lunes, 17 de noviembre de 2025

relevos

Unos niños trabajan en un campo. Por el fondo viene otro niño. Ya lo hemos visto en los planos anteriores. Viene gritando que otro niño, Minoru, se ha escapado. Lo vuelve a gritar al llegar al fondo de este plano. Luego, sigue corriendo. Entonces, uno de los niños que estaba trabajando se gira hacia cámara y, a su vez, grita: ¡Minoru se ha escapado! A menudo sucede esto en la película: niños que se dan el relevo gritando que otro niño se ha escapado. Estamos en un reformatorio para niños y niñas "problemáticos". Un reformatorio en el cual la puerta siempre está abierta pero en el que, si te escapas, te persiguen y te traen de vuelta. Un lugar al mismo tiempo abierto y cerrado. Se podría decir que todo en la película tiene esta ambivalencia entre lo abierto y lo cerrado. Los trabajadores del lugar, adultos, viven siempre en ese filo, o en esa ambivalencia que nunca podrán resolver del todo y que a veces les hace perder. También hay esa ambivalencia en los gritos de los niños, en la delación de aquellos que se escapan. Hay en la película delaciones que son mentira, malévolas, y delaciones que son verdad, hechas con buena intención, pero incluso en esas hay una ambigüedad. En la película se dice que los niños que se fugan han actuado mal pero, al mismo tiempo, es a ellos a quienes la película acompaña, a quienes la película, en ese momento, ama. Esta es una película sobre fortalecerse y disciplinarse que siempre reconoce lo humano de la debilidad. En la película los personajes se van dando el relevo, ocupando por un tiempo el centro de la película, como estos chicos que gritan ocupan por un momento el centro del plano. Y cuando un personaje ocupa el centro de la película es porque se encuentra en un momento de debilidad, pero también en un momento de verdad íntima. La película no tiene protagonista, va pasando de unos a otros, aunque en lo esencial hay unos pocos chicos y chicas a los que siempre se acaba volviendo, pero alternando entre ellos y dejando, además, que algunos que parecían secundarios vayan volviéndose esenciales. Esos pocos niños y niñas son un mundo y sentimos que el círculo podría seguir ampliándose, que otros podrían tomar el relevo y volverse, por un tiempo, el corazón de la película. Ese darse el relevo, esa exigencia, que quizás se hermana con el trabajo de los educadores, que no deben dejar a nadie de lado, que siempre tienen un nuevo problema por venir, se puede ver también en el final de algunas secuencias, en los fundidos a negro que empiezan en pleno detalle hermoso, antes de que la secuencia haya terminado del todo, como si lo importante siempre fuese lo siguiente, como si, en esta película que sabe filmar el aire, no hubiese, sin embargo, lugar ni tiempo para el reposo. Las secuencias se van dando el relevo y cada secuencia es un problema nuevo. La vida es, por lo tanto, una sucesión de problemas que se van dando el relevo. Este trabajo no se acabará nunca, dice un personaje, ni en esta vida, ni quizás en la próxima. Hay, aún así, un momento en el que un problema parece alcanzar una solución definitiva. En el reformatorio falta agua y los educadores deciden que ellos y los niños trabajarán con pico y pala para canalizar el agua de un lago que se encuentra a dos kilómetros. Esforzarse en un trabajo que quedará y cuyo resultado, visible cada día, será el bien común. De nuevo el trabajo colectivo, como en la vigilancia de los que se escapan, y de nuevo el grito a cámara, cuando al fin han logrado su propósito y el agua corre por el canal. El agua corre y los niños corren por el agua, haciéndola salpicar y brillar, cuando uno de los niños cae, otro salta por encima, al igual que, a lo largo de la película, cuando una secuencia terminaba otro niño saltaba por encima y se volvía el protagonista de la escena siguiente. Un trabajo por el bien común, dije, pero, en realidad, no llegaremos a ver ese bien común, ese objetivo práctico, sino que la historia del canal terminará, una vez más, con un fundido a negro en plena carrera infantil por el agua, en plena salpicadura. Después tendremos una secuencia de algo parecido a una graduación, en la cual los niños y niñas que han ido siendo esenciales en la película dan cada uno un discurso sobre sus flaquezas anteriores, sus propósito al volver al mundo exterior y una inspiración en verso. Es una secuencia al mismo tiempo militarizada y emocionante. Queremos y no queremos lo que les pasa. Los chicos vuelven a ser "normales". Es el triunfo de la autodisciplina. Tras los discursos, los niños y niñas tocan juntos la campana del reformatorio. La película podría terminar ahí, con un símbolo evidente, en ese tañer la campana al alimón. Pero no lo hace. Termina con la partida, con las despedidas, manos que se agitan, el grupo que se aleja. Y, finalmente, un plano en el cual la cámara se aleja, fija la mirada en la torre, en la colina del reformatorio, en ese lugar que durante un tiempo fue un hogar y, a su manera, un refugio, una seguridad, un mundo completo. La película termina con una mirada hacia lo que se deja atrás, poniéndose una vez más, a pesar de todo, del lado de la tristeza, del lado de los que sienten que algo, en su corazón, falla. Antes no había huida posible, ahora no hay regreso posible. A los que se alejan, otras historias les esperan. A los que se quedan, nuevos niños, nuevas dudas, día tras día, vida tras vida. 

(Mikaheri no Tou, Hiroshi Shimizu)

viernes, 14 de noviembre de 2025

un latido

Al principio del plano vemos las palas de una planta de tratamiento de aguas, girando con su movimiento regular, con su mezcla de oscuridad y de luz, de negro y de blanco. Detrás de las palas, dos hombres se apresuran, uno con abrigo más oscuro, otro con un abrigo más claro. Estos dos hombres, en esta película, son siempre los cazadores, y esta es una película en la que no queremos que los cazadores alcancen a su presa. La cámara, en panorámica, acompaña el avance de los dos hombres y, al hacerlo, los pierde y descubre, en primer término, escondidos, a un hombre y una mujer. Ese hombre y esa mujer son, en este momento, la presa de los cazadores. La mujer está oculta tras el hombre y los dos saben que el peligro está a punto de alcanzarlos. La cámara los ha centrado y, al hacerlo, ha empezado a verse lo que hay a la izquierda del hombre y de la mujer. Allí se mueven, regulares, las sombras de las palas de la depuradora. Y allí aparece uno de los dos cazadores, no el del abrigo oscuro, que aparecía primero al inicio del plano, sino el segundo, el del abrigo claro. La cámara retrocede ligeramente mientras el cazador avanza, cada vez más cerca del hombre y de la mujer. Al cabo, el cazador sobrepasa a sus presas y está tan cerca de cámara que casi se sale de plano. Entonces se da la vuelta y, en el mismo instante, el hombre acechado se lanza sobre él y le golpea con una botella que tenía en la mano. Con el mismo impulso que toma para golpear, el hombre acechado avanza y sale de plano. Vemos entonces el rostro de la mujer, que a su vez se lanza fuera de plano. Entonces, el cazador del abrigo claro cae hacia el centro del plano, mientras por el fondo llega el cazador del abrigo más oscuro. 

Es un plano como hay muchos otros en la película. Empezamos por una cosa, la abandonamos, seguimos por otra, y entonces la segunda cosa y la primera se encuentran, y se vuelven a separar. Ese movimiento de los planos (movimiento de la cámara y movimiento de los cuerpos en el interior del plano) es como una respiración constante. O como un corazón que late, bombeando sangre. A veces es un latido rápido. Otras veces es un latido lento. Pero es incesante. A veces sucede con un plano prácticamente fijo y apenas dos rostros, los de dos hombres que apenas se mueven pero que, cuando lo hacen, y cuando con ellos cambia el foco, parece que pueda cambiar un destino. A veces el plano late entre lo no visto y lo visto, entre todo aquello que no se ve, figuras sin rostro o sombras, y un único rostro que sí se ve, abrumado o tenso.

Los personajes se mueven y la cámara se mueve, pero esos movimientos no coinciden del todo, porque el mundo desborda de cuerpos que se mueven y cámara sólo hay una, que se deja desbordar, que reajusta el encuadre con precisión pero sin alcanzar a controlarlo todo. Control y desborde. Perder a un personaje pero saber moverse, más lentamente que el personaje, de tal manera que se acaba por recuperarlo, como si hubiese una sabiduría sobre el circuito inevitable que ese cuerpos acabarán por recorrer. Cuerpos previsibles pero no por ello menos emocionantes, al contrario, emocionantes porque previsibles, encerrados, abocados a, finalmente, caer, inmóviles.

Y en medio de todo ese movimiento, en este plano, los dientes del hombre acechado. Muerde el cuello de su abrigo. Muerde como quien aguanta un gran dolor. ¿Miedo? ¿Aferrarse a la vida?  ¿Será para no gritar? La mujer, lo veremos en un instante, también se cubre la boca, aún en ese entorno ruidoso de las palas de la depuradora. Quizás no lo hace para ahogar un grito que el cazador no podría oír, sino para ahogar un grito que ella y el hombre que la protege podrían oír. Quizás la mujer se tapa la boca no por miedo, sino por miedo al miedo, a la impotencia definitiva y paralizadora del miedo. En cualquier caso, ese gesto del hombre, el morderse el cuello del abrigo, llena de una extraña verdad el plano, una verdad del miedo, una sensación física, tensa, más allá de lo racional, y llena al personaje de toda su fragilidad y de todo su deseo de seguir, de no morir. Una verdad sobre la cual la cámara no se detiene, porque no hay tiempo, porque lo terrible, lo que tanto asusta, es precisamente que no hay tiempo, que el movimiento del mundo no se detiene, pero ese morder el cuello del abrigo, a pesar de todo, está ahí, apenas un instante, apenas un latido, breve, y sin embargo eso es la vida, un latido, y otro, y otros.

(Gohiki no shinshi, Hideo Gosha)

viernes, 31 de octubre de 2025

nuestras voces son los ríos

¿Veis allí al fondo esa sombra? Sí, claro, la veis. Pero, ¿veis al hombre tras la sombra? Así, en pequeño, se le ve menos. Ayer, en pantalla grande, se le veía sin problema. Si os fijáis, a pesar de todo, ¿no veis que está de frente? Y la sombra, ¿no está de tres cuartos? ¿Podría esa sombra ser la del hombre? ¿Qué extraña luz sería esa que puede hacer voltear a la sombra, separarla hasta ese punto del cuerpo que la proyecta?

Poco después, en esa misma secuencia, Bérénice habla en primer plano. Tras ella se adivina, apenas, parte del hombre, y parte de su sombra. La actriz, Anne Alvaro, habla, dice su hermoso texto en verso. En cierto momento, su entonación cambia y, por un momento, dos o tres versos, se vuelve tan extraña que parece salir de otro cuerpo. No salir de un cuerpo ajeno, sino salir de un cuerpo agazapado, animal, oscuro, quizás sin materia, que viviese dentro del cuerpo de la actriz. Pensé, en ese momento, que una voz humana era una cosa asombrosa e inquietante. Me pareció que la voz de la actriz era como un caleidoscopio que de pronto, al quebrarse, deshacía en mil pedazos la imagen del cuerpo. 

Luego, más tarde, al terminar la película, recordando ese momento, pensé que si la imagen del caleidoscopio había venido a mí probablemente fuese porque unas pocas secuencias antes el rostro de Titus había aparecido multiplicado como en un caleidoscopio. Pensé entonces que toda la película jugaba, a veces de manera más escondida, a veces de manera más visible, a ser un caleidoscopio en el cual la realidad de los cuerpos se descomponía: voces por momentos desincronizadas de los cuerpos de los que supuestamente salen, sombras independientes de los cuerpos que las proyectan, aparentes espejos cuya escena reflejada no se corresponde con la escena real. 

Pensé, también, en la escena que mejor recordaba de cuando había visto la película años antes: la hermosa escena en la que Bérénice repite parte de las palabras que Antiochus le va diciendo, de tal manera que algunas de esas palabras parecen dichas por ella, pero no del todo. Ayer, al volver a verla, me pareció por momentos que esas palabras que ella articulaba, casi sincronizada con la voz del hombre, eran como esas palabras que a veces nos dicen y se nos clavan hasta el punto de que, de alguna manera, vuelven a salir de nosotros. O que nos dejan sonados, como un puñetazo que nos desdoblase la realidad. O, quizás, palabras que, al mismo tiempo reales e inconcebibles, inconcebibles hasta el momento preciso en el que fueron dichas y escuchadas, se nos quedan en la mente, como un eco desconcertado, sin que todavía consigamos asimilar la realidad de esas palabras. Para Bérénice, ¿no hay algo inconcebible y al mismo tiempo presentido en la decisión de Titus de alejarla de Roma? Que íntimamente sepamos que algo va a suceder y al mismo tiempo nos parezca imposible, ¿no abre un hueco en la realidad, un hueco en el cual, en cierto modo, las sombras, los reflejos y las voces ya no cuadran con sus cuerpos? 

Pensé todo eso y luego pensé que quizás no, que el efecto de la actriz que por momentos parece sincronizarse con la voz ajena no siempre cuadraba con este sentido que ahora le doy. Quizás ese sea otro desdoblamiento, el de una forma, como quien diría un cuerpo, y un sentido, como quien diría una sombra, que no siempre van a la par, pero que por momentos sí. Y, recordando la película, me pregunto qué es más extraño, los momentos en los que forma y sentido, cuerpo y sombra, se sincronizan, o aquellos en los que se alejan. 

Pero, al mismo tiempo, pensando en todo esto, me parecía que me alejaba de lo que había visto y escuchado en la sala de cine y, si no me importaba alejarme de la imagen para perderme en las sombras del sentido, no quería perder el recuerdo de las voces, esas voces que fluían por los cauces del verso alejandrino, que por momentos hacían oír el ritmo regular de la rima y por momentos hacían olvidarla, como si la frase más pequeña y banal, la más sencilla frase de amor, estuviese escondida allí, viva, en el rigor de los palacios, las columnas y la métrica. Voces que por momentos se endurecían, subían, bajaban, se hacían susurro, con la libertad que da, quizás, el rigor del verso que hay que decir, la línea que hay que seguir pero sobre la cual la voz puede danzar. 

No quería alejarme de eso, de las voces, y al mismo tiempo eso era, precisamente, lo que no se podía retener, lo que  no se podía fijar. Puedo recordar una imagen, puedo también fijarla, capturarla, pero no puedo recordar una entonación, tan solo puede volver a escucharla o, como mucho, jugar en vano a repetírmela. En ese sentido, si el cine es un arte del tiempo y, por lo tanto, de la pérdida, ¿no son más cinematográficas las voces que la imagen? Pero, al mismo tiempo, hay mil cosas en la imagen que también se pierden, mil cosas imposibles de fijar, la imagen, en cierto modo, está llena de entonaciones que no se pueden capturar, que tan solo se pueden volver a ver y volver a perder. 

Y, escribiendo todo esto, me vuelvo a alejar de la película y de ese momento en el cual por la voz de Anne Alvaro, hablándole a Titus y a la sombra de Titus, sin mirar ni al hombre ni a la sombra, parecía pasar otra voz extraña, otra voz como venida de un cuerpo interior, el cuerpo de un eterno dolor y rencor. Una voz que desdibujaba el rostro de la actriz, como un reflejo de pronto perturbado, una piedra lanzada al agua que hiciese aparecer, superpuesto a su rostro, otro rostro. Y recordé otro momento de la película, uno en el que Bérénice está sentada en la hierba con un libro (su libro, su historia, esa que se le repite incesante en la memoria, si pensamos que esta es una película de fantasmas) y en la mitad derecha de la imagen aparecen Antiochus y otro personaje hablando, somo si estuviesen en sobreimpresión, hasta que un chorro de agua viene a desdibujar esa imagen y comprendemos que lo que estábamos viendo era un reflejo o una proyección sobre un cristal, o no sé qué extraña magia artesanal. Y pensé que la voz de la actriz, que todas las voces, eran en realidad como ese chorro de agua que de pronto puede desdibujar un cuerpo, que la voz era el agua del cuerpo, lo líquido que fluye por los cauces del verso, lo líquido que refleja la luz, y cambia, y no se puede fijar, lo líquido que sale del cuerpo y se aleja y tiene su vida propia y ya no volverá. 

(Bérénice, Raúl Ruiz)

domingo, 20 de julio de 2025

otro principio de incertidumbre


Una mujer, Charlotte, está leyendo un libro de Balzac. El libro, lo sabemos, es la lectura habitual y nocturna de Otto, un gran amigo de Eduard, el marido de Charlotte. Otto, lo sabemos, nos lo han dicho algunas palabras, pero sobre todo sus miradas, ama a Charlotte. Charlotte, pensamos, también ama a Otto, pero sus sentimientos son menos claros. En cualquier caso, al tener ese libro entre las manos, al estar leyéndolo, Charlotte, de algún modo, está mirando a Otto. Luego, Charlotte levanta la vista del libro y mira frente a ella. 

La mirada de Charlotte nos lleva a Ottilie. Es la sobrina de Charlotte. Eduard, el marido de Charlotte, se ha enamorado de ella y ella también se ha enamorado de Eduard. A estas alturas, ya todos lo saben. Ottilie está sentada en el suelo, recogida sobre sí misma, y escucha música. La música, claro, ya estaba ahí en el plano anterior, el de Charlotte. La música, como la habitación, es un espacio compartido. Están al mismo tiempo juntas y separadas en la música, juntas y separadas en la casa. Luego, Ottilie se mueve. Coge unos papeles que hay frente a ella y los mira. 

Su mirada nos lleva a esos papeles y entonces su mano pasa una página. Leemos el título: Danza de la muerte, de Strindberg. Todavía no lo sabemos pero, en realidad, al mirar ese texto, Ottilie está mirando a Charlotte, que pronto empezará a ensayar esa obra para interpretarla en el teatro. El plano siguiente, de hecho, será ya un ensayo. Cada plano va trayendo al siguiente, como si los planos se diesen la mano en una farandola. En un primer momento, lo que la danza de los planos parecía ir encadenando era a los cuatro personajes entre sí, entrelazándolos con miradas, palabras, escuchas, acciones, caricias y heridas. A estas alturas de la película, sin embargo, ha empezado una sucesión de elipsis que va acumulando giros de guion y de sentimientos. La danza de los planos se convierte en una danza de los tiempos, una inesperada aceleración en la que cada plano puede ser un salto a un tiempo nuevo, a una repentina complicación. Y esa danza nueva está a punto de transformarse, como anuncia el título de Strindberg, de danza del amor en danza de la muerte. 

Esta aceleración de la historia, pensé, me recuerda a esos momentos en los que estoy leyendo los últimos capítulos de una novela larga y desbordante, llena de giros, una novela como las de Balzac, como la que Charlotte tiene entre manos. A veces no sé si es la novela la que, al acercarse al desenlace, se va acelerando, o si es mi lectura la que, ávida por saber lo que va a pasar, se acelera, perdiendo un poco la música de las palabras por el ansia de los hechos. No quiero que la historia termine, no quiero dejar ese mundo y esos personajes a los que me he acostumbrado, con los que he pasado horas y horas, pero, al mismo tiempo, me doy una prisa un poco despiadada por conocer su final, por precipitarlos al último acto de su drama o de su felicidad. 

Pensé, también, que a veces esas películas que se llenan de giros se me vuelven monótonas y que, otras veces, me encandilan en la primera visión pero, al volver a verlas, siento que se desvanece parte del encanto, que el encanto venía de la incertidumbre un poco folletinesca de lo que va a pasar, un encanto que se perdía al no haber ya incertidumbre. Pensé: ¿me pasará con esta película? ¿O, al contrario, perdida la incertidumbre, me dejaré llevar con más gusto por la música de los planos, de las miradas y de los gestos? ¿Acaso no hay en la película un tiempo para cada sentimiento, una igualdad entre las palabras y los silencios, entre lo que avanza y lo que se detiene, lo visible y lo escondido, que la preservará del desencanto? 

Hay, también, algo más que baila con la historia y con los sentimientos: la luz. O, más bien, las luces y las sombras. De eso quería hablar al sentarme a escribir y, sin embargo, acabé dando todo este rodeo. Mirad de nuevo los dos fotogramas de la chica que escucha música. El disco se refleja en la tapa del tocadiscos, que está abierta. Además, la luz, no sé si al reflejarse en el disco, crea otra forma en la pared. Y esa forma, así como el reflejo del disco en la tapa del tocadiscos, aunque no lo podáis ver en estos fotogramas, se mueve, gira. Y hay, también, la luz en el rostro de ella cuando se inclina sobre los papeles. Hay momentos en la película en los que, aunque sepamos que la luz viene de una fuente externa y se refleja en el rostro de Ottilie, sentimos, sin embargo, irracionalmente, que la luz surge de ella. Hay, en particular, una larga escena, hermosa, de una tirada de tarot. En esa escena la luz, la intensidad de las miradas y la música convierten en destino lo que podría haber sido un juego. Otras veces es la sombra de un cuerpo pasando sobre otro el que nos cuenta parte de la historia. En esta película hay sombras que preceden a los cuerpos, sombras que los siguen y sombras que son el cuerpo todo, en ausencia. 

Hay. también, luces y sombras que parecen dibujar sobre el plano, sobre el mundo real de cuerpos y espacios, otro plano posible, otro espacio de luces y de sombras que desdibuja el mundo real y lo llena de presentimientos, de algo más, algo que podría ser interior a los personajes pero que los propios personajes no acaban de conocer del todo. O, al contrario, algo que siempre será externo a ellos, algo que existe en paralelo, presente e invisible. Como escribió Lezama Lima y muchas han citado: la luz, primer animal visible de lo invisible. Pensé: aunque al volverla a ver se haya agotado la incertidumbre de lo narrado, ¿no quedará la incertidumbre irresoluble de la luz, la incertidumbre de lo invisible visible? 

(Tarot, Rudolf Thome)

martes, 8 de julio de 2025

un brindis



Vamos a ver si consigo describirlo. Es uno de esos momentos que en la película apenas duran un instante pero que al intentar contarlos con palabras parecen complicados. Un momento, también, que no se puede evocar del todo en cuatro fotogramas. Un momento en el que cada fotograma cuenta. Esta es, diría, una de esas película en las que uno se alegra de que haya veinticuatro fotogramas por segundo.

Hay un hombre y una mujer. Están cenando y hablando del amor y del sexo. Hay una broma sobre una ducha fría que tendrían que tomar los dos juntos por la mañana. Entonces el hombre levanta su copa, proponiendo un brindis. La mujer coge su copa también. Primero la coge con la mano derecha y por el cuerpo, como él. Pero luego la coge con la mano izquierda, brevemente, para bajar su mano derecha y cogerla por el tallo, que debe de ser la mejor manera de brindar, la correcta o la elegante. Entonces, sin cambiar de plano, los dedos de la mano derecha de él, en primer término, sin que intervenga la mano izquierda, bajan para coger también la copa por el tallo. Y brindan. Y beben. Y sonríen. 

La película es, entre otras cosas, una fábula. Es, también, un juego que se permite tantear varios géneros y que tiene hasta una secuencia de karate. Eso, digamos, es la línea general, es algo que os podría contar yo en unas cuantas frases si nos encontrásemos por la calle. Y que os podría convencer, creo, de que esta es una película bastante simpática. Pero la película está también, y eso no os lo podría resumir, llena de detalles como los de estas copas cogidas por el talle. 

Con ese gesto sutil, ella ha reaccionado a una propuesta de él pero al mismo tiempo la ha corregido y le ha enseñado algo a él: para brindar, la copa se coge por el tallo. Y él, sin decir nada, sin que hayan aparecido siquiera sus ojos en plano, ha visto lo que ella le ha enseñado, lo ha asimilado, y ha bajado los dedos al tallo. Que el protagonista aprende algo de las siete mujeres con las que se encuentra es obvio. Con eso tendrá que ver, además, la resolución de la fábula. Pero lo que le da la vida a la película son momentos como este, los detalles que mantienen alerta nuestra atención y que, al mismo tiempo, nos están contando también la historia. 

En el fondo, los personajes también se mantienen alerta los unos respecto a los otros, leyéndose, enseñándose, aprendiendo. Nuestra atención, el placer que sentimos al fijarnos en los detalles, que pueden ser acciones, gestos o palabras, pero también una mirada que dura de más y que hace adivinar un sentimiento, nos hace ir en paralelo con la atención y el placer que sienten los personajes al vivir su historia. De ahí la sensación cordial, casi familiar, de la película. De alguna manera, a través de esa atención, la película nos acoge como una familia momentánea, como las siete mujeres acogen al protagonista.

Hay una primera simpatía de la película que tiene que ver con su línea general, con su tono de fábula y con sus audacias evidentes, al atreverse a tratar de temas serios y del mundo del dinero con ligereza. Pero hay, creo, una simpatía más profunda que nace de los detalles o, más bien, del equilibrio entre la audacia de la línea general y la atención a los detalles. Vemos a alguien arriesgarse y, al mismo tiempo, no perder la elegancia de disfrutar del camino. La lágrima final de un banquero no anula la emoción al mismo tiempo triste y feliz de Ati, la chica de pelo rizado, que hemos visto justo antes. La película contiene ambas, la lágrima cómica y la emoción sincera. La película, a esas alturas, ya se ha ganado nuestra confianza, nuestras ganas de que dé una voltereta más, de que pueda con todo y que, al mismo tiempo, todo parezca apenas un juego. 

(Sieben frauen, Rudolf Thome)

viernes, 2 de mayo de 2025

con el ruido

Ahí, en segundo término, hay un niño que grita. Anima a un hombre que intenta cruzar un puente. El hombre tiene un pie herido desde hace un tiempo. Estando en el baño, se le clavó una horquilla. Un accidente menor. Un incidente veraniego. El hombre cada día camina un poco con su pie herido. Hace cada día un trayecto más largo o más complicado. Lo hace un poco como técnica de rehabilitación, un poco como juego que comparte con dos niños y con esa mujer a la que también vemos en el plano, la propietaria de la horquilla que se le clavó en el pie. Ese juego es una de las cosas que ritman los días, algo a lo que ser fiel, una de esas costumbres de las vacaciones de verano que durante un tiempo parecen indispensables y de las que con el otoño ya sólo quedará, como mucho, el recuerdo.

El niño le grita al hombre. Por momentos lo hace como un hincha y por momentos lo hace como un comentarista deportivo. En cierto momento, comenta los nervios de la mujer que también anima al hombre. Al niño no se le escapa nada y además dice en voz alta lo que los otros preferirían mantener en secreto. Hay algo así en la película: cada personaje está siempre bajo la mirada de otros personajes y todo lo que hacen no tarda en convertirse en objeto de comentario. Nadie escapa. Los personajes, además, son un poco como esos hinchas deportivos que tienen mil opiniones sobre cómo deberían de jugar los otros, qué tácticas deberían de seguir, cuales son sus puntos fuertes y sus flaquezas. Tienen tendencia a ser expertos en vidas ajenas. 

Al oír los gritos de ánimo del niño, podemos pensar que es al mismo tiempo un apoyo y una presión para el hombre que cruza el puente. ¿No es siempre es un poco ambiguo el papel de los hinchas? ¿No es también un poco ambigua la tendencia a ocuparse de las vidas ajenas que tienen los personajes de esta película? Al mismo tiempo ayuda y obstáculo, solidaridad de grupo e imposibilidad de pensar y actuar a solas, con intimidad. 

En esta película hay mucho ruido. Gritos, canciones, ronquidos, quejas... Al poco de empezar, en la segunda secuencia, un grupo de excursionistas se ha instalado en el piso de abajo de un balneario. En el piso de arriba, el hombre que se va a herir el pie y otro huésped, un profesor con tendencia a la queja, comentan. El primero dice: qué grupo más alegre. El otro responde: ¿Eso te suena alegre? Para mí no es nada más que ruido. Y luego sigue, quejándose de lo poco respetuosos que son los grupos de excursionistas en general, que además de hacer ruido lo acaparan todo, incluidos a los masajistas. 

El ruido, pues, puede ser al mismo tiempo alegría y molestia. Más tarde, cuando los niños no puedan dormir por los ronquidos de su abuelo y del profesor, animarán a su abuelo a roncar más fuerte que el profesor, convirtiendo esos ronquidos en competición. Puestos a no dormir, mejor ver la cara alegre de la situación, mejor convertir la molestia en diversión. 

Así, la película avanza de eco en eco. Las situaciones, las bromas y los días parecen repetirse y son, sin embargo, diferentes. Es el tiempo de las vacaciones, que es excepcional, fuera de las rutinas del resto del año, y que, sin embargo, crea sus propias rutinas. Pero para un personaje el tiempo avanza de otra manera. Busca romper con su vida en la ciudad y no tiene lugar al que regresar. Algo sucede en su silencio. Algo que nadie oye. Algo que los niños están a punto de adivinar pero que, en el fondo, no pueden comprender. Algo que, por lo tanto, no pueden comentar, no pueden hacer visible a voz en grito. La película, de ruido en ruido, de día de verano en día de verano, llega a la soledad, al otoño, se desvanece en el silencio. Pero el silencio llega tarde. 

(Kanzashi, Hiroshi Shimizu)

domingo, 27 de abril de 2025

ver venir


Ahí, en la esquina del puente sobre el río, se separan cada mañana el padre y el hijo. El padre va a trabajar. El hijo va al colegio. El padre es ese hombre que mira al niño que se aleja. El hijo es ese niño con una bolsa en bandolera y la cabeza gacha. El niño se va al colegio con su pena, una pena que el padre ve y reconoce pero que no puede alcanzar. La madre del niño, hace unos meses, murió. El padre se ha vuelto a casar. La madrastra es buena. En esta película, todo el mundo es bueno o, al menos, bienintencionado. Y, sin embargo, al niño no se le acaba la pena. Algo bifurca entre él y los demás, como esa esquina del puente en la que cada mañana, por unas horas, se aleja de su padre para ir a ese otro mundo suyo, el colegio. 

El colegio y el trabajo. Separarse y reencontrarse. De eso están hechos los días de los personajes. El niño, además, tiene una paloma mensajera. La deja volar cada día, pero siempre acaba volviendo a casa. Esa paloma, lo sabremos luego, fue un regalo de su madre. La paloma vuela por el cielo junto con otras palomas, hasta volverse irreconocible en la lejanía, pero luego vuelve, se acerca de nuevo, única, individual. Con ella, cada día, el recuerdo de la madre se aleja y regresa. Verla irse. Arriesgarse a perderla. Confiar. Verla venir. Reencontrarse. 

Hay, también, otros acercamientos y otras distancias, que no son los que se repiten cada día. Movimientos lentos, que pueden llevar días, semanas, meses. Que a veces se truncan y se quedan en promesas perdidas. Esta película es, en realidad, la historia de uno de esos acercamientos lentos, dudosos, con sus pasos hacia delante y sus pasos hacia detrás. La emoción, en el cine, a menudo tiene que ver con eso: acercarse o alejarse. Cuerpos y corazones que, en los tiempos breves de un plano o de una secuencia, o en el tiempo largo de toda una película, se acercan o se alejan.

Esta película es la historia de un acercamiento y de una palabra que tiene que ser dicha. El final se ve venir. Más allá de los detalles (pero el cine nunca está más allá de los detalles), no podría haber otro final. Lo sabemos desde el principio. Lo hermoso es que, precisamente, vemos venir ese final, pero sin poder apresurarlo. Esta es una película sobre el meter prisa. Los personajes, repetidas veces, intentan forzar el ritmo de los sentimientos ajenos. Pero los sentimientos necesitan su tiempo. Y no es que el tiempo de los sentimientos sea necesariamente la lentitud, sino una mezcla de lentitud y velocidad, la lenta maduración de una palabra rápida, de un gesto veloz. Porque en esta historia, para que las cosas sucedan, para que el padre y la madrastra se conozcan, para que el niño y la madrastra ya no puedan separarse, hace falta paciencia, pero también hace falta una cierta brusquedad, un empujón oportuno. 

La película ve venir. No es tan fácil el ver venir. Hay que tener sentido del ritmo. Dejar que duren unas situaciones, hacer desaparecer otras en una elipsis. Saber cuándo son necesarias las repeticiones (de lugares, de ideas, de movimientos de cámara) y las insistencias (esta, ya lo he dicho, es una película sobre los riesgos y virtudes de la insistencia, y hay secuencias que no se cortan insistiendo, dando una y otra vez en el mismo clavo). Hay que saber, también, sorprender. Hay, por ejemplo, un momento en que el niño juega al escondite con la presencia imaginaria de su madrastra. El momento es tan bello e inesperado que casi olvidamos el resto de la historia y en qué película estamos. Por un momento, nos parece que podría pasar cualquier cosa. Pero, al poco, caemos de nuevo en el problema central, en el escondite real entre el niño y la madrastra. Hay, también, una secuencia con una violencia inesperada: la rabia del niño contra su hermanastra cuando esta ha dejado escapar a su paloma mensajera. El niño se abalanza sobre ella y la golpea sin parar. Y en esa secuencia hay, sobre todo, la reacción sorprendente de la madrastra, que se tapa los oídos, incapaz de reaccionar, incapaz de mover un dedo para separar al niño y la niña. Es uno de esos momentos que se le clavan a uno con su verdad, con la sensación de no haber visto eso antes en una película. No así. 

Vemos venir el final, sí, y la película es la historia de ese movimiento, de ese acercamiento entre el niño y la madrastra. Es, en cierto modo, la historia de una línea recta. El descubrimiento de todas las curvas, dudas y posibles rupturas que hay en toda línea recta si la miramos de cerca. Y es, también, la historia de un alejamiento. Para acercarse a su madrastra, el niño tiene que alejarse, al menos un poco, del recuerdo de su madre muerta. Vemos venir ese alejamiento, sentimos que no podría ser de otra manera, está entretejido de gestos y símbolos que podrían ser obvios (la foto de la madre, la paloma mensajera) y, sin embargo, nos emociona. Quizás sea porque reconocemos ahí una verdad. Quizás sea porque esa verdad llega, por momentos lenta, por momentos rápida, a su ritmo. Quizás en el cine la verdad de las cosas sea, ante todo, la verdad de su ritmo. 

(Imagen de una madre, Hiroshi Shimizu, 1959)