viernes, 5 de julio de 2024
las florecillas de Antonio
la mirada ausente
lunes, 8 de abril de 2024
un animal con mil caras
Hay un hombre maduro y otro más joven. Los dos van de traje gris, camisa blanca, corbata negra. El hombre maduro parece, más o menos, tranquilo. El hombre joven parece, con su espalda un poco encorvada, su mirada por lo bajo, sus manos en el borde de la barra, incómodo. Y lo está. Tiene mucha gracia su manera de estar incómodo y de intentar disimularlo. Resulta que su jefe en la oficina, el hombre maduro, le ha llevado a un bar de Ginza. Al hombre maduro le traen allí los asuntos de un amigo, de los que ha prometido ocuparse, y nunca antes había estado en ese bar. El hombre joven, en cambio, es un habitual del bar, pero no quiere que su jefe lo sepa. La dueña del bar va a chinchar al hombre joven diciéndole que está muy raro, sin nada del desenfado que acostumbra a tener en ese bar. Ese pequeño mundo donde él es un joven desenfadado que bebe y se divierte en un bar es un mundo en el que nunca debería de haber entrado el jefe. Vivimos mundos que, de alguna manera, esperamos que nunca se crucen, y en cada mundo tenemos una personalidad diferente. Quizás algunas de esas personalidades sean más auténticas que otras, quizás todas sean igual de auténticas, quizás seamos ese mosaico o esa figura geométrica con varias caras que nadie verá nunca completa.
La historia del pobre empleado que no quiere que su jefe conozca su cara desenfadada no es para nada una historia central en la película. Es una de esas cosas que de pronto aparecen, que se van desarrollando puntualmente, que ni siquiera necesitan resolverse, y que parecen ser, simplemente, un contrapunto a otras historias más importantes. La historia principal es la del hombre maduro y el conflicto que tiene con su hija mayor, que quiere casarse con quien ella, y no su padre, decida. Pero el caso es que recordé esta escena del empleado un poco más adelante en la película, viendo y escuchando una escena de esa historia principal. En esa escena, la hija menor del hombre maduro le cuenta lo cariñosos que estaban la hija mayor y su novio mientras ella les ayudaba a hacer maletas, pues el novio se traslada a otra ciudad por motivos de trabajo. Ese cariño entre la hija mayor y el novio, esa ligereza, es algo que no vemos en la película (la única vez que la vemos a ella en casa del novio es en un momento de crisis), y es algo que el padre quizás nunca llegue a ver. Algo que, en cualquier caso, en lo que dura la película nunca ve. Porque hay caras de una hija que un padre nunca verá. La mirada del padre, como la mirada del jefe, excluye cierta ligereza, cierto desenfado, cierta libertad.
En otro momento de la película, el hombre maduro va a una reunión de antiguos alumnos en la que beben y cantan canciones de tema guerrero y también canciones melancólicas. Y pensé que la manera de ser de esos hombres maduros entre ellos es algo que sus hijas, sus hijos y sus mujeres nunca verán. Pensé que había algo que recordaba a una reunión de viejos soldados, aunque no me quedó claro si lo fueron durante la guerra, poco más de una década antes. Son vulnerables de una manera que quizás sólo puede aparecer ahí, al calor del alcohol y del compañerismo.
La mujer del hombre maduro, por su parte, también tiene sus momentos de soledad. En uno de ellos, escucha una representación teatral o musical (o las dos cosas) por la radio, mientras marca el ritmo con las manos. El marido llega y, como está enojado, apaga la radio, sin desear ver esa otra cara de su mujer. Más adelante, cuando por fin se ha resuelto el embrollo provocado por el orgullo del hombre, la mujer, sola, sentada, en una esquina del pasillo, llora aliviada. La historia ha ido avanzando sin que ella acabe de decir casi nunca lo que piensa y lo que siente, y ahora la vemos sola exteriorizar unos sentimientos que quizás disimularía si estuviese acompañada. La vemos como nunca la verá nadie, ni su marido ni su hijas.
¡Cuántas cosas hay que el hombre maduro, por jefe, por padre, por marido, quizás nunca pueda conocer sobre aquellos que le rodean! ¿Y no hay también, ahora que lo pienso, cosas que de sí mismo nunca podrá conocer, imágenes de sí mismo que los otros ven y él no? ¿Acaso no somos un poliedro cuyas múltiples caras nunca nadie, ni nosotros mismos, podrá ver por completo? Pero la película, optimista, apunta a que quizás, más allá de su final, el padre alcanzará a ver la ligereza de su hija y la hija alcanzará a ver la vulnerabilidad de su padre. Nunca conoceremos todo pero, por eso mismo, seguimos aprendiendo.
(Higanbana, Yasujiro Ozu)
viernes, 8 de marzo de 2024
una vela
(Los pequeños amores, Celia Rico Clavellino)
martes, 5 de marzo de 2024
a la vuelta de la esquina
sábado, 30 de diciembre de 2023
improvisemos
martes, 3 de octubre de 2023
apuntes por si hablamos
¿Cuánto dura una película? ¿Minutos, horas, días? Es difícil saber. ¿Sabemos, acaso, cuánto duran una amistad, un amor, un olvido? ¿Sabemos cuánto dura una herida? La herida parece cerrada, olvidada, ni cicatriz dejó, y de pronto un día vuelve a doler y no sabemos si lamentar ese dolor que regresa o si alegrarnos al saber que aquello que fuimos todavía puede revivir, al saber que todavía recordamos, que todavía amamos.
¿Cuánto dura Cerrar los ojos? No lo sé, la verdad. Han pasado dos días desde que la vi y todavía me parece que llega a mí desde lejos, lentamente, que todavía seguirá llegando y que es pronto para escribir. En realidad lo que me gustaría es hablar de ella con algún amigo, hablar con el desorden de una conversación, con un desorden que, creo, tiene que ver con la película, con todo lo que su juego de espejos y de dobles va sembrando, a veces de manera evidente, a veces de manera secreta. Si una película dura más allá de su final, más allá de los créditos y de las luces de la sala que se encienden, también es por eso, porque no podemos (y no queremos) resumirla, porque el sentido se sigue armando y desarmando en la memoria.
La película llega a mí desde lejos y creo que eso también tiene que ver con su forma, la forma de un viaje. Tras la primera secuencia, nos encontramos con la Ciudad de la Imagen, más tarde con un plató de televisión, que son lugares inhóspitos, por no decir feos, rematadamente feos (y bien está que la cámara no los estetice, la cámara está ahí para ver, no para maquillar), fríos, inhumanos, como lo es, en menor medida, la cafetería del Museo del Prado, lugares inhumanos en los que, sin embargo, se cuela por momentos la humanidad, lo íntimo, con toda su fragilidad, como si esa fragilidad, en vez de ser vencida por la frialdad, pudiese abrir en ella una grieta, como si la desnudez del sentimiento pudiese desnudar la inhumanidad de un plató de televisión o de una cafetería impersonal.
La película llega desde lejos, se va re-encantando poco a poco, se va alejando poco a poco de esa frialdad madrileña. Escribe un amigo que Erice, película a película, ha ido pasando de la poesía a la prosa, y creo que es cierto, y creo que ese paso a la prosa ha ido abriendo las películas (lo cual no es ni mejor ni peor, pero es un camino, es un movimiento), como si cada vez pudiesen entrar más en ellas lo cotidiano y lo banal. Cada vez entra más mundo. ¡Ahora hasta un plató de televisión puede entrar! Pero de lo prosaico vamos poco a poco viajando a algo que no sé si llamar poético, pero que en cualquier caso recupera el encanto, o el encantamiento. Y al encantamiento se viaja, parece ser, en autobús.
La película llega desde lejos y pensé que se parece también a una convalecencia, un progresivo redescubrimiento de los sentidos, del gusto por vivir. En cierto momento, ya en la parte del asilo, cuando Miguel Garay se pregunta si su viejo amigo, a pesar de haber perdido la memoria, todavía tiene conciencia, pensé en los libros de Oliver Sacks, en las historias clínicas que cuenta (despertares... cerrar los ojos para despertar). No sé si poco antes, o poco después, el viejo amigo, antes Julio Arenas, ahora Gardel, dice, ante una foto que le enseña Garay y en la que se los ve a los dos de jóvenes, durante el servicio militar en la marina: ese no soy yo, y ese tampoco eres tú. Garay, como su amigo, está enfermo, o lo ha estado, y no lo sabía. ¿Quiere eso decir que Garay y su amigo son dos caras de la misma persona, como la estatua que abre y cierra la película, que supongo que representa al dios Jano? ¿O quiere simplemente decir que fueron amigos, que fueron el uno para el otro el amigo que define la identidad? Quizás no haya identidad posible en soledad, quizás toda identidad necesita de la mirada de otro, de un otro en particular. Pero aquí empiezan las asimetrías. ¿De quién necesita la mirada Julio Arenas? ¿De Garay, de su hija Ana, de la joven china que en la ficción fue a buscar? La película termina sin que tengamos respuesta y creo que esa es una de sus bellezas pero también una de las heridas que abre en el espectador, una de las heridas que la hacen durar en la memoria, no saber Garay ni Ana si la suya es la mirada que Arenas necesitaba para regresar de más allá del olvido, no saber Garay hasta qué punto él es esencial en aquel que en su vida es su otra cara, su otro yo esencial. La película está llena de simetrías pero en todas ellas acecha la amenaza de la asimetría, de la desigualdad. Las simetrías hacen que una película perdure en la memoria, las asimetrías hacen que no podamos dejar de pensar en ella.
La película está llena de padres perdidos, de hijas perdidas, de hijos perdidos. El hijo perdido de Garay apenas nos es contado en cuatro secuencias, primero a través de una caricatura que dibujó, luego en la conversación con una antigua amante, finalmente con cuatro fotos de fotomatón (como cuatro fotogramas que desfilando no darían ni para un cuarto de segundo), una tira de fotomatón que viaja del olvido de una caja en un trastero (como la caja que Robert Mitchum recupera en The Lusty Men, como la caja que luego una monja le entrega a Garay, y en la que está la memoria pasada de Julio Arenas) a un corcho en el que Garay la pincha en su caravana. En ese plano, Garay vuelve a plantar allí, entre reproducciones de cuadros (si no recuerdo mal), una imagen de su propia vida. Es como si se hubiese refugiado en la cultura, en el recuerdo de la cultura, para olvidar lo que fue su vida, y en ese momento, al pinchar esa foto en el corcho, admitiese que la herida no se había cerrado, que no se podía cerrar así, negando la vida, ocultándola tras el recuerdo del arte, que el arte, si es para negar la vida, si es para volverse impersonal, si es para volverse amnésico aún sin haber perdido la memoria, no servía.
Garay, en cierto modo, se ha dedicado a vivir lo que imaginaba ser la vida en fuga de su amigo. Se fue al sur, junto al mar, dejó de ser el que era, cineasta y, sobre todo, escritor, dejó de tener contacto con gran parte de las amistades y amores del pasado que podían devolverle la imagen del que fue. Se fue a vivir en un puro presente de pesca, a vivir en un solar okupado (o eso entendí, y me hizo ilusión), con un perro, un huerto, traduciendo y escribiendo cuentos en vez de escribir novelas, pescando por las mañanas con un amigo de su edad, cenando por las noches y tocando la guitarra con un amigo joven y con la novia de este, embarazada, como si esa complicidad con el chico joven pudiese ocupar el lugar del hijo perdido, aunque en una película en la que tantas cosas se dicen, nunca se diga esto (una película muy hablada es un buen lugar para esconder lo que se prefiere no decir). Un vínculo que se vive quizás con la sabiduría de considerarlo simplemente tiempo presente, algo de paso, como lo es, inevitablemente, un solar okupado. Garay se ha refugiado en un presente perpetuo que niega el pasado y que no imagina un futuro, y supongo que así es como imaginaba la libertad de su amigo desaparecido, así es como ha soñado la vida de los piratas que adornan, si mal no recuerdo (y si recuerdo mal creo que tampoco importa), el baúl de sus recuerdos que encuentra en un trastero de Alcalá de Henares. El presente perpetuo quizás sea una forma de sabiduría, pero parece serlo a costa de una negación permanente. El presente perpetuo, lo veremos con Gardel, es amnesia, es un estado en el que, quizás, ya no hay conciencia. Al presente perpetuo habría que llegar, si acaso, sin renunciar al pasado, sin renunciar a la memoria.
La caravana de Garay es el espejo del taller en el que duerme Gardel. Las fotos con su hijo son el espejo de la foto ficticia de la joven china, que a su vez es el espejo de la foto inexistente de la hija real de Julio Arenas, Ana. De reflejo en reflejo nos perdemos. Cada reflejo abre una puerta (gracias a Cocteau, entre otros, sabemos que los espejos son puertas), que a su vez abre otra puerta. Vamos avanzando de puerta en puerta. Lo hacemos porque queremos encontrar la salida, o eso queremos pensar. Poco a poco empieza a importarnos más el seguir cruzando puertas, el perdernos, que el encontrar el camino de vuelta. La secuencia final, ¿nos lleva a la salida o nos deja en el umbral de una puerta que tendremos que cruzar solos, tras terminar la película, y que a vez nos llevará a otra puerta y luego a otra? Tras el final, durante los créditos, reaparecen en bucle los planos de la estatua de Jano. Jano era el dios de las puertas. La proyección final ha sido una puerta más, pero no es la última. Una vez acabada la película, como Jano, miramos hacia delante pero también hacia atrás. Volvemos a empezar. Aunque quizás esté bien recordar que ese es un camino que se hace solo pero que también se hace en compañía. Ahora la película es un saber compartido, como los nudos que hacen y deshacen Garay y Gardel (hasta en esos nombres son a mitad iguales, a mitad diferentes). Los nudos, más allá del olvido, más allá de lo vivido, permanecen. La película puede ser, también, un nudo. Un nudo que ahora, juntos, podemos anudar y desanudar.
(Cerrar los ojos, Víctor Erice)