viernes, 30 de enero de 2015

Afterimage


Igual que cuando miras un libro de Van Gogh o de Cézanne y al volver la página vuelven sobre el blanco, en otro color, la rama o la jarra que no se quieren ir del todo, aquí sobre el negro vuelve un brillo azul (un plato) y luego un verde en equilibrio con el azul anterior (la hierba), y luego el mismo verde pero un poco más fuerte porque ahora hay un punto rojo encima (una flor), y después ese rojo un poco más grande y menos intenso sobre el mismo el plato azul (una manzana). Pero esa manzana a la que alguien le quita la piel con un cuchillo, hasta dejarla blanca, seguro que no todo el mundo la recuerda igual: he dicho que era roja pero habrá quien la recuerde amarilla, incluso verde. Las manzanas despistan con su color.

Más que parte de las imágenes, los colores son imágenes ellos mismos, como cuando pintas una pared para que no se sepa lo que hay debajo. Por eso detrás de cada color creemos que hay siempre otro color. Los colores no pueden dejar de ser engañosos pero nosotros podemos engañar dos veces con ellos, podemos contar la historia del relevo de unos colores por otros, de unas imágenes por otras.

Habíamos visto por ejemplo, sin verlos bien, los hombros de una mujer. ¿De qué color era la carne? Los hombros y los brazos estaban desnudos y eran casi rojos, pero el resto estaba cubierto por una toalla azul. El mismo frío ponía el azul sobre la carne que calor la toalla sobre la imagen. Sólo una de las dos manos estaba a la vista, la otra sujetaba algo que no llegábamos a ver. Y se escuchaba también algo que no se entendía del todo, una especie de silbido. Para ver lo que la mano agarraba y para entender el silbido había que mirar. Pero tan pronto como mirábamos ella lo soltaba, como si nos quisiera enseñar algo. Sobre el fuego silbaba una tetera que al soltarla se ponía a temblar. 


Si me preguntáis por una película hecha con manos de pintor diría que esta, Sepio de Frans van de Staak, es la que hay que ver y escuchar. Os diré también que me he acordado de Isabelle Weingarten cortada por la mitad, la pobre, en Las cuatro noches de un soñador, los planos del espejo, pero he tratado de espantarlos cuanto antes porque quería quedarme un rato tranquilo con el recuerdo de estos otros, que siento todavía en el espinazo cuando quiero acordarme de su color, que huelo cuando pienso en su forma, que paladeo cuando me pregunto cuál venía antes y cuál después. Igual que después de haber visto cuadros de Cézanne o Van Gogh en un libro, al sol.







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