Al Diablo no le gustan las listas, dices, y sin embargo al Diablo le gustan, y mucho, las listas de una sola película. Incluso de una sola película que no es una película.
Una película debería de ser la única película, la que sobrevivió a un naufragio, a nuestro naufragio. El bazar de las sorpresas, Johnny Guitar, La mamá y la puta, cualquier otra, una película vista a medianoche o a media tarde en un canal cualquiera de televisión, un libro al que le faltan páginas. De eso deberían estar hechas las listas de películas que le gustan al Diablo, del olvido del cine, del naufragio en el olvido.
Puede ser que el Diablo eche de menos los tiempos del único libro de la casa, del único libro una y otra vez leído. No sería extraño, no, que el Diablo, quizás más por viejo que por diablo, tuviese nostalgia de la Biblia.
No el cine, sino una película, no una película, sino un único plano, un único gesto, una única mirada. Mejor no conocer el cine, no conocerlo "bien", como dices. ¿Para qué?
Todo esto pensaba leyendo el texto sobre el padre Ted, la única película de las navidades tardías.
(¿Por qué la única película de la navidad? ¿Será porque más que para verla es para compartirla? Quizás eran eso los programas de humor de la Navidad, casi nunca tan buenos como los recordamos pero siempre apareciendo a la hora de compartir.)
Todo esto pensaba antes, iba diciendo, y entonces recordé una película de la víspera, porque a menudo la víspera tenemos la respuesta a una pregunta que sólo llegará mañana. Una respuesta que a menudo no es más que una manera de desplazar la pregunta, deslizarla ligeramente para volverla más inquietante.
La respuesta, o la nueva pregunta, estaba en High Green Wall, un cortometraje que hizo Nicholas Ray para la televisión, adaptación de un relato de Evelyn Waugh. Veinticinco minutos que se podrían dividir en dos tiempos: primero la utopía de la única película, y luego la pesadilla de la única película.
Te la resumo, si es que tal cosa es posible.
Primer tiempo: Un hombre agotado y perdido en la selva, parece ser que de Boston, y con la cara y la voz de Joseph Cotten, sin duda Joseph Cotten, llega a un puesto, o cabaña, o tribu, perdida en la jungla amazónica. Allí se ocupa de él y le devuelve las fuerzas un hombre mestizo, hijo de un inglés y de una indígena de la tribu. Él es el único allí que habla inglés y parece ejercer un discreto pero eficaz poder sobre los indígenas, a los que llama hijos.
Recuperado el hombre salvado, le pide su salvador un pequeño favor, que le lea algo de Dickens. Él no sabe leer, pero su padre le leía esas novelas, los únicos libros que hay en ese lugar tan remoto, y desde entonces siempre que puede y que alguien que sabe leer se presenta, pide que le lean unas páginas.
Aún allí Dickens. Aún allí Dickens compartido. Como la primera vez, como el niño que escucha una y otra vez por primera vez los cuentos leídos por su padre. Utopía de la lectura eternamente inocente, eternamente compartida. Allá vamos, empecemos por Historia de las dos ciudades.
Segundo tiempo: la lectura ha comenzado, la lectura no cesa, la lectura no cesará. Poco a poco el salvador va haciendo fracasar todas las ocasiones que el salvado tiene de volver a la civilización, a Boston, a su mujer, a la tierra de todos los libros. Y no sólo le dificulta la partida, sino que cuando el salvado se niega a seguir leyendo su salvador le impide, rifle en mano, que coma. Cada vez más terrible el encierro en Dickens a punta de rifle, de drogas y de engaños. Ni siquiera Dickens le salvará de Dickens. (Una página arrancada y entregada a otro hombre de paso, una página donde el grito de ayuda de un personaje de Dickens es el mismo del eterno lector, ni siquiera eso le salvará, aunque no deja de ser importante, creo, intuyo, que la salvación posible se encuentre en las páginas mismas de la condena.)
Cada vez más inflexible el destino, cada vez más cerrado el cerco dickensiano. Se irán sucediendo las palabras, las páginas, las historias, Oliver Twist, Grandes esperanzas, y de nuevo la Historia de dos ciudades volverá a empezar y a empezar...
Como ves más que una respuesta a nuestra utópica pregunta de la lista de una única película, lo que vi en el cortometraje fue un desplazamiento de la pregunta, que de pronto aparecía bajo una luz diferente, una luz que de pronto mostraba su cara terrorífica. No es tan extraño. Esto de la cinefilia es tan a menudo jugar al terrorismo olvidando la realidad del terrorismo...
Ya sé, ya, que nos hemos alejado del Padre Ted. La pregunta de pronto era: ¿soy el hombre del rifle? ¿Qué me podría responder el Diablo que, aunque a veces le pueda la nostalgia de Biblia, no deja de ser, quizás más por diablo que por viejo, un tipo lúcido?
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