Unos niños trabajan en un campo. Por el fondo viene otro niño. Ya lo hemos visto en los planos anteriores. Viene gritando que otro niño, Minoru, se ha escapado. Lo vuelve a gritar al llegar al fondo de este plano. Luego, sigue corriendo. Entonces, uno de los niños que estaba trabajando se gira hacia cámara y, a su vez, grita: ¡Minoru se ha escapado! A menudo sucede esto en la película: niños que se dan el relevo gritando que otro niño se ha escapado. Estamos en un reformatorio para niños y niñas "problemáticos". Un reformatorio en el cual la puerta siempre está abierta pero en el que, si te escapas, te persiguen y te traen de vuelta. Un lugar al mismo tiempo abierto y cerrado. Se podría decir que todo en la película tiene esta ambivalencia entre lo abierto y lo cerrado. Los trabajadores del lugar, adultos, viven siempre en ese filo, o en esa ambivalencia que nunca podrán resolver del todo y que a veces les hace perder. También hay esa ambivalencia en los gritos de los niños, en la delación de aquellos que se escapan. Hay en la película delaciones que son mentira, malévolas, y delaciones que son verdad, hechas con buena intención, pero incluso en esas hay una ambigüedad. En la película se dice que los niños que se fugan han actuado mal pero, al mismo tiempo, es a ellos a quienes la película acompaña, a quienes la película, en ese momento, ama. Esta es una película sobre fortalecerse y disciplinarse que siempre reconoce lo humano de la debilidad. En la película los personajes se van dando el relevo, ocupando por un tiempo el centro de la película, como estos chicos que gritan ocupan por un momento el centro del plano. Y cuando un personaje ocupa el centro de la película es porque se encuentra en un momento de debilidad, pero también en un momento de verdad íntima. La película no tiene protagonista, va pasando de unos a otros, aunque en lo esencial hay unos pocos chicos y chicas a los que siempre se acaba volviendo, pero alternando entre ellos y dejando, además, que algunos que parecían secundarios vayan volviéndose esenciales. Esos pocos niños y niñas son un mundo y sentimos que el círculo podría seguir ampliándose, que otros podrían tomar el relevo y volverse, por un tiempo, el corazón de la película. Ese darse el relevo, esa exigencia, que quizás se hermana con el trabajo de los educadores, que no deben dejar a nadie de lado, que siempre tienen un nuevo problema por venir, se puede ver también en el final de algunas secuencias, en los fundidos a negro que empiezan en pleno detalle hermoso, antes de que la secuencia haya terminado del todo, como si lo importante siempre fuese lo siguiente, como si, en esta película que sabe filmar el aire, no hubiese, sin embargo, lugar ni tiempo para el reposo. Las secuencias se van dando el relevo y cada secuencia es un problema nuevo. La vida es, por lo tanto, una sucesión de problemas que se van dando el relevo. Este trabajo no se acabará nunca, dice un personaje, ni en esta vida, ni quizás en la próxima. Hay, aún así, un momento en el que un problema parece alcanzar una solución definitiva. En el reformatorio falta agua y los educadores deciden que ellos y los niños trabajarán con pico y pala para canalizar el agua de un lago que se encuentra a dos kilómetros. Esforzarse en un trabajo que quedará y cuyo resultado, visible cada día, será el bien común. De nuevo el trabajo colectivo, como en la vigilancia de los que se escapan, y de nuevo el grito a cámara, cuando al fin han logrado su propósito y el agua corre por el canal. El agua corre y los niños corren por el agua, haciéndola salpicar y brillar, cuando uno de los niños cae, otro salta por encima, al igual que, a lo largo de la película, cuando una secuencia terminaba otro niño saltaba por encima y se volvía el protagonista de la escena siguiente. Un trabajo por el bien común, dije, pero, en realidad, no llegaremos a ver ese bien común, ese objetivo práctico, sino que la historia del canal terminará, una vez más, con un fundido a negro en plena carrera infantil por el agua, en plena salpicadura. Después tendremos una secuencia de algo parecido a una graduación, en la cual los niños y niñas que han ido siendo esenciales en la película dan cada uno un discurso sobre sus flaquezas anteriores, sus propósito al volver al mundo exterior y una inspiración en verso. Es una secuencia al mismo tiempo militarizada y emocionante. Queremos y no queremos lo que les pasa. Los chicos vuelven a ser "normales". Es el triunfo de la autodisciplina. Tras los discursos, los niños y niñas tocan juntos la campana del reformatorio. La película podría terminar ahí, con un símbolo evidente, en ese tañer la campana al alimón. Pero no lo hace. Termina con la partida, con las despedidas, manos que se agitan, el grupo que se aleja. Y, finalmente, un plano en el cual la cámara se aleja, fija la mirada en la torre, en la colina del reformatorio, en ese lugar que durante un tiempo fue un hogar y, a su manera, un refugio, una seguridad, un mundo completo. La película termina con una mirada hacia lo que se deja atrás, poniéndose una vez más, a pesar de todo, del lado de la tristeza, del lado de los que sienten que algo, en su corazón, falla. Antes no había huida posible, ahora no hay regreso posible. A los que se alejan, otras historias les esperan. A los que se quedan, nuevos niños, nuevas dudas, día tras día, vida tras vida.
(Mikaheri no Tou, Hiroshi Shimizu)