lunes, 7 de febrero de 2022

nunca cae el telón

Para mí, lo esencial de una tragedia es el sexto acto:
el resucitar de los muertos en la batalla del escenario, 
el retocar pelucas y vestuario, 
el arrancar el puñal del pecho,
el quitar la soga del cuello,
el unirse en fila a los vivos,
de cara al público.
(...)

Ahí, en la comisura del ojo izquierdo, ¿ves? Hay algo que brilla. Es una lágrima. Las lágrimas, en las películas, a veces son como el cristal, como las piedras preciosas, como ese anillo ahí en la mano. Brillan. Son amigas de la luz. Son también, claro, como las joyas, signos. Signos de algo oculto que de pronto se hace visible. Signos, casi siempre, de la tristeza. Pero esta no sé si es, en realidad, una lágrima de tristeza. Es una lágrima de emoción, eso sí. Es una lágrima, en realidad, venida de un mundo quizás irreal, venida de un sueño. 
La mujer, Keiko, ha pasado la noche con un hombre y podemos pensar que la lágrima tiene que ver con eso. Algo así piensa el hombre al verla. Entonces se acerca y le pregunta. Y ella responde: estaba soñando que lloraba y al despertar estaba llorando de verdad. Así dicho parece que sea una lágrima de mentira que se haya convertido en una lágrima de verdad pero al mismo tiempo en Keiko, que por su trabajo vive teniendo que sonreír casi siempre, esta lágrima soñada quizás sea mucho más real que las miles de sonrisas de su vida despierta. Estaba soñando con su marido muerto, su marido que volvía de viaje con un regalo: cebollas tiernas, rábanos y patatas. Un regalo de tiempo de posguerra. Un regalo emocionante en el pasado y también emocionante en el sueño porque de golpe trae de vuelta ese tiempo pasado de la posguerra y hace sentir lo lejos que ha quedado. El tiempo, cuando se comprime así, cuando el pasado reaparece de golpe, manifestándose gracias a un detalle preciso, da vértigo, hace un nudo en el estómago o provoca lágrimas soñadas que se vuelven lágrimas reales. 
En realidad, esas lágrimas provocadas por un sueño son un acceso al fuera de campo que es el interior de Keiko, a la verdad que día a día tiene que disimular. Es como ver de pronto a una actriz medio despojada del vestuario de su personaje, entre bambalinas, recordando por un momento quién es de veras. Y es bonito que esa realidad nos la dé un sueño, que la cara oculta de la ilusión sonriente que ella crea en su trabajo nos la dé una ilusión que se desvanece al despertar. Entre la representación y el sueño está ella, aguantando. 
Ella trabaja llevando un bar por cuenta ajena. Es un bar al que vienen clientes con bastante dinero para beber algo y estar rodeados de chicas. La mayoría de esos clientes vienen, en realidad, para verla a ella. Ella, en ese mundo, tiene algo singular. Actúa, como todas, pero lo hace con sutileza. Se viste con elegancia, quizás demasiado extravagante para la vida cotidiana pero demasiado discreta para lo que es habitual en esos bares. La ilusión que ella crea tiene que ver con eso, creo, con ser alcanzable e inalcanzable, con actuar sin que parezca que deja de ser sincera. Ese arte suyo es singular y apreciado pero también es frágil. Todos saben que su valor está en esa singularidad y al mismo tiempo más de una vez le sugieren que sea como las demás. (Creo que tú puedes hacerte una idea de esto, con tu propio arte singular que te piden que mantengas y modifiques al mismo tiempo.) Quizás las cosas serían más fáciles si su manera de actuar en el bar no fuera tan fina, tan cercana a la sinceridad. Es como una actriz agotada por su personaje, por el equilibrio que tiene que hacer para mantenerlo. 
Esta es una película sobre bares y sobre mujeres que trabajan en bares pero de algún manera también es como si fuese una película sobre el teatro. O sobre lo que de teatral tiene esa vida. Quizás esta es una de esas películas que buscan la verdad desvelando lo que de teatral tiene una cierta realidad. Ahí, cuando se encuentra la parte teatral de una realidad, se está empezando a comprender algo de esa realidad. Hay que ver a Keiko subir las escaleras que llevan al bar y hacer su entrada en él. Es como una actriz saliendo a escena, poniéndose la máscara de la sonrisa. Esta película es también todo un catálogo de sonrisas de la actriz, Hideko Takamine, hay muchas más sonrisas que lágrimas, mil sonrisas y en ellas mil matices. 
Hay que ver también cómo es la oficina de la trastienda, donde trabaja el gerente del bar. Es una oficina que no tiene nada de la elegancia del bar. Se podría parecer al camerino un poco desastrado de un teatro, un camerino en el que importa poco si en el escenario se está interpretando una tragedia solemne, una comedia desenfrenada o un drama existencial. Al ver esa oficina pensamos: lo que no es visto no necesita impresionar. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas, hay excepciones a esa regla de lo no visto. Porque Keiko tiene que llevar kimonos y perfumes caros, es parte del personaje, es parte de lo que vende con su presencia en el bar, pero también tiene que vivir en un apartamento caro, aunque en principio este no vaya a ser visto por ninguno de sus clientes. Si no viviese en un apartamento caro, dice ella, eso se acabaría notando, de alguna manera se transparentaría en ella, en su manera de ser, en su cuerpo. Así que tiene que vivir en un apartamento que mantenga la ilusión. Tiene que, de alguna manera, llevarse la ilusión a casa, no acabar nunca de quitársela de encima. En realidad no es tan fácil salir del escenario y dejar allí al personaje que se interpreta. Parece que en su vida nunca cae el telón. 
En la película hay también otros actores de su propia vida. No quiero desvelarte mucho, pero hay personajes que se dejan llevar por la representación y por la mentira. Y la contracara de la representación, lo oculto, es siempre la deuda. Porque esta es una película sobre el dinero, claro, sobre lo que cuesta crear una ilusión y sobre lo que se gana con esa ilusión. Es una película sobre echar cuentas. Quizás sea esa la verdad final del teatro: lo que cuesta representar una obra y el número de espectadores que hacen falta para que se pueda seguir representando, para que el teatro no cierre. Quizás a la pregunta que hacía un personaje en una película de Renoir, ¿dónde acaba el teatro? ¿dónde empieza la vida?, se podría responder que el teatro acaba donde empiezan las cuentas, donde empiezan las deudas. Lo que hace Keiko es, como decía del cine un antiguo ladrón de tumbas, arte e industria. Y quizás la verdadera historia de las películas sea la de su presupuesto y su taquilla, un resumen en dos columnas, en una suma o una resta. O quizás no, quizás las deudas y el dinero también sean parte de la representación. Al fin y al cabo, por allí circula un maletín con medio millón, un maletín que es puro accesorio, cuya única función es ser pura representación para impresionar a las chicas y quizás para impresionarse a uno mismo. Es dinero verdadero utilizado como dinero de mentira. Las deudas, para algunos, son una pura representación sin riesgo. También es cierto que para otros son una representación que pone en riesgo la vida, porque no es tan fácil controlar el argumento de la propia vida. Y Keiko, en realidad, está en algún punto intermedio, entre la representación y la sinceridad, entre la ruina y el éxito, entre el riesgo y el control, y todo su arte quizás consista en eso, en caminar por ese punto intermedio como una equilibrista, con la misma seguridad y precisión con la que sube la escaleras, para, como las gimnastas, parecer que vuela y siempre caer de pie, sonriendo. 
(Cuando una mujer sube la escalera, Mikio Naruse) 

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