Esta es una de esas películas que se podrían describir como un sistema matemático, como un juego de reglas bien definidas o como un poema con una métrica regular y, al mismo tiempo, intrincada. Vemos, por una parte, escenas breves en interiores. Vemos, por otra parte, caminando en solitario por la calle, a una de las actrices o a uno de los actores de las escenas, acompañados por la cámara. La alternancia es casi constante: una escena, un plano en la calle, otra escena, otro plano en la calle. A veces, sin embargo, se suceden dos planos en la calle. Y, al menos una vez, un plano de la calle se convierte en escena (un juego con una carta y un buzón).
Las escenas son, casi siempre, entre un hombre y una mujer. Pero en algunas hay únicamente un hombre o únicamente una mujer. O quizás no, porque cuando aparecen esas escenas solitarias nos hemos acostumbrado tanto a la lógica parejil que de alguna manera vemos al ausente, vemos esas escenas también según una lógica parejil. Por ejemplo: una mujer esconde una foto bajo la moqueta. Aunque no haya un hombre presente, podemos pensar que está ocultándola para que un hombre no la vea. Aunque, por otra parte, en la foto misma hay un hombre y también podemos pensar que la mujer no esté escondiendo la foto sino que esté enterrando bajo la moqueta la presencia fotográfica del hombre.
Las escenas, decía, son breves. Se podría decir que cada escena es un cristalito. O, más bien, que cada escena es un pequeño conjunto de partículas que vemos moverse a través de un microscopio, hasta que cristalizan. Las escenas se interrumpen en el momento en el que cristalizan. El momento en el que algo, un detalle, las convierte en escena. Algo minúsculo se fija. A veces es una frase, a veces es un gesto, a veces es una belleza, a veces es la luz. Eso que cristaliza es, a menudo, agresivo. Una frase breve e inesperada que hace daño, por ejemplo. Diría que hay tres o cuatro variantes: detalle-gag, detalle-agresivo, detalle-belleza, detalle-secreto. A veces se combinan. En cualquier caso, siempre es algo inesperado. Es como el quiebro del tercer verso de un haiku. Es el zambullido de la rana. Es un fulgor que aparece y enseguida desaparece, sustituido por un plano de una de las actrices o de uno de los actores caminando por la calle.
En alguna escena no llegué a percibir el quiebro, el detalle que la justifica, y me pregunté si es que era tan sutil que no me había dado cuenta o si la ausencia de detalle era otra forma de sorpresa, una especie de paranoia difusa que me dejaba buscando el detalle revelador donde en realidad no había nada. La película, en su sucesión de brevedades, instruye a su espectador, le afina la mirada y la atención, lo convierte en un detector de detalles. Aprendemos a detectar los detalles de las escenas y, también, los detalles y variaciones en los planos aparentemente repetitivos de los actores caminando por la calle, en los que a veces adivinamos sonrisas o tristezas y otras veces nos fijamos en figuras del fondo o nos dejamos llevar por el ritmo del zapateado. Hay algo de locura en esa atención a los detalles, en ese ritmo regular con el que aparece lo imprevisible. A uno se le puede quedar la mirada como se le quedaba el cuerpo a Charlot después de pasar horas ajustando tuercas, sin poder ya parar de ajustar todo lo que le pasa por delante. Al cabo de un tiempo, nuestra mirada ve cristalitos, ve vueltas de tuerca, por todas partes.
Otras veces, inesperadamente, se da más de un quiebro en una escena. En una de ellas, por ejemplo, una mujer que está en la cama, quizás enferma, le pide al hombre, que está pelando una mandarina (o eso me pareció) que le traiga un té. El hombre repite la frase de ella con tono de burla y pensamos: ah, es una escena de detalle-agresivo. Pero entonces el hombre le hace un gesto tierno a la mujer y pensamos: ah, no, es una escena de detalle-belleza, una de las escasas escenas “felices”. La frase burlona, pensamos, ha sido un despiste, un regate. Pero entonces el hombre se va para preparar el té y la mujer repentinamente saca de detrás de la cabecera de la cama una carta que tenía escondida. ¡Es una escena de detalle-secreto! O quizás la singularidad de la escena está en su triple quiebro, en su inesperada multiplicación de la sorpresa en una única escena, que rompe con las aparentes reglas del juego de la película.
Esta escena, por cierto, combina frases y gestos. Y en ella, como en el resto de la película, nos damos cuenta de algo muy sencillo: en nuestra vida cotidiana los gestos y las frases se alternan. Los gestos pueden ser frases y las frases pueden ser gestos. Nuestras vidas son, de alguna manera, una sucesión de frases. Frases-verbales y frases-gestuales. Todas ellas, en el fondo, frases-acción. Somos un texto que vamos escribiendo sobre la marcha. En la mayoría de las películas, los personajes son un texto en prosa y no nos hacen pensar en ese lenguaje que construimos al vivir. En esta película, los quiebros y la brevedad nos hacen visibles esos gestos, esas frases-acción. Las escenas, en esta película, se interrumpen antes del llegar al punto y aparte. Son escenas-verso. Nos dan una conciencia nueva de las palabras y gestos de la tribu. Nos recuerdan que hay lenguaje allí donde nosotros ya no lo vemos.
Para quebrar aún más la prosa, para acentuar el quiebro de cada escena-verso, en la película hay, se supone, dos parejas. Pero cada personaje está interpretado por dos actores (a veces uno, a veces otro, no los dos al mismo tiempo) o dos actrices. En total hay cuatro actores y cuatro actrices. Sobre esa base no se puede construir una historia continua, las escenas se valen por sí mismas o, más bien, se relacionan las unas con las otras no por una continuidad narrativa sino por ecos. Ecos en los objetos, en las situaciones, en los gestos. Quien dice ecos podría decir rimas. Rimas, por ejemplo, entre los sobres que vemos, o entre los textos que se escriben sobre una hoja de papel.
La película tal vez sea un laberinto. ¿La pareja como laberinto? Quizás ese sea un sentido demasiado sencillo. Quizás la pareja sea sólo un pasillo más del laberinto. Quizás la pareja no sea más que otra cara de la soledad. Una soledad con disimulo. Y, por otra parte, está la soledad de los momentos en los que caminan por la calle. En realidad caminan casi siempre por los mismo lugares, en un circuito al mismo tiempo repetitivo e imprevisible. En un momento vemos a uno de los actores bajar por un terraplén que no habíamos visto antes. Parece que esté caminando por una calle nueva. Y, sin embargo, cuando llega abajo del terraplén, la cámara, en travelling, nos revela que está caminando una vez más delante de un edificio que ya hemos visto incontables veces. Quizás no haya laberinto más infalible que aquel que no percibimos como tal. Un laberinto sin paredes visibles en el que, sin embargo, caminamos en círculos, repitiéndonos. Perdidos en nuestro laberinto, no escapamos a nuestras rimas.
(Hecho deshecho, Frans van de Staak, 1989)
No hay comentarios:
Publicar un comentario