sábado, 26 de diciembre de 2020
el intervalo
viernes, 18 de diciembre de 2020
silbido sobre silbido
No se puede contar. Pero, como no pudiste venir, te lo intentaré contar. Te diré cosas. Las cosas que puedo decir. Las cosas que sé decir. No sé decir, por ejemplo, nada de la música. De la música no diré nada y sin embargo la música es mucho de lo que fue. Tendrás que poner la tuya. La que imagines.
No sé, además, si lo que recuerdo de veras lo recuerdo o si me lo invento.
Es en una sala que lo mismo podría ser un aula o un salón. Antes, creo recordar, era el bar del teatro. Ahora ya no hay bar. Hay unas sillas para nosotros, espectadores, y hay una tarima negra muy baja, tan baja que casi podría ser el suelo y sin embargo no es el suelo. Por esos centímetros de altura y por ese color negro se vuelve escenario. Nosotros, antes de sentarnos en las sillas, podríamos andar por la sala pero no pisaríamos la tarima negra, porque ahí es donde pasan cosas, porque las cosas pasan porque la tarima está ahí.
Es una sala de paredes blancas cuyas ventanas dan a la calle. Las contraventanas están entornadas, casi cerradas. Sobre la tarima negra hay una mesa con un aparato cuadrado, grande lo justo como para poder poner las dos manos encima, un micrófono sobre pie conectado al aparato y dos lámparas.
Se apagan las luces. Nos quedamos casi a oscuras. Se abre una puerta, que ya estaba entreabierta, en el costado de la sala, justo donde yo estoy, y Silbatriz asoma. Entra en la sala pero al poco se asoma de nuevo hacia esa otra sala que no vemos y desde la que ha venido. Silbatriz ha venido pero podría irse. Va a haber algo así todo el rato, ha venido pero puede irse, silba pero podría callarse. Todo está siempre a punto de no ser y por eso mismo parece que es con más intensidad.
Silbatriz, finalmente, entra. Cruza la sala hacia el lado de las ventanas. Va con un vestido negro que le llega a la rodilla. Un vestido más o menos pegado al cuerpo. Y zapatos de tacón. Todavía no los veo bien, la sala está oscura, pero luego me parecerá que los zapatos son negros y blancos, como de cebra.
No sé si es que no acostumbra a usar esos zapatos o si es que lo está actuando, pero hay algo que podría romperse en su manera de caminar. Quizás sea, ahora lo pienso, que no quiera hacer demasiado ruido. Que tenga cuidado con no hacer demasiado ruido. Se pone unos zapatos cuyos tacones hacen ruido para intentar no hacer ruido con ellos. De pronto me parece que el teatro podría ser eso, ponerse unos zapatos que hacen ruido para, ante todos, intentar hacer con ellos el menor ruido posible. Más que teatro es equilibrismo. Si se trata de llegar de un punto a otro no hay razón para hacerlo sobre la cuerda floja pero si se trata de sentir cada paso de un punto a otro no hay nada como hacerlo sobre la cuerda floja.
Silbatriz pasa, creo recordar, por la tarima. La tarima hace ruido y con ese ruido oímos aún más el silencio.
Silbatriz llega hasta la ventana que está cerca de la tarima y abre las contraventanas. Entra la luz de la farola que hay en la calle. Esa farola parece de pronto un lujo de Hollywood. La ciudad misma se hace cómplice del espectáculo. La ciudad, fuera de la sala, es parte del escenario. Sabemos, además, que si Silbatriz vuelve a hacer este espectáculo en otro lugar esa farola no estará y sin embargo se inventará otra cosa. Es una alegría ser de aquellos que ven cómo usa esta farola y al mismo tiempo da un poco de envidia pensar en aquellos que la verán inventar otra cosa. Se adivina que este es un espectáculo al que habría que venir todos los días porque siempre habrá algo diferente.
A la luz de la farola, Silbatriz, por fin, silba. De la música, ya lo dije, nada te puedo decir. Parece que silba con esfuerzo. Parece la imagen que tenemos de un saxofonista de jazz solo con su solo, doblándose sobre sí mismo, retorciéndose. No sabemos si el esfuerzo es real o es actuado. Si es actuado, todo parece aún más difícil: silbar tan bien y al mismo tiempo actuar el esfuerzo de silbar. Si es aún más difícil siendo actuado, entonces debe de ser actuado. Ante la duda, lo más difícil. En cualquier caso, nos recuerda que el silbido, esa cosa que si la oímos parece tan sin cuerpo, parece cosa de fantasmas, es algo que hace un cuerpo, es un esfuerzo de un cuerpo que respira. Es un equilibrismo y el equilibrismo sólo tiene emoción si lo hace un cuerpo que pesa. El silbido tiene su emoción, al menos esta noche, porque lo hace un cuerpo que respira, que además de silbar tiene que respirar, tiene que vivir.
Cuando ha terminado de silbar a la luz de la farola, Silbatriz se acerca a la mesa, sus tacones sonando con precaución sobre la tarima, y enciende una de las lámparas, o quizás las dos. A partir de aquí me cuesta recordar el orden de las cosas y no es que eso sea malo, es que a partir de aquí es como si ya hubiésemos saltado al mar y estuviésemos nadando y no recordásemos bien el orden de las cosas. A partir de aquí estamos ya en el silbido y en el silencio, que es como estar en el mar de noche. El silbido es el flotador. El silbido es lo que hace que no nos hundamos en el silencio y en la oscuridad.
Silbatriz se sienta y, silbando, empieza a manejar el aparato cuadrado que hay sobre la mesa. Ahora entendemos lo que es. Es uno de esos aparatos que permiten hacer bucles de sonido. Uno de esos aparatos que usan los músicos solitarios para volverse banda, grabando primero una guitarra, luego, por ejemplo, una batería, y luego cantando por encima de eso.
Silbatriz graba su silbido y lo pone en bucle. Sobre ese silbido, vuelve a silbar. Ya son dos los cuerpos que silban y sin embargo los dos cuerpos son Silbatriz. Son la Silbatriz del pasado reciente, apenas unas decenas de segundos, y la Silbatriz de ahora, la Silbatriz del presente que se vuelve ya pasado porque puede a su vez volverse bucle sobre el que una nueva Silbatriz, la Silbatriz del futuro inmediato, silbe a su vez su presente.
No recuerdo, en realidad, cuantas capas de su propio silbido llega a grabar Silbatriz.
Recuerdo que detiene el bucle. Recuerdo el gesto de su mano sobre el aparato. Un gesto que, me parece, requiere un poco de fuerza, porque quizás este aparato fue pensado para apretar con el pie y no con la mano. Juraría que yo este aparato cuando se lo he visto usar a músicos lo hacían con el pie, no con la mano. En cualquier caso, esa sensación de esfuerzo a mí me dice una vez más que todo esto lo hace un cuerpo. Un cuerpo que silba.
Recuerdo que vuelve a empezar varias veces este silbar y este crear bucles. Una de las veces empieza por grabar no un silbido sino una respiración. Una respiración difícil. La actuación de una respiración difícil. Y, luego, sobre eso, silba, hace varias capas de silbido, pero no parece un silbido de música, o al menos no de música humana, sino que poco a poco, capa a capa, va pareciendo un silbido de pájaro, de muchos pájaros, como si esa primera respiración difícil estuviese rodeada de pájaros innumerables, un bosque vivísimo o quizás un gran invernadero de cristal lleno de pájaros y plantas tropicales, un lugar en el que cuesta respirar y en el que la naturaleza se desborda.
A veces Silbatriz para los bucles pero no sé bien si los ha parado todos, porque sigue sonando un silbido. Entonces me fijo en sus labios, que a veces se ven bien pero a veces están en la oscuridad, y veo que esos labios están silbando, que ha salido silbando de los silbidos grabados, aunque luego dudo, llego a pensar que todavía suena uno de los silbidos grabados y que Silbatriz se hace playback de sí misma, aunque eso también debe de ser difícil, hacer como que silbas pero sin silbar. Quizás eso, el cuerpo que simula silbar un silbido que en realidad silbó antes, en el pasado cercano, sea algo que imagino. Pero es que a estas alturas ya no puedo evitar el imaginar cosas así.
A veces Silbatriz se levanta y se aleja de la mesa y del aparato. Viene fuera de la tarima, ante nosotros, y silba. Hay un momento, bonito y divertido, bonito porque divertido, que no sé si sabré describir, en el que silba con la cabeza vuelta a la izquierda, un silbido de esos de pájaro, un silbido que parece más palabra que música, y al instante, veloz, gira la cabeza a la derecha, haciendo un silbido diferente, y vuelve a girar la cabeza a la izquierda y vuelve a hacer el primer silbido, y vuelta a la derecha, y así varias veces, y uno siente que es la conversación entre dos personajes que se descubren, quizás dos pájaros, quizás dos criaturas cuyo idioma es el silbido. Quizás podría ser eso, dos criaturas cuyo idioma es el silbido y que no se conocen. En realidad las dos creen ser la única criatura en el mundo cuyo idioma es el silbido y de pronto, en medio del bosque, oyen el silbido del otro y se asombran de descubrir que hay otro ser que también silba, y las idas y vueltas de la cabeza, los silbidos de uno y otro personaje, son el comprobar una y otra vez que el otro también silba, que el encuentro inesperado ha tenido lugar, que no están solos en el mundo.
Por la manera de mover la cabeza de Silbatriz en ese momento, una manera no del todo humana (pero es que durante todo este tiempo Silbatriz parece muy humana y al mismo tiempo no del todo humana, como si para parecer muy humana hubiese que deslizar la sospecha de otra cosa, de algo no humano), una manera un poco pájaro, recordé una película de los ochenta, una película en la que un extraterrestre que es como una bola de luz llega a la tierra y toma forma humana, toma la forma de un hombre muerto recientemente (y al poco conoce a la viuda), pero no por tener cuerpo humano es ya humano, sigue siendo un extraterrestre aprendiendo a ser humano. Para lograr eso el actor tuvo la idea genial (creo que fue idea suya) de observar los movimientos de los pájaros para aprender a mover el cuello y la cabeza como ellos, y así consiguió crear esa cosa con cuerpo humano pero que no es humana y que es al mismo tiempo inquietante y entrañable. Así que para mí Silbatriz, en ese momento, no sólo se me volvió un poco pájaro sino que se me volvió un poco extraterrestre.
Sé que luego pasaron más cosas, cosas que fueron sólo cosas silbadas y cosas del cuerpo y cosas de la luz, porque no había nada más, pero como ya han pasado más de veinticuatro horas desde entonces algunas cosas no las recuerdo bien, quizás si hubieses venido y las hubiésemos podido hablar, si hubiésemos podido rehacer el espectáculo una segunda vez hablándolo, mezclando visiones y memorias, ahora lo recordaría mejor, pero sólo tengo mi visión y mi memoria y esto es lo que conseguí fijar para poder contártelo y para poder contármelo a mí mismo.
Fue un tiempo intenso, un tiempo atento, un tiempo dedicado a estar atento. Fue, también, un tiempo dedicado a admirar. Un cuerpo en un escenario, cuando consigue recordarnos lo asombroso que es que sea eso, un cuerpo, recortado en el tiempo y en el escenario, cuando consigue recordarnos lo terrestre y un poco extraterrestre que es, es como si fuese el teatro sin nada más que él mismo, un poco de tiempo en un lugar de la ciudad, un poco de tiempo durante el cual todo fue silencio y silbido y una palabra era algo inimaginable. Y eso, al mismo tiempo, le debería de dar a las palabras otro peso, las palabras de después del mundo sin palabras.
(Implicaciones de un cuerpo que silba, Silbatriz Pons)
miércoles, 16 de diciembre de 2020
tres gardenias
martes, 24 de noviembre de 2020
¡Ya beberás luego!
miércoles, 28 de octubre de 2020
ojos como platós
¿Veis esos ojos? Cómo no verlos, abiertos como platos y en el centro del plano. Y no es cosa del fotograma, eh, los ojos ojipláticos duran y duran en el plano, es casi como si fuese la base del personaje y de la interpretación, como si lo primero fuese saber que es alguien con los ojos abiertos como platos, como si el actor tuviese que empezar por hacer eso, mantener los ojos así de abiertos, y, luego, a partir de esos ojos, a partir de ese exceso, viniese todo lo demás. O quizás no, quizás no fuesen los ojos el principio pero sí la consecuencia de una cierta libertad, la libertad de excederse, la libertad de no actuar como se suele actuar en el cine. Todos los actores en la película actúan así. Se pasan en el gesto, aunque a menudo casi inmóviles. Uno puede pensar que lo que hacen les viene del teatro, que del teatro traen un cierto sentido del ritmo. Hay que verlos, por ejemplo, desplegar todos casi a la par sus servilletas blancas cuando se sientan a comer. Hay que verlos atravesar un salón yendo de la mano, avanzando y parándose y abrazándose y haciéndose avanzar como si aquello fuese una coreografía de esas a la Pina Bausch. Si los ritmos, con sus dilataciones y sus aceleraciones, son buenos, entonces la actuación es buena y no importa de qué estilo sea, exagerada o mesurada, naturalista o expresionista. Aquí nunca se equivocan en el ritmo, para algo tienen junto a ellos a Maria João Pires tocando el piano, marcando ritmos, desbordando emociones, como se cuenta, y no sé si es cierto, que pasaba en los rodajes de la época del mudo, que había pianistas tocando en directo para marcar las emociones. Y, ahora que lo pienso, los actores recuerdan al teatro pero no del todo, hay algo diferente, hay algo que no es teatro, que sólo puede ser cine, aunque sólo sea por la cercanía y por la precisión del corte entre los planos, el ahora ver esto y ahora ver esto otro, de hecho en el teatro no me habría fijado tanto en esos ojos ojipláticos, y entonces, si recuerdan al teatro pero no del todo, y si no consigo decir a qué otra cosa, quizás sea porque recuerdan a algo que no existió, algo nunca visto ni oído pero quizás sí alucinado: una película muda en la que se oyesen las voces. Puede ser raro pensar en el cine mudo viendo esta película en la que tanto hablan y en la que tanta fuerza tiene lo dicho, fuerza seria y fuerza chistosa, pero, aún así, ahora no puedo dejar de pensar en los actores del cine mudo, en ciertos actores del mudo, en su sentido del ritmo hecho poses del cuerpo y del rostro, al recordar a los actores de esta película, su manera de estar francamente exaltados o de ser francamente malévolos, iluminados o desgarrados, de una manera siempre actuada y que se reconoce como actuada, no pretendiendo un naturalismo de la sensación sino, al contrario, ser casi como la figura de un cuadro renacentista en pleno estado emocional, hasta un Cristo con impasible y triste cara bizantina anda por ahí dando sus sermones. Los actores son como de cuadros pero no van vestidos de cuadro y esa es también parte de la gracia, la película es un compendio de cristianismo, desde el casi principio de la Biblia, con Adán y Eva, hasta el flash forward post-bíblico que es el "Gran Inquisidor" de Dostoyevski, que puede parecer casi un quinto evangelio, un anti-evangelio, pasando por un Lázaro inolvidable, siempre con su ataúd a cuestas, y también por Crimen y castigo y por un Nietzsche que acá queda un poco de pacotilla, y todo eso podría prestarse a ir de época, a ir vestidos de cuadro, pero no, porque todo esto sucede en una "casa de alienados" y así se puede, en una aparente unidad temporal, reunir en un par de salones, algunas habitaciones y un jardín, todos esos siglos de historias y de discusiones y de textos. Así que ese hombre joven al que vemos con los ojos ojipláticos es Raskolnikov pero es también un loco que se cree Raskolnikov y quizás por eso tenga tanta libertad para tener los ojos tan ojipláticos como quiera, porque es un actor haciendo de alguien que se cree alguien y para eso ya no hay ningún referente realista, porque el realismo queda del otro lado del jardín de esta "casa de alienados", casa que está siempre llena porque los pacientes nunca se quieren ir, quizás porque la casa les sirve de refugio del realismo, porque la casa tiene un algo de utopía donde la idea de lo realista y de lo verosímil fue olvidada y la película tiene también algo de refugio de una manera de actuar que quizás nunca antes existió, actores de cine mudo que hablan por los codos, lugar inventado para que eso pueda suceder, un lugar que libera pero a sabiendas de que esa libertad está siendo conquistada contra la norma y la costumbre de lo que es el cine, de lo que es una película, y en esa lucha hay tensión, todo en realidad es tenso, la precisión de lo dilatado y de lo acelerado en los actores, la atención que hay que prestarle al texto para de verdad divertirse con lo visto y oído, la manera de cortar de un plano a otro, la manera de ir metiéndonos en el corazón de cada uno de los dramas que los locos reactúan sin por ello dejar de estar en un salón con gente alrededor de ellos, con espectadores, con ropas y decorados que no acaban de pegar con lo que están reactuando, como si esa inadecuación no fuese un impedimento sino al contrario, algo que incita a estar aún más atento, a estar aún más en el corazón de esa tensión que va de un personaje a otro, como si nos estuviesen diciendo algo esencial en medio de un salón lleno de gente que no debe de oírlo y nosotros pusiésemos todos nuestros sentidos en entender eso que nos intentan decir, aunque aquí hablen y actúen sin cortarse nada en eso de ser oídos, porque son locos, porque son y no son lo que actúan. Pero no sé si era aquí a donde quería ir a parar. No sé, la verdad, a dónde quería ir a parar. Era más bien algo así como una exclamación: ¡qué libertad! Y luego un principio de reflexión: qué tensión exige la libertad, porque todo está hecho por primera vez, todo se está inventando. Pero entonces, quizás, una paradoja: todo lo que aquí está hecho por primera vez en realidad ya fue dicho y escrito antes. Como si la repetición exigiese, para estar viva, esa libertad, esa tensión. O quizás no, quizás no era eso. Quizás simplemente era envidia admirativa. Quizás alegría que dan las películas llenas de historias que se dan como eso, como historias, como dice más o menos el Ivan Karamazov motorista que viene a leer su "Gran Inquisidor". Quizás sea eso. No sé. Mejor paro aquí, al menos por ahora.
(La divina comedia, Manoel de Oliveira)
miércoles, 14 de octubre de 2020
otra lógica
(Otra mujer, Woody Allen)
lunes, 28 de septiembre de 2020
perder el sentido
Me cuesta escribir. Hace ya un tiempo. Un mes o dos. No sé qué pasa, o qué ha pasado, o qué está por pasar. Aún así esta noche quiero forzar. Quiero escribir sobre Tommaso. Aunque lo que escriba no tenga ni principio ni fin. Aunque no tenga sentido. Y quizás es de eso de lo que quieroescribir. De no tener principio ni fin. De no tener sentido. Es una película de la que se podría decir que en cada secuencia está empezando. O que en cada secuencia está terminando. Muchas de las secuencias podrían ser un final. Pero no pueden serlo porque serían finales demasiado perfectos. Serían finales con sentido. Con un único sentido. Y eso no puede ser. No pueden todos esos principios y finales acabar en un sentido único. No puede haber una última palabra. O sólo puede haber la que finalmente hay: "basta". La película no se termina, la película se para. De pronto, la película deja de seguir. Deja de seguir empezando y de seguir terminando. Simplemente se deja de hacer. Deja de haber imágenes. Deja de haber escenas. Se escapa al sentido. O lo intenta. Con todas sus fuerzas. En la película todo rima y todo tiene su reverso. Hay escenas en Alcohólicos Anónimos que son historias de curas empezadas y no terminadas. Historias de lo que vuelve a empezar. De la calma nunca del todo recobrada. De la calma que a cada rato puede perderse y que tiene que ser ganada o conservada. Como esas historias, también vuelven a empezar las disputas en la pareja. También vuelve a empezar la ira. Parece que lo que se dice del alcohol puede servir para entender lo que sucede con la ira. También parece que lo que hacen unos estudiantes de interpretación en clase sea un espejo de lo que hacen los alcohólicos anónimos en sus reuniones. Un trayecto en metro que no vemos rima con otro trayecto en metro que sí vemos. Una bombilla que parece no funcionar, hasta que se descubre que en realidad es la lámpara la que no funciona, está a punto de volverse metáfora y espejo de todos los problemas mal enfocados, de todos los momentos en los que la rabia o la bronca o el malestar se cierran en un sentido, en un fragmento de historia o de psicología, para evitar ir más a la raíz del problema, parándose en la bombilla para evitar ir a la lámpara. Pero la metáfora no dura. Si la metáfora funcionase, si la metáfora se acabase de cerrar, entonces tendríamos un sentido. Y hay que desconfiar del sentido. El sentido no está tan lejos de la ira. Las broncas parecen ser momentos en los que se detiene el sentido, en los que aquello que simplemente sucede (una mujer y su hija comiendo, un café y dos personas yéndose) son reducidas a un sentido que se pretende revelador. Convertir en historia lo que no lo es lleva a la bronca. Convertir las cosas en historia, poder hacer de los demás una historia que puede ser explicada, es hacerlos desaparecer. Hay un momento en el que se cuenta, como imagen, como metáfora, que no podemos ver el mundo como es porque, por ejemplo, puede suceder que sólo nos parezcan bellas las cosas moradas y que todo lo veamos en función de eso, de nuestra amor por las cosas moradas, hasta no ver las cosas más que moradas o no moradas. Que la película empiece una y otra vez, que la película evite terminar cada una de las veces que podría terminar, es como una huida lejos del color único, una manera de evitar que la libertad de la película se vuelva monocroma. Y eso da también una libertad. Como si todo lo que necesitase una situación o una escena para ser parte de la película es que en otro momento otra escena rime con ella y que otra escena la contradiga. Como una regla del juego. O como una disciplina de aquel que no quiere volver ni a las drogas, ni al alcohol, ni a la ira, ni al sentido. La rima y la contradicción son la disciplina de la película. Son su yoga. Son su respiración. Son aquello que le permite simplemente ser. Ser escenas. Porque al fin y al cabo hacer cine, a veces, no es más que eso, filmar, hacer escenas, hacer que las escenas sean libres e iguales. Y, al cabo, parar. Para poder volver a empezar.
(Tommaso, Abel Ferrara)
jueves, 23 de julio de 2020
fantasmas
lunes, 20 de julio de 2020
detrás
domingo, 24 de mayo de 2020
tocado

la casa de cristal

(The Tin Star, Anthony Mann)
martes, 19 de mayo de 2020
ventana
viernes, 24 de abril de 2020
inmóvil

miércoles, 8 de abril de 2020
apetito

sed
duda

lunes, 16 de marzo de 2020
nuestro teatrillo ambulante

domingo, 15 de marzo de 2020
lo que dura una canción

domingo, 12 de enero de 2020
con las manos abiertas
