Erase
una vez
un planeta triste y oscuro
y la luz
al nacer descubrio
un bonito mundo de color
Llegué tarde a ver El árbol de la vida. Llegué tarde y aún así entré, confiando en lo interminable de la publicidad en los cines franceses. Por una vez me defraudaron y la película ya había empezado. Me quedé a verla, llevaba días sin ir al cine y necesitaba ver una película, aunque le faltasen los tres o cuatro minutos iniciales.
Entendí que alguien había muerto. Poco a poco fui recomponiendo los lazos familiares entre los personajes que aparecían en la pantalla. Y me acomodé para contemplar y esperar la famosa aparición de los dinosaurios. (Porque había leído hacía tiempo que en esta película había dinosaurios.)
Según fue avanzando la película fui lamentando más y más el haberme perdido los tres primeros minutos (o cuatro, o cinco, difícil decir cuantos fueron), porque intuía que en esos minutos iniciales se ocultaba la clave, formal o narrativa, que reunía a lo que me parecían ser dos películas distintas cohabitando bajo el mismo título. O mejor dicho, una película en sándwich entre dos fragmentos de otra película. Una película pequeña,íntima, envuelta en una película algo así como cósmica, una película con planetas y dinosaurios.
No sé si lo entendí bien, algo así como el nacimiento de la vida, a lo enorme, presente en toda vida, presente en una única vida, en una única barriga embarazada que es todas las barrigas embarazadas y a la que le pega el oído Brad Pitt. O los dinosaurios vivieron aquí, los dinosaurios siguen viviendo aquí porque es la misma corriente de vida, el mismo mismo árbol de la vida el que va de ellos a ese chico que rompe ventanas y alberga sentimientos tan diferentes para con las dos personas que le dieron la vida.
(Aunque brevemente me pregunté si el verdadero tema de la película no era “cómo es posible que mis padres sean tan guapos”.)
La película necesita a sus planetas y a sus dinosaurios, necesita ser la película grande, la desmesurada, a la que responde la película pequeña, la de la edad de los dinosaurios y los planetas, la de la infancia. Una película pequeña, íntima, escondida en una película grande, monumental. Que yo prefiera la película pequeña no tiene mayor interés, porque la película solo puede existir si su apuesta por las dos dimensiones, la infinitamente grande y la infinitamente pequeña, funciona.
Pero el caso es que recordé otra película de barriada americana, otra historia de familia, cuyo movimiento me parecía el inverso, una película pequeña en la que se ocultaba una película enorme, una película consciente del átomo.
Una vez más, como siempre, y en espera del texto que uno de mis compañeros va a escribir sobre ella, me refiero a La influencia de los rayos gamma en el comportamiento de las margaritas, de Paul Newman. Una mujer y sus dos hijas en una casa desastrada, saliendo del paso, haciéndose ilusiones, recordando triunfos y fracasos pasados. Una película pequeña, realista, teatral, de personajes. Y como tal una película muy buena, buenísima, filmando siempre lo invisible, el efecto de los unos sobre los otros, lo que circula entre ellos, cómo les afecta.
Pero además en esta película se oculta otra, hilvanada como quien no quiere al cosa a uno de los personajes, la hija pequeña, apasionada por las ciencias, guiada por su profesor. En una secuencia él les habla en clase de los átomos, de cómo van cambiando de situación con el paso de los siglos y de los milenios, de cómo pueden venir de una estrella, de cómo en la palma de la mano de la niña puede haber un átomo venido de una estrella.
A través esa escena, expositiva como puede serlo una clase, mágica como puede serlo, rara vez, una clase bien dada, se introduce en la película una dimensión tan vertiginosa como la de todos los planetas juntos de El árbol de la vida. En la palma de la mano de la niña están todos esos planetas, dinosaurios y medusas. Y están allí por el milagro de la palabra, por el milagro de la mirada atenta de la niña. (La hija de Paul Newman, por cierto.)
(Cuando desperté en la palma de mi mano encontré escrito “los dinosaurios estuvieron aquí”.)
(Y recuerdo ahora el otro vértigo de la película, el de la mirada de la anciana siempre muda.)
Al final la película volverá a tomar el mismo vuelo, en la inesperada voz en off de la niña, en la toma de conciencia de que no, el mundo no es horrible, no tanto. Una breve voz en off que a su vez contiene tantas incertidumbres, esperanzas y emoción como todas las voces entrecruzadas y todos los personajes errantes por la playa del final de el árbol de la vida.
Pero aquí me asalta la duda de si no estaré prefiriendo por principio la opción de Newman a la de Malick, la opción de lo escueto, de lo que se hace visible en el presente por medio de la palabra, a la opción que busca poner en imágenes la trascendencia. Si no será una cuestión de gusto el que la palma de la mano de la hija de Paul Newman me produzca más vértigo que los dinosaurios de Malick.
¿Cómo decir que no es una cuestión de gusto? ¿Cómo convencerme de que el gusto no importa, y que de hecho no estoy juzgando, tan solo haciéndome algunas preguntas? ¿Cómo explicar que de todas maneras me alegro de que Malick haya metido planetas, medusas, células y dinosaurios (aunque bien poco me convencen estos) en su película, aunque no sepa qué hacer con ellos, porque no sé qué hacer con ellos, y aunque prefiera la palma de la mano atómica de los rayos gamma?
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