Quizás no haya
pasado yo el tiempo suficiente en compañía de los hombres y por eso
me asombren y me causen tal felicidad gestos sencillos que no acabo
de comprender, como el de Michaleen Oge Flynn quitándose el sombrero
y agachando la cabeza al comprender por fin que ese americano de
Pittsburg al que lleva en su coche (que sin duda no se llama coche y
es muy delicado y ha de tener un nombre de esos que ya no se usan) no
es americano y tampoco un desconocido, sino Sean Thornton, aquel niño
ahora tan crecido y del que nunca nadie en el pueblo esperó ni pensó
que regresase. Sí, empieza a sonreír según va comprendiendo y se
quita el sombrero y agacha la cabeza y dejamos de ver su rostro y
cuando levanta la cabeza sonríe aún más y se vuelve a poner el sombrero. ¿Por qué? ¿Por qué
ese tiempo ahí, con la cara oculta? ¿Es demasiado fuerte el
comprender quién es ese que tiene ante él, como si tuviese que
dejar de verlo durante un instante para que al volver a levantar la
cabeza, al volver a mirarlo, sea realmente esa otra persona,
completamente diferente, Sean Thornton? Como un truco de magia, está,
no está, vuelve a estar pero no es el mismo. En realidad no sé muy
bien, ya lo he dicho, reconocer los gestos de los hombres me sigue
resultando difícil, extraño, pero hay algo en ese agachar la cabeza
y volver a levantarla, y aún más en ese sombrero quitado y vuelto a
poner, algo deliberado e inesperado, que me hace saltar de alegría,
una pausa que si no la necesita Flynn yo desde luego la necesito. Y
está también esa mano de Sean Thornton en su espalda mientras le va
diciendo las cosas, y el viento en el pelo blanco de Flynn, cosas de
esas que le hacen a uno ser muy feliz, tener la sensación de asistir
a algo, no sabe muy bien a qué, pero algo preciso, único y sin
embargo generalizable. Y claro, está la brevedad del momento, la
brevedad de la pausa, y seguimos, y Sean Thorton ya ha sido
reconocido por Michaleen Oge Flynn y la belleza de estos instantes
también está, claro, en su fugacidad, apenas vistos ya
desaparecidos y uno casi se pregunta si sucedieron realmente y luego
los olvida porque llegan otros instantes y así va pasando la
película y al final uno tiene que agachar la cabeza e intentar
retener lo visto, intentar retener la alegría, y luego al volver a
levantar la cabeza uno sonríe. Y sale a la calle.
domingo, 29 de diciembre de 2013
lo que basta
No empecemos por el principio. Más bien por la mitad. La mitad de lo que yo pensé, no la mitad de la película. Lo que pensé ya más tarde, paseando. Por ejemplo: todas las películas de Bill Douglas cuentan hechos que sucedieron. Que más o menos se cuentan como sucedieron. Su infancia y adolescencia. Los mártires de Tolpuddle.
¿Por qué pensé
esto? La verdad es que es raro. Por la puesta en escena. Por esa
manera de no necesariamente contar las escenas, de llegar antes o
después en el montaje, de a veces estar muy lejos, el encuentro con
Pitt, por ejemplo, basta con filmarlo de lejos, basta con indicar que
sucedió. Tantas escenas no dramatizadas, donde lo que importa es que
tal hecho sucedió, que tal frase es dicha y nosotros allí ante una imagen bella, que es la escena pero no es el interior de la escena.
Pensé en esa
secuencia con Pitt y en un día en el que un amigo me hablaba de una
película de Bilge Ceylan que no he visto, la de los monos. Decía él
que era insoportable esa manera de no filmar nunca una escena, de
retirarse, por la elipsis o la distancia, justo cuando algo iba a
suceder. Yo esa película no la había visto ni quería verla, pero
creí entender de qué hablaba y aquello se me quedó grabado, como
una duda permanente. Es extraño cómo puede marcar una frase sobre una película que no se a visto y que quizás aquel que la dijo ya ha olvidado, olvidó nada más decirla.
Y recordando la
escena con Pitt, pero también otras, me pregunté si era lo mismo
que yo imaginaba en la película aquella que no vi, pero que había
visto en otras del mismo cineasta (y de otros). Y no, no podía ser
lo mismo, porque la película de Bill Douglas me emocionaba y
aquellas otras me aburrían. Quizás fuese que aquí no parecía que la distancia fuese
el fin mismo de la distancia. La distancia no ponía en escena al cineasta o al
autor. ¿Cual era la diferencia? De pronto pensé que estaba en la
fuerza de la historia real que Bill Douglas contaba. Una historia que
no necesitaba ser dramatizada. Una historia que podía ser contada
por los caminos, en grabados y en romances, o con el espectáculo de
la linterna mágica. No hace falta simular que lo que estamos viendo
es una escena real, sucediendo en el momento mismo. Basta con contar
la historia. Y cuando digo basta no digo que sea sencillo, al contrario. Acostumbra a ser difícil hacer justo lo que basta.
No soy, en
realidad, la persona más adecuada para hablar de todo esto. Quizás os esté dando una idea equivocada de la película. Las
palabras y las ideas me faltan. Son terrenos en los que no acostumbro
a meterme. Tanteo. Pero aún así sigo. Decía, pues, que es una historia que merece ser
contada y vuelta a contar. Recordada. Hay en la película un hombre
de aquellos que iban de pueblo en pueblo con la linterna mágica a
cuestas, sobre la espalda. Un hombre que hará una representación de
las suyas ante los niños del pueblo, en la casita misma donde se
reúne el sindicato, por un momento retirada la banderola que dice
“remember thine end” y sobre la que se ve un esqueleto. Al volver
a echarse al camino, su linterna a la espalda, le dice a George
Loveless: “no olvidaré Tolpuddle”. Y la película es como si
estuviese contada por él, eso nos dice un rótulo al principio. Es
como si estuviese contada por el hombre de la linterna mágica, pero
no del todo, pero en el fondo sí. Son los cuadros, lo bellos cuadros
casi pintados, que nos relatan una vez más la historia. Bill
Douglas, artista de la linterna mágica que no olvida.
Sólo historia
reales. Infancia y adolescencia. ¿Infancia y adolescencia del
sindicalismo pensé de pronto? Las cosas hechas como por primera vez.
Resistencia al mundo de los adultos o de los inalcanzables. Distancia
tremenda de las casas donde no se puede entrar, o tan sólo ser
admitido durante unos minutos. Dificultad para ser escuchado. Para
pensar siquiera en hablar. Sí, pensé de pronto, quizás haya una
coherencia, entre esta película y aquellas, infancia y rememoración
y campo y hambre y hasta ese camino hecho de piedras sembradas en el
desierto que se ven en My Way Home y aquí, en Australia.
Y la tremenda
fragilidad de las cosas. ¿Donde como en esta película hemos visto
lo frágil que es una silla? Basta con una niña que juegue en ellas,
y que nosotros temamos que se rompan. ¿Y por qué tememos que se
rompan? Porque sabemos el tiempo que lleva hacer cada una de ellas.
Lo dicen. Dos semanas. Dos semanas durante las que hay que vivir y
alimentarse. Dos semanas entregado a una silla para poder alimentar a
su familia. Y las sillas son muy bonitas. Líneas delicadas. Extrañas
en esa casa. Hechas para otro lugar. Para una mansión. Allí las veremos. Y veremos lo
extraño que es que en ellas se sienten los que las fabrican.
Hay una escena
asombrosa. O mejor dicho: una secuencia sobre un asombro. Una primera
vez. Cuando una mujer comprende que el dinero que le ofrecen y que
ella no quiere coger, porque no es suyo, ha sido donado por gente de
todo el país para ayudarles, en solidaridad por la ausencia de sus
maridos arrestados. Y ella de pronto tiene que salir corriendo, ir a
por su hija, levantarla en vilo y decirle lo que acaba de descubrir:
“la gente es buena”.
La gente puede ser
buena. Hay algo así en la película. Una épica de lo que la gente
puede llegar a ser. Recordar lo que es y lo que puede llegar a ser.
Pero no soy, no,
quién mejor puede hablar de ella. Aún así, seguiré intentándolo.
miércoles, 25 de diciembre de 2013
mantener las distancias
El niño tiende la
mano para coger la comida, sí, pero sin despegar los pies del suelo,
sin que se pueda decir, en el fondo, que se ha movido, que se ha
acercado.
Justo después hay una
secuencia que empieza muy triste, o muy cruel, y se acaba
convirtiendo en muy divertida, sin dejar de ser cruel, sobre este
arte de guardar las distancias. La mujer intenta abandonar al niño,
el niño vuelve y camina a la distancia justa de la mujer, la
distancia perfecta para no perderla sin estar a su alcance, y
entonces ella se para y hace ademán de tirarle algo al niño, a poco
que el brazo de ella se adelanta haciendo ese gesto él se inclina
paralelo al brazo de ella, siempre la misma distancia. Luego ella
amenaza con morderlo y echa a correr tras él, y él echa a correr
para que no le atrape, pero siempre a la misma distancia, y luego
ella se para, y vuelve a caminar, sigue su camino hacia delante, y él
la sigue de nuevo, a la misma distancia.
En realidad hemos
visto esto cientos de veces, ¿no? Aunque ahora no me salen más
ejemplos, pero está claro, este juego de la distancia permanente, ni
me despego de ti ni me acerco más es como un vieja rutina cómica, y
como las viejas rutinas cómicas siempre funciona, alguna verdad
habrá en ellas y en este caso una verdad que le conviene
especialmente al cine, que parece hecho para eso, para medir la
distancia entre los seres. Y esta rutina no puede concluir sin que de
pronto el juego de la distancia inamovible se rompa y los dos cuerpos
se encuentren. Aquí es muy bonito. Sucede, claro, tras la mayor
distancia de todas, tras la angustia contenida, y luego no tan
contenida. Y cuando por fin se tocan es una palmada en la espalda, un
cachete casi, como si fuese un recuerdo de la antigua manera de
moverse, ya no sólo te quiero sino que lo sé y puedo decirlo y aún
así cuando por fin te toco es así, recuerdo de la violencia
anterior, recuerdo de las distancias complicadas.
Sí, esta película
es un viejo número que ya hemos visto y que volveremos a ver, cuadro
de adulto solitario con niño (bueno, aquí aparece alrededor el
vecindario, Historia de un vecindario se titula la película). La
presencia del niño, claro, empieza siendo un problema. Luego lo será
su ausencia.
Viendo la escena
que os decía antes, cuando la mujer intenta engañar al niño en la
playa para poder abandonarlo, me puse a pensar en las dos o tres
crueldades de la escena. Porque está la crueldad de la mujer claro,
o más bien su frialdad, su insensibilidad. Pero está también la
del cineasta, que es crueldad con todos, con el niño y con el
espectador y sobre todo con la mujer, o eso pensé yo, la crueldad
mayor del cineasta en una escena así es para con el personaje frío,
el personaje que hace el gesto que lo revela como terriblemente
inhumano. Qué difícil es mostrar un gesto así. Y qué extraño
puede ser el cine, si uno lo piensa bien. Hacerse daño, hacer daño
a todos, personajes y espectadores, confiando en que alguna verdad
saldrá de allí, confiando en que el daño de la ficción puede de
alguna manera volverse un bien al ser filmado y mostrado. Decidme,
por favor, ¿me seguís? Y si me seguís, ¿a donde vamos?
(La película, por
cierto, es de Ozu y es de 1947. Rara vez hablamos nosotros de las
películas de Ozu, ¿no? Pronunciamos su nombre a menudo, muy a
menudo, pero ¿hablamos de las películas? Me refiero a nosotros
tres. Ya la veréis y me diréis, yo di varios saltos en mi sillón,
saltos porque la composición de los planos es bella casi casi de
llorar, y no sé muy bien el porqué, es simplemente la cámara
puesta en el sitio adecuado para que de pronto las distancias entre
todas esas líneas que lo componen sean justas. Y di saltos también
por varios cambios de plano, hay una secuencia, con uno de esos
colchones tendidos de Ozu, donde te vas enterando de las cosas plano
a plano, y todo es cuestión de una gran mancha en el centro del
colchón... Esa mancha volverá a aparecer más tarde en la película,
por cierto, algo como “mojar la cama” es aquí importantísimo,
un elemento de guión de primer orden, con esa perspectiva diferente
que dan la infancia y la soledad, de pronto un colchón manchado
puede asustar, puede parecer irremediable. En realidad hay muchos
gestos, muchísimos, de gesto en gesto y tiro porque me toca, de rima
en rima va avanzando la película, a ver si la veis, y no es que os
la quiero vender pero además, ¿sabéis qué? Sale Chisu Ryu
cantando.)
lunes, 9 de diciembre de 2013
Vamos a ver cómo es...
Costa de Marfil, principios de los sesenta, Jean Rouch habla con estudiantes del Lycée d'Abidjan. Van a rodar una película. La pirámide humana. Será un experimento. Nunca antes se han mezclado fuera del aula estudiantes negros y blancos. Ahora, para la película, lo van a hacer. Van a hacer como que se hacen amigos.
Había en Ice, que vimos la semana pasada, una escena en la que varios miembros de la banda armada montaban un teatrillo. Vamos a jugar a hacer un discurso, vamos a jugar a ser aquellos que lo escuchan. Una de ellas hacía de entusiasta, otro de policía de paisano, otra de dubitativa. La escena era como una imagen condensada de la película. La ficción como forma de conocimiento. Imaginar cómo es, cómo podría ser, cómo funcionaría, para bien y para mal, una banda armada o un discurso escuchado.
También aquí, en La pirámide humana, los estudiantes van a imaginar, ¿cómo sería si fuese lo que finalmente será? De mentira improvisarán una amistad que se volverá real. Una amistad que surge porque la cámara está ahí, no sólo para reflejar o capturar la realidad, sino también para crearla. No sólo para mostrar su belleza, sino para hacerla más bella.
Y como el experimento funciona, como se vuelve algo más, se vuelve cine, acabamos queriendo a esos personajes, nos interesamos por sus historias, que no son sino historias de amor y de amistad adolescentes, en el centro de ellas Nadine, la recién llegada, (ella y el cine son los recién llegados, los que cambian la realidad). Nadine que donde pretende dar amistad hace nacer amor, que cuando quiere que todo sea simple todo se complica.
Y por debajo de eso, del experimento y de las historias de amor, el descubrimiento de la poesía, que vamos oyendo, a veces en off, a veces leída en clase, esos poemas que vienen en los manuales franceses, Eluard, Hugo (¿quién te ha dicho que Hugo no sea africano?), Rimbaud...
Y también una fiesta, un barco encallado, una vieja canción castellana cantada en la noche africana, un piano en una casa en ruinas, en fin, muchas cosas, mucha vida que va acompañando al experimento, y hay incluso una resurrección, una resurrección muy simple, tan simple que casi ni nos damos cuenta, una de esas resurrecciones que sólo en la ficción son posibles.
Una película que es bueno ver así, todos juntos, compartida, este martes, a las ocho en el cine-club de La Morada.
sábado, 7 de diciembre de 2013
Oh mes dix francs !
Pablo había desaparecido. Le pasaba de cuando en cuando pero esta vez duraba más de la cuenta. Yo estaba preocupado. Todos lo estábamos. Le pregunté a Ana si sabía dónde estaba pero ella no sabía nada. Le dije que era una lástima, que él nos habría aclarado sobre el misterio Diagonal. Hubiera podido decirnos por qué Simone Barbès era una gran película, por qué Treilhou y Guiguet eran tan importantes. Es verdad, estábamos allí como dos lelos, un lelo y una lela mejor dicho, preguntándonos por qué echábamos tanto en falta a Jean-Claude Guiguet, al delicado Guiguet, sin encontrar nada más que respuestas sentimentales. Pablo lo habría sabido. Me lo estoy imaginando. Aquí llega. Guiguet es la elegancia inquieta, habría dicho. Sin él, habría añadido, Biette no cuenta. Nosotros nos habríamos reído. Le habríamos preguntado por qué. Habría dicho que un Jean-Claude no cuenta, que hacen falta siempre dos. Habría dicho que uno tenía las cualidades que al otro le faltaban y viceversa. Que entre ellos dos eran el cine. Pero Pablo no estaba aquí, había que arreglárselas sin él.
Toda Simone Barbès está en los ojos de Michel
Delahaye, dice de repente una vocecilla. Es Manuel. No le habíamos oído llegar.
Michel Delahaye, digo, es el mejor actor mudo del cine sonoro. Se me quedan
mirando los dos fijamente. Un raro silencio se instala entre nosotros, una
mezcla de incomodidad y de religiosidad de otro tiempo. Podríamos estar en una
de Grémillon, sería lo mismo, creo. Michel Delaye hubiera estado perfecto en
una de Grémillon, dice de pronto Manuel tras una eternidad de iglesia, en la
Petite Lise por ejemplo. También estaría muy bien en una de Grémillon con
Madelaine Renaud, dice Ana. Mejor incluso que Vanel; mejor que Gabin, añade
Manuel. Definitivamente, qué tipo más extraño. Piensa igual que yo.
(Louis Skorecki, 2005)
lunes, 2 de diciembre de 2013
amor ajeno
Les belles manières es la película más violenta de la historia del cine.
De una violencia, claro está, ya no latente sino en fuga, en fuga irreversible
hacia el pasado y hacia el futuro. Violencia insoportable de todo lo que no
vemos, violencia detrás de los gestos aparentemente más dulces de la parte de
Hélène. Y es que, como decía un poema de César Vallejo, el yantar de estas mesas así, en que se
prueba / amor ajeno en vez del propio amor, / torna tierra el bocado. No se puede ser más lúcido, más implacable
con menos elementos, apenas dos personajes, dos cuerpos: Hélène y Camille. No
hace falta que suceda nada, nada en concreto que desencadene el final. Guiguet
será mejor cineasta, tendrá una mirada más amplia, en Le mirage o en Les passagers,
pero de Les belles manières uno no
sale, no puede salir, indemne. Y las lágrimas de Camille en la noche y unos
bombones tirados al wáter y el rostro del plano final de Hélène
Surgère se quedan grabados para siempre en la memoria, como la cicatriz en el
rostro de Camille, como las heridas incurables de la infancia, como las duras
reglas de la sociedad.
sábado, 23 de noviembre de 2013
Le mirage, Jean-Claude Guiguet
![]() |
And now in age I bud again, after so many deaths I live and write; I once more smell the dew and rain George Herbert |
Viaje al centro de la tierra
¿Cuál es el centro de Europa? Pregunta Ken durante una comida al aire
libre. En otro tiempo, responde Jeanne, el ama de llaves de la familia, cuando
se creía que la tierra era plana, tenía sentido buscar el centro. Todas las
capitales en un momento dado se han creído el centro del mundo. Pero desde que
sabemos que la tierra es redonda, no tiene sentido buscar un centro. Sin
embargo, responde Ken, muchas capitales siguen creyéndose el centro.
¿Cuál es el centro de la película? ¿Y si no lo tuviera? ¿Y si el centro
de esta película fuera lo que no se ve, lo invisible? Lo invisible puede ser el
polen que llega con la primavera, la misteriosa alga que cubre el lago Leman de
rojo, el padre ausente, los sentimientos como el amor (incluido el amor
maternal), el deseo sexual (véanse las extraordinarias escenas de la
"visión" en las orillas del lago y la posterior escena del sueño), la
enfermedad, la muerte. Porque si bien el personaje de Maria, que con el
advenimiento de la primavera rejuvenece y se enamora de Ken, el profesor de
inglés de su hijo, es el hilo conductor de la película, no hay que olvidar a
los otros personajes, todos extraordinarios, componiendo el equilibrio de la
misma, un equilibrio de otro tiempo, de cuando las familias aristocráticas
cenaban sin ver la televisión y en la sobremesa se hablaba de arte o se tocaba
una pieza de Mozart. De cuando todos, hasta el profesor a domicilio o el ama de
llaves eran seres inteligentes y sensibles. La casa es un personaje más, con
sus salones, sus terrazas, sus escaleras que separan las dos plantas, el
jardín, el taller de Anna. Y la música. Veamos, uno por uno, los personajes:
1) Maria, viuda de unos cincuenta años, como dice ella misma al
principio de la película: "pertenece a la primavera", irradia
felicidad y plenitud. Estos días, le dice su hija Anna (maravillosa Fabienne
Babe) ha sucedido algo extraordinario: súbitamente, he vuelto a ver tu silueta
de cuando eras joven. Maria se enamora de Ken, el profesor de inglés de su
hijo, de su frescura, de su sensibilidad. En un plano secuencia de casi 5
minutos confiesa su amor, a sí misma, pues nadie la oye, y al final del plano
abre la puerta, sale a la terraza y se queda sola con la naturaleza. Es un gran
momento de cine. El viento sopla en su rostro. El viento... Al principio de la
película, cuando Anna se queja de que haga viento ese día, Maria responde: el
viento es importante en primavera, permite que las plantas se reproduzcan.
Durante una visita a un castillo de la región Maria se declara a Ken y esta se da
cuenta de que su amor es recíproco. Esa misma noche sufre un desmayo. Todo se
precipita. Llega el médico, la llevan corriendo a la clínica. Impresionante el
travelling de todos los personajes saliendo de la casa con la paciente, bajo la
lluvia, con los paraguas. Todos menos uno: Edouard, el hijo menor, que llega
demasiado tarde y pierde el coche.
2) Anna es la hija mayor. Cuando no da paseos con su madre o con Jeanne,
pinta en su taller. Está en la flor de su juventud pero casi no lo parece,
eclipsada como está por el júbilo y la vitalidad de su madre. Es verdad que, nos dice Jeanne, su novio la ha
dejado hace poco y sufre. Lee a Nietzsche, no cree demasiado en los milagros ni
en las emociones. Está mucho más cerrada al mundo que su madre. No quiere tener
hijos. No quiere sufrir. A su manera, también está enferma. Durante la primera
cena con Ken, hay una escena maravillosa. Están hablando de los viñedos de la
zona y Edouard, con su humor característico, habla de un parásito que devora
las viñas. Y sobre todo, porque son más bellos, los rosales. Y que los
agricultores han tenido esa idea genial de plantar un rosal en cada hilera para que el parásito los
ataque primero y así les den la señal de alarma. Pues bien, mientras dice esto,
Guiguet filma a Anna en primer plano, como cuando Paul Newman filmaba en primer
plano a la hermana de Matilda mientras ésta, durante el concurso de Ciencias
naturales del colegio, decía que algunas de las flores de su experimento habían
crecido con deformidades. ¿Se puede ser más fino?
3) Edouard es el hijo pequeño, un adolescente. Cuando no recibe clases
de inglés (sueña con ir a estudiar a los Estados Unidos) se dedica a hacer
widsurf en el lago o a jugar al ajedrez con su hermana. Se siente un poco
aparte, un poco solo en ese mundo de mujeres. De hecho no asiste al cumpleaños
de su madre al principio de la película. Tampoco se le ve nunca paseando por
los alrededores con ella. Habla con acento alemán porque de niño vivió en
Alemania, como su hermana de hecho, pero sólo él conserva el acento alemán. ¿Y
eso? Pregunta Ken. Rarezas de la vida, responde maravillosamente Edouard. Es él
quien cuenta las anécdotas sobre algas y parásitos y moscas voraces con dientes
enormes. Cuando el médico decide que hay que ingresar a Maria, Edouard no llega
a tiempo y pierde el coche. Y entonces hay un plano extraordinario en el que lo
vemos de pie bajo la lluvia, llorando.
4) Ken es el extranjero (de Estados Unidos), el personaje ajeno a la
casa, a la región, desenraizado, sin pasado, como su país. Es muy educado y
sensible, un poco ingenuo. Casi parece irreal, como un príncipe azul. Tiene una
peculiar manera de andar y de actuar, como si fuera un robot, como vemos en la escena
de la despedida en la terraza.
5) Jeanne es el ama de llaves de la familia. Una mujer sabia y culta
que, según Maria, ayuda a mantener el equilibrio de la familia. También es
viuda, como Maria, pero encarna otro tipo de viudedad, está en paz consigo
misma, como dice en un monólogo muy bello. Jeanne es la única que no irá a
visitar el castillo, lo cual propiciará tal vez el encuentro amoroso entre
Maria y Ken, durante la única salida de la casa en toda la película.
Las soledades interrumpidas
La historia de Le mirage es
una historia de soledades interrumpidas, como decía un bello poema de Jorge
Guillén. Es una familia que no sale nunca de su casa y sus alrededores. La
llegada del joven profesor americano, como la llegada del TGV a la zona
(espléndida la escena cuando Maria y Anna están paseando e irrumpe súbitamente
el TGV y en el plano siguiente vemos un ave en el cielo: el ave y el tren no se
oponen, conviven en el mismo lugar) desencadena el sentimiento de amor y de
pasión en Maria pero también las dudas en Anna y en Eduard quienes piensan que
lo mejor sería prescindir de los servicios del profesor, porque ven el
equilibrio de la familia, y sobre todo el estado de su madre, en peligro.
Pero Maria está dispuesta a vivir su amor hasta el final. La visita al
castillo es la única salida de la familia durante toda la película, y ésta
propiciará el encuentro amoroso entre Maria y Ken. Esta escena viene precedida
por la espléndida escena en el barco, cuando el revisor pide el billete a Maria
y ésta se le queda mirando, se lo enseña y por primera vez en toda la película
vemos su rostro vacío, como una premonición de lo que va a suceder.
Al final, el amor entre Maria y Ken no se consuma (la naturaleza también
puede ser cruel) y en la última escena (la muerte es inminente), en la
habitación de la clínica, Maria se despide primero de Ken y de su hijo, después
de su hija y del ama de llaves y entonces, llega el último plano de la
película. Una pared. Ana entra en el encuadre por debajo, como si se pusiera de
pie. Justo después, Jeanne entra en el encuadre por la derecha, el punto de
vista parece ser el de la moribunda, que ha pedido que se abra la ventana
porque se sofoca, se está muriendo. Entonces las dos mujeres avanzan hacia la
izquierda. Anna parece querer cerrar la ventana. La cámara las acompaña en
panorámica. En ese momento Jeanne dice a Anna esta frase maravillosa:
"Deja la ventana abierta" y la cámara sigue avanzando hasta encuadrar
la ventana, con el paisaje del lago y la naturaleza. Una muerte feliz. Y el
plano dura, queda un momento en silencio, con los sonidos de los pájaros. Y un
poco antes de los títulos de crédito surge el segundo movimiento de la tercera
sinfonía de Schumann que ya habíamos oído en otros momentos de la película de absoluta
plenitud en la naturaleza.
viernes, 25 de octubre de 2013
La paz del cielo, de C.F. Ramuz
Un cuento de Ramuz en el que a menudo pienso por esto o por aquello, y del que a menudo hablo, a cuento de Guiguet o de Grémillon o de Borzage, por ejemplo:
Cuando
supo que había muerto, no se asustó, a causa de la belleza de las
cosas a su alrededor, porque estaba en una gran iglesia, como la de
su pueblo, y adornada toda, con ramos en el altar como en el día del
corpus : y se sintió al contrario feliz, se sintió ligero, ya no le
pesaban los pies, tan cansado antes, y arrastrados por la vejez :
atravesó la iglesia, se sentó en un banco ; y a todas las gentes
que allí estaban le parecía reencontrarlas, y no verlas por primera
vez, vestidas como en su tierra, y sólo su aire había cambiado ;
-se sentó pues, y rezó ; luego, al levantar la cabeza, vio a Marie,
Marie que también estaba allí.
Cerca
de él, en el banco de las mujeres, y que rezaba también, sujetando
su rosario, haciendo deslizarse las cuentas entre sus finas manos,
-él la reconoció enseguida por la belleza de su rostro, que sin
duda le había sido devuelta, no siendo ya como la había visto en el
día de su muerte, sino fresca de nuevo, con las mejillas redondas,
su boca roja, sus grandes ojos.
Escuchaba
leer en el Libro, y el canto, con el órgano que sonaba suavemente, y
parecía manar de las paredes, como si se hubiesen fundido en música.
Miraba el Libro, miraba el Trono ; sentía calidez en el
corazón.
Miraba
a Marie, escuchaba sonar el órgano, todo era tan suave que tenía
como un sabor dulce en la boca ; y no sentía impaciencia por ella
como la habría sentido en la tierra : dejaba hacerse las cosas y era
todavía para él como una nueva dulzura : contemplaba a Dios cara a
cara, con Jesús junto a él y junto a Jesús la Madre
arrodillada.
Cuando
la misa hubo terminado, fue a Marie. Le habló naturalmente. Ella le
dijo : « Saludos, amigo de mi corazón . » Pero ella no tocó su
mano. Tomaron parte en la comida celeste. Había las mismas casas que
abajo, donde están las verdaderas casas de los hombre. Entraron
juntos en una pequeña casa, encontraron allí a la madre de Marie,
que los recibió diciéndoles :
-
Sed felices y probad el pan fresco.
Fueron
felices, probaron el pan fresco. Y, pasando ante el espejo, él no se
sorprendió de no verse ya con su figura arrugada, su áspera barba
gris, y el ojo izquierdo que le faltaba, sino con dos ojos, bien
afeitado como en una mañana de domingo, -porque su vejez había sido
quitada de él. No se sorprendió, no más que del resto. Y Marie
tampoco; de hecho no se buscaban con la mirada, estando juntos, lo
cual les bastaba; no se callaban, como en el otro amor, - ni hablaban
demasiado, como en el otro amor, donde no hay término medio;
hablaban un poco, como todo el mundo; había una imagen roja, y
debajo un jarrón y flores, con cortinas blancas en las pequeñas
ventanas y sobre la mesa un tapete de ganchillo; él miraba la
imagen, le decía a Marie:
-
¿Es una imagen tuya ?
Ella
le respondía :
- Se
ve la oveja blanca, con el pastor cerca de la fuente ; y han
encendido un fuego.
Entonces
la vieja hizo café, que fue bebido, bebieron los tres a la mesa ;
hecho esto Marie le preguntó :
-
¿Vienes a dar un paseo ?
Él
dijo :
-
Iré contigo.
Salieron
juntos ; subieron el camino, yendo de a dos por el camino. No
había nubes, todo estaba ordenado y suave ; ¡y ese pueblo era
el suyo ! Sin embargo era muy diferente, por la limpieza de las
calles, del pavimento, de las ventanas bien lavadas, de todos esos
tejados bien reparados y con placas de tiza nuevas, que veía
apretados y agrupados alrededor de la iglesia, donde de pronto las
campanas sonaron, y palomas blancas volaron desde el campanario.
Nunca el sol había sido tan claro ; sin embargo no hacía un
calor como para sufrir. Y, yendo por los prados con Marie junto a él,
los nombraba por su nombre ; sin embargo no eran ya los mismos ;
y buscando el porqué, se dio cuenta de que todas las piedras habían
sido retiradas, los lugares antes rocosos y con matorrales habían
sido labrados, de tal manera que había por todas partes una tierra
negra y fértil, donde la hierba crecía más alta y más dura, y
nunca había visto trigo tan bonito, - mientras que en las acequias
corría un agua pura, en la que brillaban y se movían pequeños
redondeles de sol. Entonces las palomas giraron dos veces sobre él,
y luego cayeron como nieve sobre los sauces al borde del estanque.
Cogía
la mano de Marie, subía con ella, y bajo ellos la tierra estaba
blanda y lisa como una alfombra, nada dura para los pies, sin piedras
con las que tropezar ; los matorrales en flor olían a gavanza y
a esa menta a la que le gusta el agua ; pasaron cerca del
molino, entraron en el bosque, atravesaron el bosque, llegaron al
claro, y el día lucía allí, aplicado por capas a las ramas de los
pinos, mientras que los troncos estaban rojos, con manchas de sombra
azul. Pasaron el claro, entraron en le bosque ; habiéndose
arrodillado junto a una fuente, le dio de beber a Marie en el hueco
de sus manos ; ella sonreía frente a él, y las pequeñas gotas
que rodaban de sus labios brillaban en su barbilla ; él cogió
una flor que enganchó en su blusa ; continuaban de frente, sin
preocuparse por seguir los caminos, llegaron así hasta los pastos.
Y, a cierta distancia, había como una colina puntiaguda desde la que
se descubre toda la región, y el espacio bajo uno, con el pueblo y,
más abajo, el gran vacío del valle ; fueron sobre la colina,
se sentaron allí el uno junto al otro.
La
tierra era extensa y reposaba en la luz ; había sobre ella paz
, y lentamente se extendían los prados, que se hundían, hinchados
por lugares, alzando al cielo un árbol redondo ; lentamente se
alejaban hileras de campos de colores diferentes ; los glaciares
puros brillaban en lo alto de las montañas ; y, una vez más,
sentía que todo eso lo había visto siempre y siempre lo había
tenido a su alrededor, pero al mismo tiempo todo había cambiado ;
y buscaba la razón, sin llegar a encontrarla.
Todavía
tenía cogida la mano de Marie y esa mano ella se la había
entregado, de tal manera que jugaba con ella, deslizando sus dedos
entre los pequeños dedos, fresca de coger esa mano ; se
imaginaba que siempre sería así, sin que nada viniese a
interrumpirles, porque ahora todo duraba y no se imaginaba ya fin
para cosa ninguna. Sintió de pronto un gran vacío hacerse en él.
Primero
ignoró el porqué. Luego, ¿era un recuerdo de la tierra, que apenas
acababa de dejar ? Pero, vuelto hacia Marie, mirándola e
interrogándola con la mirada, viéndola de nuevo sonreír, con su
mirada clara mezclada con la suya e insistente, y su pequeña boca
como una piedra mojada, la razón le vino bruscamente de su
tristeza ; y, bajando la voz, atraiéndola a sí :
-
¿Ya no lloras, Marie ?
Ella
no supo lo que quería decir. Retomó :
- ¿Recuerdas,
Marie, los buenos viejos tiempos en los que llorabas ?
Ella
de un gesto negó.
-
Cuando fuimos a la cruz de Girette, cuando sentías tanta pena,
cuando te llevé, porque estabas sin fuerzas ; y yo te decía :
« Marie ¡no llores más ! » Tú me decías :
« Estoy obligada. » Y en la iglesia doblaban las campanas
por un muerto.
Pero
ella abrió los ojos, no entendiendo el sentido de sus palabras, de
manera que él se calló. Y, volviendo a sí mismo, se la representó
muerta ; volvió a verla, tumbada en la cama, las manos juntas
sobre el pecho. Se había sentado junto a ella. Con los ojos secos,
que había apretado entre sus dedos para hacer salir las lágrimas,
pero nada salía ; con el corazón como un carbón ardiente y la
garganta como la tierra árida ; y habría querido gritar,
porque traían el ataúd, y en la caja estaba el vacío negro, apenas
del tamaño del pequeño cuerpo, que habría querido arrancar de ahí,
pero ya no era de él, ni de nadie sobre la tierra. - Vio todo eso y
añoró todo eso.
Añoró
las lágrimas, y el sufrir, como ya no podía y nunca más podría ;
y, en esa paz para siempre, añoró el dolor de abajo ; y habría
querido llorar, pero ya no podía llorar.
Entonces
suspiró ; y una vez más fue a sus recuerdos, fue a la
verdadera Marie, pero no fue más que un breve momento. Se habían
levantado y bajaban. Porque ahora había venido la noche. El sol
lentamente bajó en el horizonte ; de pronto el hilo que lo
mantiene suspendido en el aire fue cortado ; cayó tras la
montaña. Y fue la sombra, en la que entraron, mientras alrededor, en
círculo, las grandes rocas brillaban como lámparas encendidas.
Había un gran silencio en el camino. Bajo las ramas volvieron a
pasar, con la noche trenzada en las hojas y el rocío en gotas
redondas. Iban de nuevo uno junto al otro. Iban de nuevo uno junto al
otro, de nuevo la miró. Y se preguntó : ¿Cómo podría ella
comprender ? ¿No lo ha olvidado todo ? Yo, yo todavía no
he olvidado todo, de manera que había como una amargura en él, -
pero ya se iba, separada de la tierra, ganado él también por la paz
del cielo, igual a Marie ahora ; y he aquí que, cuando se
acercaban al pueblo, desde dentro de los matorrales donde habían
pasado el calor del día las palomas echaron a volar y, en un giro y
en un batir de alas, volvieron al campanario. Las siguieron hasta la
iglesia. Al llegar allí, hombres y mujeres pasaron cantando, y les
saludaron ; se mezclaron con ellos.
miércoles, 16 de octubre de 2013
roja oscuridad
Es el verano del 2004, es de noche, estoy sentado en el suelo de la cocina, en casa de un amigo. Debemos de haber pasado el día montando una película. Y desde hace horas, desde que cayó la noche, hemos estado hablando. De pronto me doy cuenta de que estoy temblando. No tiemblo de frío, no, tiemblo de hablar, de la desnudez alcanzada de tanto hablar. Deseo que ese momento nunca se acabe. Y por supuesto se acaba. (Otras veces sucedió, otras veces sucederá, pero ese temblor es, claro, algo raro, algo escaso.)
En la cocina y de
noche y a deshora, recuerdo ahora este momento al ver Jaurès,
de Vincent Dieutre, al verles a él y a Eva Truffaut sentados en la
casi oscuridad de un estudio de grabación, viendo y comentando
imágenes que él tomó durante años, desde la ventana del piso de
un amante o amado o enamorado llamado Simon, al que nunca vemos pero
un poco oímos. Desde la ventana vemos, sobre todo, a unos jóvenes
afganos que viven bajo un puente del Canal Saint-Martin. De ellos
hablan también Truffaut y Dieutre.
(Y vemos también
el metro elevado, y a un artista “en residencia” que cada noche
cambia neones de colores, y las ramas de los árboles, en todas las
estaciones, cargadas y desnudas, y en el viento, y todo,
constantemente, se mueve.)
Pensaba en la
cocina y en la deshora, y en el temblor, porque me preguntaba de
donde venía el que la voz de Dieutre me sonase de pronto tan justa,
preciosa o preciosista como casi siempre, pero justa, desnuda, como
avanzando con cuidado, con amoroso cuidado, en busca de las palabras
exactas que puedan contar Simon, sus años con Simon. Y de pronto
pensé que la casi oscuridad del estudio era el lugar donde Dieutre
podía hablar así. Pensé, también, que quizás toda película
debería pasar así, por un momento de oscuridad y casi silencio, al
ser pensada, para ver si tiembla o no.
Las voces de
Truffaut y Dieutre vienen desde la oscuridad roja del estudio de
grabación, tremendamente cercanas, claro, ahí enfrente tienen el
micro, y él dice cosas sencillas y bellas y desordenadas, sobre una
mano, por ejemplo, la mano de Simon que cada noche cuando se dormían
se posaba sobre la cabeza de Vincent, y él sentía que si esa mano
se apartaba él desaparecería. Sobre la admiración, también, y
sobre el orgullo de caminar con él por la calle, y sobre las
ambigüedades de Simon, su tremenda seguridad pero también su falta
de control, su vida separada en campos que no podían cruzarse.
A Simon no lo
vemos, no, y apenas oímos un poco su voz, y cómo toca el piano,
hace sus escalas, pero las palabras de Dieutre nos lo van dibujando,
o nos lo van cartografiando, sí, como si poco a poco se nos fuese
dibujando las fronteras de ese amor, y sus ríos y montañas y
ciudades, en aparente desorden, hasta tener el mapa completo, y ya
sabemos que el mapa no es el país, no es el territorio, pero de
alguna manera nos lo hace imaginar, fantasear, reconocer.
Desde la casi
oscuridad nos hablan, sí, y sucede esa cosa extraña, una película
donde, por así decir, nada es defecto, todo forma parte de la
película, el preciosismo en la palabra de Dieutre se vuelve cuidado,
la relación con lo que abajo, en los muelles, sucede, la vida de los
jóvenes afganos, ni se fuerza ni se evita, como si evidentemente
hubiese una relación entre ambas cosas, una relación por así decir
real, una realidad espacial, aquella era la ventana, de un lado
estaba el amor de Simon del otro lado estaban los jóvenes afganos.
Aunque en realidad
de los dos lados estaban los jóvenes afganos, la vida de Simon, la
vida que no vemos, es la de un militante que trabaja por ellos, para
ellos, que vuelve a casa con las historias oídas durante el día,
con los esfuerzos hechos quién sabe si en vano. De los dos lados
estaba la realidad de los refugiados y en medio Dieutre y su cámara,
viendo y admirando y redescubriendo y amando.
Y ahora, ya lejos,
ya tarde, en la oscuridad del estudio, su voz, con cuidado, con
desnudez, buscando las palabras.
martes, 8 de octubre de 2013
nunca falla el alfiler
El polen vuela, sí,
mucho polen, nunca vi tanto polen en un plano, y suena la música y
es primavera, esta es una película sobre la primavera, la vuelta a
la vida tras el invierno, todo eso, al fin y al cabo, ahora lo
entiendo la cámara empieza descendiendo, de panorámica en
panorámica, desde las cumbres nevadas hasta las laderas floridas, sí
floridas, y eso le pasa también a la protagonista de la película, o
a la que mediada la película resulta ser la protagonista,hasta
mediada la película no sabíamos quien podía ser el personaje
central, si es que lo había, quizás era la chica joven, quizás el
chico americano, quizás incluso el hijo con acento alemán, pero no,
cuando por fin se decantan las cosas resulta ser la historia de esa
mujer que ya ha pasado, se supone, la edad de amar y sobre todo de
ser amada, pero que no se resigna a ello, no, no entra en razón, y
se enamora, sí, de un hombre más joven, del chico americano, ella
europea y mayor, él americano y joven e ingenuamente enamorado de la
vieja Europa, de su memoria, de su historia.
La película se
titula Le mirage, el espejismo, y es europea, transcurre al
borde del lago Leman, la dirigió un hombre que parece evidentemente
culto, Jean-Claude Guiguet, culto y confiado, al menos un poco, en
las virtudes de la cultura y del conocimiento. El conocimiento de la
música, de la historia, de la literarura, y también el conocimiento
de las flores, ya lo decía antes, vuela el polen y esto es inusual,
creo, y también el oír tantos nombres de flores y de algas, y ahora
que lo pienso también el no verlas nunca en primer plano, se habla
de flores y no se ve nunca ninguna de cerca, siempre esa masa de
vegetación, esa vitalidad desbordada de la primavera.
Y se ve también a
un personaje, la mujer protagonista, la madre, decir que es feliz,
decirlo y repetirlo. ¿Y sabéis qué? Es verdad. Se nota, se le ve
en la cara, es feliz, casi hasta la locura, hasta algo que se parece
a la locura, qué miedo puede dar de pronto la felicidad ajena, la
felicidad más allá de toda razón. ¿No es esto raro? Decidme,
porque ahora mismo no lo sé, ¿no es inusual que un personaje de una
película manifieste así su felicidad, con tanta insistencia? Dadme
más ejemplos, por favor, ¿donde? ¿cuando? ¿cómo?
Y ahora me pregunto
si este tema, la felicidad, no se ve siempre, o no se ve mejor, así,
cuando llega a destiempo, cuando ya no se espera, cuando ya parece
que ha pasado el tiempo natural de ser feliz. La felicidad de pronto
la deben decir los que se supone que ya están más cerca de la
muerte que de la vida. La deben decir porque para ellos es milagro,
es lo inesperado. Y nada se ve como lo inesperado. Se ve y hasta da
miedo, de pronto se han quebrado las leyes de lo natural, de pronto
la vida resurge cuando parecía que ya era para siempre el invierno,
las cumbres nevadas, etc, y no, claro, vuelve la primavera, les
vuelve la primavera a los que ya parecían enterrados en vida.
Y entonces recordé
otra película de Guiguet, Les passagers, había allí, de
pronto, en un cementerio, una mujer que le hablaba a una tumba (ay,
las escenas de alguien hablando a una tumba siempre funcionan tan
bien... salvo cuando no funcionan, claro, entonces son horribles,
particularmente horribles). La mujer le hablaba a la tumba del que
fue su marido, o su compañero, o su enamorado, no sabemos, no
recuerdo ya si sabemos, lo que sí recuerdo es que ella le dice que
cómo es que él se fue antes que ella, no era eso lo que habían
previsto, y sobre todo ella habla del miedo que siempre ha tenido a
ser enterrada viva, son cosas que suceden, y cómo él le decía que
bastaba con clavarle un alfiler en la planta del pie al supuesto
cadáver, para saber si de verdad estaba muerto o no, es un recurso
que nunca falla, y ella se pregunta ahora, ahora que él se fue,
quién querrá clavarle un alfiler en la planta del pie a ella, a
ella que aún sigue aquí.
Recordaba esta
escena al ver Le mirage y
pensaba que eso le pasaba al personaje feliz, que la daban por muerta
y de pronto algo, alguien, le había clavado un alfiler en la planta
del pie y ella había despertado, y de pronto todo se le hace, claro,
maravilloso, y también maravillosamente doloroso, la primavera, el
polen, las flores, el propio cuerpo, todo está ahí, luminoso, y
todo puede de nuevo perderse, aunque ella tenga la fuerza de negar
ese riesgo, que es lo que parece locura en su afirmación de la
felicidad, en su entrega a lo que en ese mismo momento siente y
espera, aunque se sienta allí, y al final llegue y la atrape y nos
atrape, el olor de la muerte, que le da su color especial a la
felicidad, una muerte de la que ya ningún alfiler clavado en la
planta del pie podrá salvarnos, y quizás no hay película sobre la
felicidad, explícitamente sobre la felicidad, que no tenga esa
sombra necesaria, y otro día hablaremos más en profundidad y
recordaremos, si os parece bien, un cuento de Ramuz, La paz
del cielo, o cómo la sombra
hace visible la luz.
jueves, 15 de agosto de 2013
bonito, bonito
Nosotros queríamos jugar a poder algo y colar esta película en un festival de cine, sí, en un festival serio, y sobre todo riguroso, y no fue posible, jugamos a tener poder pero no lo teníamos, o no tanto, qué falta de rigor, qué falta de seriedad.
Esto ahora es un apunte de lo que quiero escribir, tarde o temprano, sobre esta película, que es Paroles/Images/Vitez, y que es de un amigo, de Dominique Baumard, pero no se trata de eso, no, no se trata de colar la película de un amigo. O sí, para eso están los amigos, y además somos nosotros también serios y rigurosos, a nuestra manera, y no llamamos amigo a cualquiera, no de puertas para adentro.
(Me vais a perdonar el caos de mis palabras, aquí a mi lado hay un vaso de jerez varias veces vaciado y suena Kiko Veneno. El hombre y su circunstancia, que diría Oliveira que diría Ortega. El hombre y su vasito.)
Recordáis, ya os dije en otro lugar, que era algo así como un documental (a mí el documental, como los dibujos animados, me gusta mucho) sobre dos chicos, o dos hombres, o dos actores, o dos amigos, poned la palabra que queráis, que preparan una obra a partir de textos de Antoine Vitez, actor y director teatral. Y el comunista en Mi noche con Maud, por si queréis ponerle cara.
Dominique los filmó durante todo el tiempo que duró la preparación de la obra, desde las lecturas en casa de uno de ellos hasta los ensayos finales sobre la escena, pasando por los ensayos en salas anónimas del teatro, salas con aspecto de clases de instituto vaciadas de sus pupitres.
Y luego montó en función del texto. Quiero decir, y ahora el jerez no es ayuda: alterna todos los espacios y momentos de trabajo, puede empezar un fragmento del texto en la casa, seguirlo en una sala anónima, concluirlo en el teatro, o de pronto volver a la casa, encabalgando un poco el texto de salto en salto, un poco de lo último que oímos en el nuevo espacio. ¿Me explico? En realidad es sencillo, muy sencillo. La línea conductora que no se rompe es el texto. Seguimos ese hilo mientras se alternan espacios y tiempos de trabajo, entrecruzado el texto con indicaciones de puesta en escena, con tentativas de entender qué quería decir Vitez con tal o tal frase, con anécdotas que se recuerdan al hilo de lo que el texto dice, etc.
La película es como una larga frase, como esa novela de Andrzejewski, Las puertas del Paraíso, que esta compuesta de dos frases y una de ella es "Caminaron toda la noche". Sí, algo así es, una forma única, o que al menos yo no había visto nunca, el montaje inventando algo que sin él no verías, que cosa más bonita puede ser el cine cuando se pone modesto y serio y atrevido.
Bueno, de todo eso quiero escribir, no ahora, otro día, y en un pedestal donde nos oigan, si puede ser, pero lo que quería decir ahora, lo que quería recordar, es lo siguiente: qué bonito, qué alegre, es el espectáculo de dos inteligencias trabajando. De dos inteligencias, los actores, trabajando sobre otra inteligencia, Vitez, que trabaja, que busca, que cambia de idea, pero siempre con convicción. Dos inteligencias, además, que están creando una forma, la obra, los gestos, las entonaciones. Dos inteligencias cuyo pensamiento se hace cuerpo.
Qué espectáculo, sí, espectáculo, más alegre, porque además son alegres en su trabajo, son divertidos, son inteligentes cual un par de payasos, serios como un par de niños, no, como un par de adultos. Qué bonito de pronto el oficio de actor, buscando algo, entendiendo, haciendo ver y oír, qué bonito el oficio de cineasta, mirando, escuchando, ordenando, buscando un hilo tenue en lo real.
Eso pensaba hoy, por ahí sentado, hablando, y recordando de pronto a esos dos en su sala de ensayo, en su casa o en su escenario, y a Vitez ahí en unos folios, y al cineasta detrás de su cámara, y en esa película de acciones y sonidos, esa película con planos, pero sin imágenes, y qué pena penita pena que los serios y los rigurosos no la quisiesen, quizás hubiese demasiada alegría en ese espectáculo, sí, y eso no puede ser, no.
Otro día, con menos jerez, y no de memoria, sino habiéndola revisado, volveré a Paroles/Images/Vitez.
Y nos subiremos al primer pedestal que pillemos vacío.
Esto ahora es un apunte de lo que quiero escribir, tarde o temprano, sobre esta película, que es Paroles/Images/Vitez, y que es de un amigo, de Dominique Baumard, pero no se trata de eso, no, no se trata de colar la película de un amigo. O sí, para eso están los amigos, y además somos nosotros también serios y rigurosos, a nuestra manera, y no llamamos amigo a cualquiera, no de puertas para adentro.
(Me vais a perdonar el caos de mis palabras, aquí a mi lado hay un vaso de jerez varias veces vaciado y suena Kiko Veneno. El hombre y su circunstancia, que diría Oliveira que diría Ortega. El hombre y su vasito.)
Recordáis, ya os dije en otro lugar, que era algo así como un documental (a mí el documental, como los dibujos animados, me gusta mucho) sobre dos chicos, o dos hombres, o dos actores, o dos amigos, poned la palabra que queráis, que preparan una obra a partir de textos de Antoine Vitez, actor y director teatral. Y el comunista en Mi noche con Maud, por si queréis ponerle cara.
Dominique los filmó durante todo el tiempo que duró la preparación de la obra, desde las lecturas en casa de uno de ellos hasta los ensayos finales sobre la escena, pasando por los ensayos en salas anónimas del teatro, salas con aspecto de clases de instituto vaciadas de sus pupitres.
Y luego montó en función del texto. Quiero decir, y ahora el jerez no es ayuda: alterna todos los espacios y momentos de trabajo, puede empezar un fragmento del texto en la casa, seguirlo en una sala anónima, concluirlo en el teatro, o de pronto volver a la casa, encabalgando un poco el texto de salto en salto, un poco de lo último que oímos en el nuevo espacio. ¿Me explico? En realidad es sencillo, muy sencillo. La línea conductora que no se rompe es el texto. Seguimos ese hilo mientras se alternan espacios y tiempos de trabajo, entrecruzado el texto con indicaciones de puesta en escena, con tentativas de entender qué quería decir Vitez con tal o tal frase, con anécdotas que se recuerdan al hilo de lo que el texto dice, etc.
La película es como una larga frase, como esa novela de Andrzejewski, Las puertas del Paraíso, que esta compuesta de dos frases y una de ella es "Caminaron toda la noche". Sí, algo así es, una forma única, o que al menos yo no había visto nunca, el montaje inventando algo que sin él no verías, que cosa más bonita puede ser el cine cuando se pone modesto y serio y atrevido.
Bueno, de todo eso quiero escribir, no ahora, otro día, y en un pedestal donde nos oigan, si puede ser, pero lo que quería decir ahora, lo que quería recordar, es lo siguiente: qué bonito, qué alegre, es el espectáculo de dos inteligencias trabajando. De dos inteligencias, los actores, trabajando sobre otra inteligencia, Vitez, que trabaja, que busca, que cambia de idea, pero siempre con convicción. Dos inteligencias, además, que están creando una forma, la obra, los gestos, las entonaciones. Dos inteligencias cuyo pensamiento se hace cuerpo.
Qué espectáculo, sí, espectáculo, más alegre, porque además son alegres en su trabajo, son divertidos, son inteligentes cual un par de payasos, serios como un par de niños, no, como un par de adultos. Qué bonito de pronto el oficio de actor, buscando algo, entendiendo, haciendo ver y oír, qué bonito el oficio de cineasta, mirando, escuchando, ordenando, buscando un hilo tenue en lo real.
Eso pensaba hoy, por ahí sentado, hablando, y recordando de pronto a esos dos en su sala de ensayo, en su casa o en su escenario, y a Vitez ahí en unos folios, y al cineasta detrás de su cámara, y en esa película de acciones y sonidos, esa película con planos, pero sin imágenes, y qué pena penita pena que los serios y los rigurosos no la quisiesen, quizás hubiese demasiada alegría en ese espectáculo, sí, y eso no puede ser, no.
Otro día, con menos jerez, y no de memoria, sino habiéndola revisado, volveré a Paroles/Images/Vitez.
Y nos subiremos al primer pedestal que pillemos vacío.
lunes, 22 de julio de 2013
sábado, 6 de julio de 2013
Tartamudo frente al tren
A veces pienso: los
planos más bellos son aquellos que no se recuerdan.
(Hay, también,
rostros así. Inolvidables pero imposibles de recordar. Imposibles de
visualizar en la memoria. Quizás por ello inolvidables, los planos y
los rostros, porque abren un vacío que no puede ser llenado.)
Decía esto a
propósito de un plano de un tren.
Un tren que pasa
rápido. Un tren que se lleva a alguien lejos, demasiado lejos.
(Demasiado lejos
porque de un lado del trayecto alguien va a morir, y es esa una
distancia que ningún tren podrá ya recorrer, una distancia sin
vuelta atrás.)
Apenas visto ya
había desaparecido el plano, arrastrado y en cierto modo cegado por
la emoción misma que él hacía nacer. Quizás por eso los planos
más bellos sean imposibles de recordar: se consumen por la película,
por el relato, por la emoción.
Son, a menudo,
planos modestos. Planos sencillos en los que, invisible, se condensa
toda la película. Dos horas en un instante, un tren que pasa
demasiado rápido. Sí, eso es una película, un tren que pasa, que
no se detiene. Rápido, rápido y lentamente. (Ya lo dije otras
veces. Lo repito. A menudo visto con las mismas ideas. Tienen ya
manchas y agujeros. Qué más da. No tengo más.)
Una película
alcanza quizás su punto máximo de emoción cuando no se detiene.
Cuando alcanzamos a ver lo que al instante siguiente ya se ha
perdido. Y no hay vuelta atrás. El cine es entonces imagen de la
vida: los instantes no vuelven, el recuerdo no los restituye, no
puede más que insistir en su ausencia.
Volví a ver
la película. Volví a ver pasar el tren. (Pero algún griego diría
que no era el mismo tren, ni la misma película, y tendría razón,
casi siempre la tienen.)
La cámara apuntaba
hacia delante las vías por donde el tren va a pasar, el tren que ya
está en plano, que ya se aleja, y entonces la cámara (todo esto, os
decía, es muy rápido), hacía una panorámica, hasta que sólo se
ve tren pasando, paralelo a nosotros. No sé si me explico.
El plano, además,
es casi tembloroso, como el de ese otro tren que se va, el del final
de El hombre que mató a Liberty Valance.
Y por encima suena
una caja de música. Ningún sonido violento del tren que pasa. Y por
ello más violento. Más imposible de detener.
(Esta es una
afirmación que no puedo probar. Pero os aseguro que lo habrías
sentido igual.)
Decía esto ( y
sabéis que yo no acostumbro a hablar ni a escribir así, pero no sé,
el tren que pasa, algo, mi voz no es mi voz, tampoco mis ideas) a
propósito de Pechos eternos, de Kinuyo Tanaka. Chibusa yo ein nare,
se dice en japonés.
Algún día la
veréis, de eso no me cabe la menor duda. No puede ser de otra
manera. Tampoco quiero desvelaros mucho. Es la historia de una mujer.
Ama de casa primero, divorciada luego. Poeta siempre. Con el tiempo,
enferma, cáncer de mama.
Pienso, aunque no
tenga nada que ver, en Grémillon, en Gueule d'amour. La misma
sensación de que la película termina lejos, muy lejos de donde
comenzó. Quizás en las dos un personaje consumido. Hasta el crimen
uno, hasta la muerte el otro. Y también esa sensación de que la
película va apareciendo plano a plano, inventándose a cada
instante. Lo contrario al estilo. O un cine de antes del estilo. Cada
plano un gesto nuevo. Cada plano inolvidable e imposible de recordar.
No es el estilo. Está más allá, o más acá. La urgencia de contar
lo que se cuenta. Unos pies que salen de la cama, una mujer que se
baña, por momentos la sucesión de planos se hace intolerable.
Fluida e intolerable. Intolerable porque fluida, porque no se va
detener, porque de instante en instante el tiempo se va.
Hay una secuencia,
que no contaré, o apenas, uno de esos momentos en los que el cine
plenamente se realiza, una mujer que se acuesta en el suelo junto a
un hombre, que se abraza a él, y cuando la belleza y la delicadeza
de cada gesto son ya intolerables, entonces viene un plano del rostro
de ella. El rostro de ella pegado al suelo. Un plano desde abajo. Un
plano imposible. El rostro de ella, la silueta negra de la cabeza de
él y al fondo, borrosa, en el techo, la lámpara. Ya era intolerable
la belleza, decía, y entonces llega ese plano, ese plano imposible,
y ya flotamos, estamos, literalmente, en otra dimensión. Con ella,
con la mujer agonizante. Apenas un instante, claro.
No digo más,
porque no me gusta que me hablen de las películas antes de verlas y
no quiero deciros más de ella. Porque sé que la vais a ver. Así
que me callo. Vuelvo al olvido.
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