domingo, 25 de marzo de 2018

manos como ésas


...
Manos como ésas podrían llevar a cabo una violencia inevitable
con semejante mesura, con semejante comprensión
del alcance y los límites de la violencia,,
que desde entonces la violencia se volvería obsoleta.

Es una película breve. Es una película pequeñita. Sin embargo,  en ella caben muchas cosas. Es como los bolsillos de Harpo Marx. Es como el bolso de Félix el gato. Parecen poca cosa y sin embargo sale todo lo que quieras, todo lo que necesites, hasta un soplete encendido. ¿Cómo será el interior del bolso de Félix el gato? ¿Será que es un bolso mágico y de veras no hay nada, una nada de la que una mano puede sacar cualquier cosa? ¿O será que todo está de veras ahí pero muy bien ordenado, tan bien ordenado que el mundo entero cabe en un lugar tan pequeñito? Ese orden sería de un tipo que no podemos imaginar, claro. Un orden muy diferente de lo que en estas nuestras dimensiones entendemos por orden. Pero todo puede ser. ¿Acaso es más lógico que no haya nada?

La película es como el bolso de Félix el gato y se presenta a sí misma con una enumeración de algunas de las cosas que veremos y oiremos, hay una orquesta que toca música demencial, hay un burro, hay una niña llamada Cleo, hay un teatro... Así empieza la enumeración, y sigue, hay más cosas, hay también, por ejemplo, una vieja pianista argentina, Margarita Álvarez, que es maravilloso oírla decir lo que hay que sentir al tocar una tecla, y hay un viejo compositor alemán, Helmut Lachenmann, que compone esa música que la voz en off llama demencial, y hay también una mujer y un hombre que dependen más o menos de la pianista y del compositor. La película enumera al empezar todas estas cosas y algunas más y puede parecer que lo hace en desorden, o que anuncia que la película va a ser un desorden, que va a ir sacando cosas del bolso mágico relleno de nada según lo que vaya necesitando, y la excusa o el disfraz de ese desorden sería que la película es el diario de cosas que realmente sucedieron.

Pero quizás ese anuncio de desorden tenga truco, quizás la película haga como que no entiende la música de Lachenmann, diga a través de la voz en off que es demencial, los personajes le hagan burla, sí, pero quizás la película sea ahí un poco taimada, quizás la película sepa de la música de Lachenmann mucho más de lo que dice, quizás allí donde los personajes dicen no la forma de la película esté diciendo sí, la forma de la película esté siendo un poco demencial ella también, una demencia con método, una demencia no tan demencial, una demencia ordenada.

De entre las cosas que hay en la película está por ejemplo esa vendedora de fósforos del título, que es un cuento de Andersen, uno de los cuentos más tristes del mundo, pero también es una ópera que no parece una ópera, que quizás no sea una ópera, y también podría ser un eco de otra historia que también se contará en esa ópera que no parece una ópera, la historia de Gudrun Enslinn, de la RAF, que entre otras cosas prendió fuego a un supermercado en Alemania, a finales de los años sesenta, y que murió en la cárcel. Pero la vendedora de fósforos también es una niña, puede ser la niña Cleo que sueña con un burro y también pueden ser las niñas del presente que dicen el cuento en el tiempo que dura un fósforo, cada detalle es un hilo que va trayendo por asociación el resto de la película, o cada detalle es como una pieza de dominó, que por un lado conecta con una pieza y por otro lado conecta con otra, hasta que ya no quedan más piezas por conectar.

La película hace que dos personajes se pregunten ante el ensayo de la ópera qué pintan juntos un cuento de Andersen, una carta de Gudrun Enslinn y un texto de Leonardo Da Vinci, la película hace como que eso no se entiende mientras ella misma va juntando así, en aparente desorden, todo aquello que, de una u otra manera, se pueda emparentar con esa ópera, todo aquello que llegado cierto momento no para de rimar, a la vista o a escondidas, y uno se puede preguntar por ejemplo si ese fragmento que vemos de Al azar Baltasar está ahí por Schubert, o por el placer de inventarse que pueda ser una película para niños, una película con animales de esas de dejar a los niños delante mientras los adultos se dedican a otras cosas, a cosas serias, a cosas que dan dinero, o si será que esos niños con sus juegos y su burro son el pasado de alguien, el pasado de un compositor alemán y una guerrillera alemana, el pasado de un guerrillero alemán y una pianista argentina.

Y ahora voy pensando, y lo meto sin que venga a cuento, sin saber si hay un orden, que esta película me recuerda un poco a Elogio del amor, era en Elogio del amor, ¿no? donde se decía aquello de que los adultos necesitaban una historia, no los niños ni los viejos, y esta es también una historia de viejos, adultos y niños, tres generaciones, y quizás hasta una película que se asombra un poco de eso, de que este pueda ser un mundo en el que convivan tres generaciones, en el que convivan tiempos y problemas y vivencias tan diferentes, y si es así me daría por pensar que está bien que el cine nos ayude a asombrarnos de las cosas evidentes, de las cosas que son lo que son.

(Y también en Elogio del amor alguien preparaba algo que no sabía si era una película o una cantata sobre Simone Weil, que no sé si podría ser también, de esta o aquella manera, una vendedora de fósforos, pero en cualquier caso también había allí el cruce de una trayectoria de artista y una trayectoria de compromiso político, aunque allí esas trayectorias no dejaban de alejarse y aquí se intuye al menos la posibilidad de una pausa, de un descanso, pero tampoco era por hacer de Elogio del amor una pieza de dominó más, y también pueda ser nada más que sea una película de la que me acuerdo a menudo, o que en La vendedora de fósforos haya una secuencia de cafetería contrapuntada a tres bandas, como en algunas películas de Godard.)

Dos adultos entre dos viejos y una niña, dos adultos acelerados, que corren y se interrumpen y vuelven a correr. Dos adultos que no acaban de ver las cosas más evidentes, que un escenario está lleno de músicos, que la música de Lachenmann no es tan desordenada, pero sin los cuales quizás no podríamos entrar en la película, sin los cuales no podríamos tener la suficiente distancia para ver que todo es, como dice Margarita Álvarez de la música de Lachenmann, un juego de niños, un juego de niños a falta de poder ser otra cosa, a falta de poder parar el mundo, porque ¿cómo es que el mundo no se detiene? ¿Cómo es que muere de frío una vendedora de fósforos y se acaba el cuento pero no se acaba el mundo? ¿Cómo es que una joven prende fuego a un supermercado y sin embargo los supermercados siguen existiendo? ¿Cómo es que el mundo sigue y sigue y no para de seguir? ¿Qué manos, qué fósforo, podrían pararlo? ¿Para qué sirven entonces esas manos que tocan el piano, que reinventan el tiempo tocando el piano? La película se lo pregunta, claro, y para qué sirve ella misma también, para qué sirve ser visión inesperada del interior del bolso mágico de Félix el gato, y a todo esto que se pregunta no sé si encuentra respuesta, o la respuesta de todo esto son juegos de niños, que es un poco como un alzar los hombros, o quizás la respuesta sea ese instante de reposo momentáneo al final de la película, ese paro de transportes que permite a los personajes parar un poco, parar juntos, porque aquí no es como en Elogio del amor, allí las generaciones iban cada cual por su lado, mientras que aquí, en La vendedora de fósforos, en estos pocos días en Buenos Aires, hay tiempo y lugar para que las tres generaciones se junten en un piso, para que, más o menos despiertas o adormiladas, aguanten juntas hasta el amanecer, juntas fuera del tiempo gracias a un paro de transportes, hay tiempo y lugar gracias a un imprevisto, a algo que de entrada puede parecer un problema y que sin embargo se vuelve ocasión, se vuelve una breve imagen de lo que podría ser el mundo detenido.

(La vendedora de fósforos, Alejo Moguillansky)

viernes, 23 de marzo de 2018

un libro infinito



Divago sobre un mundo ucrónico que amara a Irene Dunne, 
más que a la Dietrich.
Carla Maglio

Cary Grant casi no se mueve, y no habla, deja hablar, si acaso vemos, en el abrir y cerrarse de sus ojos, en su boca que apenas cambia, que escucha lo que Irene Dunne está diciendo, que la escucha y que algo le pasa escuchándola, pero nada más, está en sombra en un plano donde todo lo demás brilla, la ropa de ella, su sombrero, su broche, su pelo, las copas de champán, las copas de champán que son como el brillo que les está pidiendo el cuerpo y que sin embargo en ese momento no pueden beber, ni mojarse los labios con el brillo pueden, y ahora no recuerdo de qué está hablando ella, quizás esté recordando algo que al mismo tiempo la hace reír y tener ganas de llorar, y todo el plano está hecho para eso, para que ella al mismo tiempo tenga ganas de reír y de llorar, para que pasen cosas, muchas cosas, por su rostro, para que ella sea un libro abierto pero un libro extraño, un libro en el que se confunden las emociones, una sonrisa que se dibuja y se desdibuja, una boca que está a punto de hacerse mueca o llanto y de pronto se echa a reír, un risa que va decayendo hasta ser sonrisa, una sonrisa de fachada que no puede resistir la vista de la copa de champán, y de pronto es más bien en los ojos donde de veras están pasando cosas, hay algo en ese rostro que nunca se detiene, que nunca está en una emoción si no es camino de otra, y quizás ese mundo ucrónico en el que se amara más a la Dunne que a la Dietrich sería un mundo en el que no importase que nos leyesen en el rostro como en un libro abierto, un mundo donde hasta cuando mentimos no paramos de decir la verdad, un mundo donde no fuese necesario congelar el gesto, controlar el sentido de una ceja que se alza, pero también puede ser, simplemente, que lo que la Dunne hace sea algo que no se puede detener en una imagen, ni postal ni póster, algo que sólo sucede en el momento mismo en el que vemos la película, algo que no podemos llevarnos a casa más que en la memoria, con la duda de si realmente vimos lo que vimos, si realmente recordamos lo que fue, y no sé muy bien en qué momento podríamos imaginar que habría empezado ese mundo ucrónico, en qué momento el mundo podría haber virado un poco menos Dietrich, un poco más Dunne, en qué momento podríamos haber renunciado al miedo a que leyesen en nosotros como libros abiertos y contradictorios, libros cambiantes, libros champán y lágrimas. 
(The Awful Truth, Leo McCarey)

jueves, 22 de marzo de 2018

la sonrisa ventrílocua


para la reina de la fiesta fría

¿De dónde sale la voz de Irene Dunne? ¿De dónde sale si casi no se le mueve la boca, si casi no se le mueven los dientes, tensos en una enorme sonrisa, una sonrisa que no es de felicidad, ni de que algo le haga gracia? Es extraño eso que logra Irene Dunne con su sonrisa, ella sonríe y sonríe, en Love Affair y sobre todo en The Awful Truth, sí, The Awful Truth la recuerdo, quizás me equivoco, como si se la pasase sonriendo, o como si la sonrisa fuese el estado natural de su boca y desde allí se aventurase hacia otras cosas, la seriedad o la risa. Es extraño esto de sonreír tanto y que sin embargo no dejen de pasar emociones diferentes por el rostro, que al mismo tiempo que se sonríe los ojos vayan cambiando, que al mismo tiempo que se sonríe la voz llore o latiguee, que la sonrisa pueda ser tantas cosas a la vez, que pueda ser felicidad pero también lo contrario, el esfuerzo por no dejarse llevar por la tristeza, que pueda ser sonrisa amable o sonrisa incontrolable, que se separe así del resto del rostro, que se separe de la voz, que se separe del ánimo, como si la sonrisa fuese el lado muñeco de su ser, como si ella fuese un poco ventrílocua de sí misma y separase así cuerpo y alma, sonrisa y voz, y nos convirtiese a nosotros un poco en detectives, obligados a mirar atentamente, a leer una emoción disfrazada de otra, a reconocer lo que dicen los ojos a pesar de lo que dice la sonrisa, a ver ese esfuerzo por ser al menos dos al mismo tiempo, el vértigo de una interpretación que hace reconocer una emoción dando los signos de la emoción opuesta y que así hace sentir el esfuerzo de estar presente ante los otros, de verlos y de ser vista por ellos y por sí misma, de que nunca se actúa del todo inconsciente y nunca se actúa del todo consciente, que en el rostro se mezcla lo que que se quiere dar a ver con lo que se da a ver a pesar de una misma y que la gracia está en ese estar todo eso a la vista al mismo tiempo, la fachada y el interior, y siempre móvil, siempre cambiante, aunque quizás esto no fuese solo cosa de Irene Dunne, quizás fuese también cosa de McCarey, capaz de inventarse un cine donde la sonrisa es el estado natural de los rostros, donde se viaja de emoción en emoción desde el inesperado suelo firme que es la sonrisa.
(The Awful Truth y Love Affair, Leo McCarey)

el arte del desorden


Cuando crees que tienes una escena controlada, 
que es tuya, Irene puede mover apenas un dedo, 
o un ojo, o inclinar la cabeza, y te la roba. 
Cary Grant

Es la primera noche que ella canta en ese club, la primera noche que canta en cualquier club desde hace años, y necesita que le salga bien, porque necesita que la contraten, y canta bien, muy bien, se ve en la atención del público y en la mirada del dueño del club y del director de la orquesta, pero sobre todo se ve en ella, que se va convenciendo a sí misma según canta, que nota que tiene el dominio de la escena, en ningún momento parece que pudiera no tenerlo, y además brilla la chaquetilla que lleva sobre los hombros, con brillos de esos que centellean a nada que mueve los hombros, y la luz que llega desde detrás le hace un halo en el pelo, todo está controlado, muy controlado, por un momento importa más la canción que el personaje, o importa más la estrella que el personaje, y sin embargo, en el último momento, según termina, según llegan los aplausos, primero va el cuerpo hacia abajo, como relajando el esfuerzo de cantar, el esfuerzo de estar en escena, y luego está ese gesto de la cabeza que se inclina a su derecha, guiñando un poco el ojo, como diciéndose a sí misma "lo he logrado" y es un gesto que parece mucho menos controlado que los de la canción, como si de veras ella hubiese cantado esa noche ante un público que se tuviese que ganar y lo que estuviésemos viendo fuese el documento de esa actuación, como si no hubiese habido la ocasión de rehacer la toma hasta que saliese perfecta, le basta con un simple gesto para ir más allá de la perfección construida y que de pronto tengamos la sensación de un aquí y ahora, le basta con un quiebro en el registro, como si ese gesto estuviese fuera de la interpretación, y quizás lo estuviese, quizás hubiese ahí improvisación, pero al mismo tiempo hay algo en la interpretación de Irene Dunne que parece siempre así, como recién inventado, como hecho un poco sin querer, y sin embargo hay un control en esa apariencia de sin querer, tiene el arte de desordenar el arte y que al mismo tiempo tenga sentido para el personaje, aquí es algo así como el personaje reconociéndose a sí misma, reconociendo que con su cantar puede, que todavía puede, que quizás ahora que está enamorada puede más que nunca, que eso que ella hace ahí en el escenario, eso que ella canta, es real para sí misma y para aquellos que la escuchan, y lo que es real pasa, lo que es real es fugaz, está en el tiempo, ese tiempo fugaz que Irene Dunne de pronto hace sentir en tres gestos, abajo, a un lado y guiño. 
(Love Affair, Leo McCarey)

martes, 6 de marzo de 2018

un puzzle sin caja



Ahí, con la mano, con el dedo, está marcando hasta dónde están cubiertas de negro, hasta dónde están cubiertas de mierda en la fábrica de pilas Wonder, y está diciendo que no entrará, que no volverá a entrar, porque es un día del 68 y llevan tres semanas de huelga y hoy, poco antes, se ha votado la vuelta al trabajo, pero ella no quiere volver a entrar, no puede querer volver a entrar después de esas tres semanas fuera, y para explicarlo dice eso, dice hasta dónde están de mierda cuando trabajan, dice lo que los dos hombres de los sindicatos, uno a cada lado, no han visto, y les dice que no pueden imaginarlo, les da la imagen y ellos no la ven, porque están a lo suyo, hay que saber parar una huelga, y eso está filmado por unos estudiantes de cine que pasaron por allí y esa película de diez minutos se llama La reprise du travail aux usines Wonder, pero la película de la que ahora hablo no es esa, es otra, se llama simplemente Reprise, y en ella un cineasta que años más tarde vio esas imágenes busca veinte años después a esa mujer que decía que no volvería a entrar en la fábrica Wonder, y para buscarla va viendo y escuchando a gente de aquella que estaba en el plano y a gente de aquella que podría haber estado en el plano, la gente de la fábrica y la gente de los sindicatos, durante tres horas los ve y los escucha, y oímos muchas cosas, todo un mundo, todo un tiempo, y entre las cosas que una y otra vez oímos pero nunca vemos está la fábrica, descrita en detalle y descrita de pasada, un pasillo largo, un taller sucio, tan sucio y corrosivo que a quien salía de allí no le dejaban acercarse a otras herramientas, un techo con goteras que hacía salpicar cuando llovía un líquido químico sobre una de las obreras, las oficinas arriba, otro taller menos sucio donde se embalaban las pilas, dos baños para cuatrocientas obreras, despachos a los que subir para reclamar, gestos que se repiten y se repiten y se sueñan de noche, oímos todo eso y más y no lo vemos, apenas lo podemos imaginar, es como un puzzle de piezas creadas por la palabra y que no siempre encajan, un puzzle con sus esquinas y con algunas piezas de un único color, negro, y ninguna imagen de referencia, ninguna foto en la caja para saber bien qué es lo que estamos reconstruyendo, porque la película, como la mujer del 68, nunca entra en la fábrica, que todavía está más o menos en pie, aunque transformada en otra cosa, usos culturales, creo, al principio el cineasta hace amago de entrar pero alguien le dice que no, que no se puede entrar y no insiste, casi mejor, hay cosas que ya no se pueden ver donde realmente sucedieron, hay cosas que solo se pueden reconstruir con palabras, que solo se pueden reconstruir a sabiendas de que esa imagen será incompleta, será nada más que una imagen entre otras, en el centro de la película hay una mujer a la que se busca pero también hay un lugar que se describe una y otra vez pero no se ve, y es como si todo ese mundo que va apareciendo alrededor, todos esos rostros y palabras y preguntas que uno se hace sobre cómo ha pasado el tiempo por ellos, sobre cómo ha pasado el tiempo por el mundo, como si todo eso existiese, tuviese su tiempo, respirase, porque en el centro hay algo invisible, algo que no vemos, lo visible ayuda a hacer ver lo invisible, pero también sucede la inversa, que lo invisible aguza nuestra atención, lo invisible nos hace de veras mirar lo visible. 
(Reprise, Hervé Le Roux)