eso dice: Tienes unas orejas tan agradables. O tan lindas, no sé bien cual sería la traducción buena. Pero es como si fuese decreciendo la importancia de la palabra: el matrimonio, adorable, orejas. Y en todo eso va y viene una sonrisa increíble de Henry Fonda. Las sonrisas de Henry Fonda en esta película son algo muy particular. Las de Joan Crawford también. Yo no sabía que Joan Crawford podía sonreír así. (Bueno, no, me equivoco, sí lo sabía, hay alguna sonrisa así en Johnny Guitar.) Esas sonrisas, ese beso en la oreja, esa manera de hacer decrecer la importancia de la palabra: lo que quería decir con todo eso es que hay algo en esta película, algo tan inasible como ese beso, que está siempre sorprendiendo, y ese algo tiene que ver con los actores, o con el encuentro entre el guión, la puesta en escena y los actores. Henry Fonda, por ejemplo, casi siempre actúa de manera inesperada. Y cuando digo que actúa de manera inesperada lo digo en dos sentidos: el personaje hace cosas inesperadas y el actor, a su vez, interpreta esas cosas inesperadas de manera inesperada. Por ejemplo: en qué lugar deja caer las sonrisas. Es como si, al pintar, dejase caer los colores en lugares inesperados respecto a la línea o respecto al dibujo y a lo que se supone que el cuadro representa. Digamos que el guión es el dibujo y que la interpretación del actor es el color o algo así: Fonda, y también Crawford, y a veces Dana Andrews, dan una pincelada de rojo allí donde la lógica haría esperar un verde, por ejemplo. La tierra es azul como una naranja, que decía un poema de Paul Eluard. Y el poema sigue: Nunca un error las palabras no mienten/ Ya no os dan qué cantar/ Toca ahora que se oigan los besos. ¡Como en la película! ¡Como el beso en la oreja! Bueno, quizás el poema no dice exactamente eso, voy improvisando la traducción. Pero pongamos que lo dice. También dice: Ella su boca de alianza/ Todos los secretos todas las sonrisas. Como las sonrisas de Fonda, las sonrisas de Crawford. Son un actor y una actriz que sonríen, que deciden sonreír, y que al mismo tiempo hacen sentir lo que de involuntario hay en una sonrisa, lo que una sonrisa desvela, que no es exactamente una verdad, es un secreto, es la pista hacia una verdad, sobre todo cuando son sonrisas que aparecen de manera inesperada, sonrisas como un color aparentemente fuera de lugar, como la palabra naranja al final del verso de Eluard. Ese naranja del verso es quizás cosa del surrealismo, de la libertad que le dio a Eluard el surrealismo para, por ejemplo, encontrarse la palabra naranja al final de ese verso, para encontrarse lo que quizás no sabía que buscaba. Las cosas del inconsciente, quizás. El inconsciente, en cualquier caso, juega su papel en la película. Uno de los momentos clave, por ejemplo, es fruto de un lapsus: alguien da a un taxista una dirección cuando pretendía dar otra. Pero es que, en general, me parece que los personajes no saben del todo quienes son, qué quieren, y se pasan la película tanteando, equivocándose sobre sí mismos, hablando de lo que sienten pero con la sospecha de que lo que dicen puede no ser cierto, o que puede ser cierto de una manera que no habían previsto. Esta es una película en la que a cualquier frase, a cualquier intención, se le puede dar de pronto la vuelta como a un guante, a cualquier gesto de amor se le puede dejar de pronto con las costuras al aire y cualquier gesto de frialdad puede revelarse de pronto una prueba de amor. No sé si alguna vez había sentido con tanta intensidad en una película la posibilidad de que en realidad uno no sepa nada de sí mismo, o en cualquier caso mucho menos de lo que cree saber. Como quien no quiere la cosa, con acciones, con gestos, con palabras, con sonrisas, la película tambalea la identidad bajo los pies de los personajes y, al hacerlo, tambalea un poco la nuestra. De pronto miramos hacia abajo y vemos el vacío. O vemos que estamos sobre un suelo de cristal y que bajo ese suelo, que no sabemos hasta qué punto es resistente, hay todo un mundo caótico que también es nosotros y en el que podríamos caer en cualquier momento. Y también vemos que todo eso es muy serio pero es también, un poco, una broma. Es todo muy desconcertante. En realidad yo debería de haberme puesto a escribir anoche, justo después de verla, y no ahora, casi veinticuatro horas después, porque todo lo que importa en esta película es tan fugaz y reversible que ahora, la verdad, siento cómo se me escapa la película. Así que voy a dejarlo por ahora, creo, pero no sin volver a decir que todo lo que esta película tiene de singular tiene que ver con todas esas cosas inesperadas que hacen los personajes y con todas esas formas inesperadas de hacerlas que tienen los actores, y quizás lo bello sea cómo se mantiene la línea de un guión más o menos clásico y cómo al mismo tiempo todo nos hace dudar de ese guión (y hasta los personajes hablan del melodrama y del simbolismo de lo que hacen y dicen) y cómo la puesta en escena hace caer los tonos y los colores de manera inesperada respecto a ese guión y, al hacerlo, lo vuelve todo tremendamente vivo, dolorosamente vivo, de tal manera que como espectadores también nos ponemos a sonreír en los momentos de drama y en cambio nos deja acongojados una pequeña broma. Y, ahora sí, paro. Pero no olvidéis que todo esto es un guante, y que podéis darle la vuelta. 
(Daisy Kenyon, Otto Preminger)

sábado, 11 de febrero de 2023

vistas de una ola

Pensé que las olas tienen un afuera y un adentro y que durante buena parte de la película no vemos el adentro, no imaginamos que hay un adentro. Hasta la escena final los personajes surfean, con una ligereza asombrosa, sobre el afuera de las olas. Solo al final vemos, y comprendemos (aquí se comprende al ver) que la verdad del surf, el límite que hay que rozar, consiste en, sin dejar de estar en el afuera, acercarse lo más posible al adentro. Es esa imagen de la ola que se va haciendo tubo, que se va cerrando. Y, al fin, un personaje, Matt, el mejor de los surfistas, cae de su tabla y se sumerge en el interior de la ola. Entonces la cámara entra con él en la ola y vemos que esta es caos y es violencia, que no es un lugar habitable, que es destrucción. El personaje sobrevive, vuelve al afuera, pero trayendo con él la imagen del adentro de la ola, ese adentro que podría haber destrozado su cuerpo. 
Y recuerdo ahora, con esa misma doblez de la violencia que se controla y de la violencia que ya no se puede controlar, las dos grandes peleas que casi se suceden en la película, una en una fiesta en casa de la madre de uno de los protagonistas, una pelea que acaba a puñetazos pero alegremente, sin que nadie resulta irremediablemente herido, y otra pelea en Tijuana, en un lugar que no dominan, que tiene otras reglas que ellos no conocen, una pelea que empieza de tal manera que podría ser, de nuevo, un juego, algo casi alegre, pero que de pronto se desborda con una violencia que los personajes ya no pueden controlar, de la que tan solo pueden huir mientras, creemos ver, alguien muere de un tiro. Al huir de allí, Matt se pierde en un lugar que parece al mismo tiempo terrible e inmóvil, eterno, como el silencio particular dentro de la ola que se va cerrando.
En realidad, durante gran parte de la película el personaje de Matt está dentro de la ola, su vida, su caos, son como la ola, y el surf es, precisamente, aquello que puede, por un tiempo, sacarlo afuera, porque la verdad es que la vida y el tiempo lo zarandean bastante, lo zarandean como el adentro de la ola. A los personajes el tiempo los cambia, los hace subir, los hace caer. A veces creen dominar las olas del tiempo y en otras ocasiones descubren desconcertados que no dominaban nada, o casi nada.
Y, bueno, pensé también, perdonad la evidencia, en Las olas, de Virginia Woolf. El tiempo que pasa a través de unos pocos personajes. La puntuación de los capítulos: la voz en off que evoca las diferentes corrientes oceánicas en la película, la descripción del día que va avanzando sobre las olas en la novela. Como si hiciese falta cada cierto tiempo salir de lo humano, recordar que hay otra cosa, que estaba antes, que estará después, que cambia, que tiene sus tiempos y sus repeticiones. 
Y, sobre todo, pensé que la película parece estar construida, pasada la primera media hora, de sucesivas despedidas, de momentos de emoción que se suceden, un poco solemnes. Pensé que eso, esa constante sensación de final, que en muchas películas es un truco cansino, aquí funciona, aquí da lugar a algo muy extraño, una película que, como la novela de Virginia Woolf, fuese más lírica que narrativa. Una película en la que la narración se cuela por las elipsis y en la que las elipsis tienen, en cierto modo, la función del monólogo interior en la novela, como si en el cine, al menos en esta película, el desafío de transmitir la interioridad de los personajes se tuviese que resolver no dándonos casi nada de esa interioridad, haciéndonos adivinar dolores, dudas y esperanzas en los silencios y en unos pocos gestos, como si hubiese que crear simplemente la sensación de que hay algo más, de que hay una interioridad, como un hueco de sombra, como el tubo de una ola a punto de cerrarse, como el cine tuviese que surfear por el afuera de los seres para hacer intuir el adentro turbulento, la voz interior que nunca calla.
(Big Wednesday, John Milius)