sábado, 12 de febrero de 2022

con cuidado


En esta película hay sonrisas maravillosas. Aunque así, de entrada, no es una película de sonreír. Más bien lo contrario. Es una película de llorar. Y es, sobre todo, una película en la que no se puede ni llorar. Es una película implacable. Implacable por su velocidad, porque van pasando cosas que a veces son terribles, que a menudo son frías, en secuencias casi siempre breves y precisas, secuencias en las que todo plano puede contar una ruptura o una traición. Implacable también porque la lógica económica aparece una y otra vez allí donde un personaje necesitaría que esa lógica se silenciase durante un momento para poder vivir su pena y su duelo. Es una película donde lo que media entre los personajes son la muerte y el dinero. Es una película de dinero que circula y de dinero que se negocia. Una película de pensiones, de sobres y de recibos. Quizás habría que seguir por ahí, por la lógica de los recibos, del reconocer que uno ha sido pagado, quizás gran parte de la película sea eso, la larga espera de un recibo que no llega, la larga espera de una deuda que no se puede saldar porque habría que pagarla en una moneda que no existe, que nunca existirá. 
Es una película implacable y, sin embargo, poco a poco, van surgiendo sonrisas. Las primeras veces que surgen parecen inoportunas. Es muy bonito de ver. Son las sonrisas que no puede contener un hombre feliz de estar ante una mujer. Por la relación que hay entre ambos esas sonrisas no sólo no vienen a cuento sino que pueden resultar, incluso, hirientes. Pero no lo puede evitar, sonríe. Hay algo particular en la cara del actor, en su boca o en sus ojos, no sé bien. Es un actor capaz de estar muy serio y cuando aparece la sonrisa resulta un verdadero contraste. Es como si de pronto pareciese un niño pequeño. El actor logra que parezca estar sonriendo a pesar suyo, como si la sonrisa le saliese de dentro, como si la sonrisa se impusiese inconscientemente. Es como si fuese un agua fresca brotando de pronto de una tierra que parecía seca. 
Luego, poco a poco, vienen también las sonrisas de la mujer. La sonrisa de ella es diferente, no la hace parecer una niña. Pero, de alguna manera, parece que ella se aligera al sonreír. La sonrisa de ella nos trae algo de su pasado y al mismo tiempo deshace ese pasado. En el pasado, ella sonreía. El pasado, ahora, la impide sonreír. En el pasado, ella vivía en el presente. En el presente, ella vive en el pasado. De alguna manera, el presente tiene que volver a vivirse en presente. Quizás para eso tiene que volver a tener alguna promesa de futuro. En el pasado, ella tenía un futuro que fue borrado de pronto, por el azar. Ese futuro muerto lo cubre todo en su vida, lo seca todo, hasta que, desde dentro, brota la sonrisa, hasta que aparece algún atisbo de un futuro vivo. 
Las sonrisas brotan así, involuntarias. En esta película las sonrisas vienen cuando no se esperan. A veces el personaje agacha la cabeza, como si sonriese primero para sí mismo, como si la sonrisa tuviese que surgir primero en una cierta intimidad. Luego, levanta la mirada, ofreciendo la sonrisa al otro, compartiéndola. A veces pasa lo contrario, el personaje sonríe primero con la mirada levantada y entonces toma conciencia de que está sonriendo, de que está ofreciendo la desnudez de una sonrisa, y entonces el personaje agacha ligeramente la cabeza, como si se tapase, como si se avergonzase, y eso hace que la sonrisa, al querer disimularla, sea aún más linda. 
Las sonrisas son luminosas pero también son frágiles. Son las primeras flores tras el invierno y todavía se las puede llevar una helada tardía. Se las puede llevar cualquier azar. Esta es una película en la que importa mucho el azar, lo definitivo por azar. Importa mucho más de lo que sería recomendable en cualquier guión sensato. Pero es que esta es una película insensata. Lo que les pasa a los personajes es insensato. Elegir contar esta historia es insensato. Y, sin embargo, a veces la vida también es así. Azarosa e insensata. No quiero contarte nada pero el final es una casualidad, es algo venido por azar del exterior y que determina la vida interior de los personajes. O quizás no. Esa es, para mí, una de las bellezas del final. No se sabe si ese azar provoca lo que sin él hubiese sido diferente o si simplemente acelera lo que de todas maneras era inevitable. No se sabe hasta qué punto la decisión que toman los personajes viene de dentro o de afuera. Si no hubiese intervenido el azar, si los personajes hubiesen tomado la decisión por una pura necesidad interior, la historia sería otra, quizás más clara y aparentemente más satisfactoria, en realidad menos bella porque menos incierta. Nuestras acciones son definitivas pero los motivos de nuestras acciones se pueden reescribir eternamente, no en el sentido de reescribir para contar una mentira, sino de reescribir para entenderlos de otra manera.
Es, también, una película muy bella. La copia que vi ayer en el cine brillaba. Hay un amor increíble por cada plano, por breve que sea, por implacable o frío que sea lo que está contando. Un amor por la luz, por el color, por los gestos, por el movimiento. Digo esto porque asombra pero también porque me gustaría entender un poco mejor qué sensación es esa que deja la perfección y la atención a cada instante. Después de ver la película, caminando por la calle, me crucé con una chica que iba hablando por el móvil. Como el cruce fue rápido, rápido como un plano de Naruse, sólo llegué a oír una frase: a la gente la perfección no le gusta. Como yo venía maravillado por la perfección de la película pensé que no, que a la gente la perfección sí que nos gusta. Pero luego pensé que qué manera de gustar era esa. Que a lo mejor sí pasa algo raro con la perfección. La perfección, como la historia de la película, como sus personajes, puede ser insensata. Hay algo insensato en amar tanto la superficie de lo que se muestra, en estar tan atento a lo que se filma. De alguna manera, el cineasta, con su precisión, nos hace asistir a algo, a una relación suya con la película, que es tan maravillosa y entrañable como la relación que hay entre los personajes, pero también tan misteriosa como ella. De esa relación del cineasta con lo que filma, con el mundo, tan atenta, se nos escapará siempre algo. Ese misterio, de alguna manera, nos desafía. Quizás nos gusta pero también nos inquieta, como si hubiese ahí una desnudez y una exigencia con la que quizás no sabemos vivir. O vemos esta película para, por un momento, ponernos ahí, al borde de la insensatez, y después volver a la sensatez, después volver a ponernos a salvo. O quizás soy yo el que no está muy sensato ahora escribiéndote estas cosas, no sé, ya me dirás.
Hace unos años vimos esta película en el Cine-club de La Morada. Guardo un recuerdo vago del debate que tuvimos después, un recuerdo quizás equivocado. Recuerdo que en ese debate se dijeron interpretaciones de la película que eran inteligentes, incluso brillantes, pero que siempre nos daba la sensación de que la película se escapaba, que se escurría como un pez de cualquier interpretación, por inteligente que esta fuese. Como si la película fuese exactamente lo que es, algo no del todo explicable, algo que se nos escapa a nosotros y que se les escapa a los personajes, algo que el cineasta parece controlar pero que, en realidad, con mucha atención, con mucho cuidado, con el cuidado que hay que tener para poner a salvo a un animalillo frágil, dejó escapar de entre sus manos. No es nada fácil dejar que una película se escape así, viva, un poco temblorosa. Quizás hacen falta años, toda una vida, para tener esa sensibilidad en las manos.
Y, ya ves tú, yo quería escribir también del alcohol, pero ya no sé cómo, ya no sé qué. Quizás si no me hubiese cruzado por la calle con esa frase escuchada al azar no me habría desviado tanto y habría recordado qué decir del alcohol compartido y del alcohol bebido a solas, de las frases que sólo se pueden decir cuando se está borracho y que son al mismo tiempo verdad y mentira, pero también de ese gesto tan bonito de servirle el alcohol al otro y de cómo, ahora que lo pienso, me recuerda a otro gesto, el de sujetarle el paraguas a otro, y también al de cuidar a alguien que tiene fiebre, ponerle hielo en la frente, prepararle la medicina, cogerle la mano, gestos de cuidado que se hacen por una razón útil y que se cargan de algo más. Quizás habría podido deslizarme así, del alcohol a los gestos que hay que hacer, también, con cuidado, con precisión, y que, a veces, acaban trayendo consigo el sentimiento, gestos que conmueven el corazón del que los hace, y entonces habría podido pensar que quizás se trate de eso, de ver en la superficie de un rostro, en los gestos de un cuerpo, cómo un corazón se conmueve, y verlo con cuidado, verlo apenas, dejar que resuene lo apenas visto. Quizás. 
(Nubes dispersas, Mikio Naruse)

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