domingo, 29 de diciembre de 2013

lo que basta



No empecemos por el principio. Más bien por la mitad. La mitad de lo que yo pensé, no la mitad de la película. Lo que pensé ya más tarde, paseando. Por ejemplo: todas las películas de Bill Douglas cuentan hechos que sucedieron. Que más o menos se cuentan como sucedieron. Su infancia y adolescencia. Los mártires de Tolpuddle.

¿Por qué pensé esto? La verdad es que es raro. Por la puesta en escena. Por esa manera de no necesariamente contar las escenas, de llegar antes o después en el montaje, de a veces estar muy lejos, el encuentro con Pitt, por ejemplo, basta con filmarlo de lejos, basta con indicar que sucedió. Tantas escenas no dramatizadas, donde lo que importa es que tal hecho sucedió, que tal frase es dicha y nosotros allí ante una imagen bella, que es la escena pero no es el interior de la escena.

Pensé en esa secuencia con Pitt y en un día en el que un amigo me hablaba de una película de Bilge Ceylan que no he visto, la de los monos. Decía él que era insoportable esa manera de no filmar nunca una escena, de retirarse, por la elipsis o la distancia, justo cuando algo iba a suceder. Yo esa película no la había visto ni quería verla, pero creí entender de qué hablaba y aquello se me quedó grabado, como una duda permanente. Es extraño cómo puede marcar una frase sobre una película que no se a visto y que quizás aquel que la dijo ya ha olvidado, olvidó nada más decirla.

Y recordando la escena con Pitt, pero también otras, me pregunté si era lo mismo que yo imaginaba en la película aquella que no vi, pero que había visto en otras del mismo cineasta (y de otros). Y no, no podía ser lo mismo, porque la película de Bill Douglas me emocionaba y aquellas otras me aburrían. Quizás fuese que aquí no parecía que la distancia fuese el fin mismo de la distancia. La distancia no ponía en escena al cineasta o al autor. ¿Cual era la diferencia? De pronto pensé que estaba en la fuerza de la historia real que Bill Douglas contaba. Una historia que no necesitaba ser dramatizada. Una historia que podía ser contada por los caminos, en grabados y en romances, o con el espectáculo de la linterna mágica. No hace falta simular que lo que estamos viendo es una escena real, sucediendo en el momento mismo. Basta con contar la historia. Y cuando digo basta no digo que sea sencillo, al contrario. Acostumbra a ser difícil hacer justo lo que basta. 

No soy, en realidad, la persona más adecuada para hablar de todo esto. Quizás os esté dando una idea equivocada de la película. Las palabras y las ideas me faltan. Son terrenos en los que no acostumbro a meterme. Tanteo. Pero aún así sigo. Decía, pues, que es una historia que merece ser contada y vuelta a contar. Recordada. Hay en la película un hombre de aquellos que iban de pueblo en pueblo con la linterna mágica a cuestas, sobre la espalda. Un hombre que hará una representación de las suyas ante los niños del pueblo, en la casita misma donde se reúne el sindicato, por un momento retirada la banderola que dice “remember thine end” y sobre la que se ve un esqueleto. Al volver a echarse al camino, su linterna a la espalda, le dice a George Loveless: “no olvidaré Tolpuddle”. Y la película es como si estuviese contada por él, eso nos dice un rótulo al principio. Es como si estuviese contada por el hombre de la linterna mágica, pero no del todo, pero en el fondo sí. Son los cuadros, lo bellos cuadros casi pintados, que nos relatan una vez más la historia. Bill Douglas, artista de la linterna mágica que no olvida.

Sólo historia reales. Infancia y adolescencia. ¿Infancia y adolescencia del sindicalismo pensé de pronto? Las cosas hechas como por primera vez. Resistencia al mundo de los adultos o de los inalcanzables. Distancia tremenda de las casas donde no se puede entrar, o tan sólo ser admitido durante unos minutos. Dificultad para ser escuchado. Para pensar siquiera en hablar. Sí, pensé de pronto, quizás haya una coherencia, entre esta película y aquellas, infancia y rememoración y campo y hambre y hasta ese camino hecho de piedras sembradas en el desierto que se ven en My Way Home y aquí, en Australia.

Y la tremenda fragilidad de las cosas. ¿Donde como en esta película hemos visto lo frágil que es una silla? Basta con una niña que juegue en ellas, y que nosotros temamos que se rompan. ¿Y por qué tememos que se rompan? Porque sabemos el tiempo que lleva hacer cada una de ellas. Lo dicen. Dos semanas. Dos semanas durante las que hay que vivir y alimentarse. Dos semanas entregado a una silla para poder alimentar a su familia. Y las sillas son muy bonitas. Líneas delicadas. Extrañas en esa casa. Hechas para otro lugar. Para una mansión. Allí las veremos. Y veremos lo extraño que es que en ellas se sienten los que las fabrican.

Hay una escena asombrosa. O mejor dicho: una secuencia sobre un asombro. Una primera vez. Cuando una mujer comprende que el dinero que le ofrecen y que ella no quiere coger, porque no es suyo, ha sido donado por gente de todo el país para ayudarles, en solidaridad por la ausencia de sus maridos arrestados. Y ella de pronto tiene que salir corriendo, ir a por su hija, levantarla en vilo y decirle lo que acaba de descubrir: “la gente es buena”.

La gente puede ser buena. Hay algo así en la película. Una épica de lo que la gente puede llegar a ser. Recordar lo que es y lo que puede llegar a ser.

Pero no soy, no, quién mejor puede hablar de ella. Aún así, seguiré intentándolo.

Hasta pronto.



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