En Lejos de Manhattan, de Jean- Claude Biette hay un par (por lo menos) de lecciones de economía cinematográfica.
Primera lección: es una película en torno a la pintura, alrededor. Algo así como La figura en el tapiz, de Henry James, pero en torno a un pintor contemporáneo, con inminente exposición en Beaubourg, con varios periodos: periodo pájaros, periodo flores, periodo montaña, periodo matorrales, y entre medias un enigmático periodo silencio, sin pintura, silencio de causa desconocida por los estudiosos. (Un pintor moderno es ante todo un pintor de periodos, podemos pensar, a los estudiosos ya no les interesan los cuadros, sino los periodos, la invención del pintor para ellos es la de los periodos. O quizás no, miran, piensan, un cuadro concreto.)
Hacer una película sobre la pintura y más si hay que representar a un pintor de mérito reconocido, es un problema gordo. Porque lo normal es querer mostrar al menos algo de esa pintura, ya sea convenciéndonos de que es genial o viéndola apenas, a la manera del Van Gogh de Pialat, en plan no es eso lo importante.
¿Se puede pensar en hacer una película de ficción sobre la pintura, sobre todo cuando no se tiene un duro? La respuesta de Biette es radical, sin decirse radical, simplemente no se ve ni un solo cuadro. Se habla de ellos, se habla de lo que se supone que hay en ellos, se los juzga pero no se los ve. Por un lado está la palabra “matorral”, por el otro, en una secuencia en las dunas, verdaderos matorrales. En medio, invisibles, los matorrales pintados.
Pintura las palabras, pintura los árboles, pintura el viento.
Segunda lección: todas las secuencias son exteriores, cuando se está en casa de alguien es en una terraza o en una azotea. Pensadlo, es singular, una película radicalmente de exteriores. Como eran radicales El zoo de cristal y Shock Corridor, películas exclusivamente de interiores. Aquella era una radicalidad dura, incómoda, esta es una radicalidad suave, una radicalidad de aire.
Por eso no se ven tampoco los cuadros. Los cuadros están en los interiores. Vemos a los personajes cuando entran a verlos y cuando salen de verlos.
Parece también una película de luz natural, con efectos tan bellos como esa secuencia en una azotea en la que anochece, los rostros ya casi no se ven pero al fondo hay un esplendido cielo al anochecer. Delante silueta negra de la cabeza, al fondo rosa en las nubes nítidas.
Quizás sea esa la pintura que sí vemos: el cielo, la luz, los árboles, el viento…
Excepción: miento, si vemos pintura dos veces, en la pared de un hotel, un trompe l’oeil en la pared de un hotel, una ventana abierta y una cortina al viento, fija. La única pintura que nosotros vemos no la ve ninguna de los personajes, pasan una vez pasan al lado y, en el último plano de la película, se puede decir que un personaje entra dentro de la pintura, imagen fija, viento detenido.
(Pintura por otra parte anónima, fuera del juego de la mirada crítica.)
Tercera lección: la del personaje pintor, en las dunas, “hay tantas plantas diferentes, es como los idiomas extranjeros, porqué empeñarse en hacer un paisaje con ellas”. No pintar ya los paisajes formados por las plantas, fijarse en cada planta singular, pintar solo la planta.
(¿Tiene algo que ver con la manera que tiene la película de ser narrativa, novelesca por momentos, pero casi nunca dramática, en el sentido de drama como tensión interna de las escenas? Va contando, y ya está. Eso es todo, eso, los actores y el viento.)
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