lunes, 17 de noviembre de 2025

relevos

Unos niños trabajan en un campo. Por el fondo viene otro niño. Ya lo hemos visto en los planos anteriores. Viene gritando que otro niño, Minoru, se ha escapado. Lo vuelve a gritar al llegar al fondo de este plano. Luego, sigue corriendo. Entonces, uno de los niños que estaba trabajando se gira hacia cámara y, a su vez, grita: ¡Minoru se ha escapado! A menudo sucede esto en la película: niños que se dan el relevo gritando que otro niño se ha escapado. Estamos en un reformatorio para niños y niñas "problemáticos". Un reformatorio en el cual la puerta siempre está abierta pero en el que, si te escapas, te persiguen y te traen de vuelta. Un lugar al mismo tiempo abierto y cerrado. Se podría decir que todo en la película tiene esta ambivalencia entre lo abierto y lo cerrado. Los trabajadores del lugar, adultos, viven siempre en ese filo, o en esa ambivalencia que nunca podrán resolver del todo y que a veces les hace perder. También hay esa ambivalencia en los gritos de los niños, en la delación de aquellos que se escapan. Hay en la película delaciones que son mentira, malévolas, y delaciones que son verdad, hechas con buena intención, pero incluso en esas hay una ambigüedad. En la película se dice que los niños que se fugan han actuado mal pero, al mismo tiempo, es a ellos a quienes la película acompaña, a quienes la película, en ese momento, ama. Esta es una película sobre fortalecerse y disciplinarse que siempre reconoce lo humano de la debilidad. En la película los personajes se van dando el relevo, ocupando por un tiempo el centro de la película, como estos chicos que gritan ocupan por un momento el centro del plano. Y cuando un personaje ocupa el centro de la película es porque se encuentra en un momento de debilidad, pero también en un momento de verdad íntima. La película no tiene protagonista, va pasando de unos a otros, aunque en lo esencial hay unos pocos chicos y chicas a los que siempre se acaba volviendo, pero alternando entre ellos y dejando, además, que algunos que parecían secundarios vayan volviéndose esenciales. Esos pocos niños y niñas son un mundo y sentimos que el círculo podría seguir ampliándose, que otros podrían tomar el relevo y volverse, por un tiempo, el corazón de la película. Ese darse el relevo, esa exigencia, que quizás se hermana con el trabajo de los educadores, que no deben dejar a nadie de lado, que siempre tienen un nuevo problema por venir, se puede ver también en el final de algunas secuencias, en los fundidos a negro que empiezan en pleno detalle hermoso, antes de que la secuencia haya terminado del todo, como si lo importante siempre fuese lo siguiente, como si, en esta película que sabe filmar el aire, no hubiese, sin embargo, lugar ni tiempo para el reposo. Las secuencias se van dando el relevo y cada secuencia es un problema nuevo. La vida es, por lo tanto, una sucesión de problemas que se van dando el relevo. Este trabajo no se acabará nunca, dice un personaje, ni en esta vida, ni quizás en la próxima. Hay, aún así, un momento en el que un problema parece alcanzar una solución definitiva. En el reformatorio falta agua y los educadores deciden que ellos y los niños trabajarán con pico y pala para canalizar el agua de un lago que se encuentra a dos kilómetros. Esforzarse en un trabajo que quedará y cuyo resultado, visible cada día, será el bien común. De nuevo el trabajo colectivo, como en la vigilancia de los que se escapan, y de nuevo el grito a cámara, cuando al fin han logrado su propósito y el agua corre por el canal. El agua corre y los niños corren por el agua, haciéndola salpicar y brillar, cuando uno de los niños cae, otro salta por encima, al igual que, a lo largo de la película, cuando una secuencia terminaba otro niño saltaba por encima y se volvía el protagonista de la escena siguiente. Un trabajo por el bien común, dije, pero, en realidad, no llegaremos a ver ese bien común, ese objetivo práctico, sino que la historia del canal terminará, una vez más, con un fundido a negro en plena carrera infantil por el agua, en plena salpicadura. Después tendremos una secuencia de algo parecido a una graduación, en la cual los niños y niñas que han ido siendo esenciales en la película dan cada uno un discurso sobre sus flaquezas anteriores, sus propósito al volver al mundo exterior y una inspiración en verso. Es una secuencia al mismo tiempo militarizada y emocionante. Queremos y no queremos lo que les pasa. Los chicos vuelven a ser "normales". Es el triunfo de la autodisciplina. Tras los discursos, los niños y niñas tocan juntos la campana del reformatorio. La película podría terminar ahí, con un símbolo evidente, en ese tañer la campana al alimón. Pero no lo hace. Termina con la partida, con las despedidas, manos que se agitan, el grupo que se aleja. Y, finalmente, un plano en el cual la cámara se aleja, fija la mirada en la torre, en la colina del reformatorio, en ese lugar que durante un tiempo fue un hogar y, a su manera, un refugio, una seguridad, un mundo completo. La película termina con una mirada hacia lo que se deja atrás, poniéndose una vez más, a pesar de todo, del lado de la tristeza, del lado de los que sienten que algo, en su corazón, falla. Antes no había huida posible, ahora no hay regreso posible. A los que se alejan, otras historias les esperan. A los que se quedan, nuevos niños, nuevas dudas, día tras día, vida tras vida. 

(Mikaheri no Tou, Hiroshi Shimizu)

viernes, 14 de noviembre de 2025

un latido

Al principio del plano vemos las palas de una planta de tratamiento de aguas, girando con su movimiento regular, con su mezcla de oscuridad y de luz, de negro y de blanco. Detrás de las palas, dos hombres se apresuran, uno con abrigo más oscuro, otro con un abrigo más claro. Estos dos hombres, en esta película, son siempre los cazadores, y esta es una película en la que no queremos que los cazadores alcancen a su presa. La cámara, en panorámica, acompaña el avance de los dos hombres y, al hacerlo, los pierde y descubre, en primer término, escondidos, a un hombre y una mujer. Ese hombre y esa mujer son, en este momento, la presa de los cazadores. La mujer está oculta tras el hombre y los dos saben que el peligro está a punto de alcanzarlos. La cámara los ha centrado y, al hacerlo, ha empezado a verse lo que hay a la izquierda del hombre y de la mujer. Allí se mueven, regulares, las sombras de las palas de la depuradora. Y allí aparece uno de los dos cazadores, no el del abrigo oscuro, que aparecía primero al inicio del plano, sino el segundo, el del abrigo claro. La cámara retrocede ligeramente mientras el cazador avanza, cada vez más cerca del hombre y de la mujer. Al cabo, el cazador sobrepasa a sus presas y está tan cerca de cámara que casi se sale de plano. Entonces se da la vuelta y, en el mismo instante, el hombre acechado se lanza sobre él y le golpea con una botella que tenía en la mano. Con el mismo impulso que toma para golpear, el hombre acechado avanza y sale de plano. Vemos entonces el rostro de la mujer, que a su vez se lanza fuera de plano. Entonces, el cazador del abrigo claro cae hacia el centro del plano, mientras por el fondo llega el cazador del abrigo más oscuro. 

Es un plano como hay muchos otros en la película. Empezamos por una cosa, la abandonamos, seguimos por otra, y entonces la segunda cosa y la primera se encuentran, y se vuelven a separar. Ese movimiento de los planos (movimiento de la cámara y movimiento de los cuerpos en el interior del plano) es como una respiración constante. O como un corazón que late, bombeando sangre. A veces es un latido rápido. Otras veces es un latido lento. Pero es incesante. A veces sucede con un plano prácticamente fijo y apenas dos rostros, los de dos hombres que apenas se mueven pero que, cuando lo hacen, y cuando con ellos cambia el foco, parece que pueda cambiar un destino. A veces el plano late entre lo no visto y lo visto, entre todo aquello que no se ve, figuras sin rostro o sombras, y un único rostro que sí se ve, abrumado o tenso.

Los personajes se mueven y la cámara se mueve, pero esos movimientos no coinciden del todo, porque el mundo desborda de cuerpos que se mueven y cámara sólo hay una, que se deja desbordar, que reajusta el encuadre con precisión pero sin alcanzar a controlarlo todo. Control y desborde. Perder a un personaje pero saber moverse, más lentamente que el personaje, de tal manera que se acaba por recuperarlo, como si hubiese una sabiduría sobre el circuito inevitable que ese cuerpos acabarán por recorrer. Cuerpos previsibles pero no por ello menos emocionantes, al contrario, emocionantes porque previsibles, encerrados, abocados a, finalmente, caer, inmóviles.

Y en medio de todo ese movimiento, en este plano, los dientes del hombre acechado. Muerde el cuello de su abrigo. Muerde como quien aguanta un gran dolor. ¿Miedo? ¿Aferrarse a la vida?  ¿Será para no gritar? La mujer, lo veremos en un instante, también se cubre la boca, aún en ese entorno ruidoso de las palas de la depuradora. Quizás no lo hace para ahogar un grito que el cazador no podría oír, sino para ahogar un grito que ella y el hombre que la protege podrían oír. Quizás la mujer se tapa la boca no por miedo, sino por miedo al miedo, a la impotencia definitiva y paralizadora del miedo. En cualquier caso, ese gesto del hombre, el morderse el cuello del abrigo, llena de una extraña verdad el plano, una verdad del miedo, una sensación física, tensa, más allá de lo racional, y llena al personaje de toda su fragilidad y de todo su deseo de seguir, de no morir. Una verdad sobre la cual la cámara no se detiene, porque no hay tiempo, porque lo terrible, lo que tanto asusta, es precisamente que no hay tiempo, que el movimiento del mundo no se detiene, pero ese morder el cuello del abrigo, a pesar de todo, está ahí, apenas un instante, apenas un latido, breve, y sin embargo eso es la vida, un latido, y otro, y otros.

(Gohiki no shinshi, Hideo Gosha)