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En El extraño caso de Angélica, a la hora del desayuno, en medio de una conversación, un señor anuncia que va a citar a Ortega y Gasset. A continuación dice, abran las comillas, “el hombre y su circunstancia”, cierren las comillas. Nada más. “El hombre y su circunstancia”. Ortega en cuatro palabras. Una fórmula, un título.
Recuerdo que en alguna entrevista Manoel de Oliveira citaba a Deleuze, y lo hacía igual, razonando sobre dos títulos, La imagen-tiempo, La imagen-movimiento. Nada más que los títulos.
Como si cuatro palabras le bastasen para poner en marcha la máquina de su reflexión. O como si precisamente por no ser más que cuatro palabras , y no párrafos y párrafos, la máquina de la reflexión pudiese ponerse en marcha
También recuerdo, o creo recordar, que las novelas no las leía enteras, o no se enteraba de la trama, le interesaban más ciertas frases que de pronto llamaban su atención, como joyas que cristalizaban en medio de la prosa, cristalizaban en imágenes o en signos. Como si encontrase el poema que duerme en la novela y en el ensayo. O como si su sensibilidad fuese tan reactiva que un título tuviese para él el valor de todo un libro. Un título que es un signo. (Como decía aquella frase de Oliveira que tanto le gustó a otro artista de la repetición, a otro ruminante, “lo que me gusta en el cine es esa saturación de signos magníficos que bañan en la luz de su ausencia de explicación”.)
¿A donde quiero ir a parar? No lo sé, pero me preguntaba si esa cristalización de todo un libro en un título, en cuatro palabras, no es también lo que a la realidad física le sucede en las películas de Oliveira, o en algunas de ellas.
O dicho de otra manera: ¿cómo es que nos conmueven tantos esos tres camiones que pasan bajo la ventana de Isaac, que vemos una vez y las siguientes tan solo oímos? Quizás por ser esos tres camiones y nada más. Por ser tan precisamente esos tres camiones que se repiten.
Tres camiones, un mendigo, una criada, un gato, un pájaro, un pez, una puerta de cementerio, una viña... Tan esenciales como las puertas de Casta indomable de Allan Dwan. Reducción de lo sensible a unos pocos elementos, que quizás no contienen el mundo, pero sí la posibilidad de sentir con intensidad su presencia física. La posibilidad de la obsesión, de sentir que ese pez rojo en una pecera de cristal es más, mucho más de lo que sería en una película, en un mundo, donde el aire fuese menos puro, donde nos sobrase el oxígeno.
Lo obsesivo de esos signos magníficos viene quizás de que su sentido permanezca ausente, pero al mismo tiempo estén lo suficientemente presentes y visibles para que los sintamos e indiquen su ausencia de sentido. (Aquí podría venir algo sobre las sirenas y Blanchot, creo, no estoy seguro, no lo recuerdo bien y no sé donde he metido el libro, algo así como que el canto de las sirenas no era el canto mismo, sino indicación del canto, de lo inaudito. Pero mejor dicho.)
Un libro es un título, cuatro palabras, que contienen todo lo que se puede llegar a saber. Por no ser más que cuatro palabras. Entonces ¿contiene la mujer muerta todo el amor posible por no ser precisamente más que una muerta, cuatro palabras?
Cuatro palabras bastan para poner en marcha la imaginación, sí, pero quién sabe lo que ponen en marcha y cómo pararlo. Cuatro palabras bastan para desatar una obsesión.
Una viña basta para fotografiar el tiempo que desaparece, cuatro palabras contienen una filosofía, la sonrisa de una muerta todo el amor, tres camiones al amanecer todo el miedo.
2
Los trabajadores “a la antigua” de la película cantan al golpe de la azada. Voz sobre ritmo de trabajo. La música son los dos juntos.
En la primera secuencia en la que vemos a Isaac este trabaja sobre lo que debe de ser una radio, algo que emite un sonido de distorsión. Sin avanzar con lo que intenta recoge un libro del suelo y lee unas frases, sobre fondo de distorsión.
Las frases, escasas, se leen mejor así, sobre fondo de ruido. Otros leemos mejor en el metro, agarrados a las palabras como no lo conseguiríamos en el silencio. Otros escriben poemas a pesar de los vaivenes del vagón.
3
No sé qué edad tenía, quince años quizás. En la televisión ponían Días de cine, un reportaje en el que hablaban del festival de Cannes. Aquel año se presentaba La carta, de Oliveira. Pusieron una breve secuencia de la película, apenas unos planos. Aquellos en los que Pedro Abrunhosa, creyéndose solo, pero en realidad visto desde lo alto de la escalera por la señora de Cleves, roba una pequeña fotografía de ella.
No recuerdo ya cuantos planos fueron, ni la planificación exacta. Pero sí recuerdo que inmediatamente sentí que era “eso”, que lo que yo quería hacer era “eso”.
Ni entonces ni ahora sería capaz de decir qué es “eso”. Algo así como una gran exactitud, una presencia del mundo cuya intensidad nace de la precisión.
Pero quizás no sea eso.
O quizás aquella sensación se debiese también al hecho de ver tan solo unos pocos planos, ver apenas un fragmento y sin embargo sentir que en ellos se manifestaba la presencia de algo inabarcable, quizás la película, quizás el cine...
De otra manera: vi por primera vez Ordet en la tele, empezada y de casualidad. Si tuviese que elegir el momento en el que más me ha impresionado el cine creo que serían esos cuarenta minutos de Ordet descubiertos en la tele por casualidad.
4
¿De donde vienen ese sentimiento tan fuerte de la realidad física que dan películas tan teatrales? Dice Oliveira que el teatro es mucho más honesto que el cine.
Quizás al no esforzarnos por creer en la realidad de la historia presencia y verdad emergen con más fuerza. Oliveira no necesita hacernos creer que su historia es verosímil o lógica. No lo necesita. Prefiere la realidad del artificio a una realidad artificial. Su historia es una historia. Eso es mucho más que una anécdota creíble. Su historia es real como historia. Tan real como una piedra, como una árbol, una nube, una sonrisa. Como un signo. Como una estatua que nos mira o nos indica el camino.
Del amor por una muerta, esa historia tan vieja y que tanto nos gusta, de la obsesión, Oliveira guarda lo mismo que de Ortega: cuatro palabras. Cuatro palabras que en seguida entendemos y que en modo alguno podemos acabar de entender.
Teatro: no solo los trucajes y efectos que se dan en la secuencia con la muerta, sino también otros momentos estilizados y en particular la tan bella carrera pueblo arriba de Isaac cuando le alcanza la locura.
Esa carrera. El asalto al castillo en Ne touchez pas la hache. Un puñado de planos, una docena quizás. Algo hay ahí.
Volvía hoy en el tren, mirando por la ventanilla sin rumbo fijo, y me he sorprendido pensando: "Rondamos lo que rondamos". Luego, me he puesto a divagar.
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