jueves, 28 de noviembre de 2019

natación sincronizada



Miradlos ahí, con el brazo derecho tendido con la gorra en la mano, el brazo izquierdo tendido con la palma abierta, uno con bigote y un poco bizco, el otro más guapillo, parece que acaban de terminar de hacer un número musical y que se quedan así, inmóviles, saludando al público, y no, no han terminado un número musical, pero sí algo más raro, una coreografía a dos, son dos mafiosos, dan ganas de decir mafiosetes, que han entrado en la habitación de otros dos mafiosos, o mafiosetes, al principio parecían oscuros y amenazantes, como si vinieran a ajustar cuentas, andaban lentos y a la par, y de pronto, zas, un pasito sincronizado a la derecha, otro pasito sincronizado a la izquierda, movimiento de caderas, paso adelante, palmadas, gorra tendida, tocarse la frente, saludar, tachán, se acabó la amenaza, qué maravilla, y los otros dos mafiosos, los que estaban en la habitación, a su vez sincronizados se pasan la mano por delante de la cara y saludan, todo esto era un saludo complejísimo, qué ganas de saber hacer esto, entrar así, tomarse tanta ceremonia y tanta gracia para decir aquí estamos y aquí estáis, como ir por la vida haciendo natación sincronizada pero en seco, y en realidad, bien visto, este mundo de los mafiosetes de la película es un mundo que está lleno de sincronías así, cada dos por tres se saludan, cuando caminan van todos al mismo paso, cuando observan una partida de billar se levantan y se sientan y se vuelven y se vacilan y, de nuevo, bailan, en sincronía, cinco tipos de traje y sombrero moviéndose a la par, como en un musical, parece todo muy loco y sin embargo no me extrañaría que de alguna manera fuese real, que esos saludos bailados hayan existido, y además hay otra cosa, da la sensación de que ese mundo, el mundo de los mafiosetes, es un mundo en el que se está, se quiere estar, precisamente por eso, por la sincronía, que quizás sea seguridad, saber estar en un mundo en el que todos saben el momento preciso en el que hay que girar la cabeza, levantarse, sentarse, bailar, dejar de bailar, sin duda pensar y dejar de pensar y qué pensar y qué no pensar, saber estar en un mundo es como saber estar en un musical, es entrar en su ritmo, es ser nada más parte del ritmo, y para ese ritmo hace falta ser, al menos, dos, hace falta ser grupo, hace falta no ser el único que baila ese ritmo, hay que aceptar ser pieza del ritmo, que importe más que el ritmo que uno, saber ser bailarín anónimo, y la película parece que trata de alguien que por amor quiere salirse de ese mundo y dejar de pensar y sentir a la par de los demás que le rodean, pero creo que eso no es del todo cierto, no es que por amor se quiera salir de ese mundo, es porque se quiere salir de ese mundo que encuentra un amor que está afuera, porque ya antes del amor intuyo que no está en el ritmo, que no está hecho para el ritmo a varios de ese mundo, ya desde el principio baila solo, o no baila, y si encuentra el amor fuera de su mundo es más bien porque ya estaba predispuesto, porque aquello que le llamase, aquello que le hiciese moverse, sólo podía estar fuera de ese mundo, su mundo de mafiosetes bailarines, él quiere salir de esa sincronía, quizás no soporta el tener que sentir y moverse a la par con los otros, aunque al salir de ese mundo entra en el del trabajo asalariado y de pronto vemos que ese mundo también tiene sus sincronías y sus coreografías, la sincronía de la llegada al trabajo, dejar los sombreros en el perchero todos a la par, destapar las máquinas de escribir todas a la par, y luego la sincronía del final de la jornada, tapar las máquinas de escribir todas a la par, coger los sombreros todos a la par, pero la verdad es que no es una coreografía muy graciosa, dan un poco ganas de echar de menos la otra, la de los mafiosetes, también es cierto que nuestro protagonista no entra del todo en ese juego, limpia cristales a su bola, parece que es el único limpia cristales del edificio, y quizás la película de lo que va es de otra sincronía que puede nacer, la sincronía del amor, y algo hay de eso, sí, pero tampoco mucho, porque poco a poco empieza a importar otra cosa, porque poco a poco detrás de esa sincronía hay otra más que aparece, la sincronía de la amistad, cuando el chico deja la vida de mafiosete, otro mafiosete bajito que siempre le llama jefe la deja con él, y puede parecer que en realidad sigue siendo cosa de la sincronía, el bajito no puede hacerse a la idea de dejar de sentir y vivir a la par que el otro, así que si el otro cambia de sentir y de vivir y de mundo pues él también cambiará de sentir y de vivir y de mundo, a la par, y podemos pensar que qué pesado, pero tampoco es del todo eso, porque el que mejor se desenvuelve en el mundo de la honestidad es el bajito, y es él el que ayuda a su "jefe", y cuando más tarde aparecen, caminando sincronizados, unos policías con cara de mafiosos, mafiosos que no supiesen bailar, pues el bajito se entregará junto con su "jefe", junto con su amigo, se irán los dos esposados, a la par, como si la lección de todo esto la tuviese que dar finalmente él, el bajito, el que parecía más perdido, no se trataba de deshacerse de todas las sincronías, se trataba de encontrar la sincronía propia, que solo puede encontrarse junto con otros, hay que ser al menos dos, no se trataba de dejar un mundo ajeno por otro mundo ajeno sino de empezar a construirse un mundo propio, pero un mundo que sea mundo, que no sea soledad, que tenga, pueda tener, su sincronía, su baile.
(Caminad con optimismo, Yasujiro Ozu)

miércoles, 27 de noviembre de 2019

del norte de África



Una jirafa, claro, tenía que salir una jirafa, aunque apenas la veamos, aunque esté tapada por un cartel con un número grandísimo y enigmático, a saber por qué el 29, y por otro cartel con su nombre en japonés, en latín y en inglés, y también su lugar de origen, el lugar donde debería de estar y no está, el norte de África, y quizás no sea tan inocente que se vea eso, el lugar en el que debería de estar y no está, porque esto no es África, es el Japón de la posguerra, es un país lleno de desplazados, de gente que perdió la casa, que perdió parte de la familia, que perdió la vida que tenían y que nunca volverán a tener, no, nunca volverán al lugar de antes, al lugar que era el suyo, como la jirafa tampoco creo que vuelva al norte de África, así que hay que aprender a vivir así, siempre desplazado, y la palabra en realidad no es "aprender", quizás "acostumbrarse", y la película va del encuentro entre un ser desplazado y un ser en su lugar, pero si decía que tenía que salir una jirafa, qué animal más raro, es porque esta historia parece que va de personas pero en realidad no, va de animales, de animalillos, de lo que de animalillos hay en nosotros, las personas, es el encuentro, por una mezcla de azar y egoísmo, entre un niño perdido y una mujer mayor y solitaria, un encuentro en el que durante mucho tiempo guardan sus distancias, él se mantiene a la distancia justa para que ella no le pueda atizar, ella lo mantiene a la distancia justa para que él no la pueda tocar ni emocionar, del niño se dice a veces que es como un gato, otras como una mula, otras como un perro, hay algo animal en el niño, sí, y está bien que así sea, está bien que haya esa cosa extraña, esa cosa ajena, esa cosa no del todo humana si por humano entendemos al humano adulto, está bien que el niño sea humano y sea otra cosa, algo que nos mira desde fuera de lo adulto, como si el niño tuviese que ser siempre una pregunta, un desconcierto, algo tan raro como una jirafa, cómo puede el mundo ser lo que es, cómo puede el mundo que vosotros, nosotros, los humanos adultos, habéis hecho, ser lo que es, el niño al principio apenas habla, simplemente sigue a la mujer y come la comida que le tiende y se mantiene a distancia prudente de las amenazas que le lanza, es un poco el niño salvaje, es un poco un animalillo que no se sabe bien si se está acostumbrando a ser domesticado o si está domesticándola a ella porque en realidad estas cosas de la domesticación pueden ser más raras, pueden no ir en un único sentido, en realidad lo que vemos es que la realmente salvaje es la mujer, que tiene cara de perro, cara de bulldog, se lo dice una amiga, es ella la que va a tener que abrirse, la que va a tener que hacerse también un poco animal, un poco perro, al final el niño y la mujer se encuentran en un gesto instintivo que él le pega a ella, un remover los hombros, al final no se sabe si los dos se han hecho más humanos o más animales, o si han recordado que antes que humanos eran animales, como el perro, como el gato, como la mula, como la jirafa, animales siempre desplazados pero capaces de darse un poco de calor, capaces de mirarse y reconocerse, y al final de la película veremos a otros niños, en torno a un monumento, un monumento que tiene algo que ver con un señor y un jabalí, y son los niños errantes de la posguerra japonesa, son los niños que viven en las calles, que parecen como gatos callejeros, sí, o perros, una jauría desplazada, algo de veras inquietante, algo de veras triste, desesperado, algo que debería de parar el mundo y no lo para y simplemente lo vemos y la historia, por ahora, se termina, aunque la película, quizás, quiere ser un poco mirada de jirafa, mirada de animal que interroga, que nos trae el recuerdo de nuestra condición animal, de nuestra necesidad de recibir calor y de dar calor, el recuerdo de que el mundo, en realidad, se debería de parar, la película, quizás, quiere ser pregunta que abre el corazón, y lo es, y no sé. 
(Historia de un vecindario, Yasujiro Ozu)

lunes, 18 de noviembre de 2019

veinte años


para Carla

Qué película esta ¿no? Se me ocurrió decir que era misteriosa y quizás no, no era esa la palabra, no hay nada oculto, todo está a la vista, y sin embargo no sabemos muy bien, o yo no sé muy bien, cual es el sentido de todo eso que está a la vista, y pensando me pregunté si no tendría que ver con esa frase que le dice la compañera de piso al personaje de Irene Dunne, "hablas como si hubieses estado fuera veinte años", e Irene Dunne responde "eso es lo que siento", me pregunté si la película no sería eso, esa sensación de que han pasado veinte años, algo que en una película quizás no se pueda sentir así sino de otra manera, digamos algo así como sentir que han pasado veinte películas, quizás veinte sean muchas, pero sí cuatro o cinco, en realidad podríamos contarlas, casi cada secuencia parece que abre hacia una película nueva, hay una secuencia lindísima de camareras decidiendo si van a la huelga y al poco estamos en un velero en Long Island y más tarde estaremos en coche en una tormenta tremenda, una tormenta de esas que ahora las llamaríamos tormenta del siglo, y luego estaremos en un melodrama con locura, y para ir dando saltos así no hay la excusa de que pase mucho tiempo, no, hay apenas 72 horas en esta historia, lo anuncian casi al principio, pero son unas 72 horas que suenan un poco arbitrarias, no es que se vaya a acabar el mundo en 72 horas, simplemente alguien tiene que tomar un barco a Europa, no sabemos qué pasaría si decidiese no tomarlo (bueno, llega un momento en el que sí empezamos a saber algo) y en realidad ese lado un poco arbitrario, casi un poco débil, de la imposición, ayuda a crear esa sensación de que pasan veinte años, veinte películas, ayuda a que las partes no se cierren bien las unas sobre las otras, que sean más bien como desvíos, y se podría pensar, por ahí lo he leído, que esa es una flaqueza de la película, que es una pena que no desarrolle  más alguna de esas películas que esboza, la película de catástrofes, la película de la locura, y quizás sea una flaqueza, pero me gustaría pensar que no, que no es una flaqueza, que es otra cosa, que podemos intentar adivinar lo que inventa esa forma que va de esbozo en esbozo, esa forma que va de película en película, admirar esa manera de quemar las naves, de recrear cada película en unos poco detalles bellos y memorables, los reflejos del agua en el muelle en la noche de Nueva York, el barro reseco de los coches y autobuses que han sobrevivido a la inundación, la victoria por indefensión de una mujer sobre otra, cosas así, y también darnos cuenta de la justo que es que de esas películas posibles sólo veamos las partes en las que el personaje de Irene Dunne juega un papel, sólo las partes de esas películas que son parte de su vida, de una inundación no dar más que la parte que ella atraviesa, de una huelga los momentos en los que ella está allí, dar así la sensación de esa cosas tan locas que le pasan al personaje en 72 horas, varias vidas en tres días, varias películas en tres días, si lo pensáis bien alguna vez os habrá pasado eso, y la sensación tan fuerte y un poco aterrada de qué será lo que podrá venir después de esa plenitud, el vacío que amenaza, toda una vida todavía por vivir, y es el que tiempo es así, a veces se nos llena, a veces se nos vacía, y también pasa que al personaje esos tres días se le han llenado sobre todo de un encuentro con un hombre, un hombre que de tan perfecto a veces no acaba de parecer del todo real, no podemos saberlo, todo va demasiado deprisa, como en el amor, de tanto que sentimos a alguien, de tan real que lo sentimos, se nos puede hacer irreal, aunque tampoco es cierto que las cosas vayan tan rápido, porque en esta película que tantas películas esbozadas contiene en realidad los momentos de presente duran y el más bonito quizás sea ese en el que él toca el piano y ella canta y afuera arrecia la tormenta, como si fuese el momento cumbre de los tres días, uno de esos momentos en los que una, uno, puede sentir que ahora sí, que ahora está viva, vivo, que ahora siempre podrá sentir que ha vivido, y para crear esa sensación de tres días en los que de pronto todo es posible quizás también hacía falta eso, atravesar todas las historias, no hilarlas, no justificar la relación entre ellas, dejar que fuesen surgiendo sin encerrarlas en un aparente sentido común, dejar que sorprendan, dejar sentir que durante un tiempo, unos días, todo es posible, toda situación se puede convertir en algo diferente, y que hay una verdad en eso, la verdad que intuimos a veces cuando el tiempo, como al personaje de Irene Dunne, se nos llena y al mismo tiempo sabemos que no siempre será así, que estamos viviendo en un momento excepcional y queremos que dure pero no alargándose sino más bien ensanchándose, no queremos que sean más de tres días, queremos que esos tres días no acaben nunca. 
(When Tomorrow Comes, John M. Stahl)

jueves, 7 de noviembre de 2019

Nota sobre "El síndrome asténico"














"El síndrome asténico", aun siendo desigual y deshilvanada por momentos, tiene una gran ambición, la de captar "en caliente", sin posterior reconstrucción, el estado de la Unión Soviética durante la Perestroika, en pleno periodo de incertidumbre y transición. 

Ficción y documental siempre han ido de la mano en el cine soviético, íntimamente unidos, y aunque la cineasta no tenga las ideas claras sobre lo que está pasando la película capta ese devenir, el rostro de un país entero. El color de las calles, de las casas, del colegio, de los mercadillos, las caras de las gentes, el metro (nadie ha filmado el metro como Muratova), entre suma pobreza y un amago de libertad y de aire fresco con el que no se sabe todavía qué hacer. 

Hay una película dentro de la película, en blanco y negro, rodada al estilo de finales de los sesenta y principios de los setenta. El entierro de un hombre parece evocar el entierro de todo un país, de todo un sistema que se derrumba. Su viuda no lo soporta, se vuelve agresiva, recorre una y otra vez los pasillos del hospital en el que trabaja y donde no va a tardar en presentar su dimisión. 

De pronto la película se corta. Estamos en una sala de cine. La segunda parte, en color, empieza. Seguiremos entonces la vida de un profesor de inglés que padece el síndrome asténico. Pero, ¿acaso no padecen el síndrome asténico, o al menos sus primeros síntomas, todos sus personajes? Esa fatiga, esa desidia que provoca la falta de sentido en la vida. Las dos chicas de "Breves encuentros", la madre y el hijo de "Los largos adioses", el viudo y el hijo de "Entre las piedras grises"... Solo que antes los personajes podían aspirar a superarlo. En esta película no. 

El cine de Muratova siempre ha combinado maravillosamente lo íntimo y lo colectivo y una de sus características es la atención que dedica a cada ser, cada objeto, cada animal (¿quién ha filmado, aparte de Bresson, a los animales, tan bien como ella?), cada personaje que recorre, aunque solo sea unos segundos, la película: sus monólogos, sus historias, sus tristes soledades. 

Cuando ya no quedan ilusiones queda la lucidez, el humor, la mirada inteligente, ácida o tierna, sobre el mundo.   

miércoles, 6 de noviembre de 2019

una avanzadilla del cansancio




Oh, please don't drop me home 
Because it's not my home, it's their
Home, and I'm welcome no more

Yo no sé, a lo mejor son cosas mías, a lo mejor no están ahí, pero el caso es que me gusta mucho algo que pasa por el rostro de esta actriz, Barbara Shelley, en esta película de demonios y extraterrestres, en esta película de obras en el metro y trayectos en taxi, me gusta mucho algo que no sabría si llamar cansancio, o tristeza, o las dos cosas al mismo tiempo, como si se le estuviesen viniendo encima el cansancio de días y días, o siglos y siglos, de trabajo, y al mismo tiempo la tristeza de sentir que todo ese trabajo ha sido en vano, que todo el trabajo es siempre en vano, y ese trabajo es el trabajo de ser humano, millones de años de humanidad que de pronto cansan, ella tiene ese cansancio de principio a fin de la película, lo cual no le quita que también sea valiente, y al terminar todavía lo tiene en el cuerpo, todavía sigue ahí, está entre agotada y sonada mientas pasan los créditos finales, tiene ese cansancio de principio a fin y es como si en realidad desde el principio supiera mucho más que los otros personajes, como si lo supiera todo por instinto, por memoria inconsciente, de eso va la película, de una memoria de cinco millones de años, una memoria marciana, una memoria de un mundo que murió y que sin embargo permanece, por razones que no diré, en cada uno de los humanos, o en muchos de ellos, y por eso ella dice que ahora somos los marcianos, sí, lo que somos tiene que ver con ese recuerdo de hace cinco millones de años, tiene que ver con un principio de la humanidad que era el final de otra cosa, como si siempre hubiese habido detrás un duelo, el instinto de que en el principio hubo una destrucción, y entonces el planeta este en el que vive y su condición de humana no son lo que pensaba, no se reconoce, no podrá ya nunca reconocerse del todo, pase lo que pase no podrá volver a habitar el mundo de la misma manera, y también pensé que estos personajes no tenían casa, que era una película que transcurría toda en calles, en obras en el metro, en oficinas, en museos, pero nunca en una casa, como si los personajes nunca hubiesen tenido eso, una casa a la que volver, algo a lo que volver (como no tienen tampoco un esbozo de amor), como si hubiesen estado siempre en el afuera, como si la ciencia fuera un lugar a la intemperie, en los bordes de lo humano, y como si ese afuera los hubiese hecho más sabios pero también los hubiese ido agotando, como si fuesen la avanzadilla de un mundo cansado, la avanzadilla en el cansancio, la avanzadilla en la tristeza por venir. 
(¿Qué sucedió entonces?, Roy Ward Baker)

martes, 5 de noviembre de 2019

cautivo del público cautivo



No sé qué podéis ver en la cara y en la pose de ese tipo que está ahí retorciendo el cuerpo, se supone que está poniendo cara de caracol, yo no sé si veo al caracol, pero la verdad es que tiene gracia, hay imitadores así, no se parecen en nada a lo que imitan pero tienen gracia, tanta gracia que se acaban pareciendo a lo que se proponen, este imitador quizás sea de esos, porque al niño que tiene delante le hace reír, y a la chica que tiene detrás también la hace reír, es un cómico de éxito, aunque si le preguntasen diría que no es un cómico, sin duda no diría nada, no sabría qué decir, porque se dedica a una de esas profesiones que no se pueden confesar, que no se pueden censar, resulta que es secuestrador y lo que está intentando es secuestrar a ese niño al que por el momento hace reír, ya es algo, es un primer paso, es como el flautista de Hamelin, lo mismo vale la música que la risa, el caso es ser seguido hasta el escondite, hasta la apertura secreta en la montaña, y el niño le sigue, el hombre triunfa en su oculto oficio de secuestrador, le lleva a la casa donde está su cómplice, pero por el camino se deja bastante dinero en juguetes para el niño, porque el oficio de secuestrador, como el de cómico, resulta que no puede permitirse ni un momento de reposo, hay que tener al niño atento y alegre en todo momento, la tensión del número no puede romperse ni un segundo, todo instante tiene que formar parte del tiempo de la diversión, es muy difícil, siempre tiene que haber algo nuevo, mueca o juguete, y se puede tensar la cuerda del buen humor pero no puede romperse, el niño no debe llorar, así que el secuestrador se deja bastante dinero y casi pierde su bigote de mentira, más que hacer de padre es como si el secuestrador hiciese de abuelo, abuelo de esos que permiten todos los caprichos porque, precisamente, no son el padre, y luego el cómplice del secuestrador se deja la paciencia, entra con el niño en la dinámica cómica de la destrucción, se atizan el uno al otro, se derrama agua o sake, así que al final el secuestrador tiene que llevar al niño de vuelta al lugar donde lo encontró, pero resulta que no es tan fácil deshacerse de un público cautivo, el niño le sigue y le sigue, el secuestrador intenta asustarle revelándole su oficio de secuestrador, pero el niño no se lo cree, no tiene cara de secuestrador, quizás de caracol sí, pero de secuestrador no, qué fracaso, ahora el pobre hombre es como un cómico que tuviese que ser cómico veinticuatro horas al día, eso no es vida, hace falta un respiro, al triunfar ha fracasado, al conseguir llevar al niño consigo no ha conseguido ser de veras un secuestrador, ha logrado ser otra cosa, quizás un artista, y ahora es un cómico atrapado en su personaje, es un cómico atrapado en la mirada de su público que huye cuando más niños empiezan a perseguirle, cuando más niños quieren a su vez ser público cautivo y que les compre juguetes, al final es como si el flautista de Hamelin se quedase con los niños tras él para siempre, como si se tuviese que dejar los pulmones y la vida soplando la flauta, como si tuviese que ser flautista veinticuatro horas al día, y quizás fuese así, quizás el flautista de Hamelin no fue más que víctima de su éxito, quizás todo empezó como una broma que se le fue de las manos, una broma que se le hizo pesadilla, una broma que se le hizo destino, qué gracia el destino. 
(Un muchacho honrado, Yasujiro Ozu)

lunes, 4 de noviembre de 2019

un crimen perfecto



Un zapato, un cigarrillo y un suelo de madera, no sé qué podéis adivinar con todo eso, con apenas eso, podríais jugar a adivinar la persona por el zapato, aunque en la película no es así, claro, sabemos de quién es ese zapato, pero hay veces que no lo sabemos, hay veces que vemos una mano que llama a una puerta, que vemos una pistola, que vemos una mancha en una puerta, y así de entrada no sabemos de quién son la mano, ni la pistola, ni la mancha, luego al poco lo sabemos, claro, pero durante un momento hemos tenido que imaginar, durante un momento no hemos tenido nada más que el pedazo, la parte por el todo, y en realidad el cine a menudo está hecho de eso, de pedazos del mundo, de pies sin persona, de pistolas sin mirada, de manchas sin causa, y veces esos pedazos son señales de algo, son indicios que hay que leer, son pistas que uno a pesar suyo deja, ese zapato, por ejemplo, es de un policía, y el cigarrillo en el suelo es el indicio de que se ha quedado dormido, por eso se le ha caído de las manos, y por lo tanto alguien, otra persona, el ladrón, puede, si quiere, escapar, y hay otra vez que un sombrero es una pista para el policía, otras que una mano nerviosa o un pie que tamborilea en el suelo lo dicen todo de un personaje, pero también hay veces que esos pedazos parecen no decir nada, una cafetera, una flor en una maceta, una botella caída y una mancha oscura en el suelo, no son pistas, no son indicios, son quizás recuerdos de que el mundo está ahí, de que el mundo siempre sigue ahí, material, constante, en esta película en la que el tiempo importa, el tiempo que parece demasiado corto y el tiempo que se alarga, son los objetos los que dicen el tiempo, son los objetos los que permanecen, a lo largo de la noche que cuenta la película, esto quizás lo podéis haber sentido a lo largo de vuestras noches en vela, los objetos que cada vez son más objetos, que cada vez están más ahí, existiendo todo el rato, a cada segundo, y quizás, bien pensado, esa cafetera y esa botella y esa flor que parecían no ser indicios de nada, no ser pistas que puedan torcer la evolución de la intriga criminal, quizás en realidad sí sean indicios, sí sean pistas, pistas de otro crimen que está teniendo lugar al mismo tiempo, pistas de otro crimen tan grande y tan permanente que no es visto, salvo en las noches en vela y en las noches de angustia, el crimen del tiempo pasando, el crimen del mundo existiendo, avanzando, devorando, el crimen del tiempo que quizás se le viene encima al policía que sujetaba el cigarrillo y que en realidad no dormía, o quizás sí, pero que en cualquier caso ha dejado de pensar que el crimen por el que iba a arrestar a un hombre fuese el crimen de verdad, le ha pasado algo, le ha pasado los objetos que ha visto, le ha pasado el sueño, le ha pasado el tiempo, le ha pasado la noche en vela, la noche sin más, algo ha comprendido, algo que ha sabido decir con un cigarrillo caído, con casi nada, con un pedacito del mundo. 
(La mujer de esa noche, Yasujiro Ozu)