domingo, 18 de octubre de 2015

para qué sirven las bolsas

Bolsas de papel marrones, de esas que si las dejas en el suelo se mantienen en pie.
Por su forma nada se adivina, no se van de la lengua, guardan el secreto de lo que contienen.
En una bolsa de esas puede haber, y no lo hay, de todo.
Y si te la pones en la cabeza lo que está dentro eres tú y es una máscara.
Y si metes la mano, y si metes el pie, ¿quién te dice que dentro no hay una serpiente, o una de esas trampas para ratones que te van a pillar los dedos?
Quién tuviera una bolsa de papel marrón...
Con una bolsa de esas puedes hacer muchas cosas.
Con veinte bolsas de esas puedes hacer veinte veces muchas cosas.
En un escenario con veinte bolsas de papel marrón una silbadora, silbando, hace veinte veces muchas cosas.
Pero las hace una a una.
Un cosa, tiempo, otra cosa, tiempo, otra cosa, tiempo...
Y las vemos una a una, igual de importantes cada una de las cosas, cada uno de los gestos.
Un mundo donde cada gesto es visto uno a uno es un mundo muy extraño, es un mundo en el que estamos atentos, muy atentos, todo el rato y eso es agradable, y eso es agotador.
Una cosa entre las cosas: de una bolsa de papel marrón puede salir una bolsa de plástico blanca muy aplanada que si soplas dentro coge volumen y si la acaricias un poco ya es como un ser vivo, una bolsa blanca de plástico revivida que con mucho cuidado vuelve entonces al interior de la bolsa de papel de marrón.
Con mucho cuidado, uno a uno, ningún gesto queda escondido detrás de otro y cada gesto, como cada bolsa, crea su propio suspense, y el suspense quizás sea una manera de darle al tiempo otra calidad, más intensa, sacar a cada segundo del anonimato del tiempo que corre.
Cuando digo gesto digo también: silbido.
¿Por qué hablar, por qué cantar, cuando se puede silbar?
Silbar una melodía es como trazar en el aire una línea que al instante se desvanece.
Es una cosa muy fina, es como música que caminase por un hilo, es música de funámbulo.
Con veinte bolsas de papel marrón y sus misterios y un silbido, basta para crear el miedo al vacío, el miedo a la caída.
El tiempo que dura el espectáculo es como un hilo a punto de romperse y que nunca se rompe. Como en Tati, tiene la gracia sorprendente del hombre que no se cae, sino que consigue mantenerse en pie.
También están las astucias del fuera de campo pero de lo que no se ve, pero se adivina, no hablaremos.
Sucede, por ahora, en Madrid.

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