payaso, soy un triste payaso
que en medio de la noche
me pierdo en la penumbra
con mi risa y mi llanto
¿Por dónde entrar? ¿Por donde empezar a hablar de The Shadow Box? Probemos a no resumir ni analizar, sino a entrar por una pequeña puerta lateral, buscando indicaciones para perderse.
Probemos por ejemplo a hablar de payasos. Esos payasos que llegan a un escenario vacío con una maleta de la que van sacando los accesorios que les permiten llenar el tiempo, el espacio y la imaginación del espectador.
¿No les hacen pensar estos payasos, solos en escena, solos ante el vacío, sin nada más que su maleta con sus accesorios (o nada más que una trompeta, una escalera o un pupitre) en esas dos mujeres, interpretadas por Valerie Harper y Joan Woodward, que llegan la una ante a su marido, la otra ante su exmarido, hombres enfermos condenados a una muerte cercana, acompañada una por su maleta llena de comida, con un jamón cocido de accesorio estrella, la otra con todas las medallas recordatorio de su múltiples amantes y una botella de vodka (no olvidemos la botella de vodka)?
Los accesorios con los que los payasos hacen frente al vacío de la escena y del tiempo; los objetos con los que estas dos mujeres afrontan, evitan, aceptan la muerte cercana de sus maridos.
¿Recordáis esa escena, creo que es un sueño, de Love Streams, de Cassavetes, en la que Gena Rowlands tiene que hacer reír a su hija y a su marido. Está junto a una piscina y apenas tiene unos minutos y un puñado de artículos de broma para conseguirlo. Toda su existencia parecerse jugarse en eso, conseguir hacerles reír con sus pobres accesorios.
Ante el vacío del escenario, el miedo. Una forma como otra cualquier otra del miedo a la realidad, a los desafíos de la realidad, ese miedo que es el corazón de la primera película de Paul Newman, Raquel, Raquel, un miedo que siempre estará ahí y con el que hay que aprender a convivir sin negarlo.
Un miedo que siempre estará ahí y que cada personaje afronta aferrándose a su accesorio. En el fondo todos podrían ser payasos, payasos ante el escenario de su vida, aferrados a sus accesorios. Todos bordeando el ridículo, temiéndolo, como Betty en Los Rayos Gamma. En esa película el paso de la persona a su payaso lo da la hija de Betty al cogerle los accesorios, peluca, bata, periódico, para hacer su sketch frente a los compañeros de clase.
Aquello a lo que nos aferramos para soportar el miedo es también aquello que nos hace personajes, aquello que nos hace payasos. La bata y el periódico de Betty son como la mantita de Linus en los Peanuts, esa manta que lo tranquiliza y al mismo tiempo lo transforma en "Linus, el de la mantita".
(Decía Nicholas Ray, o Clifford Odets, que para trabajar un personaje había que saber cual era el barril de dinamita sobre el que está sentado. Quizás haya que saber también cual es su mantita, la mantita a la que se aferra creyendo que eso postergará indefinidamente la explosión.)
De alguna manera Betty fue atrapada por su payaso. En su juventud hacer reír a los demás, ser la desmedrada alegría de la fiesta, era su manera de vivir con el miedo, pero también aquello que acabó por encerrarla, el miedo al ridículo encerrado en una perpetua imagen del ridículo.
No sabe Betty qué hacer con su ridículo, cómo transformarlo, qué hacer de su pánico a la escena, la ansiedad que le produce tener que decir unas palabras ante un público.
En cambio Beverly, el personaje de Joanne Woodward en The Shadow Box, encuentra en el ridículo la manera de trascender el ridículo, se asume como payaso, como artista del ridículo. Frente a ella hay dos espectadores, en dos situaciones muy diferentes. Uno mira desde la muerte y ríe, comprende y aprecia la manera en que las medallas, las historias y los bailes de Beverly le permiten jugar y vivir en la cuerda floja. El otro espectador, más joven y rígido, no la ve como payasa voluntaria, la ve simplemente ridícula y sólo al final, al encontrar su propio valor, reconocerá el de ella, comprenderá el valor del payaso.
(Asistí hace poco a un curso de payasos para jóvenes actores. Una de las primeras clases, cuando los alumnos todavía están buscando su payaso. Dos eran las cosas que tenían que trabajar entonces. La primera era aprender a aceptar el ridículo, aprender además a buscarlo, a considerarlo como un triunfo, un reconocimiento a su trabajo. La otra era encontrar el accesorio que definía a su personaje y junto al cual podían afrontar el miedo del escenario.)
The Shadow Box es una película de actores, pero es también una película de espectadores. Está ese extraño dispositivo, la retransmisión en vídeo de entrevistas a los pacientes hechas por un médico invisible, cuyos espectadores son para nosotros anónimos, imaginamos que pacientes y médicos.
Pero también son espectadores los propios enfermos, como si ya hubiesen bajado del escenario y les fuese dado ver un último espectáculo del mundo de los vivos. El espectáculo de Joanne Woodward, el de la hija que inventa sus cartas, el de la mujer que se niega a cruzar la puerta.
Una puerta... Son cosas así de sencillas las que hacen The Shadow Box. ¿Llegará Valerie Harper a franquear esa puerta, que es real y es un símbolo, el de su aceptación de la enfermedad irreversible de su marido? Hasta que llegue ese momento las escaleras que conducen a esa puerta se transforman alternativamente en escenario y en platea. Un lugar sencillo, intermedio, como aquellas tragedias teatrales que transcurren en un espacio intermedio, entre la habitación del monarca y el jardín, en una antecámara. Un escenario y una maleta, refugio para la ansiedad de Valerie Harper, un jamón cocido que es su mantita de seguridad. Nada más que teatro, esa cosa tan extraña en la que en un espacio delimitado alguien afrontará el tiempo. Dirigirse a la sala, temer que el hilo de su atención se rompa en todo momento. Dirigirse al vacío, como dirigirse a esas cámaras que retransmiten para espectadores anónimos.
Miedo a vivir, miedo a la muerte, miedo al escenario.
Paul Newman fue alumno Actor's Studio. ¿Qué recuerdo tendría de sus clases, de esos momentos en los que hay que aprender a habitar el espacio de la escena ante la mirada de los compañeros? Porque algo tiene The Shadow Box, para los personajes, que no los actores, de una sesión de improvisación, conseguir modular el tiempo, crear un mundo con casi nada. Y rara vez se ve una película que da al actor tanto y lo expone tanto, como si estuviese sólo en un escenario vacío. Al fin y al cabo eso sucede en las secuencias de entrevistas, planos secuencias sobre los actores. Casi como un screen test.
Leí también que Paul Newman dirigió primero un cortometraje, una adaptación de Los perjuicios del tabaco, de Chejov, ese monólogo de un hombre echado a perder, quejumbroso, obligado por su mujer a dar una conferencia sobre los perjuicios del tabaco, pero que sobre el escenario lo único que acierta a sacar de su maleta personal son lamentos y justificaciones sobre su propia vida, su única manera de hacer frente al vacío del escenario.
Cada cual saca de su maleta lo que puede, como la hija que le lee a su madre enferma las cartas de la otra hija, la hija preferida, casada y de viaje, cartas que no existen, pues la hija preferida murió hace ya tiempo en un accidente y las cartas las inventa la hija segundona, para no apenar a su madre. Cartas que la hija segundona alimenta con sus sueños, sacando de su maleta personal la vida imaginada que no podrá vivir, pero redimiéndose en esa invención destinada a no entristecer los últimos días de su madre, y que irónicamente se transforman en la mantita a la que su madre se aferra, aquello que la mantiene en vida, obligando a su hija a inventar más y más y cartas. (Esta es y no es la historia de un cuento de Cortázar. Es y no es porque en el cuento esa cartas son una invención colectiva y aquí son una invención individual.)
Agarrado a la mantita ya no alcanzo a ir más lejos. Abramos otro día otra puerta, sigamos otras pistas, perdámonos por otros caminos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario