lunes, 30 de septiembre de 2024

espiar es aprender


Chica no cuentes a nadie
lo que haces en tu cuarto después de merendar
El niño gusano

Esta noche soñé que escribía un texto sobre esta película y ahora, despierto, al intentar escribirlo, no sé cómo empezar, quizás porque el texto que soñé, el texto que quería escribir ya antes de dormirme, antes de soñarlo, era un texto de la noche, no un texto del día. Era un texto sobre lo que pasa en la soledad de la noche, en la soledad de un cuarto. Quería escribir sobre el plano, visto a través de una ventana, en el que Lucien juega con los vestidos de la que fuese su patrona. Quería hablar de ese momento solitario e íntimo de Lucien, tan frágil, que no debería de ser visto por nadie y que sin embargo Isabelle, por la ventana, ve. Isabelle ha subido hasta el cuarto en el que duerme Pascal para destaparlo y ver su cuerpo desnudo. Luego Isabelle ha bajado, ha salido de la casa y se ha sentado en su silla de ruedas a la luz azul de la luna, al son de los grillos, a llenarse, feliz, de la inmensidad de la noche. Entonces, una luz se ha encendido junto a ella y ella se ha acercado rodando a ver qué pasa del otro lado de esa ventana iluminada. Allí, Lucien (que fuera actor pero que lleva años sirviendo en esa casa, a donde llegó cuando la dueña, abuela de Isabelle, ahora muerta, se retiró del teatro) se ha puesto una peluca que disimula su calvicie y, rodeado por fotos de la época de actriz de la abuela, se mira sosteniendo sobre su cuerpo uno de los vestidos blancos y ligeros de la antigua actriz. Isabelle, que a escondidas ha ido a espiar a Pascal, que podría haber sido sorprendida en su escapada nocturna, en su felicidad inconfesable, descubre ahora otra felicidad oculta, otra ensoñación privada, la de Lucien. En esta película se habla mucho de la soledad en la que cada uno vive, con dureza, pero está también esta otra soledad de la ensoñación, la soledad de lo que sucede en un cuarto cuando uno se cree a solas, tan a solas como se está en la imaginación. No es la primera vez que Isabelle espía una intimidad como esta, ya vio a Annie que en la soledad de su cuarto, desnuda, miraba un libro de fotografías en blanco y negro y luego ponía en su tocadiscos una cantata de Bach y, envuelta en la música, o elevada por ella, acariciaba su cuerpo y se masturbaba. En esa noche, Annie, involuntariamente, le daba a Isabelle una lección que complementaba a las lecciones que voluntariamente le daba durante el día: aprender a escuchar y a sentir, a respirar, a abandonar las tensiones del cuerpo. En esa noche se abría una de las líneas narrativas de la película, que se desarrolla más tarde no en relación con Annie sino en relación con el hermano de Annie, Pascal: el descubrimiento del sexo por parte de Isabelle. Esa noche en la que Isabelle espía a Annie tiene, por lo tanto, una función evidente en la lógica implacable de la película, que por momentos podría parecer hecha para ser vista y desmenuzada en una pizarra (¡las pizarras en Brisseau!), como los poemas de Prévert y de Baudelaire que Annie le hace analizar a Isabelle, esos poemas que siempre parecen balancearse entre violencia y resignación, o entre desgarro y calma. Annie le pide a Isabelle que le justifique sus explicaciones, señalando las palabras que crean ese sentido. La película, en cierto modo, invita a ser vista así. Es un largo aprendizaje, a veces explícito, a veces implícito. Es, como los poemas, un aprendizaje contradictorio, quizás imposible de unificar. Al espionaje nocturno del sexo le podría responder, más adelante, otra entrada a escondidas en un cuarto, cuando Isabelle entra en la habitación de su padre, ausente, y allí ve las fotos en la pizarra (¡de nuevo la pizarra!) que le llevarán a comprender que su padre es un asesino. La pizarra que permite descifrar un poema y comprenderlo es también la pizarra que, en una lista de nombres, cree descubrir un mensaje divino. Los mismos gestos y las mismas lógicas que conducen al conocimiento, conducen a la locura. El cuarto de Annie era el cuarto del sexo (prolongado en el cuarto de Pascal) y el cuarto del padre es el cuarto de la locura y de la muerte. Y, entre medias, ¿qué es el cuarto de Lucien? El cuarto de Lucien es visto en apenas un plano, el sentimiento que trae es el más fugaz, el más discreto de la película, quizás también el más inesperado. Con el plano de Lucien sentimos, creo, ternura. Ternura ante su soledad y ante sus sueños. Más tarde, habrá una escena breve entre Lucien e Isabelle que acabará con ella apoyando su cabeza en el hombro de él, en un gesto de amor sin deseo ni temor. Y en realidad aquello que hace entrar a Isabelle en el cuarto de su padre es un gesto de ternura, la voluntad de dejar una florecita bajo su almohada. En cierto modo, el cuarto de Annie le desvelaba a Isabelle que quizás estaba sola con su deseo, pero que su deseo no era algo único, que en los demás también había ese deseo y esa soledad, y el cuarto del padre le desvela que no es la única que vive amenazada por la locura. Quizás el cuarto de Lucien le descubra que no es la única que sueña, que no es la única necesitada de creer en imposibles. Isabelle, en cada cuarto, espía soledades, espía fragilidades, y, al descubrir esas soledades, empieza a estar, en el fondo, menos sola. Lo cual ayuda a vivir y, al mismo tiempo, puede ser terrible. Si ya no estamos solos, entonces los otros nos importan, entonces lo que les sucede, el mal que hagan, nos importa, nos duele. Sólo en el instante final, cuando el contacto ya no es posible, no en este mundo, es cuando su padre le tiende la mano, cuando ella le tiende la mano. El cuarto del padre es el cuarto de la muerte y el cuarto del amor, de la presencia y de la ausencia, de la soledad y de la mano tendida. 
(Un jeu brutal, Jean-Claude Brisseau)

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