viernes, 5 de julio de 2024

las florecillas de Antonio

Unas manos, unas florecillas, un refresco con pajita, el fondo claro de una barra de cafetería, y la luz sobre todo eso, la luz clara del día que se siente mejor al estar recortada por las sombras de la ventana. Este es uno de esos planos que así, aislados, no recuerdan la emoción que se siente al verlos en la película. Quizás emociona en relación al resto, por el contraste de su sencillez y claridad con la oscuridad que lo rodea. Es un plano aparentemente tan poca cosa como esas florecillas que ha cogido el chico. Pero unas florecillas que se ofrecen nunca son unas florecillas sin más, son un gesto en un mundo concreto, pueden decir más que mil rosas. Ese plano y esas florecillas cuentan todo un amor que intenta sobrevivir entre el asfalto y la violencia. Y lo cuentan, también, por su sencillez. 
Se podría pensar que en esta película de amor contrariado los enamorados están poco desarrollados pero, ¿cuál es realmente el lugar de ese amor contrariado en la película? ¿No es, más bien, una película sobre la violencia, sobre una violencia imparable, dura, sin esperanza, ciega hasta al amor más evidente? No una película sobre el amor rodeado por la violencia sino una película sobre la violencia en cuyo centro florece, frágil, un amor. Tony y Tye no necesitan desarrollo. Son la evidencia. La evidencia que nadie ve. Le evidencia condensada, clara, sin rodeos, como este plano con sus florecillas, que podría ser un plano de cine mudo, como toda la película podría ser, en realidad, una película de cine mudo, en sus momentos de oscuridad y en sus breves momentos luminosos. Entre los enamorados hay pocas palabras porque ya unas florecillas, un baile, el hecho improbable de que él encuentre el balcón de ella en la ciudad, una manera de tocarse en un lúgubre piso abandonado, lo cuentan todo. A la inocencia se llega por el camino más directo pero ese camino es difícil de encontrar, como es difícil fijarse en las florecillas entre el asfalto. Es un camino que hay que crear con los toques justos, es un arte de la condensación y de la velocidad, crear planos fugaces que, sin embargo, puedan contener en un instante la promesa de toda una vida, de todo un mundo diferente, más bello, más habitable. Momentos breves que sin embargo crean un vacío en el corazón de todos esos momentos más oscuros y violentos que los rodean, que hacen sentir la terrible nada que hay en la inacabable sucesión de provocaciones, venganzas y ajustes de cuentas. Todo eso pueden unas florecillas. Todo lo pueden, menos sobrevivir.  

(China Girl, Abel Ferrara)

la mirada ausente

Cuando uno dice que lee algo en una mirada, ¿dónde sucede eso que cree leer? ¿Es en los ojos (ahí, con los dos puntos blancos de luz) o es en otro lugar del rostro (la boca, los músculos, la inclinación)? De todas maneras, ¿se puede estar seguro de haber leído algo en una mirada? Las miradas hablan, sí, pero en un idioma que no podemos entender del todo, un idioma en el que siempre hay más de un sentido, un idioma que requeriría una infinita paciencia para descifrarlo, para desplegar sus posibilidades, si eso fuese posible, si las miradas no fuesen, por otra parte, algo tan cambiante, algo tan fugaz. 
Hay miradas, a veces, que parece perdidas hacia ninguna parte. Otras que parecen perdidas hacia dentro, un adentro que también es ninguna parte, un adentro que podemos imaginar como un paisaje desolado, como un lugar inmóvil. Nunca distingo bien una mirada perdida hacia afuera de una mirada perdida hacia adentro. Quizás no hay diferencia. Quizás lo que importa es que están perdidas, que ya no están en el ahí y ahora que las rodea, en lo cercano, sino que se han perdido en algo antiguo o eterno, algo que las sobrepasa. 
Abel Ferrara dijo, en alguna entrevista, que lo importante en el cine son lo ojos. En el teatro no ves los ojos. En el cine los ves y ahí es donde sucede lo que de veras importa. Se trata de ver los ojos. En los ojos están las conexiones, en los ojos están las emociones. Pero, diría yo, siempre hay, en las películas de Ferrara, momentos en los que esos ojos pierden la mirada, momentos en los que la mirada se vacía (ojos de vampiro de Christopher Walken, ojos doblemente mudos de Zoe Lund). ¿Es eso lo que busca? Las emociones, sí, el contacto, pero también ese momento en el que los ojos se vacían, ojos de un ya muerto, de un regresado de entre los muertos, que ha visto algo del otro lado (¿serán, de otra manera, como los ojos ciegos de los muertos vivientes de Fulci?). Con toda la agitación y la violencia de sus películas, quizás su centro esté ahí, en esas miradas vacías, en esa calma del centro del huracán (ese centro al que se llama "ojo"). 
En el centro de la fiesta 
está el vacío.
Pero en el centro del vacío 
hay otra fiesta.
Una fiesta a la que preferiríamos no estar invitados. 

(China Girl, Abel Ferrara. Y parte de un poema de Roberto Juarroz.)

lunes, 8 de abril de 2024

un animal con mil caras

Creo que no me dará tiempo a escribirlo bien pero quería apuntar:

Hay un hombre maduro y otro más joven. Los dos van de traje gris, camisa blanca, corbata negra. El hombre maduro parece, más o menos, tranquilo. El hombre joven parece, con su espalda un poco encorvada, su mirada por lo bajo, sus manos en el borde de la barra, incómodo. Y lo está. Tiene mucha gracia su manera de estar incómodo y de intentar disimularlo. Resulta que su jefe en la oficina, el hombre maduro, le ha llevado a un bar de Ginza. Al hombre maduro le traen allí los asuntos de un amigo, de los que ha prometido ocuparse, y nunca antes había estado en ese bar. El hombre joven, en cambio, es un habitual del bar, pero no quiere que su jefe lo sepa. La dueña del bar va a chinchar al hombre joven diciéndole que está muy raro, sin nada del desenfado que acostumbra a tener en ese bar. Ese pequeño mundo donde él es un joven  desenfadado que bebe y se divierte en un bar es un mundo en el que nunca debería de haber entrado el jefe. Vivimos mundos que, de alguna manera, esperamos que nunca se crucen, y en cada mundo tenemos una personalidad diferente. Quizás algunas de esas personalidades sean más auténticas que otras, quizás todas sean igual de auténticas, quizás seamos ese mosaico o esa figura geométrica con varias caras que nadie verá nunca completa. 

La historia del pobre empleado que no quiere que su jefe conozca su cara desenfadada no es para nada una historia central en la película. Es una de esas cosas que de pronto aparecen, que se van desarrollando puntualmente, que ni siquiera necesitan resolverse, y que parecen ser, simplemente, un contrapunto a otras historias más importantes. La historia principal es la del hombre maduro y el conflicto que tiene con su hija mayor, que quiere casarse con quien ella, y no su padre, decida. Pero el caso es que recordé esta escena del empleado un poco más adelante en la película, viendo y escuchando una escena de esa historia principal. En esa escena, la hija menor del hombre maduro le cuenta lo cariñosos que estaban la hija mayor y su novio mientras ella les ayudaba a hacer maletas, pues el novio se traslada a otra ciudad por motivos de trabajo. Ese cariño entre la hija mayor y el novio, esa ligereza, es algo que no vemos en la película (la única vez que la vemos a ella en casa del novio es en un momento de crisis), y es algo que el padre quizás nunca llegue a ver. Algo que, en cualquier caso, en lo que dura la película nunca ve. Porque hay caras de una hija que un padre nunca verá. La mirada del padre, como la mirada del jefe, excluye cierta ligereza, cierto desenfado, cierta libertad. 

En otro momento de la película, el hombre maduro va a una reunión de antiguos alumnos en la que beben y cantan canciones de tema guerrero y también canciones melancólicas. Y pensé que la manera de ser de esos hombres maduros entre ellos es algo que sus hijas, sus hijos y sus mujeres nunca verán. Pensé que había algo que recordaba a una reunión de viejos soldados, aunque no me quedó claro si lo fueron durante la guerra, poco más de una década antes. Son vulnerables de una manera que quizás sólo puede aparecer ahí, al calor del alcohol y del compañerismo. 

La mujer del hombre maduro, por su parte, también tiene sus momentos de soledad. En uno de ellos, escucha una representación teatral o musical (o las dos cosas) por la radio, mientras marca el ritmo con las manos. El marido llega y, como está enojado, apaga la radio, sin desear ver esa otra cara de su mujer. Más adelante, cuando por fin se ha resuelto el embrollo provocado por el orgullo del hombre, la mujer, sola, sentada, en una esquina del pasillo, llora aliviada. La historia ha ido avanzando sin que ella acabe de decir casi nunca lo que piensa y lo que siente, y ahora la vemos sola exteriorizar unos sentimientos que quizás disimularía si estuviese acompañada. La vemos como nunca la verá nadie, ni su marido ni su hijas. 

¡Cuántas cosas hay que el hombre maduro, por jefe, por padre, por marido, quizás nunca pueda conocer sobre aquellos que le rodean! ¿Y no hay también, ahora que lo pienso, cosas que de sí mismo nunca podrá conocer, imágenes de sí mismo que los otros ven y él no? ¿Acaso no somos un poliedro cuyas múltiples caras nunca nadie, ni nosotros mismos, podrá ver por completo? Pero la película, optimista, apunta a que quizás, más allá de su final, el padre alcanzará a ver la ligereza de su hija y la hija alcanzará a ver la vulnerabilidad de su padre. Nunca conoceremos todo pero, por eso mismo, seguimos aprendiendo. 

(Higanbana, Yasujiro Ozu)

viernes, 8 de marzo de 2024

una vela


Me quedé pensando en la vela. Es hacia el final de la película. Es de noche. Se va la luz. La hija enciende una vela y la lleva a la habitación de la madre. La deja sobre la mesilla. Se sienta en la cama junto a la madre. Intuimos que van a hablar como hace años que no hablan, como quizás nunca hayan hablado. Lo van a hacer a la luz de la vela, pensamos. La luz temblorosa y débil de la vela va a hacer posibles la intimidad y las confesiones. Pero vuelve la electricidad. Vuelve la luz de la bombilla, esa luz que todo lo desnuda y que todo lo aleja. Esa luz que nos deja al descubierto y que, por eso mismo, nos impide la confesión. Ahí, bajo esa luz, sobre la cama, quedan la hija y la madre. Y, sobre la mesilla, la vela. Una vela encendida en una habitación a oscuras es el centro del mundo. Su llama es frágil pero esencial. Una vela encendida en una habitación que ilumina una bombilla no es nada. Es como un amuleto que ha perdido toda su magia. Es algo pequeño y que apenas se ve. Una vela así encendida, en medio de una habitación iluminada por una bombilla, debe de sentir una gran melancolía o un gran desencanto y pensar: así, con esta luz, comprendo que mi llamita y yo no somos gran cosa. Nadie la apaga, además. La hija no se acuerda de soplarla, ahora que ya no sirve para nada. Porque la hija y la madre, a pesar de la luz de la bombilla, a pesar de su desnudez, hablan como hace años que no han hablado. Ahí, a plena luz, sin que el misterio de la oscuridad las ayude, hablan. Quizás se trata de eso. Quizás esa conversación no podría haber sucedido con la magia de la luz de la vela. Porque no es una conversación encantada, no es, creo, una conversación para re-encantar el mundo. Es una conversación para seguir viviendo a la luz de las bombillas, para seguir viviendo y queriéndose no en la ocasión excepcional y poética de la luz de la vela, sino bajo la luz de la bombilla, cotidiana y prosaica, con palabras que brillan y bailan como una llamita de vela que no es el centro del mundo y que, aún así, persiste en arder. 

(Los pequeños amores, Celia Rico Clavellino)

martes, 5 de marzo de 2024

a la vuelta de la esquina

No sé si veis algo. Probablemente no. Es un instante en pleno movimiento, una de esas cosas que no se reconocen bien detenidas así, en un fotograma. Es una caída. Al empezar el plano hemos visto al personaje, un joven, inmóvil en un túnel, junto a una bicicleta y a un hombre caído. El personaje ha mirado a los dos lados y luego ha cogido algo de la cesta de la bicicleta, un maletín, y lo ha usado para ponerlo como almohada bajo la cabeza del hombre caído. La sombra del chico al incorporarse tras ese gesto quizás gentil, quizás absurdo, se ha proyectado grande en la pared del túnel. Luego se ha subido en la bicicleta (o, dicho de otro modo, ha robado la bicicleta) y ha echado a rodar con ella. Por la alegría de rodar, aunque quizás la palabra justa no sea "alegría". Hasta ha hecho sonar el timbre, porque sí, por hacer sonar el timbre. La cámara se ha echado a rodar con el personaje y con la bicicleta. Lo ha hecho también, diría, por la alegría de moverse. Las líneas que se han ido cruzando entre el personaje y nosotros lo han hecho con un ritmo que se acomodaba muy bien con el timbre de la bicicleta y con la sombra del chico que crecía y decrecía en la pared del túnel. Y entonces, sin cambiar de plano, el chico ha dado la vuelta a la esquina y hemos descubierto que a la vuelta había un montón de cajas de cartón pero parece que él no las ha visto, o que las ha visto demasiado tarde, y ha chocado con ellas y se ha caído de la bicicleta. Y ya está, se acabó la bicicleta en esta película. En un plano nace y muere la historia posible de una bicicleta robada. De un hombre caído a otro hombre caído. La bicicleta desaparece pero lo que no sabemos todavía es que el primer hombre caído si va a tener su importancia en la película. No porque a partir de él se vaya a desarrollar una trama sino porque esa figura, con variaciones, va a ir reapareciendo en la película, se va a ir entrecruzando con los personajes principales. La película está llena de figuras así, que van reapareciendo. Esas figuras son un poco como esas líneas que se cruza el joven al avanzar con la bicicleta, o como el timbre que hace sonar, son como una percusión inesperada, un ritmo que poco a poco se va haciendo consciente. Cuando menos nos lo esperamos reaparecen. Nunca hay que pensar que ya hemos acabado con ellas, a la vuelta de la esquina pueden reaparecer y hacernos caer, como esas cajas de cartón a la vuelta del túnel. No hay que dar una figura por agotada y no hay que dar nunca un plano por agotado. A veces la cámara puede moverse y descubrirnos algo inesperado, otras veces los personajes usarán todo el espacio del plano, saliendo y reapareciendo por los lados, acercándose a la cámara y alejándose de ella (hay que verles cambiar una bombilla). Por momentos esa manera de ver hasta dónde puede un cuerpo usar un lugar, un plano o un objeto recuerda a una danza moderna, a un teatro sin palabras o incluso a un musical, un West Side Story lacónico (hay que ver los dos planos del encuentro entre unos "hombres de negro" y una batucada, es para no creerlo). Nunca sabemos qué más puede pasar en un plano y eso nos genera incertidumbre. Tampoco sabemos si una acción va a ser importante o no, la violencia aparece inesperada pero quien parecía muerto puede abrir los ojos como si allí no hubiera pasado nada. También va y viene una alergia, por ejemplo. O un perro puede aparecer y desaparecer en unas pocas secuencias y es raro lo emocionante que puede ser el plano en el que se lo llevan cuando apenas hemos visto al perro y además el plano es todo lo frío que un plano puede ser, pero de una frialdad que quizás dura un poco de más y que, en su diagonal, recuerda a imágenes de despedidas que en otras películas fueron desgarradoras, como si fuese un adiós en un andén. Pero luego no pasa nada más con esa emoción. A otra cosa. Todo es cambiante, imprevisible. En medio de todo eso hay un amor hecho de gestos y de casi ninguna palabra, un amor que siempre está acabando y empezando de nuevo, sin que sepamos muy bien qué lo hace acabar cada vez, como quizás pasa un poco en la vida pero no tan a menudo en las películas, como si los personajes tuviesen que probar una y otra vez a vivir de otra manera, a hacer otras cosas, como robar una bicicleta, dar golpes, intentar sacar un billete de avión o ir al fútbol, para acabar volviendo a la casilla del amor innombrado. Aunque hay algo que en esta película con tan pocas palabras sí se dice, cuando encuentran en las olas del mar un esqueleto que parece de mentira pero del que no sabemos si la película quiere que pensemos que es de verdad o de mentira (otra incertidumbre), y la chica echa a correr y cae en la arena, y dice: Todo acabará así. ¿Acabará todo así? Memento mori, podríamos pensar, pero hasta de la muerte hay incertidumbre. Entonces el chico le dice que está allí con ella y ella pregunta : ¿Aquí dónde es? Es tal la incertidumbre que hasta de la muerte pregunta si acabará así e incluso frente al chico ella se pregunta dónde está él, qué lugar es aquí. Ante la incertidumbre, se chocan, se tocan, se alejan, se vuelven a chocar. No sabemos si el final es algo más que un respiro, si algo de veras ha sido solucionado o si todo podría seguir en una especie de movimiento perpetuo, alegría del cine, ansiedad de la vida, si la película se termina porque al fin y al cabo todas las películas terminan o si la película no terminará nunca, porque nos deja suspendidos, porque hasta el final ha sabido resistir a la tentación de tener la última palabra.
(Barren Illusions, Kiyoshi Kurosawa)

sábado, 30 de diciembre de 2023

improvisemos

Fui piedra y perdí mi centro
y me arrojaron al mar
y a fuerza de mucho tiempo
mi centro vine a encontrar

Quizás no tenga mucho que escribir porque lo que me gustaría es decir. Lo que me gustaría es hablar y que de una cosa, de un detalle compartido, comentado, fuesen saliendo otras cosas, pero hoy no puede ser y entonces voy a escribir apenas una o dos cosas, una o dos pistas, como mi abuela, que apuntaba palabras clave de los chistes de Eugenio cuando este los contaba en la radio, para poder luego contármelos a mí, aunque en realidad después casi nunca conseguía reconstruir los chistes a partir de esas pocas palabras, de esas pocas pistas. 
Al principio de la película, el hijo acaba de llegar y el padre, en cambio, está sentado, lleva sentado un tiempo. El padre está fijo y el hijo se mueve. Se acerca y se aleja. Estos meses venía pensando que el cine, una parte del cine, es una cuestión de personas que se acercan y se alejan. Se podría decir que una película, a menudo, es eso: gente que se acerca, se aleja, se vuelve a acercar, se vuelve a alejar. Al igual que en la vida nos nos pasamos el tiempo acercándonos y alejándonos los unos de los otros, a veces chocando, a veces aferrándonos, a veces perdiéndonos para siempre, como si terminase una película. Y, en el cine, además, está la cámara, que también se acerca y se aleja, o de la que los personajes se acercan y se alejan. 
Escribo todo eso del alejarse y acercarse y en realidad en un primero momento lo que quería escribir era algo muy sencillo, algo que tiene que ver con el gusto, con mi gusto: recordé lo mucho que me gusta cuando un personaje habla en plano general. Preciso: cuando en un plano contraplano uno de los personajes (o los dos) está en plano general. Cuando habla como desde la distancia, a pesar de la distancia, a través de la distancia. Pero sin levantar la voz más de lo necesario. Lo suficiente para ser oído. Un ser humano, de pie, hablando a otro ser humano para ser oído, para ser escuchado y comprendido, Y, al mismo tiempo, sentir el espacio a su alrededor, sentir a ese ser parte del mundo, o quizás sentirlo pequeño, o simplemente esa cosa un poco asombrosa que es el tenerse en pie, el tenerse sobre dos patas. Y sentir la distancia que le separa de aquel a quien habla, distancia que por alguna razón mantiene. No lo sé. Recuerdo haber pensado algo así hace años, viendo una película de Dovjenko, Aerograd, viendo a dos viejos amigos hablándose en un bosque. 
Me pregunto si, en el caso de esta película, Bonjour la langue, no juega en mi emoción algo leído en los títulos de crédito al empezar: enteramente improvisada por Pascal Cervo y Paul Vecchiali. Podría no haber sabido que todo en la película está improvisado pero lo dice la película misma al empezar, ella misma decide que es algo que merece la pena ser sabido. Así que siento al actor, Pascal Cervo, en pie, en el espacio, improvisar su texto y sus idas y venidas, sus acercamientos y alejamientos, ante Paul Vecchiali, que intuyo que sabe más que él de la dirección que va a tomar esta historia. Pascal Cervo y su personaje se acercan y se alejan, habitan el espacio y el tiempo, no del todo seguros, en la desnudez de quienes improvisan. Un hijo vuelve a la casa de su padre, un actor viene a la historia de un cineasta. Ya están ahí, han dado el paso, ahora tienen que actuar, tienen que hablar. Lo que tiene que hacer el personaje y lo que tiene que hacer el actor por momentos se confunde, por momentos se separa. Cuando el personaje del hijo, casi al final, dice: me pides mucho, también podría ser el actor el que lo dice, y lo que le responde el padre podría ser también la respuesta del director. Lo que pide el director, en cierto modo, es tan vital y tan íntimo que es ya una cuestión familiar, aunque no sea una familia de sangre. 
Pero no era esto lo otro que quería escribir, aunque en parte sí, en parte tenía que ver con eso de la improvisación, de saber que se trata de una improvisación y de saber, también, que Pascal Cervo y Paul Vecchiali no son padre e hijo en la realidad (al contrario de lo improvisado en otra película de Vecchiali, Trous de mémoire). Porque aquello a lo que asistimos es a la improvisación de una memoria, de un pasado común. Ellos, con palabras, van inventando el pasado propio pero también el pasado del otro. Parte del juego de la improvisación es cómo se tiene en cuenta ese pasado que el otro inventa, como se asimila ese pasado inventado por el otro en lo que uno inventa a continuación. A veces los dos reconocen ese pasado que inventan pero otras veces uno de los dos no reconoce ese pasado. A veces uno de los dos lo niega. Otras veces uno rectifica detalles, sentimientos o interpretaciones. Da un poco de vértigo, sabiendo que están improvisando, oír cómo las palabras van creando ese pasado, van poblando el pasado con otra vida, con una ficción. Da un poco de vértigo porque intuimos que en realidad no está tan lejos de lo que hacemos a veces con el pasado que de veras hemos vivido, que de veras hemos compartido. Intuimos que también en la vida "real" vamos improvisando con palabras el recuerdo, lo vamos inventando o, al menos, reinventando. Dan vértigo las incoherencias momentáneas de lo que improvisan porque quizás tampoco nuestras vidas sean del todo coherentes, quizás nuestras vidas estén hechas también de historias que no encajan del todo. Y hay también algo que podría tener que ver con el lapsus, lo que es dicho sin querer, que aquí podría ser deberse a un ligero desfallecimiento de la imaginación de los actores (recordemos, están en la cuerda floja), a una ligera pérdida del personaje, pero quizás no, quizás es el personaje es que por un momento se pierde a sí mismo, dice lo que no quiere, al igual que por momentos también nosotros perdemos nuestro personaje, somos por un momento otro personaje o, simplemente, actores perdidos en un escenario o ante una cámara, actores frágiles que de pronto han perdido la identidad de su personaje y no saben si intentar recordar el personaje que eran o sobre la marcha inventarse otro. Y entonces, indefensos pero valientes, se arriesgan a hablar. Se arriesgan a las palabras. Se arriesgan a ser alguien. Se arriesgan, de nuevo, a inventar quiénes son. 
(Bonjour la langue, Paul Vecchiali)

martes, 3 de octubre de 2023

apuntes por si hablamos

¿Cuánto dura una película? ¿Minutos, horas, días? Es difícil saber. ¿Sabemos, acaso, cuánto duran una amistad, un amor, un olvido? ¿Sabemos cuánto dura una herida? La herida parece cerrada, olvidada, ni cicatriz dejó, y de pronto un día vuelve a doler y no sabemos si lamentar ese dolor que regresa o si alegrarnos al saber que aquello que fuimos todavía puede revivir, al saber que todavía recordamos, que todavía amamos. 

¿Cuánto dura Cerrar los ojos? No lo sé, la verdad. Han pasado dos días desde que la vi y todavía me parece que llega a mí desde lejos, lentamente, que todavía seguirá llegando y que es pronto para escribir. En realidad lo que me gustaría es hablar de ella con algún amigo, hablar con el desorden de una conversación, con un desorden que, creo, tiene que ver con la película, con todo lo que su juego de espejos y de dobles va sembrando, a veces de manera evidente, a veces de manera secreta. Si una película dura más allá de su final, más allá de los créditos y de las luces de la sala que se encienden, también es por eso, porque no podemos (y no queremos) resumirla, porque el sentido se sigue armando y desarmando en la memoria. 

La película llega a mí desde lejos y creo que eso también tiene que ver con su forma, la forma de un viaje. Tras la primera secuencia, nos encontramos con la Ciudad de la Imagen, más tarde con un plató de televisión, que son lugares inhóspitos, por no decir feos, rematadamente feos (y bien está que la cámara no los estetice, la cámara está ahí para ver, no para maquillar), fríos, inhumanos, como lo es, en menor medida, la cafetería del Museo del Prado, lugares inhumanos en los que, sin embargo, se cuela por momentos la humanidad, lo íntimo, con toda su fragilidad, como si esa fragilidad, en vez de ser vencida por la frialdad, pudiese abrir en ella una grieta, como si la desnudez del sentimiento pudiese desnudar la inhumanidad de un plató de televisión o de una cafetería impersonal. 

La película llega desde lejos, se va re-encantando poco a poco, se va alejando poco a poco de esa frialdad madrileña. Escribe un amigo que Erice, película a película, ha ido pasando de la poesía a la prosa, y creo que es cierto, y creo que ese paso a la prosa ha ido abriendo las películas (lo cual no es ni mejor ni peor, pero es un camino, es un movimiento), como si cada vez pudiesen entrar más en ellas lo cotidiano y lo banal. Cada vez entra más mundo. ¡Ahora hasta un plató de televisión puede entrar! Pero de lo prosaico vamos poco a poco viajando a algo que no sé si llamar poético, pero que en cualquier caso recupera el encanto, o el encantamiento. Y al encantamiento se viaja, parece ser, en autobús. 

La película llega desde lejos y pensé que se parece también a una convalecencia, un progresivo redescubrimiento de los sentidos, del gusto por vivir. En cierto momento, ya en la parte del asilo, cuando Miguel Garay se pregunta si su viejo amigo, a pesar de haber perdido la memoria, todavía tiene conciencia, pensé en los libros de Oliver Sacks, en las historias clínicas que cuenta (despertares... cerrar los ojos para despertar). No sé si poco antes, o poco después, el viejo amigo, antes Julio Arenas, ahora Gardel, dice, ante una foto que le enseña Garay y en la que se los ve a los dos de jóvenes, durante el servicio militar en la marina: ese no soy yo, y ese tampoco eres tú. Garay, como su amigo, está enfermo, o lo ha estado, y no lo sabía. ¿Quiere eso decir que Garay y su amigo son dos caras de la misma persona, como la estatua que abre y cierra la película, que supongo que representa al dios Jano? ¿O quiere simplemente decir que fueron amigos, que fueron el uno para el otro el amigo que define la identidad? Quizás no haya identidad posible en soledad, quizás toda identidad necesita de la mirada de otro, de un otro en particular. Pero aquí empiezan las asimetrías. ¿De quién necesita la mirada Julio Arenas? ¿De Garay, de su hija Ana, de la joven china que en la ficción fue a buscar? La película termina sin que tengamos respuesta y creo que esa es una de sus bellezas pero también una de las heridas que abre en el espectador, una de las heridas que la hacen durar en la memoria, no saber Garay ni Ana si la suya es la mirada que Arenas necesitaba para regresar de más allá del olvido, no saber Garay hasta qué punto él es esencial en aquel que en su vida es su otra cara, su otro yo esencial. La película está llena de simetrías pero en todas ellas acecha la amenaza de la asimetría, de la desigualdad. Las simetrías hacen que una película perdure en la memoria, las asimetrías hacen que no podamos dejar de pensar en ella. 

La película está llena de padres perdidos, de hijas perdidas, de hijos perdidos. El hijo perdido de Garay apenas nos es contado en cuatro secuencias, primero a través de una caricatura que dibujó, luego en la conversación con una antigua amante, finalmente con cuatro fotos de fotomatón (como cuatro fotogramas que desfilando no darían ni para un cuarto de segundo), una tira de fotomatón que viaja del olvido de una caja en un trastero (como la caja que Robert Mitchum recupera en The Lusty Men, como la caja que luego una monja le entrega a Garay, y en la que está la memoria pasada de Julio Arenas) a un corcho en el que Garay la pincha en su caravana. En ese plano, Garay vuelve a plantar allí, entre reproducciones de cuadros (si no recuerdo mal), una imagen de su propia vida. Es como si se hubiese refugiado en la cultura, en el recuerdo de la cultura, para olvidar lo que fue su vida, y en ese momento, al pinchar esa foto en el corcho, admitiese que la herida no se había cerrado, que no se podía cerrar así, negando la vida, ocultándola tras el recuerdo del arte, que el arte, si es para negar la vida, si es para volverse impersonal, si es para volverse amnésico aún sin haber perdido la memoria, no servía.

Garay, en cierto modo, se ha dedicado a vivir lo que imaginaba ser la vida en fuga de su amigo. Se fue al sur, junto al mar, dejó de ser el que era, cineasta y, sobre todo, escritor, dejó de tener contacto con gran parte de las amistades y amores del pasado que podían devolverle la imagen del que fue. Se fue a vivir en un puro presente de pesca, a vivir en un solar okupado (o eso entendí, y me hizo ilusión), con un perro, un huerto, traduciendo y escribiendo cuentos en vez de escribir novelas, pescando por las mañanas con un amigo de su edad, cenando por las noches y tocando la guitarra con un amigo joven y con la novia de este, embarazada, como si esa complicidad con el chico joven pudiese ocupar el lugar del hijo perdido, aunque en una película en la que tantas cosas se dicen, nunca se diga esto (una película muy hablada es un buen lugar para esconder lo que se prefiere no decir). Un vínculo que se vive quizás con la sabiduría de considerarlo simplemente tiempo presente, algo de paso, como lo es, inevitablemente, un solar okupado. Garay se ha refugiado en un presente perpetuo que niega el pasado y que no imagina un futuro, y supongo que así es como imaginaba la libertad de su amigo desaparecido, así es como ha soñado la vida de los piratas que adornan, si mal no recuerdo (y si recuerdo mal creo que tampoco importa), el baúl de sus recuerdos que encuentra en un trastero de Alcalá de Henares. El presente perpetuo quizás sea una forma de sabiduría, pero parece serlo a costa de una negación permanente. El presente perpetuo, lo veremos con Gardel, es amnesia, es un estado en el que, quizás, ya no hay conciencia. Al presente perpetuo habría que llegar, si acaso, sin renunciar al pasado, sin renunciar a la memoria. 

La caravana de Garay es el espejo del taller en el que duerme Gardel. Las fotos con su hijo son el espejo de la foto ficticia de la joven china, que a su vez es el espejo de la foto inexistente de la hija real de Julio Arenas, Ana. De reflejo en reflejo nos perdemos. Cada reflejo abre una puerta (gracias a Cocteau, entre otros, sabemos que los espejos son puertas), que a su vez abre otra puerta. Vamos avanzando de puerta en puerta. Lo hacemos porque queremos encontrar la salida, o eso queremos pensar. Poco a poco empieza a importarnos más el seguir cruzando puertas, el perdernos, que el encontrar el camino de vuelta. La secuencia final, ¿nos lleva a la salida o nos deja en el umbral de una puerta que tendremos que cruzar solos, tras terminar la película, y que a vez nos llevará a otra puerta y luego a otra? Tras el final, durante los créditos, reaparecen en bucle los planos de la estatua de Jano. Jano era el dios de las puertas. La proyección final ha sido una puerta más, pero no es la última. Una vez acabada la película, como Jano, miramos hacia delante pero también hacia atrás. Volvemos a empezar. Aunque quizás esté bien recordar que ese es un camino que se hace solo pero que también se hace en compañía. Ahora la película es un saber compartido, como los nudos que hacen y deshacen Garay y Gardel (hasta en esos nombres son a mitad iguales, a mitad diferentes). Los nudos, más allá del olvido, más allá de lo vivido, permanecen. La película puede ser, también, un nudo. Un nudo que ahora, juntos, podemos anudar y desanudar. 

(Cerrar los ojos, Víctor Erice)