Hay una mujer y un hombre. Están sentados en la hierba. Ella lleva gafas de sol y un vestido claro. Él lleva sombrero y bastón. Es ciego, pero lo intuye casi todo. Ha adivinado quién es ella, sin poder verla. Los dos se conocieron, hace unos diez años. Él se acerca a ella y hablan del pasado y del presente. Por unos minutos, allí, entre la hierba, en medio de ninguna parte, al borde de una carretera de montaña, nos van a parecer el centro del mundo. Y, al fin y al cabo, ¿por qué no estaría allí el centro del mundo? No hace falta estar en Tokio. Bastan las hierbas, una estela, el viento y dos personas que de veras se hablan para que, por un momento, nada sea más importante. Luego, ese centro del mundo se deshace. Esta película respira así: las escenas, las emociones y las relaciones se hacen y se deshacen. Hay una extraña tristeza en esa belleza que se forma y desaparece. Las escenas, aquí, son un poco como buscar figuras en las nubes: al principio no parecen nada más que nubes hasta que, de pronto, empezamos a ver una figura (un animal, un objeto, un país, lo que sea) pero esas figuras, una vez vistas, una vez formadas, no duran, el viento las deshace y las vemos desvanecerse sin darnos cuenta de que, mientras tanto, el viento ya ha estado formando las figuras siguientes.
En esta escena hay una mujer y un hombre, decía, pero no son los protagonistas. Aquí no hay protagonistas, esta es una película sobre un grupo azaroso. Mujeres y hombres viajan en un autobús destartalado. Viajan por las colinas entre dos pueblos que nunca veremos. Es un viaje sin partida ni llegada. Este grupo de circunstancias poco a poco se irá deshaciendo. Y, dentro de ese grupo, se anudan escenas, a veces de a dos personajes, a veces de a tres, a veces más. Cada una de esas escenas podría parecer el drama clave de la historia y, sin embargo, ninguna llega a tener continuidad. La escena más coral, aquella que en otra película podría haber sido el clímax de la historia, una escena al mismo tiempo épica y cotidiana, aquí sucede al final del primer cuarto. No se entiende muy bien el porqué de ese hermoso esfuerzo que desplaza al autobús de ninguna parte a ninguna parte. O que, simplemente, lo desplaza a un lugar más bello y despejado, pero igualmente solitario.
Esa escena épica y banal, hermosa y quizás absurda, conduce a la película a un punto muerto. La mayor parte de la película sucede tras esa escena. Esta es, claramente, una película sobre el después. Una película de posguerra. Los gestos de amabilidad y de amargura se suceden. Los gestos son al mismo tiempo reveladores y casi insignificantes. No sabemos bien si una chaqueta regalada o unos billetes entregados a un niño cambiarán algo. Quizás sí. Pero también pueden ser como esos cigarrillos que el niño regala al conductor. Esos cigarrillos darán lugar a un fugaz momento compartido que, en realidad, sólo será compartido a medias, porque no hay cigarrillos para todos. Y la cajetilla, arrugada, quedará al borde de la carretera. O los gestos pueden ser como los de ese antiguo comandante que va de tumba en tumba de los soldados a los que mandó a la muerte. ¿Qué sucede, en realidad, cuando visitamos una tumba?
Los gestos son movimientos pequeños y claros. Mientras, otra cosa, más grande, se mueve, o se ha movido, lentamente. Es como mirar el paisaje por la ventanilla del tren. Lo cercano parece moverse con velocidad y lo lejano parece inmóvil. Lo mismo pasa en esos planos en los que la mujer y el hombre hablan sentados al borde de la carretera. El viento mueve las hierbas alrededor de ellos y, al mismo tiempo, vemos una nubes casi inmóviles en la lejanía. ¿Hay una verdad del viento? ¿Cuál sería? ¿El rápido vibrar de las hierbas cercanas o el lento movimiento de las nubes lejanas? ¿El rápido vibrar de una chaqueta regalada o el lento movimiento de unas vidas que parecen destinadas a no poder cambiar?
(Mañana estará despejado, Hiroshi Shimizu, 1948)
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