jueves, 15 de junio de 2023

nuevos espías, viejas ocupaciones



Ahora que Ado Arrieta quiere hacer una nueva película, El misterio del anorak rojo (aquí se puede colaborar con su financiación), se me pasó por la cabeza recuperar un texto que escribí para el cofre que editó Intermedio DVD hace casi diez años (¡cielos!) sobre Vacanza permanente, una de sus películas más libres, en la que lograba con una cámara de mini-dv recuperar la magia (y en el caso de Arrieta la palabra "magia" es precisa) de sus películas en 16mm de los sesenta y de los setenta.


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Las ruinas van a estar muy interesantes esta noche.

Parece ser que hay unos nuevos espías checos. 

Grenouilles


Han pasado los años, sí, cuarenta años, desde 1965, desde El crimen de la pirindola, y ha pasado Arrieta de Madrid a París y de París a Madrid, del blanco y negro al color, del cine al vídeo. Ha pasado, también, por doce años de silencio, doce años sin cine. De 1991 a 2003 nada, ninguna película. 

Han pasado los años y han pasado cosas y sin embargo, en el fondo, nada ha cambiado. Hay nuevos espías, sí, pero sus ocupaciones son, en el fondo, las de siempre: se espían, se miran, se sonríen, caminan, encienden un mechero, aparece y desaparece su rostro en la oscuridad, se asoman a la ventana, flotan, vuelven a mirarse, pegan la oreja, están guapos... 

Una y otra vez, película tras película, vuelve Arrieta a los mismos motivos. Están los ángeles  (y quién dice ángeles puede decir bomberos y puede decir Marie France). Está el ausente, aquel que se hace desear, que quizás no venga a la fiesta, no baje a cenar, no responda al teléfono, nadie pueda dar con él... 

Y están, quizás lo opuesto del ángel, quizás no, los espías. 

Ved qué bien se miran los unos a los otros, qué bien se observan desde la ventana, o a través de la cristalera de un bar, o en un museo... Ved qué bien pegan la oreja a las conversaciones ajenas. Sí, de Arrieta se pueden recordar la alas de ángel recortadas en papel pero se puede recordar también, repetido de película en película, el primer plano de una oreja. 

Un mundo de ángeles y de espías. ¿Recordáis a Françoise Lebrun en Pointilly rodeada de espías a sueldo de su padre? ¿Recordáis los agentes checos y franceses y españoles de Grenouilles, qué ya ni siquiera sabían muy bien por cuenta de quién espiaban, aunque en el fondo siempre se espíe por cuenta propia? ¿Recordáis el castillo de Arturo en Merlín, nido de espías y traiciones, donde uno no se podía fiar ni de las plantas? 

Alguien mira a alguien y ya está, ya es el viejo Hollywood revivido, el de las películas de serie b. No hay manera más barata, más sencilla, de volver ficción la realidad: alguien mira con interés a otra persona, de lejos, oculto, y ahí se llenan de misterio el que mira y el que es mirado. 

Redes de miradas. Las del espía y quizás también las del enamorado, o las del enamoradizo. ¿No es extraño qué poca diferencia hay entre la mirada del que espía y las miradas de los que en un parque o en un bar se descubren? ¿Puede ser que no haya amor como el amor entre espías? 

Ahí está la ficción, en la perpetua lectura paralela de la realidad, en los hilos que van de una figura a otra, de una soledad a otra. Con ver los hilos ya está, el truco funciona, la realidad se vuelve otra, se vuelve un bosque de hilos o de signos. Signos que no podemos traducir, pero quizás lo importante no sean los signos, el sentido, sino el bosque, la sensación de que todo lugar, en todo momento puede ser un bosque. 

Qué poco necesita Arrieta, sí, para que todo se le vuelva ficción, para que todo se le vuelva viejo Hollywood, vieja magia con nuevos rostros. Quizás no haya filmado nunca un plano que no sea ficción, salvo aquellos pocos que abrían Numéro zéro de Eustache. Pero claro, aquello era un encargo, aquello lo podía haber hecho cualquiera. 

Basta, quizás, para que surja la ficción, con que sea vea mal. O con que no se vea del todo. Como miran los espías, sí, mirada interrumpida por miles de obstáculos, desde lejos, desde el ángulo más complicado, desde detrás de una columna o de un libro, de una a otra ventana, siempre una imagen incompleta. Sólo se mira con verdadero interés lo que hay que completar con la imaginación. 

Tantos planos donde la oscuridad apenas deja adivinar una presencia, hasta que quizás esa figura encienda un mechero y se vea su rostro. Y quizás lo haga tan sólo para ser visto, tenga o no un cigarrillo en la mano. Ya sucedía en Grenouilles y vuelve a suceder aquí, bailaba la llamita en la noche, extraía los rostros de la oscuridad. Y a la luz de un mechero todos los rostros son bellos. 

Planos también vistos de lejos, apenas una mancha de luz allí al fondo y hay que adivinar lo que se ve gracias al sonido, quizás una fiesta, quizás una discoteca, planos vistos casi a oscuras, planos que no muestran más que una parte por el todo, pies de Arrieta, pies de una bailarina, pies de unos vecinos en la ventana de enfrente, encontrar siempre el punto desde el que se ve sin ver del todo, el punto en el que la cámara se vuelve mechero alumbrando una realidad más mágica. 

Para filmar un libro en cuya portada hay un hermoso rostro de hombre, y que ese plano exista, pida ser mirado, basta con tender sobre el libro dos sobres que en parte oculten la foto, tracen líneas diagonales. Sí, con eso basta, ya no es lo mismo. Qué simple y qué fácil esto del cine.

Ver mal, comprender poco, tener que aguzar la atención, sospechar, intuir, sin nunca poder confirmar lo que se imagina. Planos por aquí y por allá entre los que podemos tender hilos, relaciones, quizás gracias a esos teléfonos que desde un lugar llaman y en otro suenan, sin que nadie nunca acabe de responder, llamadas lanzadas al vacío del ausente. 

Nadie responde y nadie escucha, habla la tele, al fondo, en bares y casas, la voz de la televisión en Vacanza es como la radio del coche en Orfeo, nunca se equivoca y dice cosas como: “La situación que estamos intentando arreglar es muy difícil. Hay muchos escombros. Escombros por todas partes. Vegetales, minerales y animales.” 

Sí, escombros, escombros por todas partes, escombros de imágenes y de historias, escombros de sonidos y de conversaciones, vegetales, minerales y animales, a veces son tan bellos los escombros ¿no? Así, alumbrados a la luz de un mechero, a la luz de una pequeña cámara de vídeo, una cámara mechero, a la luz de la música y del montaje, y sí, claro, no acabamos de entender, no acabamos de recomponer, quizás “si hubiésemos tenido más agentes trabajando como tú querías...”, pero no, no los había, y además quizás la tele, por una vez, se equivoca, ¿para qué más agentes? Los agentes nunca arreglan nada, los agentes nunca comprenden nada, se limitan a flotar, mirarse, sonreírse, estar guapos, pegar la oreja, caminar, volver a mirarse, nuevos agentes, viejas ocupaciones...

        No los agentes nunca arreglan nada, apenas añaden más escombros a los escombros. ¿Queréis saber qué es lo que de verdad nos salvará, lo que de pronto le da un final a esta película sin principio ni centro, y además un final feliz? Nada más que un mensaje. Un mensaje respondido: “nos vemos en Luca”. No, no eran agentes lo que necesitábamos, sino una simple respuesta, una oreja (o mirada, o corazón, o cabeza, como queráis) que no sólo escucha sino que además responde, y de pronto todos los escombros, los hermosos escombros, se desvanecen en un final, sí, un final feliz.

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