Entre las 36 situaciones dramáticas básicas debe de figurar, sin duda, el naufragio.
¿Cuántas historias y, ya puestos, cuántas películas, no son más que la historia de un algo, barco, casa, familia, burdel, local de strip tease, sociedad, nave espacial, mundo, sociedad, cuartel, un algo que se va a hundir, un algo que ya mismo se está hundiendo, que ya mismo se hundió?
Esto iba pensando después de ver Go Go Tales por primera vez. Esto seguía pensando después de verla por segunda vez. Go Go Tales es la historia de un naufragio inminente. Ahora que llega, con cinco años de retraso, resulta que llega puntual. O quizás sea Go Go Tales una película inevitablemente puntual, una película para la que toda hora es buena, que siempre parece venir a cuento.
Pero no era esto, no, era más bien una conversación, comparando como a veces se compara en lo bares, una película con otra, comparando L’Apollonide con Go Go Tales. O no consiguiendo compararlas. Solo lo que se parece es diferente, en alguna parte lo leímos, o lo dijimos. Las dos son películas de barcos que naufragan. O quizás submarinos. Barcos sin mundo exterior. Barcos sin cubierta. Afuera acechan tiburones, peces y cangrejos. Ved, detrás del barman del Ruby’s Paradise, ved esa pantalla por la que aparecen y desaparecen los tiburones.
Pues eso, dos barcos que están que no pueden más, que están que esto se acaba. Que se hunden en el tiempo, que pasa y no cesa y no los espera. Uno se va a hundir esta noche, el otro se va a hundir este siglo (bueno, aquel siglo, ya pasado).
Un teatro es un barco; un teatro es un submarino. ¿Qué hace la tripulación, qué hace con su tiempo mientras aquello se acaba? (¿Qué se acaba? El barco, la película, el mundo, viene a ser lo mismo. Una película es aquello que se va hundiendo, aquello que se va acabando, que acabará por acabarse.) Unos huyen del barco, otros dirigen en vano la huida, otros se dejan llevar, otros no se enteran. Y la orquesta sigue tocando.
La orquesta sigue tocando. Va a ser eso. Omnipresente la música, sí, pero no es eso, o no solo eso. Es también la incesante música de las pequeñas historias, de las pequeñas invenciones. Siempre pasa algo. Siempre está pasando algo. Lo que apenas acaba va entrelazado con lo que apenas empieza, asombro del ritmo permanente, de la música permanente. Si el valor de una película se midiese por el número de momentos felices, felices de invención, entonces Go Go Tales sería una película de un valor incalculable. Como algunas de Biette, pongamos.
(Ya lo dijeron otros y no creo que se equivocasen, no suelen hacerlo, Go Go Tales bien merecería una sesión doble con Saltimbank. Biette también cineasta de naufragios anunciados. Naufragio del teatro, teatro del naufragio.)
Sería de un valor incalculable, en otro mundo donde las cosas no fueran tan enojosas, un mundo que fuese un paraíso, un paraíso como un submarino. Un submarino donde la orquesta no deje de tocar.
De un valor incalculable sería y es, por la generosidad de cada instante, la vitalidad de cada uno de sus personajes. Porque por favor que alguien me explique como lo hace para, por ejemplo, en el momento en que Ray y su contable irlandés Jay siguen el sorteo de lotería en la tele, parezca Jay estar tan presente como Ray, cuando en todo momento está desenfocado. No un pelin desenfocado, no: muy desenfocado. A ver que alguien me explique, o va a ser que Go Go Tales esta hecha de esas cosas que no se explican, esas cosas que ya se sabe, pasan, cosas del instinto.
Y de ternura también, de inagotable ternura. Porque ay de la sonrisa de William Dafoe. Quizás sea también eso un actor de cine, aquel cuya sonrisa le transfigura. Y ay del beso de Asia Argento a su perro ¿no será eso cariño, cariño sano?
Y no vamos a enumerar ahora los innumerables momentos felices de Go Go Tales, los innumerables acordes que la orquesta va inventando mientras el barco se hunde, como si a base de tocar, a base de continuar la música, se pudiese detener lo inevitable. Si la banda no se detiene el barco no se hundirá.
(No vamos a enumerar pero hay un giro de guión, un giro a la Saltimbank, el Ruby’s Para dise sala polivalente; que si la habéis visto ya sabréis a qué me refiero, y si no la habéis visto cuando lo hagáis admirareis que haya podido seguir sin contarlo, entenderéis las ganas que tengo de dar saltos por la habitación. Y hay también un peluquero, perritos calientes bio, un embarazo, un trozo de pastrami en la nuca de una posible presidenta, un cheque firmado por un productor, un bus de chinos, un tipo vestido de cangrejo... Hay, ciertamente, de todo. De todo un rato.)
Y bueno, la película es sus detalles, y también sus múltiples y profundos sentidos, que son unos cuantos, pero a estas horas digamos que lo más importante reside en los detalles, en la moral de los detalles. Un canto, una reivindicación de un cineasta a bordo de su barco para que no se detenga la música, para que no venga el mundo exterior con sus tiendas de artículos de baño, con su dinero que ningún detalle produce, que ningún sueño produce, para que no venga ese mundo del dia y de los bancos a decir que se acabaron los detalles, que se acabó la música porque entonces sí, si la banda deja de tocar, entonces nos hundiremos. En ello estamos.
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