jueves, 7 de julio de 2011
ojos en la nuca
Hay en The restless Breed, de Allan Dwan, un plano breve y admirable, de una belleza terrible, aquel en el que un viejo sheriff sale de la misión para ir hacia el saloon y la cámara la sigue en panorámica en su trayecto de una puerta a otra, descubriendo en ese movimiento a un hombre apoyado en un árbol del que ya sabemos que es un pistolero, y que a espaldas del sheriff desenfunda, con un gesto fluido, tan fluido como la panorámica, tan a espaldas del sheriff como la panorámica, desenfunda, apunta y dispara.
En una secuencia de la igualmente admirable Trois ponts sur la rivière, de Jean-Claude Biette, Arthur Echeant, que está dando una clase de historia en un instituto, se ve obligado a salir del aula, molesto con unos ruidos extraños, tras haber escrito en la pizarra una palabra rara. Vemos lo que va a hacer, pero también vemos que durante su ausencia uno de los alumnos borra la palabra que ha escrito. Al volver al aula Arthur sigue dando su clase y señalando la palabra en la pizarra sin darse cuenta de que ya no está. Los alumnos se ríen y Arthur, que no se da la vuelta, cree que es por la palabra, no sospecha que es por su ausencia
Ese detalle no tiene más consecuencias en la película, o no más que la extrañeza que produce.
Igual de inconsecuente, aparentemente inconsecuente, es esa secuencia en la que una mujer se ocupa de un niño y una niña que están comiendo pan con mermelada en la cocina, el niño le roba una rebanada a la niña. La mujer se lo reprocha y luego sale de la cocina a buscar algo que leerles. Mientras ella se ausenta vemos cómo el niño coge del tarro un pedazo de fruta en mermelada. Ella vuelve y lee. Una lectura que quedara inabada, pues suena el timbre. Sin consecuencias. Todo sin consecuencias.
También està aquella en la que Arthur llama a la puerta de su vecino Frank, y la puerta se abre permitiendo a Arthur ver la habitación de Frank, que no ha visto antes, ver el lugar de Frank cuando este no está. Sin consecuencias.
O Frank que oye desde su habitación y luego espía cómo una mujer llama a la puerta de Arthur, le suplica que le abra, no recibe respuesta y se va. La vida de Arthur cuando Arthur no está, la vida de Arthur que Arthur nunca llegará a conocer.
Sin consecuencias. O no. Ver el mundo cuando un personaje no está, tanto cómo es la vida propia cuando uno se ausenta quizas sí tenga consecuencias, no en el relato, sino en la visión del mundo que da la película, el punto de vista singular que nos da de la vida. Sin consecuencias porque esa falta aparente de consecuencias es la forma misma de la película. Pero inquietante. Signos extraños.
Tan extraños como el mundo que veríamos si tuvieramos ojos en la nuca y viésemos lo que una panorámica puede desvelar a nuestras espaldas. La trágica aventura de Frank que Arthur no verá pero nosotros sí.
Lo que ella ve pero Arthur no. Lo que creemos secreto y no lo es. Lo que creemos comprendido y no lo es.
Un hombre y una mujer caminan por Porto, él baja una calle para ver algo, ella entra a ver otra cosa, no sabemos qué en una puerta cualquiera (me da ahora por pensar en las ventanas laterales de Vermeer, las ventanas que dan au nas vistas que nunca veremos).
Cada uno de ellos dice lo que va a hacer, pero no se oyen. Cuando la mujer sale él ya ha desaparecido. Cuando él se da la vuelta ella ya no está. ¿Cual de los dos se ha perdido? Él piensa que ella se ha perdido. Ella prefiere pensar que ninguno de los dos. Nosotros podemos pensar como ella, o también que se han perdido los dos. Que todos andan, andamos, muy perdidos.
Podemos incluso pensar que nos pasamos la vida desapareciendo. Aún más inquietante que ver un fantasma, descubrir que uno mismo es un fantasma, que uno mismo lleva una existencia intermitente, con tendencia a desvanecerse en el tiempo y en el espacio.
(La cámara abandona a Arthur en una panorámica antes de recuperarlo. Arthur parece desorientado, pero Amalric, que lo interpreta, no lo está, y toma buena nota para cuando dirija Le stade de Wimbledon.)
Instantes sin aparente consecuencia, cuya inconsecuencia misma los hace vertiginosos. A base de detalles la realidad se vuelve paralela e inquietante. Pero no es sólo eso lo que hace el encanto de la pelicula, importa también también la organización de esos detalles, de tal manera que no necesiten más ayuda para sostenerse que la composición, la forma que crean en el aire y en el tiempo.
No es extraño que este mundo visto con los ojos de la nuca, este mundo de cuando no estamos, vaya tan bien con el tema de la pareja, con la distancia insalvable del no ver con tus ojos, no saber quién eres cuando no estoy y en el fondo no saberlo tampoco cuando estoy. Por mencionar una de las líneas de la película, una de sus innumerables líneas.
Si nuestras vidas son, o fuesen, los ríos que van a dar al mar, si las películas fuesen, o son, escaleras que bajan hacia el final (y las escaleras, como los ríos, serían imágenes del tiempo, a Biette le convendría más una comparación musical, pero no tengo ni idea), entonces se podría decir que frente a Trois ponts sur la rivière todas las películas parecen bajar temerosas, agarradas a la barandilla (barandilla historia, tema, intensidad o importancia, barandilla signos de interés cultural o social o político o comercial), cautivas de esa barandilla que les da seguridad, mientras que la de Biette, las de Biette, parecen bajar libres, sin temor, sin rendir cuentas, y no sólo sin agarrarse a la barandilla, sino también posando el pie en escalones que no habíamos visto antes de que se posase su pie, y que no vemos después, inventando escalones intermedios e invisibles, revelando escalones que nadie más podría haber visto.
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