domingo, 12 de enero de 2020

con las manos abiertas


Pongo una imagen y no sé si se siente algo, no sé si se puede sentir algo viéndola así, fuera de la película, fuera de su tiempo y de su ritmo, pero quizás sí, quizás se pueda adivinar algo, la seriedad del rostro, la elegancia del traje, el tapiz al fondo, como trayendo el recuerdo de otros tiempos y otras formas de vivir, las manos en una posición extraña, o quizás no sean sólo las manos, es algo entre la posición de los brazos y la posición de las manos que hace al conjunto extraño, un poco manierista, la emoción, creo, está ahí, en ese contraste entre la seriedad del rostro y esas manos un poco torcidas, un contraste que se vuelve en realidad alianza, el rostro hace creíbles las manos, la manos hacen singular la concentración del rostro, en ese momento el personaje está haciendo un conjuro, acaba de decir que esa postura es el signo de Osiris resucitado y al poco el espíritu de una mujer muerta hablará a través del cuerpo de una mujer viva, en cierto modo toda la película está ahí, está en este personaje, en este actor, Christopher Lee, en la seriedad, convicción y elegancia con la que puede hacer eso, el gesto de Osiris resucitado, sin tener que justificarse de más, sin tener en cuenta nuestra posible incredulidad, porque podríamos no creer en Osiris resucitado pero no podemos no creer en el hombre que lo dice, y si creemos en ello es todo cosa del cuerpo, del uso que hace de su propio cuerpo y voz, la realidad de lo que parece irreal se ve ahí, en cómo él, con toda seriedad, trata eso que no vemos como algo real, vemos la seriedad en él, esa seriedad es algo visible, y gracias a ella vemos y creemos también en lo invisible, y toda la película se parece al personaje, tiene esa elegancia de traje y corbata, esas mismas formas precisas y esa capacidad para ver y hacer ver lo invisible, hacer ver la fuerza de la voluntad moviéndose como por telepatía, apenas unos ojos y un gesto de concentración y luego la reacción de otro personaje y ya empezamos a ver eso, la voluntad, que es como el viento, no la vemos pero sopla y al soplar hace moverse las ramas y los cuerpos, sí, la película logra lo mismo que el personaje, hacer ver lo invisible sin apenas detenerse en la duda, no hay tiempo, hay peligros y placeres más interesantes que la duda, mejor dejarla atrás y avanzar de la mano del personaje, de la mano del cineasta, hay algo emocionante en dejarse llevar, en verlos hacer con convicción sus gestos, el personaje moviendo las manos e invocando, el cineasta moviendo su cámara de una muerta a una viva, o pasando de la concentración de unos ojos vistos de cerca a otros ojos que se abren como si una voz los hubiese despertado, hay algo emocionante en que no se paren a intentar convencernos sino que sea la precisión de sus gestos, de su voz y de su porte atravesando sin inmutarse lo inverosímil lo que nos haga ver más allá de lo verosímil algo nuevo, hay algo emocionante en esos cuerpos en medio del espacio vacío trazando los gestos de la magia, en esa convicción que tienen y en que acepten compartir con nosotros esa convicción sin más explicaciones, algo extrañamente amistoso, porque el personaje también da esa sensación, la de ser alguien que más allá de su rigor es alguien capaz de amistad, alguien que en el fondo también necesita de eso, de la amistad y de los demás, del mundo cotidiano, de la conversación y del trago compartido con otros, alguien que acepta la aventura pero tampoco la busca, alguien con quien uno puede avanzar con confianza a través de los peligros, del mismo modo que el cineasta avanza teniéndonos en cuenta pero con convicción y como si esa convicción fuese también una forma de amistad, la que necesitamos para aceptar lo que vemos y también lo que no vemos. 
(The Devil Rides Out, Terence Fisher)

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