sábado, 26 de diciembre de 2020

el intervalo

Es casi el final de la película. De pronto, el salón de la casa está lleno de gente: policías, enfermeros, un fotógrafo, un hombre sin uniforme (quizás un médico, o un periodista, u otro policía) con las manos en los bolsillos. Sobre la mesa hay un maletín negro de médico. En el suelo, el cuerpo de otro hombre. 
El salón está lleno y la única que no está en el salón es la mujer que vive allí. La mujer que amaba al hombre que ahora yace en el suelo. El salón lo vemos desde su punto de vista.
Hasta ahora nunca habíamos visto a tanta gente en ese salón. Era un lugar íntimo. Para dos. Para tres como mucho, si algún amigo pasaba por allí. 
Los enfermeros están cubriendo el cuerpo con una sábana blanca. Es un gesto rápido, nada ceremonioso. Ese gesto que nos dice que el hombre ha muerto, que ya no hay nada que hacer. Lo dice con rapidez. Un instante antes todavía se podía esperar, un instante después ya no hay nada que esperar. La esperanza desparece entre esos dos instantes, en un intervalo que existe pero que no podemos detener.
La mujer, fuera de ese salón que se le ha llenado de gente, con ese cuerpo negro e indiferente de policía en primer término, ve el gesto de los enfermeros y comprende, o empieza a comprender. Se da la vuelta, se lleva la mano a la cara y se aleja, apenas un metro o dos, hasta la puerta de la cocina. Ese llevarse la mano a la cara hace visible en un gesto el movimiento invisible de una idea, la idea de la muerte del hombre haciéndose presente para la mujer. Ese tiempo que pasa, a veces breve, a veces no, entre saber algo y saber que lo sabemos. Ese tiempo que tardamos en darnos cuenta de que el tiempo, esta vez, es irremediable. 
La mujer se aleja, comprendiendo, hasta la puerta de la cocina. Luego se da la vuelta y vuelve a mirar hacia el salón. Se sobrecoge. Vemos cómo se sobrecoge. Y luego vemos el porqué. Como por magia, como por fantasmagoría, el salón está vacío. Apenas han pasado unos segundos pero el salón está vacío. Sólo se mueven, al fondo, a través de la puerta, las sombras de unas ramas. Como si nada hubiese sido real. Ni la muerte del hombre ni, quizás, los años de amor que han pasado juntos. Aunque esto que digo no da tiempo a pensarlo. Da tiempo, quizás, a sentirlo pero sin llegar a pensarlo, sin llegar a pensar que lo pensamos, porque al mismo tiempo ella corre hacia la puerta y entra la música y vemos con ella que la ambulancia ya se va, que todo ha sido fugaz pero real. 
En apenas un instante ha pasado eso, el salón que estaba lleno de pronto está vacío, como antes, en un plano el hombre que estaba vivo ha empezado a ceder a un infarto y ha caído muerto. Ese salón de pronto vacío es una imagen inesperada de todo aquello que de pronto se ha perdido para siempre, de lo irremediable, y si emociona es quizás por eso, por ser inesperada, por hacerlo sentir de manera rápida, antes de poder llegar a pensarlo, y en un momento desplazado, no el momento de la muerte del hombre sino otro momento un poco más tarde, un momento que podría haber sido banal y que sólo se vuelve sobrecogedor por ese lo ves y no lo ves de los pocos segundos en los que ella le da la espalda al salón. A veces para contar la vida hacen falta cosas así, que parecen un salto de raccord. Había algo que ya nunca más será. 
Hay ahí, en ese desplazamiento y esa fugacidad, algo que es a imagen de toda la película, que emociona en lugares desplazados, que emociona más en lo que no es visto, en los intervalos, que en lo que es visto. Los intervalos están también, por ejemplo, entre los personajes y los actores. No parece que los actores puedan realmente ser los personajes que interpretan y sin embargo tampoco parece que los personajes puedan realmente llegar a ser ellos mismos. Gregory Peck no es Scott Fitzgerald pero uno tiene la sensación de que Scott Fitzgerald, al menos en esta historia, no acaba nunca de ser realmente Scott Fitzgerald, como si el personaje y el nombre que una vez fue se le hubiese quedado grande, como si él mismo se  pusiese dudar de haber sido alguna vez Scott Fitzgerald y no un actor que intenta estar a la altura de ese personaje. 
Y Deborah Kerr tampoco es Sheilah Graham pero en realidad tampoco Sheilah Graham fue siempre Sheilah Graham, sino que se convirtió en ella, en la persona que deseaba ser, para huir de otra vida y de otro nombre. Así que Sheilah fue, en cierto modo, un personaje creado por Lily Shiel, un personaje que, con el tiempo, se volvió persona y convirtió a la otra, a Lily, en algo tan irreal como un personaje de ficción. Deborah Kerr se parece mucho más a Sheilah que a Lily, lo cual es perturbador, porque a partir de la escena en la que cuenta su pasado, su primera identidad, no podemos evitar el intentar adivinar tras Sheilah y Deborah a Lily, pero nunca la pillamos en falta y ese saber que está ahí, escondida en el pasado del personaje, pero no poder verla, hasta el punto de que a veces la olvidamos (y otras veces deseamos que se haga visible) acaba por hacer sensible una grieta o una cicatriz que no vemos pero que sabemos que está ahí y que quizás un día, de golpe, en un breve momento de inatención, unos pocos segundos con la espalda vuelta, podría quebrarse.
No se quiebra ella pero dos veces se quiebra Scott en momentos en los que Sheilah no está. Ella se ausenta y cuando vuelve él parece otra persona, una persona que no tiene nada que ver con aquel al que ella conoce. Pero las dos veces nosotros vemos cómo sucede esa transformación. No es como la desaparición del cuerpo, los enfermeros y los policías. En esos momentos estamos con Scott, vemos aquello que causa la ruptura, la vemos venir, la vemos suceder, mientras que Sheilah no. Cuando ella vuelve y se encuentra con el cambio nosotros podemos ver a los dos desde afuera y comprenderlos, comprender eso que de que todo el mundo tiene su razones. Los comprendemos pero, porque los comprendemos a los dos, no nos confundimos con ellos. Hay, quizás, algo distante ahí, todo esto son cosas que les pasan a ellos y ellos no son nosotros, por mucho que podamos quererles o que podamos querer quererles. Pero también parece que para los dos haya una distancia más, como si nunca acabaran de ser ellos mismos, como si la vida que viven se les fuese de las manos, como si la vida avanzase con la hora ligeramente adelantada y ellos corriesen para ponerse a la altura, para que desde fuera no se notase que no están del todo sincronizados con sus propias vidas y esa conciencia de la asincronía hiciese que nunca pudiesen estar de veras tranquilos. (Y es, también, una película sobre el tiempo vacío de la espera, tiempo que se llena al mismo tiempo de angustia y de esperanza: treinta segundo que hay que esperar para estar en antena, el tiempo que tarda en llegar la respuesta de un editor, el tiempo de un teléfono que suena y puede ser descolgado o no.)
Intervalo hay también entre dos escenas que vemos al poco de conocerse los dos y esas dos escenas reescritas por Scott mucho más tarde en una sola escena para un pasaje de su novela, El último magnate. De lo vivido al libro todo se condensa, las frases cambian de lugar, y sin embargo no parece mentira, parece ser realmente lo vivido. Y no es uno de esos momentos en la películas de escritores en los que estos cogen algo que les pasa y al momento lo meten en un libro, sino que pasa el tiempo y las cosas se reordenan, cambian de forma, y sentimos una mezcla de felicidad y de tristeza al saber que ya está, que lo vivido ya fue vivido y ahora es esta otra cosa, un párrafo que se puede leer una y otra vez, una forma, una sensación hecha palabras. Entre lo vivido y la escena escrita algo ha pasado, algo ha cambiado, pero ese cambio no puede ser visto, no puede ser filmado, es en cierto modo un secreto para nosotros y quizás para los personajes. Porque en esta película importa eso, sentir que hay algo que nunca podremos ver y al mismo tiempo no decir que eso importa, o decirlo apenas, como de pasada. Por eso las emociones llegan también a contratiempo, desde lejos, como la luz de una estrella muerta.
Con el encuentro entre ella y él, Scott hace un párrafo de su novela y al fin y al cabo quizás toda esta película trate de cómo el presente se nos vuelve pasado, de cómo el pasado es ya otro mundo y de qué hacer con el pasado. Lo que decidimos hacer con él y lo que él hace con nosotros lo queramos o no. Cómo vivir con el pasado o contra él, cómo contárselo a los otros y contárnoslo a nosotros mismos. Tener la suerte de haber vivido momentos que no se quieran olvidar y que se quieran contar y volver a contar. 
Al final, Sheilah camina por la playa.  Allí le contó su pasado a Scott. Su pelo está suelto y se agita con el viento. En ese pelo suelto se cuela algo de Lily. Tenemos la sensación de que a partir de ahora Sheilah se verá a sí misma como la mujer que ha vivido este amor. Pero que también se verá como la mujer que fue Lily Shiel. Porque Scott no amó a Sheilah contra Lily, sino a Sheilah con Lily. Scott ha sabido reunirla consigo misma, reunir a Sheilah con Lily, volver a hacerla una. Aunque por el camino se haya abierto, claro, otra grieta que nunca podrá cerrarse. 
(Beloved Infidel, Henry King)

viernes, 18 de diciembre de 2020

silbido sobre silbido

No se puede contar. Pero, como no pudiste venir, te lo intentaré contar. Te diré cosas. Las cosas que puedo decir. Las cosas que sé decir. No sé decir, por ejemplo, nada de la música. De la música no diré nada y sin embargo la música es mucho de lo que fue. Tendrás que poner la tuya. La que imagines. 

No sé, además, si lo que recuerdo de veras lo recuerdo o si me lo invento. 

Es en una sala que lo mismo podría ser un aula o un salón. Antes, creo recordar, era el bar del teatro. Ahora ya no hay bar. Hay unas sillas para nosotros, espectadores, y hay una tarima negra muy baja, tan baja que casi podría ser el suelo y sin embargo no es el suelo. Por esos centímetros de altura y por ese color negro se vuelve escenario. Nosotros, antes de sentarnos en las sillas, podríamos andar por la sala pero no pisaríamos la tarima negra, porque ahí es donde pasan cosas, porque las cosas pasan porque la tarima está ahí. 

Es una sala de paredes blancas cuyas ventanas dan a la calle. Las contraventanas están entornadas, casi cerradas. Sobre la tarima negra hay una mesa con un aparato cuadrado, grande lo justo como para poder poner las dos manos encima, un micrófono sobre pie conectado al aparato y dos lámparas. 

Se apagan las luces. Nos quedamos casi a oscuras. Se abre una puerta, que ya estaba entreabierta, en el costado de la sala, justo donde yo estoy, y Silbatriz asoma. Entra en la sala pero al poco se asoma de nuevo hacia esa otra sala que no vemos y desde la que ha venido. Silbatriz ha venido pero podría irse. Va a haber algo así todo el rato, ha venido pero puede irse, silba pero podría callarse. Todo está siempre a punto de no ser y por eso mismo parece que es con más intensidad. 

Silbatriz, finalmente, entra. Cruza la sala hacia el lado de las ventanas. Va con un vestido negro que le llega a la rodilla. Un vestido más o menos pegado al cuerpo. Y zapatos de tacón. Todavía no los veo bien, la sala está oscura, pero luego me parecerá que los zapatos son negros y blancos, como de cebra. 

No sé si es que no acostumbra a usar esos zapatos o si es que lo está actuando, pero hay algo que podría romperse en su manera de caminar. Quizás sea, ahora lo pienso, que no quiera hacer demasiado ruido. Que tenga cuidado con no hacer demasiado ruido. Se pone unos zapatos cuyos tacones hacen ruido para intentar no hacer ruido con ellos. De pronto me parece que el teatro podría ser eso, ponerse unos zapatos que hacen ruido para, ante todos, intentar hacer con ellos el menor ruido posible. Más que teatro es equilibrismo. Si se trata de llegar de un punto a otro no hay razón para hacerlo sobre la cuerda floja pero si se trata de sentir cada paso de un punto a otro no hay nada como hacerlo sobre la cuerda floja. 

Silbatriz pasa, creo recordar, por la tarima. La tarima hace ruido y con ese ruido oímos aún más el silencio. 

Silbatriz llega hasta la ventana que está cerca de la tarima y abre las contraventanas. Entra la luz de la farola que hay en la calle. Esa farola parece de pronto un lujo de Hollywood. La ciudad misma se hace cómplice del espectáculo. La ciudad, fuera de la sala, es parte del escenario. Sabemos, además, que si Silbatriz vuelve a hacer este espectáculo en otro lugar esa farola no estará y sin embargo se inventará otra cosa. Es una alegría ser de aquellos que ven cómo usa esta farola y al mismo tiempo da un poco de envidia pensar en aquellos que la verán inventar otra cosa. Se adivina que este es un espectáculo al que habría que venir todos los días porque siempre habrá algo diferente. 

A la luz de la farola, Silbatriz, por fin, silba. De la música, ya lo dije, nada te puedo decir. Parece que silba con esfuerzo. Parece la imagen que tenemos de un saxofonista de jazz solo con su solo, doblándose sobre sí mismo, retorciéndose. No sabemos si el esfuerzo es real o es actuado. Si es actuado, todo parece aún más difícil: silbar tan bien y al mismo tiempo actuar el esfuerzo de silbar. Si es aún más difícil siendo actuado, entonces debe de ser actuado. Ante la duda, lo más difícil. En cualquier caso, nos recuerda que el silbido, esa cosa que si la oímos parece tan sin cuerpo, parece cosa de fantasmas, es algo que hace un cuerpo, es un esfuerzo de un cuerpo que respira. Es un equilibrismo y el equilibrismo sólo tiene emoción si lo hace un cuerpo que pesa. El silbido tiene su emoción, al menos esta noche, porque lo hace un cuerpo que respira, que además de silbar tiene que respirar, tiene que vivir. 

Cuando ha terminado de silbar a la luz de la farola, Silbatriz se acerca a la mesa, sus tacones sonando con precaución sobre la tarima, y enciende una de las lámparas, o quizás las dos. A partir de aquí me cuesta recordar el orden de las cosas y no es que eso sea malo, es que a partir de aquí es como si ya hubiésemos saltado al mar y estuviésemos nadando y no recordásemos bien el orden de las cosas. A partir de aquí estamos ya en el silbido y en el silencio, que es como estar en el mar de noche. El silbido es el flotador. El silbido es lo que hace que no nos hundamos en el silencio y en la oscuridad. 

Silbatriz se sienta y, silbando, empieza a manejar el aparato cuadrado que hay sobre la mesa. Ahora entendemos lo que es. Es uno de esos aparatos que permiten hacer bucles de sonido. Uno de esos aparatos que usan los músicos solitarios para volverse banda, grabando primero una guitarra, luego, por ejemplo, una batería, y luego cantando por encima de eso. 

Silbatriz graba su silbido y lo pone en bucle. Sobre ese silbido, vuelve a silbar. Ya son dos los cuerpos que silban y sin embargo los dos cuerpos son Silbatriz. Son la Silbatriz del pasado reciente, apenas unas decenas de segundos, y la Silbatriz de ahora, la Silbatriz del presente que se vuelve ya pasado porque puede a su vez volverse bucle sobre el que una nueva Silbatriz, la Silbatriz del futuro inmediato, silbe a su vez su presente. 

No recuerdo, en realidad, cuantas capas de su propio silbido llega a grabar Silbatriz. 

Recuerdo que detiene el bucle. Recuerdo el gesto de su mano sobre el aparato. Un gesto que, me parece, requiere un poco de fuerza, porque quizás este aparato fue pensado para apretar con el pie y no con la mano. Juraría que yo este aparato cuando se lo he visto usar a músicos lo hacían con el pie, no con la mano. En cualquier caso, esa sensación de esfuerzo a mí me dice una vez más que todo esto lo hace un cuerpo. Un cuerpo que silba. 

Recuerdo que vuelve a empezar varias veces este silbar y este crear bucles. Una de las veces empieza por grabar no un silbido sino una respiración. Una respiración difícil. La actuación de una respiración difícil. Y, luego, sobre eso, silba, hace varias capas de silbido, pero no parece un silbido de música, o al menos no de música humana, sino que poco a poco, capa a capa, va pareciendo un silbido de pájaro, de muchos pájaros, como si esa primera respiración difícil estuviese rodeada de pájaros innumerables, un bosque vivísimo o quizás un gran invernadero de cristal lleno de pájaros y plantas tropicales, un lugar en el que cuesta respirar y en el que la naturaleza se desborda. 

A veces Silbatriz para los bucles pero no sé bien si los ha parado todos, porque sigue sonando un silbido. Entonces me fijo en sus labios, que a veces se ven bien pero a veces están en la oscuridad, y veo que esos labios están silbando, que ha salido silbando de los silbidos grabados, aunque luego dudo, llego a pensar que todavía suena uno de los silbidos grabados y que Silbatriz se hace playback de sí misma, aunque eso también debe de ser difícil, hacer como que silbas pero sin silbar. Quizás eso, el cuerpo que simula silbar un silbido que en realidad silbó antes, en el pasado cercano, sea algo que imagino. Pero es que a estas alturas ya no puedo evitar el imaginar cosas así. 

A veces Silbatriz se levanta y se aleja de la mesa y del aparato. Viene fuera de la tarima, ante nosotros, y silba. Hay un momento, bonito y divertido, bonito porque divertido, que no sé si sabré describir, en el que silba con la cabeza vuelta a la izquierda, un silbido de esos de pájaro, un silbido que parece más palabra que música, y al instante, veloz, gira la cabeza a la derecha, haciendo un silbido diferente, y vuelve a girar la cabeza a la izquierda y vuelve a hacer el primer silbido, y vuelta a la derecha, y así varias veces, y uno siente que es la conversación entre dos personajes que se descubren, quizás dos pájaros, quizás dos criaturas cuyo idioma es el silbido. Quizás podría ser eso, dos criaturas cuyo idioma es el silbido y que no se conocen. En realidad las dos creen ser la única criatura en el mundo cuyo idioma es el silbido y de pronto, en medio del bosque, oyen el silbido del otro y se asombran de descubrir que hay otro ser que también silba, y las idas y vueltas de la cabeza, los silbidos de uno y otro personaje, son el comprobar una y otra vez que el otro también silba, que el encuentro inesperado ha tenido lugar, que no están solos en el mundo. 

Por la manera de mover la cabeza de Silbatriz en ese momento, una manera no del todo humana (pero es que durante todo este tiempo Silbatriz parece muy humana y al mismo tiempo no del todo humana, como si para parecer muy humana hubiese que deslizar la sospecha de otra cosa, de algo no humano), una manera un poco pájaro, recordé una película de los ochenta, una película en la que un extraterrestre que es como una bola de luz llega a la tierra y toma forma humana, toma la forma de un hombre muerto recientemente (y al poco conoce a la viuda), pero no por tener cuerpo humano es ya humano, sigue siendo un extraterrestre aprendiendo a ser humano. Para lograr eso el actor tuvo la idea genial (creo que fue idea suya) de observar los movimientos de los pájaros para aprender a mover el cuello y la cabeza como ellos, y así consiguió crear esa cosa con cuerpo humano pero que no es humana y que es al mismo tiempo inquietante y entrañable. Así que para mí Silbatriz, en ese momento, no sólo se me volvió un poco pájaro sino que se me volvió un poco extraterrestre.

Sé que luego pasaron más cosas, cosas que fueron sólo cosas silbadas y cosas del cuerpo y cosas de la luz, porque no había nada más, pero como ya han pasado más de veinticuatro horas desde entonces algunas cosas no las recuerdo bien, quizás si hubieses venido y las hubiésemos podido hablar, si hubiésemos podido rehacer el espectáculo una segunda vez hablándolo, mezclando visiones y memorias, ahora lo recordaría mejor, pero sólo tengo mi visión y mi memoria y esto es lo que conseguí fijar para poder contártelo y para poder contármelo a mí mismo. 

Fue un tiempo intenso, un tiempo atento, un tiempo dedicado a estar atento. Fue, también, un tiempo dedicado a admirar. Un cuerpo en un escenario, cuando consigue recordarnos lo asombroso que es que sea eso, un cuerpo, recortado en el tiempo y en el escenario, cuando consigue recordarnos lo terrestre y un poco extraterrestre que es, es como si fuese el teatro sin nada más que él mismo, un poco de tiempo en un lugar de la ciudad, un poco de tiempo durante el cual todo fue silencio y silbido y una palabra era algo inimaginable. Y eso, al mismo tiempo, le debería de dar a las palabras otro peso, las palabras de después del mundo sin palabras. 

(Implicaciones de un cuerpo que silba, Silbatriz Pons)

miércoles, 16 de diciembre de 2020

tres gardenias






Yo iba a ponerme a escribir diciendo que en esta película todo pasa dos veces. Iba a decir que, por ejemplo, hay dos hombres que apagan las luces para conseguir algo de una mujer, o seducirla o atemorizarla, y que en realidad quizás no había muchas diferencias entre las dos cosas. Iba a decir también que, al emparejarse por detalles como el de apagar las luces las escenas, se teñían la una a la otra y esto inquietaba porque se supone que uno de los dos hombres es el malo de la película y el otro el bueno. Sucede a menudo en las películas que haya todo un mundo de detalles que separe al bueno del malo y sin embargo en esta película los detalles sirven precisamente para emborronar esa distinción, para hacernos sentir que en realidad los dos hombres son muy parecidos. 
Lo que iba a preguntarme con todo esto era porqué, si es tan frecuente que en las películas las cosas vayan así, de dos en dos, rimando, sin embargo me había llamado más la atención en esta película. Pensé que quizás era porque la película trata precisamente de la confianza, en particular de la confianza que la protagonista puede tener en los dos hombres, saber si detrás de lo que dicen hay una segunda intención, si los gestos son espontáneos o son parte de una trama para conseguir algo que no se dice. Al repetirse los gestos su sentido se volvía incierto. Además, de todos esos gestos el de apagar las luces, el de poner en escena las luces de una situación, llamaba la atención por lo enigmático y quizás gratuito de la segunda vez, en la redacción del periódico. 
Pero el caso es que iba a decir todo eso y a tirar un poco más del hilo, no mucho más, pero al ir a buscar los momentos en la película de pronto me pregunté si no había antes otro apagado de luces, en la escena en la que ella prepara la cena con el novio ausente, que está en la guerra de Corea. Y resulta que sí, que apaga las luces para volver más romántica la situación, y hay una botella de champán, como habrá otra tras la cena con el primer hombre, y hay la cena misma que no llega a empezar, como habrá luego una cena con cada uno de los dos hombres, y hay una carta, como la habrá luego por parte del segundo hombre, y no hay en cambio café, que sí habrá con los dos hombres, y así hay más cosas, como si la película fuese saliendo de esa escena, como si ahí se sacasen las cartas de la baraja y a partir de ahí el truco estuviese en mostrar siempre las mismas (o casi) pero en no mostrarlas nunca de la misma manera, y además en ir haciendo que el valor de las cartas dentro del juego fuese cambiando, como si lo que nos enseñase la película tuviese que ver con eso, con el mundo como juego de cartas pero de reglas cambiantes, de reglas que deciden otros y con las que nunca se puede ganar. 
Quizás el final, alegre y aparentemente tan despegado de la historia que hasta hace sentir el final que no vemos, el final más moral en el que ella no aceptaría al hombre que ha demostrado no ser un tipo en el que se pueda confiar, tenga también su lógica. La chica no rechaza el juego de cartas trucado sino que pasa a jugar también ella con cartas trucadas. O al menos eso cree. Como si la inmoralidad del juego trucado dejase de importar desde el momento en el que una cree que puede formar parte de aquellos que trucan el juego. El truco de poder formar parte del truco. Por eso, en esta historia, la casa, al final, siempre gana. 
(Gardenia azul, Fritz Lang)

martes, 24 de noviembre de 2020

¡Ya beberás luego!


Es de no creer todo lo que puede entrar en una secuencia. Cuando vi la película casi ni me di cuenta del hilo del vaso de agua que el personaje nunca llega a beber, de tantas cosas más que había por ver, por oír y por comprender, con el trabajo ya asombroso del ciclista yendo de cine en cine con las latas para poder proyectar la misma película al mismo tiempo en tres salas diferentes derivando hacia el asombro no menor de que trabaje además dando su sangre al hijo enfermo de la jefa. En esta película todo es así, apenas surge una idea asombrosa viene a tomarle el relevo otra nueva que llega corriendo, todo a la carrera, como el personaje con su bicicleta. Y, mientras pasan todas esas cosas, todos esos trabajos, todas esas maneras de ganar o de perder el dinero, el personaje se queda siempre con su sed, que aquí es sed de un vaso de agua pero que en el conjunto de la película es sobre todo sed de amor, de quererse él y una chica increíble, una chica que parece hecha de pólvora, dispuesta siempre a estallar. Ellos quieren quererse en un mundo que no es sólo que sea pobre, es que por esa pobreza misma es agobiante, está lleno de urgencias, de cosas que hay que hacer antes de tener derecho a amarse o a beber un vaso de agua, como si siempre hubiese tiempo para amarse o para beber más tarde, cuando bien es sabido que sin beber no se puede ni vivir ni hacer ninguna de esas cosas que, se supone, son más importantes que el beber. Y como siempre vuelve a empezar la necesidad del beber y siempre vuelven a surgir los obstáculos, la película es un constante volver a empezar. Una y otra vez hay secuencias que parece que van a ser el comienzo de algo, el comienzo de una solución, de una manera de ganar dinero con seguridad, y una y otra vez esos comienzos se quedan en nada, desbaratados por los demás o por uno mismo. Es una película, y una vida, que podría casi verse con las bobinas cambiadas, primero la segunda, luego la cuarta, luego la tercera, luego la primera, porque a cada rato la película empieza y termina y lo agobiante de la vida que cuenta es, además de los gritos constantes, eso, el tener que estar siempre empezando, el no tener ninguna seguridad de que un paso lleve a otro y este lleve a otro, y hay algo terrible en correr tanto para estar siempre en el punto de partida, algo terrible y cómico, o que empieza siendo cómico y poco a poco se va volviendo terrible sin que de veras cambie el tono. La película y los personajes sólo pueden terminar cuando se les acabe el aliento, y el chico y la chica de esta película tienen mucho aliento, son capaces de esprintar una y otra vez sin descanso, por mucho que la meta esté siempre igual de lejos, y al final no es tanto que lleguen como que se detienen, se desbordan, se salen, aunque quizás sólo sea por un momento, de esa carrera cuya meta siempre está en el futuro, niegan esa promesa por venir, exigen beberse el vaso de agua ahora y que al fin les suceda algo que no pueda verse en cualquier momento de la proyección, que al fin les suceda algo que marque un antes y un después, algo que de veras empiece y ya no tenga vuelta a atrás. 
(Due soldi di speranza, Renato Castellani)

miércoles, 28 de octubre de 2020

ojos como platós

¿Veis esos ojos? Cómo no verlos, abiertos como platos y en el centro del plano. Y no es cosa del fotograma, eh, los ojos ojipláticos duran y duran en el plano, es casi como si fuese la base del personaje y de la interpretación, como si lo primero fuese saber que es alguien con los ojos abiertos como platos, como si el actor tuviese que empezar por hacer eso, mantener los ojos así de abiertos, y, luego, a partir de esos ojos, a partir de ese exceso, viniese todo lo demás. O quizás no, quizás no fuesen los ojos el principio pero sí la consecuencia de una cierta libertad, la libertad de excederse, la libertad de no actuar como se suele actuar en el cine. Todos los actores en la película actúan así. Se pasan en el gesto, aunque a menudo casi inmóviles. Uno puede pensar que lo que hacen les viene del teatro, que del teatro traen un cierto sentido del ritmo. Hay que verlos, por ejemplo, desplegar todos casi a la par sus servilletas blancas cuando se sientan a comer. Hay que verlos atravesar un salón yendo de la mano, avanzando y parándose y abrazándose y haciéndose avanzar como si aquello fuese una coreografía de esas a la Pina Bausch. Si los ritmos, con sus dilataciones y sus aceleraciones, son buenos, entonces la actuación es buena y no importa de qué estilo sea, exagerada o mesurada, naturalista o expresionista. Aquí nunca se equivocan en el ritmo, para algo tienen junto a ellos a Maria João Pires tocando el piano, marcando ritmos, desbordando emociones, como se cuenta, y no sé si es cierto, que pasaba en los rodajes de la época del mudo, que había pianistas tocando en directo para marcar las emociones. Y, ahora que lo pienso, los actores recuerdan al teatro pero no del todo, hay algo diferente, hay algo que no es teatro, que sólo puede ser cine, aunque sólo sea por la cercanía y por la precisión del corte entre los planos, el ahora ver esto y ahora ver esto otro, de hecho en el teatro no me habría fijado tanto en esos ojos ojipláticos, y entonces, si recuerdan al teatro pero no del todo, y si no consigo decir a qué otra cosa, quizás sea porque recuerdan a algo que no existió, algo nunca visto ni oído pero quizás sí alucinado: una película muda en la que se oyesen las voces. Puede ser raro pensar en el cine mudo viendo esta película en la que tanto hablan y en la que tanta fuerza tiene lo dicho, fuerza seria y fuerza chistosa, pero, aún así, ahora no puedo dejar de pensar en los actores del cine mudo, en ciertos actores del mudo, en su sentido del ritmo hecho poses del cuerpo y del rostro, al recordar a los actores de esta película, su manera de estar francamente exaltados o de ser francamente malévolos, iluminados o desgarrados, de una manera siempre actuada y que se reconoce como actuada, no pretendiendo un naturalismo de la sensación sino, al contrario, ser casi como la figura de un cuadro renacentista en pleno estado emocional, hasta un Cristo con impasible y triste cara bizantina anda por ahí dando sus sermones. Los actores son como de cuadros pero no van vestidos de cuadro y esa es también parte de la gracia, la película es un compendio de cristianismo, desde el casi principio de la Biblia, con Adán y Eva, hasta el flash forward post-bíblico que es el "Gran Inquisidor" de Dostoyevski, que puede parecer casi un quinto evangelio, un anti-evangelio, pasando por un Lázaro inolvidable, siempre con su ataúd a cuestas, y también por Crimen y castigo y por un Nietzsche que acá queda un poco de pacotilla, y todo eso podría prestarse a ir de época, a ir vestidos de cuadro, pero no, porque todo esto sucede en una "casa de alienados" y así se puede, en una aparente unidad temporal, reunir en un par de salones, algunas habitaciones y un jardín, todos esos siglos de historias y de discusiones y de textos. Así que ese hombre joven al que vemos con los ojos ojipláticos es Raskolnikov pero es también un loco que se cree Raskolnikov y quizás por eso tenga tanta libertad para tener los ojos tan ojipláticos como quiera, porque es un actor haciendo de alguien que se cree alguien y para eso ya no hay ningún referente realista, porque el realismo queda del otro lado del jardín de esta "casa de alienados", casa que está siempre llena porque los pacientes nunca se quieren ir, quizás porque la casa les sirve de refugio del realismo, porque la casa tiene un algo de utopía donde la idea de lo realista y de lo verosímil fue olvidada y la película tiene también algo de refugio de una manera de actuar que quizás nunca antes existió, actores de cine mudo que hablan por los codos, lugar inventado para que eso pueda suceder, un lugar que libera pero a sabiendas de que esa libertad está siendo conquistada contra la norma y la costumbre de lo que es el cine, de lo que es una película, y en esa lucha hay tensión, todo en realidad es tenso, la precisión de lo dilatado y de lo acelerado en los actores, la atención que hay que prestarle al texto para de verdad divertirse con lo visto y oído, la manera de cortar de un plano a otro, la manera de ir metiéndonos en el corazón de cada uno de los dramas que los locos reactúan sin por ello dejar de estar en un salón con gente alrededor de ellos, con espectadores, con ropas y decorados que no acaban de pegar con lo que están reactuando, como si esa inadecuación no fuese un impedimento sino al contrario, algo que incita a estar aún más atento, a estar aún más en el corazón de esa tensión que va de un personaje a otro, como si nos estuviesen diciendo algo esencial en medio de un salón lleno de gente que no debe de oírlo y nosotros pusiésemos todos nuestros sentidos en entender eso que nos intentan decir, aunque aquí hablen y actúen sin cortarse nada en eso de ser oídos, porque son locos, porque son y no son lo que actúan. Pero no sé si era aquí a donde quería ir a parar. No sé, la verdad, a dónde quería ir a parar. Era más bien algo así como una exclamación: ¡qué libertad! Y luego un principio de reflexión: qué tensión exige la libertad, porque todo está hecho por primera vez, todo se está inventando. Pero entonces, quizás, una paradoja: todo lo que aquí está hecho por primera vez en realidad ya fue dicho y escrito antes. Como si la repetición exigiese, para estar viva, esa libertad, esa tensión. O quizás no, quizás no era eso. Quizás simplemente era envidia admirativa. Quizás alegría que dan las películas llenas de historias que se dan como eso, como historias, como dice más o menos el Ivan Karamazov motorista que viene a leer su "Gran Inquisidor". Quizás sea eso. No sé. Mejor paro aquí, al menos por ahora. 

(La divina comedia, Manoel de Oliveira)

miércoles, 14 de octubre de 2020

otra lógica


Iba conduciendo y de pronto me puse a pensar en Otra mujer, que vi hace ya bastantes días. Al verla había tenido una sensación extraña. Es una película hecha de secuencias en presente (por así decir), de flashbacks y de sueños. Hacia el final de la película, en una secuencia que ahora no recuerdo pero que era una de las secuencias del presente, tuve la sensación de que esa secuencia, sin cambiar ningún detalle, podría ser una secuencia de sueño. Quizás fuese porque las secuencias de sueños de la película no son tan diferentes de las secuencias de flashbacks, como si los dos tipos de secuencia en el fondo se ocuparan del pasado y de lo, voluntariamente o no, olvidado, e importase más esa función común que la diferencia entre sueño y realidad. Quizás fuese porque las secuencias del presente en realidad están llenas de casualidades tan improbables como las de los sueños. Casi todo lo importante que sucede en esta película sucede por azar. Y quizás todo lo que ya sucedió, en cambio, nunca fue por azar. Quizás lo que pasa en la película es eso, un presente hecho de azares y un pasado hecho de causas y efectos olvidado. Quizás lo que descubre el personaje es que todo lo que sucedió en el pasado fue por voluntad, para lo bueno y para lo malo. Como si el personaje descubriese la figura oculta que su voluntad ha ido dibujando a lo largo a los años, sin que ella quisiese darse cuenta. O quizás yo ahora reescribo la película así, dándole ese sentido, aprovechando que han pasado los días y que bastantes detalles se me han desdibujado. Pero mejor volver a lo del azar  en el presente. Cuando el personaje de Gena Rowlands decide saber más sobre el personaje de Mia Farrow se pone a seguirla por la calle. Si en esa secuencia consiguiese hablar con ella todo tendría una lógica realista. Pero esa secuencia es interrumpida por el azar de una amiga perdida de vista hace años (más bien hace décadas) que de pronto sale por la puerta de un teatro. Ahí el personaje se enterará de cosas varias sobre sí misma sin haberlo buscado, sin que esa fuera su intención, por azar. Cuando por fin el personaje de Rowlands hable con el de Farrow el encuentro tendrá que ser por azar, involuntario e inverosímil. Y dentro de ese encuentro por azar habrá otra revelación por azar, la de la infidelidad del marido, una sucesión de azares que tienen la lógica de un sueño, o la lógica que a veces le suponemos a los sueños cuando estamos despiertos. Al personaje de Rowlands, que se sienta a escribir conscientemente un libro, el conocimiento sobre sí misma sólo le puede llegar por azar, sin buscarlo, a pesar suyo, no se sabe si por gracia o por desgracia, aunque la película parece pensar que por gracia, que mejor saber, aunque duela. O quizás lo que piensa la película es que en el fondo las cosas siempre se han sabido pero que hacía falta el azar para sacarlas a la luz y así poder deshacerse de ellas para poder cambiar. Todo ello muy psicoanalítico, supongo. Aquí el psicoanálisis está del otro lado de la pared y no en el centro de la película pero quizás sea para disimular su importancia, como también puede ser que los sueños estén ahí para disimular que en realidad toda la película tiene la lógica de un sueño, una lógica llena de azares. Como si lo que contase la película fuese unos días o semanas en la vida de una mujer en los que de pronto la realidad se le llena de azares, se le llena de sueños, se le llena de libres asociaciones de todo lo que ha olvidado u ocultado, como si pasase por un sueño y saliese de ello cambiada, despierta de otra manera. Pero si me puse a pensar en todo esto mientras conducía no era, creo, por este sentido posible de la progresiva indiferencia entre las secuencias de sueños y las secuencias reales, sino más bien por el placer de que, más allá de su sentido, sucediese eso, esa indiferencia libre o, más bien, esa alianza entre el sueño, el pasado y el presente para formar la historia, la película, que, al fin y al cabo, no es, creo, ni sueño, ni pasado, ni presente. Y pensé, también, en el teatro. En que en el teatro, al cabo, todo es escena y que esa era su libertad y que aquí, como tantas otras veces, el teatro se la prestaba al cine. 

(Otra mujer, Woody Allen)

lunes, 28 de septiembre de 2020

perder el sentido

Me cuesta escribir. Hace ya un tiempo. Un mes o dos. No sé qué pasa, o qué ha pasado, o qué está por pasar. Aún así esta noche quiero forzar. Quiero escribir sobre Tommaso. Aunque lo que escriba no tenga ni principio ni fin. Aunque no tenga sentido. Y quizás es de eso de lo que quieroescribir. De no tener principio ni fin. De no tener sentido. Es una película de la que se podría decir que en cada secuencia está empezando. O que en cada secuencia está terminando. Muchas de las secuencias podrían ser un final. Pero no pueden serlo porque serían finales demasiado perfectos. Serían finales con sentido. Con un único sentido. Y eso no puede ser. No pueden todos esos principios y finales acabar en un sentido único. No puede haber una última palabra. O sólo puede haber la que finalmente hay: "basta". La película no se termina, la película se para. De pronto, la película deja de seguir. Deja de seguir empezando y de seguir terminando. Simplemente se deja de hacer. Deja de haber imágenes. Deja de haber escenas. Se escapa al sentido. O lo intenta. Con todas sus fuerzas. En la película todo rima y todo tiene su reverso. Hay escenas en Alcohólicos Anónimos que son historias de curas empezadas y no terminadas. Historias de lo que vuelve a empezar. De la calma nunca del todo recobrada. De la calma que a cada rato puede perderse y que tiene que ser ganada o conservada. Como esas historias, también vuelven a empezar las disputas en la pareja. También vuelve a empezar la ira. Parece que lo que se dice del alcohol puede servir para entender lo que sucede con la ira. También parece que lo que hacen unos estudiantes de interpretación en clase sea un espejo de lo que hacen los alcohólicos anónimos en sus reuniones. Un trayecto en metro que no vemos rima con otro trayecto en metro que sí vemos. Una bombilla que parece no funcionar, hasta que se descubre que en realidad es la lámpara la que no funciona, está a punto de volverse metáfora y espejo de todos los problemas mal enfocados, de todos los momentos en los que la rabia o la bronca o el malestar se cierran en un sentido, en un fragmento de historia o de psicología, para evitar ir más a la raíz del problema, parándose en la bombilla para evitar ir a la lámpara. Pero la metáfora no dura. Si la metáfora funcionase, si la metáfora se acabase de cerrar, entonces tendríamos un sentido. Y hay que desconfiar del sentido. El sentido no está tan lejos de la ira. Las broncas parecen ser momentos en los que se detiene el sentido, en los que aquello que simplemente sucede (una mujer y su hija comiendo, un café y dos personas yéndose) son reducidas a un sentido que se pretende revelador. Convertir en historia lo que no lo es lleva a la bronca. Convertir las cosas en historia, poder hacer de los demás una historia que puede ser explicada, es hacerlos desaparecer. Hay un momento en el que se cuenta, como imagen, como metáfora, que no podemos ver el mundo como es porque, por ejemplo, puede suceder que sólo nos parezcan bellas las cosas moradas y que todo lo veamos en función de eso, de nuestra amor por las cosas moradas, hasta no ver las cosas más que moradas o no moradas. Que la película empiece una y otra vez, que la película evite terminar cada una de las veces que podría terminar, es como una huida lejos del color único, una manera de evitar que la libertad de la película se vuelva monocroma. Y eso da también una libertad. Como si todo lo que necesitase una situación o una escena para ser parte de la película es que en otro momento otra escena rime con ella y que otra escena la contradiga. Como una regla del juego. O como una disciplina de aquel que no quiere volver ni a las drogas, ni al alcohol, ni a la ira, ni al sentido. La rima y la contradicción son la disciplina de la película. Son su yoga. Son su respiración. Son aquello que le permite simplemente ser. Ser escenas. Porque al fin y al cabo hacer cine, a veces, no es más que eso, filmar, hacer escenas, hacer que las escenas sean libres e iguales. Y, al cabo, parar. Para poder volver a empezar. 

(Tommaso, Abel Ferrara)

jueves, 23 de julio de 2020

fantasmas


Creo que esto no os parecerá nada, cosas de esas que pasan cada dos por tres en las películas, pero a veces pasa que uno, por lo que sea, se sorprende o se emociona al ver lo que siempre había visto, lo que hasta entonces no había sabido ver. A lo que me refiero es a algo que en este fragmento pasa dos veces, y sobre todo a la primera vez que pasa, cuando ella se asoma de pronto a una habitación y se queda parada en el umbral y nosotros no vemos lo que ella ve, sólo vemos que ve, que con particular intensidad ve. Es como si tampoco ella hubiese visto antes ese lugar, no de esa manera, no con esa fuerza. Puede que no reconozcamos al momento qué habitación es esa que ella está viendo, aunque nosotros ya la hemos visto y además ha sido importante para ella y para la historia y para nosotros. Creo que lo adivinamos, pero en esa ligera incertidumbre, en ese creer saber pero no acabar de estar seguro, quizás esté parte de la emoción, en el tiempo que se tarda en que algo vuelva del pasado, el pasado de años atrás en la vida, el pasado de minutos atrás en la película. En realidad nunca veremos lo que ella ve, no tal y como ella lo ha visto, sino que la vemos avanzar, la vemos entrar en aquello que estaba viendo y sólo entonces vemos nosotros toda la habitación y la acabamos de reconocer, es la habitación de la danza y del primer amor. Eso que decía que os parecerá de lo más normal pero que de pronto a mí me ha emocionado es ese movimiento en un sólo plano, ella mirando y luego ella entrando en aquello que miraba. Es ese tiempo durante el cual la vemos mirar sin saber del todo lo que mira, como si ella misma para ver del todo necesitase hacer algo más que mirar, necesitase entrar allí. Como si el espacio no fuese algo que se puede ver desde afuera. Como si tuviese que ser algo en lo que se entra. O quizás como si no nos pudiésemos poner en el lugar de ella, como si la pudiésemos acompañar, movernos a su ritmo, pero no confundirnos con ella. O quizás simplemente sea algo sobre el arte de demorar la visión, hacer que nuestra imaginación vaya un poco más rápido que la imagen, marcarle a nuestra mirada otro ritmo, como en el amor, como en el baile, no poder avanzar sin el ritmo del otro, sin entrar en el ritmo del otro o de la música, un ritmo que está hecho también de momentos de incertidumbres, de breves o largos secretos, de anticipar y al mismo tiempo dejar llegar las cosas sin apresurarlas. Algo así sucede también cuando ella tiene una mano en la barra de baile y el cuerpo recto y parece que los pies se van a poner de puntillas, se van a mover, y sin embargo no, ahí nuestra imaginación ha ido a buscar lo que la imagen no dará, y eso también forma parte del juego.O no sé, quizás no estoy acertando a decir nada de lo que siento, quizás sea otra cosa, quizás tenga que ver con ese ligero movimiento de la cámara hacia detrás, esa manera de dejarla entrar en las habitaciones, de verla mirar y luego apartarse para dejarla entrar y estar y ser de cuerpo entero, ahí, al mismo tiempo cercana y lejana, ahí toda ella entrando en un mismo movimiento en el presente y en el pasado y nosotros acompañándola sin poder alcanzarla, como si nuestra mirada fuese la mirada suave y distante de un fantasma enamorado, como si, por un tiempo, la mirada del cine fuese eso, la mirada de un fantasma sintiendo la realidad al mismo tiempo presente y lejana, la mira que ve pero no toca, la mirada que ve pero no es, como si toda la gracia y el placer y la tristeza estuviesen en esa lejanía cercana.
(Juegos de verano, Ingmar Bergman)

lunes, 20 de julio de 2020

detrás


Da miedo. Es simplemente una cabeza que nos da la espalda. Que nos da el pelo. Pelo largo. Rojizo. A estas alturas de la película basta eso para que tengamos miedo. A estas alturas de la película nada puede darnos más miedo que eso. Una cabeza vuelta. Una cabeza sin rostro. Una cabeza que pueda al volverse mostrarnos un rostro inesperado. Un rostro que no cuadre con lo que esperábamos. Un rostro que no cuadre con el momento. 
Es una película de realidad y de sueño. Por un lado la realidad, por otro lado el sueño. No se confunden. El sueño parece el umbral de la muerte. Una mujer se intenta suicidar con somníferos y a partir de ese momento va y viene entre la realidad y el sueño sin que nosotros nos confundamos. Sabemos cuándo el personaje está soñando. Sabemos cuándo el personaje no está soñando. 
(Aunque también hay, es cierto, un fantasma que existe en todas la realidades. Un fantasma que es una mujer mayor de rostro severo y mirada metálica. Lo metálico quizás sea una cualidad de la luz al reflejarse en sus ojos, no algo que esté de por sí en ellos. Pero, aún así, al ver esos ojos sentimos algo frío y metálico.)
Ahora, cuando la mujer va al encuentro de esa cabeza de pelo rojizo, esa cabeza que es, que debería de ser, la de su hija, no está soñando. El plano de la cabeza vuelta, la cabeza sin rostro, ni siquiera dura tanto, al poco la mujer dice el nombre de su hija y esta se vuelve con su rostro luminoso, joven, sonriente. Es ella. El plano y el miedo apenas duran un instante, un pequeño instante de duda, pero quizás la fuerza del miedo a esas alturas de la película sea esa, que el miedo pueda deslizarse en apenas unos segundos, que el miedo se pueda colar por cualquier rendija de la realidad, que la realidad sea algo que la duda se va comiendo poquito a poco hasta que ya apenas se sostiene. 
La duda se insinúa pero apenas dura un momento, la cabeza se vuelve y es el rostro luminoso de la hija, con alegría y sonrisa, la realidad le gana a la duda. Sin embargo, la escena entre la madre y la hija dura y, según dura, según se hablan, se va complicando, hasta que la hija acaba diciendo algo que contradice a la sonrisa inicial, que contradice la luz y la alegría de su reencuentro con la madre. La sonrisa era real, no era un sueño, y sin embargo se vuelve irreal. Se vuelve, quizás, mentira. La duda más terrible resulta no ser la de una cabeza que nos da la espalda y un rostro que no vemos, sino la de un rostro que de frente nos sonríe, que de frente parece querernos y alegrarse de vernos y que sin embargo a su vez oculta otro rostro, otro sentimiento. El sueño es apenas la versión colorida del doble fondo de la realidad. 
O también puede ser que la sonrisa sí fuese verdad y que las palabras de la hija fuesen falsas, consciente o inconscientemente. Quizás no hay razón para creer lo malo más verdadero que lo bueno. Quizás todo sea al cabo dudoso y también lo sean las palabras alentadoras de la voz en off al final, las palabras que ponen al amor por encima de todas las cosas mientras vemos una imagen que nos muestra a una pareja anciana, una pareja bajo cuya imagen presente no podemos dejar de ver lo crueles que fueron en otro tiempo con la mujer, cuando ella era niña, crueldad que nos ha sido revelada antes, cuando la memoria de la mujer ha vuelto a la superficie hecha palabras y grito. No podemos evitar recordar eso pero tampoco podemos pensar sin más que la crueldad del pasado sea la verdad oculta del amor presente, ni que el amor presente sea la verdad final de esa crueldad pasada. Como si hiciesen falta tantas palabras no para alcanzar un sentido final sino para asegurarse de que, al cabo, no quede ninguna certeza, ningún sentido que no sea reversible, ningún rincón de realidad libre de la duda. 
(Cara a cara, Ingmar Bergman)

domingo, 24 de mayo de 2020

tocado

Ahí, sentados en un banco de madera, él con las piernas de un lado, ella con las piernas del otro, él con cazadora, ella con abrigo, los dos con una hoja de papel en una mano y un boli en la otra, están jugando a lo que yo llamo "hundir la flota", que también se llama "batalla naval", o el "juego de los barcos", o el "juego de los barquitos", ese juego que consiste en hacer una cuadrícula y poner barcos que ocupan varias casillas e ir diciendo casillas de la cuadrícula del adversario para intentar hundirle la flota. Son un hombre y una mujer que estuvieron juntos y hace cuatro años se separaron, ella se fue, y que hoy vuelven a verse porque él le escribió a ella una carta dándole cita en este lugar que no está muy claro si es un parque o simplemente el campo que hay al lado de un embalse, un lugar al que en otro tiempo venían juntos. Se hablan un poco como se hablan las antiguas parejas que quizás se ajustan cuentas, que se tantean, que se buscan o se evitan. De pronto están ahí, sentados en un banco, jugando a la la batalla naval. La idea es de él y él juega con rigor y sistema mientras ella juega con menos atención, no recordando del todo las reglas ni los trucos del juego. Es bastante inesperado que en medio de este reencuentro ellos de pronto aparezcan haciendo eso, jugar a la batalla naval. Al principio uno se queda un poco perplejo, piensa que no durará mucho, pero el juego dura y entre ataque y ataque naval ellos siguen hablando de otras cosas, un poco en plan la canción: que tu fuiste, que yo fui. Hablan de mentiras y de maneras de ser, de momentos que uno recuerda y el otro no. Sale esa cosa tan puñetera de los recuerdos que para uno son definitorios del otro y que el otro ni siquiera recuerda. El juego dura y la conversación también y uno llega a sentir que no son tan diferentes el juego y la conversación, que los dos están echando bombas sobre la memoria del otro, un poco a ciegas, haciendo agua casi todo el tiempo, sin conseguir ni herirse ni ablandarse. Da un poco de vértigo este ver en la conversación de pareja la forma de la batalla naval. Apenas vi la película hace dos días y no me quiero aventurar pero creo que es de esas cosas que no se me van a olvidar y que alguna vez se me vendrán a la memoria, alguna vez sentiré de pronto que estoy haciendo eso, jugar a la batalla naval. No es que sea un idea escondida, la secuencia dura lo suficiente como para que todos lo pensemos y además hasta está presente en el cartel de la película: "la batalla naval es un juego que se juega a dos". Pero precisamente lo que se ve en la película es que ni los dos juegan a la batalla naval con el mismo interés ni juegan tampoco a la par el juego del reencuentro. En realidad es él el que va lanzando bomba tras bomba y haciendo agua una y otra vez, o acertando de vez en cuando pero sin que eso le sirva para nada. Al final es él mismo el que acaba más tocado de los dos: a fuerza de lanzar bombas ha hundido su propia flota. O quizás no. Quizás todo sea un truco más, una bomba más. Cuando se empieza a ver todo con la idea de la batalla naval parece que ya nada puede escapar al juego, que ya nada de lo que haga el personaje puede dejar de ser bomba lanzada con intención. En realidad eso es casi una condena para él: ha creado unas reglas del juego en las cuales todo queda tocado por el juego y nada puede parecer ya del todo sincero, sin intención de hundir la flota ajena. Pero al cabo también puede ser que de veras quisiera hundir la flota propia, no sé, quizás buscaba reanimar en sí mismo algo de sentimiento o algo de memoria pero quizás también para eso haga falta jugar a dos o haga falta, mejor no jugar a dos, no poner en el medio la idea del juego, la idea que al cabo si hay dos hay competencia, hay uno que gana y uno que pierde, cuando se entra en la lógica del ganar y del perder parece que ya hay, para siempre, algo perdido. O quizás seamos nosotros la flota que la película, a ciegas, trata de hundir. Quizás a algunos nos alcance una bomba y a otros les alcance otra. Quizás esté todo el tiempo la tensión del juego, del saberse bajo un fuego a discreción que puede darnos y hundirnos y que, en el fondo, estamos deseando que nos dé, porque como el personaje estamos deseando que algo se reanime un poco en nosotros, memoria o sentimiento, porque vamos a las películas a que algo nos importe, a que algo nos alcance, a jugar con la película, a jugar a dos. 
(Trous de mémoire, Paul Vecchiali)

la casa de cristal



Ese lugar que veis ahí, con tantas ventanas, es la oficina del shérif en un pueblo del Oeste. La verdad es que hay la pared justa para que el edificio no se caiga, todo lo demás es ventana. Ventana para ver hacia afuera y ventana para ser visto desde afuera. No hay ni siquiera contraventanas, algo que se pueda cerrar llegado el momento, para defenderse de alguna amenaza, para defenderse, por ejemplo, de los tiros, porque el Oeste de esta película todavía es un Oeste de tiros. Uno podría pensar que la oficina del shérif debería estar hecha más bien de ventanucos pequeños y paredes gruesas, un lugar en el que poder encerrarse a verlas de venir y defenderse si hace falta. Esta oficina, sin embargo, está hecha, inesperada arquitectura moderna, más que nada de cristal. No es que esté hecha de cristal para poder ver todo lo que pasa en el pueblo sino más bien al contrario: está hecha de cristal para que todo el pueblo pueda ver lo que pasa dentro. Ser shérif en esta película es vivir siendo visto constantemente por el resto del pueblo. Ser shérif en esta película es, quizás, aprender a tratar con la mirada de los otros. Aprender a no dejar de ver mientras uno es visto. Aprender a aguantar bajo la mirada del adversario en el duelo y acertar, en ese momento, a mantener la mirada libre, a no mirar hacia lo que marca el adversario. Aprender a vivir con la de todo el pueblo a través de las ventanas juzgando y comentando los actos. La idea de que la fuerza legal tiene que ser transparente como el cristal no suena mal pero la película va de que en este caso no funciona. Quizás sea como si esa oficina del shérif estuviese ahí como un señuelo de transparencia en una ciudad que en realidad no tiene nada de transparente. Como si ahí se exhibiese una imagen de la ley pero la que de veras funcionase fuese otra, oculta, con derecho al secreto, la ley del linchamiento y, tras ella, la ley de los notables. Como si esa oficina del shérif fuese un truco de cristal, un truco como ese de lanzar una piedra a un lado para que el enemigo dispare allí y acercarse por el otro lado, como si al final todo fuese cuestión de estrategia y la estrategia fuese cosa de señuelos y de realidades, de no dejar que los unos despisten de lo otro, y como si la película misma fuese, al cabo, de otra manera, cuestión de estrategia, ir disponiendo secuencia tras secuencia las ventanas abiertas, la pura visibilidad, para que al final las ventanas queden cerradas por unos estores que de bien poco sirven como defensa, para que al final todo tenga que resolverse afuera, en la calle, donde las visibilidades están a la par, donde no hay, quizás, señuelos, y como si para eso, para ir apartando los señuelos, hiciese falta todo ese tiempo, toda esa estrategia de la cámara, todo ese aprendizaje del joven shérif y todo ese aprendizaje del espectador, secuencia a secuencia rectificando la imagen, ventana a ventana retomando el ejercicio hasta que por fin se acierta a ver claro, se acierta a ver de otra manera.
(The Tin Star, Anthony Mann)

martes, 19 de mayo de 2020

ventana


No sé bien qué decir, la verdad. Es simplemente que me gusta mucho este plano y también el plano dentro de la secuencia y la secuencia dentro de la película. El plano es muy bonito, tan lleno de líneas diagonales, tan lleno de profundidades, con su cesta y su macetita ahí sobre las tejas, en primer término. Con su ventana abierta y, en el panel cerrado, sus dos huecos abiertos. Todo lo que cierra abre, todo lo que abre cierra. Con sus otras ventanas al fondo, irregulares entre el gris oscuro y el blanco. Con sus cosas ahí colgando del techo. Esas cosas que cuelgan y la macetita y la cesta vacía, la cesta como olvidada, como descuidada, y las tejas y el aire que no vemos pero que sentimos, nos recuerdan que estamos en un pueblo, nos recuerda que ahí afuera casi todo es campo y aire y cielo. Y luego está esa mujer de espaldas, ropa negra, pelo negro, piel tan blanca. Y la mujer en el centro, con la cabeza inclinada. El plano está lleno de cosas y de líneas y, sin embargo, es un plano que nos hace sentir cerca, muy cerca, de esa mujer con la cabeza inclinada. Como si toda esa presencia del mundo alrededor, toda esa distancia que ponen paredes, ventanas y objetos sirviese en realidad para sentirla con más fuerza en el mundo real, en su lugar y en su tiempo. Como si la viésemos a ella, su cuerpo, su cabeza inclinada, y también viésemos su vida, aquello de lo que están hechos sus días. Como si ver a una persona de cerca fuese eso, ver de pronto aquello de lo que están hechos sus días. El plano está en medio de una secuencia hecha de cercanías y distancias. Justo antes y justo después vemos de cerca a la mujer de negro hablando. Es singular este juego de cercanías y lejanías, de pronto estamos muy cerca de los personajes y de pronto los vemos a través de una ventana, pero lo realmente singular es que ese juego de lejanías y cercanías no nos aleja de los personajes, al contrario, tanto al acercarnos como al alejarnos nos vamos acercando a ellos, alejarse no es dar un paso atrás, es dar, de otra manera, un paso adelante, como si hiciese falta coger siempre a los personajes así, de cerca y de lejos, llegar a ver sus ojos pero sin perder el espacio que les rodea, el espacio en el que viven, como si para llegar a estar cerca de un personaje, de una persona, hubiese que lograr ver al mismo tiempo lo que dice su mirada y lo que dice el mundo que le rodea, como si hubiese que lograr tener una doble visión imposible, como si el cine pudiese hacernos sentir por un instante cómo sería tener esa doble visión, esa visión casi simultánea del afuera y del adentro, alma y macetas, alma y ventanas. 
(Esposa, sé como una rosa, Mikio Naruse)

viernes, 24 de abril de 2020

inmóvil



No sé bien qué decir. Quería hablar de este plano. De su intensidad. De la sensación extraña que tuve el otro día, al ver la película, de moverme hacia delante en el plano. El plano en realidad no se mueve. Está fijo. Dura y dura, más de tres minutos, pero está fijo. Y, sin embargo, yo tenía la sensación de moverme hacia ella.  Me movía hacia ella y al mismo tiempo no avanzaba. No podía alcanzarla. Era un movimiento inmóvil. La luz cae desde arriba, a la derecha, sobre el pelo rubio de ella. La pared, detrás, es de un amarillo irregular, por zonas más oscuro, por zonas más claro, casi una pintura abstracta, una tormenta inmóvil, una tormenta de Turner. El hombro y la cabeza del hombre cierran el espacio, encierran a la mujer entre el hombre y la pared. Todo sucede en una celda. Ella está presa por haber matado a un hombre. Se supone que intentaba defenderse de una violación. Está hablando con su abogado defensor. Este ha empezado a descubrir cosas que desconocía sobre el pasado de ella y que le hacen sospechar lo que nosotros sabemos desde el principio, que ella no disparó para defenderse, que ella disparó porque, por razones que todavía no acabamos de comprender, quería matar a ese hombre. Llevan un rato hablando. Se han movido por la celda. Le veíamos a él y la veíamos a ella. Unas veces uno, unas veces otra. Él ha estado a punto de irse, ella le ha retenido. Va a contarle la verdad. Se va al fondo de la celda. Él le habla desde la puerta. Habla contra ella. Habla de sexo. Habla con odio frío. Ahí empieza el plano. Él todavía no está ahí. Sólo ella, en silencio, aguantando, quizás, lo que él dice.  Palabras de él sobre el rostro de ella. Luego él entra en plano, hombro y cabeza. Entra en plano y pregunta (se tratan de usted): ¿por qué lo habéis matado? Ella empieza su historia. Cada vez que ella calla, él cuenta las partes que ella no va a contar, hace preguntas nuevas. Quizás sean las preguntas de él las que sean como un movimiento hacia ella, un movimiento que nos atrae y nos repele al mismo tiempo, porque como él queremos saber y al mismo tiempo su tono de abogado que no pierde las formas pero que odia y que se atreve a afirmar lo que ella no dice es difícil de soportar, estamos al mismo tiempo en un movimiento que quiere avanzar hacia ella y en otro movimiento que se defiende de las palabras de él. Hasta entonces hemos seguido la mayor parte de la investigación con él, como si estuviésemos en un extraño Tintín en el país de la Justicia, los pobres y los burdeles, pero aquí todo ese movimiento de él, todo ese movimiento que hemos hecho con él, viene a romper con violencia contenida y legal contra el rostro de ella, contra el aguante de ella entre el hombre y la pared, sin llegar a romperla. Quizás por eso ya no podemos ver el rostro de él. Quizás por eso el plano tiene que volverse una celda dentro de la celda, un lugar del que ella no pueda escapar más que aguantando, manteniendo, a su manera, su dignidad. Es un plano de una fuga, pero de una fuga en la inmovilidad. Una extraña manera de sentir con ella el encierro del momento y el encierro del mundo sin tampoco ponernos en su lugar. No podemos. Se nos tiene que escapar. Esa es la libertad del personaje. Es ella. No somos ella. No hay, creo, identificación. Sí hay, en cambio, la sensación de la violencia que aguanta. No nos ponemos en su lugar. Nos ponemos ante ella y, poco a poco, sentimos que ella es otra y que existe, ahí, entre el hombre y la pared, con la luz en el pelo, en pie, dura ante la dureza, tormenta inmóvil.
(L'ange noir, Jean-Claude Brisseau)

miércoles, 8 de abril de 2020

apetito


El personaje entra en la película así: con la boca llena. Hablando y llenándose la boca y el plato todo lo que puede. No es que hablar con la boca llena sea cosa de mala educación, que quizás también, es sobre todo que no es práctico. Con la boca llena a uno no se le entiende bien cuando habla.  Hablando uno no mastica bien lo que come. Llenarse la boca y pretender hablar al mismo tiempo es meterse en un problema. Un problema menor, quizás, pero problema al fin y al cabo. El personaje, sin embargo, lo hace. Se mete siempre en problemas. También en este. Habla y come. Habla y mastica. Habla y traga. El personaje tiene su prisa, su apetito, su hambre y su necesidad. Por eso se empeña en hacerlo todo al mismo tiempo. Quizás lo que hace no sea muy práctico pero tiene su gracia. Hay algo gracioso en verlo así, comiendo, hablando y, a pesar de todo ese apetito, tan delgaducho. Como si todo eso que come nunca fuese a ser suficiente. Tiene su gracia y  hace que así, nada más verle, ya haya un personaje que existe. Un personaje que podría salir de ahí e irse a otra parte a vivir otra historia pero que sin embargo se queda aquí, en esta que estamos viendo. Con su apetito inagotable e insaciable. Con su apetito que hace que, ya de entrada, queramos saber más de él, que queramos acompañarle a donde vaya para así poder ver si en todas las otras cosas que hace es también así de hambriento, apresurado y poco práctico. Lo es. Al poco, además, va a tener que ponerse a correr de un lado a otro de la ciudad estando cojo por haber recibido un golpe. Hablar con la boca llena. Correr cojo. Es un personaje que avanza y vive a pesar de su cuerpo. A pesar de lo precario de su lugar en el mundo que le ha tocado. A pesar de su cobardía. A pesar de su tendencia innata o adquirida hacia la mala suerte. Estando él ahí, con la realidad de su hambre física y social, todo lo que se cruce va a ser verdadero, aunque sea una serpiente voladora azteca, porque todo lo que él haga con aquello que se le aparezca va a ser verdadero. Yendo con este personaje la película puede contar su historia como con la boca llena. Puede masticar y hablar. Puede hacer a la par lo más real y lo más irreal. Puede tomar todo lo que venga como hechos que hay que afrontar y resolver pero de los que no merece la pena dudar. No hay tiempo para hacerlo. La urgencia material no lo permite. Y, por si fuera poco, o ante todo, o antes que nada, están el hambre y el apetito de este personaje, que son tan reales (y tristes y divertidos) que a todo lo que los rodea lo vuelven real.
(Q - The Winged Serpent, Larry Cohen)

sed

Es nada más un niño que bebe agua. No sabíamos que tenía sed pero ahora va y bebe agua. Parece que no importe eso, que beba agua. No importa para nada de lo que ha pasado antes ni para nada de lo que va a pasar después. Desborda. Ese plano y esa acción son como la vitalidad y la sensibilidad del chico: desbordan. Lo bonito es, quizás, que ese desborde de vitalidad del chico se vea así, en un plano que desborda del cauce de la historia. Contar esa vitalidad no por medio del actor, no forzándole a expresarla, sino dándole una acción simple de hacer pero que se sale de lo indispensable. No es tampoco que sea un símbolo. Al menos no uno de esos que ya conocemos y que podríamos leer hasta fuera de contexto. El plano se vuelve desborde sólo por lo que viene antes y por lo que viene después. No es una carrera desenfrenada por la playa. No es una fantasía voladora. No es nada de eso. Es, nada más, un plano de un chico que bebe agua directamente del chorro del grifo. Quizás, claro, ese beber directamente del chorro tenga también su aquel, porque el niño pertenece a una clase social en la que eso no se hace y ahora está, precisamente, en un lugar donde puede ser brevemente feliz porque ese gesto es tan natural para él como para el entorno. Quizás también tenga su aquel este beber porque la sed y el alivio que da el beber son algo que sentimos en nuestro cuerpo al verlo hecho por otro sin que lleguemos a ser conscientes de que lo sentimos, al menos no así, con esta rapidez. El alivio del agua no llega a hacerse idea, se queda en sensación fugaz. Quizás ese beber tenga  también su aquel porque toda esa vitalidad del chico es, al cabo, más que vitalidad realizada, sed de vida. Vivir es, parece, tener sed. Beber. Volver a tener sed. Es una sed que nunca acaba de calmarse. Una sed que es la vida toda. Una vida que el niño se juega, cuando puede, agarrado a una rama, unos metros por encima del agua de un lago, unos metros por encima de un agua que puede ser al mismo tiempo vida y muerte, sed renovada o sed extinta ya para siempre. Pero todo eso, la rama, el lago, es antes y es luego. Ahora, por un instante, el agua, simplemente, va del grifo a su boca. 
(L'incompreso, Luigi Comencini)

duda

A veces pasa que uno cree que ya sabe qué historia le están contando y se acelera y no se da cuenta de que en cierto momento la historia se desvió y ya no está contando aquello que parecía evidente, tan evidente que uno podía ir así, por delante de la historia, como un explorador que se las sabe ya todas y cree que nunca caerá en una emboscada y que, sin embargo, precisamente por eso, por sabérselas todas, o casi todas, va y cae en la emboscada y no le queda más que negar el error o, al contrario, reconocerlo, y, en cualquier caso, echar la vista atrás, aunque ya no sirva de nada, para intentar recordar el detalle o la pista que pasó por alto y que le habría permitido entender toda la situación de otra manera y evitar al emboscada. 
A veces pasa también que esa historia que se desvía no es una historia que nos están contando sino una historia que estamos viviendo nosotros mismos y que, a la par que la vamos viviendo, nos la vamos contando, como exploradores que, de nuevo, se las saben todas, equivocándonos cada vez más, alejándose cada vez más la historia que nos contamos de aquello que realmente estamos viviendo, hasta que de pronto la realidad y la historia se han distanciado tanto que a la historia ya no le queda vida ni aliento ni nada que la sostenga y ya sólo queda elegir la ceguera para seguir creyendo en ella o ver cómo se desvanece en el aire hecha polvo o hecha nada, apenas desconcierto. 
Quizás algo así pasa, y nos pasa, y les pasa a los personajes, en esta película donde hay al mismo tiempo emoción y retención y donde durante mucho tiempo sentimos que eso que se retiene es señal de la emoción misma, de la emoción que uno siente y expresa a pesar suyo, porque le desborda la razón y la timidez. Sentimos el vínculo porque a los personajes se les escapa a pesar suyo el deseo y creemos en él porque lo hemos sentido así, retenido, si es que alguna vez hemos creído, claro, en la realidad de los deseos contenidos. 
Entonces llega el final y nos entra la duda. Tanto los personajes como nosotros nos ponemos a dudar de si la pasión que hemos visto y sentido antes fue real. Lo terrible para los personajes (y lo terrible para nosotros en la medida en que podamos reconocer en lo que nos cuentan algo que alguna vez hemos vivido) es que al mismo tiempo hay que responder que sí y hay que responder que no. El presente de aquel amor fue real pero ha resultado no ser un presente tan fuerte como parecía, un presente capaz de perseverar. La prueba del tiempo ha ido haciendo irreal lo que quizás fue real y no sólo ha cambiado lo que ese amor es en el presente sino que ha cambiado también lo que ese amor fue en el pasado. Lo que vimos, quizás, no era lo que vimos, o, quizás, ya no lo es. La duda va devorando el pasado, va desvaneciendo su realidad. Nos quedamos sin la historia que nos habíamos contado. 
La imagen que vemos cuando al fin se cierra la historia, este hombre y esta mujer frente al mar, no corresponde con lo que la voz nos cuenta. O quizás sí. Es una extraña imagen que, de pronto, puede ser una ilustración de lo que dice la voz pero que también puede ser todo lo contrario. Una imagen que lo mismo dice separación que unión. Una imagen, también, que podría ser del presente que cuenta la voz o del pasado que se recuerda. Una imagen que es en sí misma una duda. Y quizás todo esto iba siendo no tanto la historia de una pasión como la historia de la duda que esa pasión iba tejiendo sobre la realidad que la rodeaba y, al mismo tiempo, sobre sí misma, sobre la vida que se vivía y la vida que se podría vivir. Al cabo lo más fuerte, el corazón de lo vivido, quizás no era el amor, quizás era la duda. 
(Une autre vie, Emmanuel Mouret)

lunes, 16 de marzo de 2020

nuestro teatrillo ambulante



Se ve bastante mal, pero aún así algo podéis ver, hay una pareja bailando, al fondo hay una orquesta que toca y están todos en un restaurante con las mesas y las sillas ya recogidas, todas las mesas de dos en dos, una encima de la otra, todas las sillas de dos en dos, una encima de la otra, todas o casi todas, ahí a la izquierda podéis ver una silla sola y una mesa sola, son la excepción, y el baile también es la excepción, es el baile de después de los bailes, es el baile de después de la hora de cierre, el baile que normalmente no tendría lugar pero esta noche sí, esta noche hay algo que se abre en el tiempo y sucede este baile, sucede para que el amor de la pareja, que apenas se acaba de conocer, pueda ir a toda velocidad, el tiempo se abre para que una noche pueda ser como una eternidad, toda una vida conociéndose, para que puedan hablarse y también callarse, y esto no podía pasar en un restaurante abierto, esto sólo podía pasar en un restaurante cerrado, con todas las mesas recogidas, y en realidad todo es un poco una puesta en escena, durante toda esa noche el hombre es un poco como un actor y director de teatro de su propia obra, va creando pequeñas escenas, todo empieza cuando él se hace pasar por ladrón, todo empieza con ese pequeño teatrillo, y la mujer entra en el juego, primero sin saber que es un teatrillo, después sabiendo, como si el amor aquí fuese esa posibilidad de hacer teatrillos juntos, a lo largo de la película no dejarán, cada vez que se encuentren, de hacer teatrillos, de actuar el uno para el otro, de actuar juntos, y quizás debería decir que al mismo tiempo que ellos bailan hay un hombre, el marido de ella, creando otra puesta en escena, una puesta en escena malvada, y toda la película va a ser un poco eso, dos puestas en escena que se enfrentan, una inocente, la otra criminal, una con las cartas marcadas, con las pistolas trucadas, la otra sin saber siquiera que se trata de un duelo, y dentro de esas puestas en escenas todos actúan como pueden, se componen un personaje, lo cambian en un pispás, a veces con alegría, a veces con miedo, pero quizás esté bien saber que lo malo no es que las cosas se pongan en escena, tanto la verdad como la mentira aparecen dentro de una puesta en escena, dentro de un teatrillo, la puesta en escena es el medio para la trampa pero también el medio para la sinceridad, a la puesta en escena malvada no le responde una puritana falta de teatro, sino otro teatro, un teatro que conspira por el bien allí donde el otro conspira por el mal, el mal pone en escena con el poder del dinero y de la policía, el bien pone en escena con el juego y también con esa forma de teatro que resulta ser un restaurante, porque el hombre al que vemos bailar es un maître de restaurante, no sabemos si es de su profesión de donde le viene el talento para poner en escena o si es su inclinación natural hacia la puesta en escena la que le llevó a ese oficio, será todo al mismo tiempo, supongo, pero lo que es bonito aquí, en este momento, en este baile, es que el teatro que es el restaurante está recogido, no bailan con todo el escenario puesto, sino con el escenario desmantelado, con el encanto apagado, y sin embargo todo resulta, claro, más encantador, la desnudez del escenario desmontado es como una vuelta de tuerca al esplendor del escenario montado, porque acceder al escenario desmontando es lo excepcional, es tener al mismo tiempo el poder del escenario y la intimidad de la soledad compartida, y sucederá también más tarde que los personajes volverán a poner en escena esta noche, con la misma música, la misma comida, el mismo baile, en otro lugar, en un camarote, y será una vuelta de tuerca a la vuelta de tuerca, será la prueba de que en el amor de ellos, que es un amor de verdad, claro, las cosas pueden repetirse, la primera vez no se agota en sí misma, puede suceder de nuevo una y otra vez, en el placer compartido de rememorar esa primera vez, que es un placer compartido de poner en escena, de recuperar los gestos y los objetos, de hacer teatrillo de aquel primer teatrillo, cada representación es la primera vez porque cada representación es representación, es algo que ponen en escena y actúan juntos, la obra de teatro que ellos han creado es inagotable, siempre repetible y siempre diferente, siempre una variación, y luego sucede otra cosa, pero esa no la cuento, y esa pasa una vez, y es también un tiempo de excepción, es un tiempo al borde de la catástrofe, es otra cosa, es el encuentro con lo enorme, es el encuentro con la naturaleza, porque está película, llegado cierto punto, se permite un último giro, un giro loco, un giro enorme, un giro que si la visteis ya sabéis a qué me refiero y si no la visteis pues ya lo sabréis, yo por ahora me detengo aquí, en esta noche, casi al amanecer, en este restaurante recogido, en este escenario desmontado.
(History Is Made at Night, Frank Borzage)

domingo, 15 de marzo de 2020

lo que dura una canción



Podéis ver que hay un hombre y una mujer que están frente a frente y tras ellos, alrededor de ellos, sin mirarles, hombres y mujeres con el brazo en alto, haciendo el saludo nazi, y lo que no podéis ver es que todos esos hombres y mujeres con el brazo en alto están cantando una canción nazi, pero una vez que lo sabéis podéis comprender que este hombre y esta mujer que no alzan el brazo, que no miran en la misma dirección que los demás, se están negando a cantar esa canción y al hacerlo, o más bien al negarse a hacer, que aquí es otra manera de hacer, se están poniendo en peligro, están decidiendo ponerse en peligro al querer ser libres de no levantar el brazo, hay que haber visto al hombre, cuando se ha levantado de la silla, no saber qué hacer con sus manos y con la derecha estirarse la chaqueta, que es cierto que estaba un poco encogida, pero si no la hubiera estirado no nos habríamos dado cuenta, yo creo que era más por sentir lo raras que se pueden volver las manos cuando todos hacen el mismo uso de ellas y uno no, uno se niega, pero al negarse las manos se le hacen raras, uno siento como que las redescubre, ahí, al final de los brazos, tanto tiempo las hemos tenido y las hemos usado sin pensar en ellas y ahí están y se pueden volver un problema, qué hacer con ellas se puede volver una decisión, pero no era de esa mano incómoda de lo que quería hablar, además es posible que la esté exagerando, hay días o semanas así, que algo se nos desmesura, por ejemplo las manos, qué cosa más rara una mano, yo de lo que quería hablar era del tiempo de la canción, de cómo sentimos con el hombre y con la mujer lo larga que se puede hacer una canción, lo largo que se puede hacer el tiempo en general, pero con una canción se nota más, porque una canción es algo que no es tan largo, es algo que en poco tiempo se va a acabar, pero a veces ese poco tiempo puede hacerse eterno, gracias a la canción, tan breve y tan interminable, nos damos cuenta de eso, la cualidad del tiempo ha cambiado, si no hubiese habido canción breve haciéndose eterna no lo habríamos notado tanto, creo, aunque también es cierto que ni siquiera la canción dura hasta el final, uno de los nazis la interrumpe para buscar pelea con un pobre profesor, y ahí intervienen el hombre y la mujer y todo se empieza a complicar para ellos, o se sigue complicando, empezar ya había empezado, la canción, el breve tiempo de la canción, era en realidad una trampa que rodeaba a los personajes, una canción también puede ser eso, una trampa, quizás cualquier cosa pueda ser convertida en trampa, una breve canción, el breve camino que lleva de la puerta de casa a la puerta de la verja, el tiempo y el espacio de pronto se alargan, se hacen interminables, el tiempo también de la tortura oída siempre desde afuera, oída por los que no deben reaccionar, y a veces también el tiempo se hace cortísimo, el tiempo del amor ganado como a escondidas entre medias del tiempo de la amenaza, del tiempo de la política, el tiempo de una boda improvisada justo antes de una huída, tiempo que se hace interminable porque se sabe que cada segundo acerca el peligro, pero también tiempo que se querría interminable, que se querría que pudiese abrir desde dentro una brecha en el tiempo de la amenaza, una brecha que se fuese abriendo y abriendo hasta deshacer el tiempo de la amenaza y devolvernos al tiempo de la felicidad, que en la película es el tiempo original, el tiempo de los orígenes, el tiempo perdido que apenas podrá ser convocado ya a escondidas, tiempo furtivo, tiempo animal perseguido, tiempo respiro. 
(The Mortal Storm, Frank Borzage)

domingo, 12 de enero de 2020

con las manos abiertas


Pongo una imagen y no sé si se siente algo, no sé si se puede sentir algo viéndola así, fuera de la película, fuera de su tiempo y de su ritmo, pero quizás sí, quizás se pueda adivinar algo, la seriedad del rostro, la elegancia del traje, el tapiz al fondo, como trayendo el recuerdo de otros tiempos y otras formas de vivir, las manos en una posición extraña, o quizás no sean sólo las manos, es algo entre la posición de los brazos y la posición de las manos que hace al conjunto extraño, un poco manierista, la emoción, creo, está ahí, en ese contraste entre la seriedad del rostro y esas manos un poco torcidas, un contraste que se vuelve en realidad alianza, el rostro hace creíbles las manos, la manos hacen singular la concentración del rostro, en ese momento el personaje está haciendo un conjuro, acaba de decir que esa postura es el signo de Osiris resucitado y al poco el espíritu de una mujer muerta hablará a través del cuerpo de una mujer viva, en cierto modo toda la película está ahí, está en este personaje, en este actor, Christopher Lee, en la seriedad, convicción y elegancia con la que puede hacer eso, el gesto de Osiris resucitado, sin tener que justificarse de más, sin tener en cuenta nuestra posible incredulidad, porque podríamos no creer en Osiris resucitado pero no podemos no creer en el hombre que lo dice, y si creemos en ello es todo cosa del cuerpo, del uso que hace de su propio cuerpo y voz, la realidad de lo que parece irreal se ve ahí, en cómo él, con toda seriedad, trata eso que no vemos como algo real, vemos la seriedad en él, esa seriedad es algo visible, y gracias a ella vemos y creemos también en lo invisible, y toda la película se parece al personaje, tiene esa elegancia de traje y corbata, esas mismas formas precisas y esa capacidad para ver y hacer ver lo invisible, hacer ver la fuerza de la voluntad moviéndose como por telepatía, apenas unos ojos y un gesto de concentración y luego la reacción de otro personaje y ya empezamos a ver eso, la voluntad, que es como el viento, no la vemos pero sopla y al soplar hace moverse las ramas y los cuerpos, sí, la película logra lo mismo que el personaje, hacer ver lo invisible sin apenas detenerse en la duda, no hay tiempo, hay peligros y placeres más interesantes que la duda, mejor dejarla atrás y avanzar de la mano del personaje, de la mano del cineasta, hay algo emocionante en dejarse llevar, en verlos hacer con convicción sus gestos, el personaje moviendo las manos e invocando, el cineasta moviendo su cámara de una muerta a una viva, o pasando de la concentración de unos ojos vistos de cerca a otros ojos que se abren como si una voz los hubiese despertado, hay algo emocionante en que no se paren a intentar convencernos sino que sea la precisión de sus gestos, de su voz y de su porte atravesando sin inmutarse lo inverosímil lo que nos haga ver más allá de lo verosímil algo nuevo, hay algo emocionante en esos cuerpos en medio del espacio vacío trazando los gestos de la magia, en esa convicción que tienen y en que acepten compartir con nosotros esa convicción sin más explicaciones, algo extrañamente amistoso, porque el personaje también da esa sensación, la de ser alguien que más allá de su rigor es alguien capaz de amistad, alguien que en el fondo también necesita de eso, de la amistad y de los demás, del mundo cotidiano, de la conversación y del trago compartido con otros, alguien que acepta la aventura pero tampoco la busca, alguien con quien uno puede avanzar con confianza a través de los peligros, del mismo modo que el cineasta avanza teniéndonos en cuenta pero con convicción y como si esa convicción fuese también una forma de amistad, la que necesitamos para aceptar lo que vemos y también lo que no vemos. 
(The Devil Rides Out, Terence Fisher)

martes, 7 de enero de 2020

la felicidad de no ser visto



¿Veis cómo sonríe el hombre que tiene premoniciones? Sonríe porque las premoniciones que ha tenido se están realizando y él las está poniendo en escena, sonríe por la alegría de ver esa forma que ha intuido hacerse real, sonríe porque está feliz, esta es una película de gente siendo feliz, este personaje no es para nada el más importante de la película, no es uno de los protagonistas, no es una de las estrellas, es nada más un actor secundario, es nada más un criado, y si prefiero hablar de estrellas más aún que de protagonistas es porque la película realmente va de eso, va de estrellas, va de ser estrella y poder o no brillar, y poder vivir o no la vida que permite brillar, la película va de una mujer que puede ser una estrella y de un hombre que puede ser una estrella y de la alegría común de descubrirse y de, durante unos días, brillar juntos pirateando, pero para que todo eso suceda hace falta también el actor secundario, el criado, que no es simplemente aquel que acompaña a las estrellas, es algo más,  es aquel que hace posible su encuentro, aquel que silenciosamente lo pone en escena, el criado no es el autor de la historia, es como si la historia ya estuviese ahí, en germen, como posibilidad, y él con su puesta en escena la fuese haciendo real, la fuese descubriendo y convirtiendo en evidencia, el criado no es el autor pero sí es el director de la historia  y la felicidad que siente ahí, en ese momento en el que le estáis viendo, es la felicidad de estar haciendo su mejor puesta en escena, una puesta en escena que al realizar la felicidad de dos estrellas realiza su propia felicidad, el arte del director aquí es el de crear el lugar y el momento y luego retirarse y dejar brillar a los otros, más tarde, en otro momento de la película, una de las dos estrellas, el hombre, dirá que no se puede ser plenamente feliz en soledad, y podemos pensar entonces que esa felicidad acompañada de la que habla es la que están viviendo la mujer y él, pero entonces podemos acordarnos del criado, podemos acordarnos de su rostro, y darnos cuenta de que lo que parecía un dúo es en realidad un triángulo, pero un triángulo desigual, un triángulo con una punta fantasma, una punta oculta, como el triángulo de la proyección con su punto oculto de donde viene la luz, el punto que queda a nuestras espaldas mientras ahí, ante nosotros, la historia brilla, y es bonito, simplemente, que en esta historia de dos estrellas viviendo una felicidad fugaz de vez en cuando podamos ver esas sonrisas del criado, esa felicidad del artista oculto, y descubrir que la felicidad y el brillo pueden tomar, en realidad, muchas formas. 
(El pirata y la dama, Mitchell Leisen)