viernes, 2 de mayo de 2025
con el ruido
domingo, 27 de abril de 2025
ver venir
El colegio y el trabajo. Separarse y reencontrarse. De eso están hechos los días de los personajes. El niño, además, tiene una paloma mensajera. La deja volar cada día, pero siempre acaba volviendo a casa. Esa paloma, lo sabremos luego, fue un regalo de su madre. La paloma vuela por el cielo junto con otras palomas, hasta volverse irreconocible en la lejanía, pero luego vuelve, se acerca de nuevo, única, individual. Con ella, cada día, el recuerdo de la madre se aleja y regresa. Verla irse. Arriesgarse a perderla. Confiar. Verla venir. Reencontrarse.
Hay, también, otros acercamientos y otras distancias, que no son los que se repiten cada día. Movimientos lentos, que pueden llevar días, semanas, meses. Que a veces se truncan y se quedan en promesas perdidas. Esta película es, en realidad, la historia de uno de esos acercamientos lentos, dudosos, con sus pasos hacia delante y sus pasos hacia detrás. La emoción, en el cine, a menudo tiene que ver con eso: acercarse o alejarse. Cuerpos y corazones que, en los tiempos breves de un plano o de una secuencia, o en el tiempo largo de toda una película, se acercan o se alejan.
Esta película es la historia de un acercamiento y de una palabra que tiene que ser dicha. El final se ve venir. Más allá de los detalles (pero el cine nunca está más allá de los detalles), no podría haber otro final. Lo sabemos desde el principio. Lo hermoso es que, precisamente, vemos venir ese final, pero sin poder apresurarlo. Esta es una película sobre el meter prisa. Los personajes, repetidas veces, intentan forzar el ritmo de los sentimientos ajenos. Pero los sentimientos necesitan su tiempo. Y no es que el tiempo de los sentimientos sea necesariamente la lentitud, sino una mezcla de lentitud y velocidad, la lenta maduración de una palabra rápida, de un gesto veloz. Porque en esta historia, para que las cosas sucedan, para que el padre y la madrastra se conozcan, para que el niño y la madrastra ya no puedan separarse, hace falta paciencia, pero también hace falta una cierta brusquedad, un empujón oportuno.
La película ve venir. No es tan fácil el ver venir. Hay que tener sentido del ritmo. Dejar que duren unas situaciones, hacer desaparecer otras en una elipsis. Saber cuándo son necesarias las repeticiones (de lugares, de ideas, de movimientos de cámara) y las insistencias (esta, ya lo he dicho, es una película sobre los riesgos y virtudes de la insistencia, y hay secuencias que no se cortan insistiendo, dando una y otra vez en el mismo clavo). Hay que saber, también, sorprender. Hay, por ejemplo, un momento en que el niño juega al escondite con la presencia imaginaria de su madrastra. El momento es tan bello e inesperado que casi olvidamos el resto de la historia y en qué película estamos. Por un momento, nos parece que podría pasar cualquier cosa. Pero, al poco, caemos de nuevo en el problema central, en el escondite real entre el niño y la madrastra. Hay, también, una secuencia con una violencia inesperada: la rabia del niño contra su hermanastra cuando esta ha dejado escapar a su paloma mensajera. El niño se abalanza sobre ella y la golpea sin parar. Y en esa secuencia hay, sobre todo, la reacción sorprendente de la madrastra, que se tapa los oídos, incapaz de reaccionar, incapaz de mover un dedo para separar al niño y la niña. Es uno de esos momentos que se le clavan a uno con su verdad, con la sensación de no haber visto eso antes en una película. No así.
Vemos venir el final, sí, y la película es la historia de ese movimiento, de ese acercamiento entre el niño y la madrastra. Es, en cierto modo, la historia de una línea recta. El descubrimiento de todas las curvas, dudas y posibles rupturas que hay en toda línea recta si la miramos de cerca. Y es, también, la historia de un alejamiento. Para acercarse a su madrastra, el niño tiene que alejarse, al menos un poco, del recuerdo de su madre muerta. Vemos venir ese alejamiento, sentimos que no podría ser de otra manera, esta entretejido de gestos y símbolos que podrían ser obvios (la foto de la madre, la paloma mensajera) y, sin embargo, nos emociona. Quizás sea porque reconocemos ahí una verdad. Quizás sea porque esa verdad llega, por momentos lenta, por momentos rápida, a su ritmo. Quizás en el cine la verdad de las cosas sea, ante todo, la verdad de su ritmo.
(Imagen de una madre, Hiroshi Shimizu, 1959)
miércoles, 23 de abril de 2025
volvemos a primera
Una mujer llega a una casa. Trae una maleta. ¿Estaba vacía? Ya no lo recuerdo. Si estaba vacía, entonces la llena Luego se para. Como ausente. Como si de pronto se olvidase de todo. De lo que está haciendo pero quizás también de su propia identidad. Se queda plantada, inmóvil. Al mismo tiempo presente y ausente. ¿No os pasa a veces? Nos os quedéis así, como en un intervalo, y luego pensáis: ¿qué estaba haciendo yo? La mujer está así, parada, y mira a cámara. Y entra la música. Sentí que algo iba a empezar. Luego pensé: es como en un melodrama. Un melodrama perdido de Cottafavi. Una película en la cual al principio una mujer llegase a una casa. Todavía no sabríamos nada de ella. Se pondría a hacer la maleta para irse y, de pronto, se pararía y miraría a cámara. Pensaría: ¿cómo he llegado hasta aquí? Entonces empezaría un flashback que nos daría la respuesta, que nos contaría todo lo sucedido hasta llegar a esa decisión: hacer la maleta, irse. Pero no es un melodrama perdido de Cottafavi y no empieza ningún flashback. Nos quedamos ahí, en esa mirada sostenida de ella, al son de la música. Nos quedamos en ese momento de intervalo que parece prometernos otra cosa, que podría llevarnos al inicio de una historia, y que, sin embargo, se prolonga.
En esta película, hay apenas una casa, una mujer, un hombre, unas maletas y el campo. Podemos imaginar que el campo está alrededor de la casa, aunque en realidad nunca se conectan realmente. (Y el último plano de la película es, inesperadamente, la puerta de una casa urbana.) A veces la mujer llega. A veces se va. A veces el hombre llega. A veces se va. Hacen maletas. Las deshacen. Una y otra vez se repiten esas situaciones. Las escenas, a veces, parecen el final de una historia. Pensé en una de esas películas y novelas en las que un personaje deja su casa, vive durante un tiempo una vida diferente, y finalmente regresa al hogar, regresa a su vida anterior, como si la historia hubiese apenas un intervalo en la realidad inmutable. Algo así como La fuga de Mr. Monde, por ejemplo. Otras veces, parece las escenas parecen el inicio de una película. Pero uno de esos inicios en los que se siente que la historia ya empezó antes y que la película nos va a tener que desvelar un pasado.Ya lo dije antes: como si fuese a empezar un flashback. Están esos momentos en los que la cámara se detiene en un rostro, pero también esos otros momentos en los que la cámara se aleja del actor o de la actriz para encuadrar una ventana a través de la cual se ven los árboles. Es hermosa la precisión con la cual la cámara acompaña las acciones de la mujer o del hombre pero también sabe apartarse de ellos. Una cámara que sabe que hay algo más que los actores. O que sabe que, para sentir de veras lo que les sucede, hay que saber también alejarse ellos, ver lo que no ven. Quizás sea un movimiento entre lo cambiante (el hombre, la mujer) y lo que permanece (la casa, el campo). Una precisión, por otra parte, como de otro tiempo, de aquellos melodramas que sí tenían flashbacks, que nos enseñaban que todo presente estaba cargado de pasado.
Digo que los actores llegan o se van pero eso no es del todo cierto. A veces es más complejo. A veces llegan para poder irse. Llegan para poder hacer la maleta que necesitan llevarse. Y, otras veces, parecen llegar pero inesperadamente se van. Una escena que nos parecía una llegada se convierte en una partida. Sucede, por ejemplo, con un coche que llega, aparca y, al cabo de un tiempo, se vuelve a ir. O, en otro momento, con el hombre que llega, abraza a la mujer y, a continuación, se va de casa con su maleta. Lo que parecía un abrazo de reconciliación era, en realidad, un abrazo de despedida. O quizás, en las dos situaciones, sea como en los rodajes, cuando un actor tiene que entrar en el plano como actor para poder irse de él como personaje. O tiene que irse de plano para poder entrar en él. Esa indicación que se oye a veces, justo antes de empezar una nueva toma: volvemos a primera. En el cine, los actores y actrices se pasan el tiempo volviendo a primera. Volviendo a empezar. Luego, al montar la película, eso desaparece. Y, así vista, la película podría ser, también, como la extraña proyección de los brutos de una escena, toma tras toma, vista en todas su variantes. Una escena de una película que nunca llegase a empezar o que siempre estuviese acabando, sin haber empezado nunca.
Hay, entre los planos del campo (los planos de, por así decir, la “otra película”, la que sucede afuera), un plano de un campo que ha sido cosechado. Al cabo de un momento, la cámara se mueve y nos descubre que, justo al lado de ese campo terroso, hay todavía mies verde que se agita bellamente con el viento. En apenas un movimiento, se nos hace ver que dos tiempos, dos estados, coexisten. Luego, la cámara vuelve a moverse y vuelve a encuadrar el terreno ya cosechado. Ahora queda el recuerdo del verde y del viento y ya no lo vemos de la misma manera. Vemos la ausencia del verde que allí estuvo y que allí volverá a estar, cuando llegue de nuevo la primavera. Ese campo terroso, ¿es un principio o es un final? ¿Es una llegada o es una partida? ¿No son acaso las partidas el germen de una llegada y las llegadas el germen de una partida? ¿No son siempre, al mismo tiempo, un principio y un final? ¿No podría ser esta una película del “al mismo tiempo”? ¿Qué tiempo sería ese?
En la película escuchamos, en off, repetidas veces, dos poemas en francés. La actriz y el actor, a veces, dicen una frase de esos poemas, como si de pronto apareciese en ellos, como una pregunta. Uno de los poemas habla, creo, de cómo uno siente que es otro al regresar a casa tras un viaje y cómo, al mismo tiempo, nada en la casa ha cambiado. Hay un verso hermoso e inquietante en el que se dice, más o menos, que el perro retoma su morir. Como si durante la ausencia del que ahora regresa el tiempo se hubiese detenido realmente, se hubiese colado en un intervalo. En otro momento, se habla del presente. Ya no lo recuerdo bien pero sé que pensé: ah, los personajes, en ese momento del regreso o del estar a punto de partir, están viviendo en el presente. Pero ese presente está siempre cargado de pasado o de futuro, está cargado del viaje realizado o del viaje por realizar. Aunque quizás sea en ese tiempo durante el cual se está todavía ahí, o de nuevo ahí, ese tiempo del intervalo, cuando llegamos a sentir un poquito de puro presente. Quizás el presente sea, bien mirado, algo más bien escaso. Algo que, de pronto, está ahí, justo antes de que empiece la historia, o cuando ya terminó.
(Sombra de viento, Frans van de Staak, 1986)
martes, 22 de abril de 2025
película de porcelana
¿Qué sucede aquí, en esta película? ¿Se puede decir que suceda algo? Sentimos que sí, que algo sucede, pero no lo podemos contar como se cuenta una historia. Estamos en un piso. Afuera, está la ciudad. A veces, por la ventana, vemos la calle y los árboles. Oímos, también, el sonido del tráfico. En el piso, hay una chica y hay un chico. La chica, al principio, moldea arcilla. Luego, la voz del chico le pregunta si está lista y ella entonces pregunta: ¿cuál es la primera frase? Luego se levanta y se va a una esquina del salón. La cámara retrocede, para que quede de cuerpo completo. Y ella empieza a actuar. O a recitar. De cuerpo completo, en la esquina del salón. Qué hermosa desnudez, qué fragilidad valiente, la de un cuerpo que de pie, solitario, ante la mirada de la cámara o ante la mirada de otra persona, recita. Hay que ver sus brazos un poco separados del cuerpo, sus manos un poco curvadas que no hayan refugio en ningún objeto, en ninguna acción. Los brazos, ahí, no saben cómo actuar. Es como si quisiesen desaparecer, ser invisibles. Y, sin embargo, están ahí, visibles. Los brazos, animal visible de lo invisible, hacen ver la emoción nerviosa de la actriz en ese tiempo que ya no es el tiempo normal, que es el tiempo de actuar, de estar ahí plenamente, de que todo, de alguna manera, cuente.
El chico, de vez en cuando, le da indicaciones. Por momentos puede parecer que es el director. Por momentos puede parecer que es un amigo un poco implacable que la ayuda a memorizar su texto y sus acciones y que, al hacerlo, parece perturbarla más que ayudarla. No lo sabemos bien porque, en realidad, lo que en esta película sucede no es de ese orden, no es una ficción de ellos dos que tendrían también sus vidas de personaje. Simplemente, están, estuvieron, allí, al mismo tiempo que está, estuvo, la cámara. Dicen lo que dicen. Se mueven. Se paran. Y la cámara se mueve también, precisa. La película es, en realidad, un triángulo entre el chico, la chica y la cámara. La chica, a menudo, mira a la cámara. Recita para ella. Y la cámara, de alguna manera, tiene la misma seriedad aplicada de la chica y del chico. La cámara, a su manera, está tan desnuda como la chica cuando ella dice su texto sin nada entre las manos o cuando ella escucha música sin saber si ahí tiene que actuar o no actuar (¡mirad de nuevo sus manos, como las mira ella!). La cámara, la película misma, no tiene nada entre manos que le sirva de excusa. ¿Se puede hacer una película con esa desnudez? La película quizás no lo sepa. Avanza intentando averiguarlo. Se asoma al riesgo de no ser. Inventa las reglas que la ponen en peligro. A la timidez decidida de la actriz, la película corresponde con su propia timidez decidida.
Puede ser que no entendamos bien lo que cuenta la obra que la chica recita. Pero hay palabras y frases que se nos van quedando. Se nos queda, por ejemplo, recurrente, la palabra “porcelana”. Hay algo aislado en la porcelana que los humanos nunca podemos alcanzar, me parece que dice. Algo, quizás, que la porcelana guarda para sí misma. Me pregunto: ¿la porcelana, pienso, que los humanos hacemos, que los humanos hemos inventado, que los humanos con tanta facilidad podemos romper, guardaría para sí, sin embargo, algo que nunca podremos alcanzar? ¿Busca algo así el cineasta, hacer una película-porcelana que guarde para sí misma algo que ni él ni nosotros podremos alcanzar? Una película que podemos observar, que podemos coger con cuidado, que se nos puede romper si nos movemos con brusquedad. Una película, también, que nos invita a mirarla con el cuidado con el que manejamos la porcelana. Y ese cuidado cuando tenemos un objeto frágil entre las manos, ¿no trasmite también su fragilidad a nuestro propio cuerpo? ¿No nos da una conciencia de nosotros mismos, de nuestros movimientos, de nuestro estar ahí, que es como la conciencia un poco inquieta que la joven actriz tiene de su cuerpo? ¿No nos volvemos un poco porcelana, frágiles y sólidos a un tiempo, al llevar en las manos un jarrón delicado, al ver con atención una película que a la más mínima brusquedad podría romperse?
Hay en la película, también, una vela. Una vela en un salón en pleno día. Una vela que no ilumina nada. La llama de la vela es, como todo aquí, frágil. Tiembla. Y, sin embargo, brilla. Por la belleza de brillar, se nos dice. En esa vela está, como símbolo, el amanecer. ¿Cómo puede estar el amanecer, aquello inmutable, inevitable, en esa llamita que de un soplo desaparecería? ¿Sería el amanecer tan frágil como esa llamita? Puede ser. ¿Acaso no se nos acaban a todos los amaneceres, tarde o temprano? Pero, además, hay otra llama más en la película. La chica, en un momento, vierte un líquido sobre un texto, quizás aquel mismo que está recitando, y le prende fuego. Vemos al texto consumirse y desaparecer. ¿No es también eso lo que hacen la actriz y la película? ¿No le prenden fuego a ese mismo texto de Wallace Stevens para hacerlo al mismo tiempo vivir y desaparecer, arder y consumirse? ¿No les sucede también a las películas que cada vez que son vistas arden y se consumen en el tiempo, en la mirada que, si está atenta, las hace arder y recibe, al mismo tiempo, su brillo? ¿Y no sucede eso, especialmente, con las películas que brillan por la belleza misma de brillar y que, al terminar, no se dejan ser contadas, permanecen inalcanzables como la porcelana en su interior?
(Tejido poético, Frans van de Staak, 1999)
lunes, 21 de abril de 2025
en las nubes
miércoles, 16 de abril de 2025
qué suerte un collar roto
En un plano, vemos a una mujer y a un hombre en el salón de una casa. Se mueven en extrañas líneas quebradas. Se acercan y se alejan. Se cruzan y no se tocan. Quizás, si dibujásemos en una hoja de papel la planta del salón y, sobre ella, el trazado de sus movimientos, descubriríamos una geometría complicada pero, aún así, organizada. Quizás no. Quizás sea simplemente la extraña alegría de moverse de manera falsamente mecanizada. Jugar a ser máquinas para sentir que no somos máquinas. Jugar a ser máquinas porque podemos hacerlo. Y podemos, también, dejar de hacerlo. Libertad del baile robotizado. Uno más entre los bailes, entre las coreografías de esta película.
Algunos de los bailes son obvios. Pasitos a dúo de costado, por ejemplo. Bailes obvios y, al mismo tiempo, extraños, un poco precarios. Puede que nos hagan ver otros bailes menos obvios. O la parte de baile que hay en otros movimientos. Hay, por ejemplo, una pareja que juega al pilla-pilla en el bosque. ¿No es el pilla-pilla, en el fondo, otra coreografía, otra forma de baile? Bailar a dos es, a menudo, el juego del tocarse y destocarse, del acercarse y alejarse. ¿No es gran parte del cine otro juego del acercar y alejar los cuerpos? Poned casi cualquier película, fijaos, al poco vais a empezar a ver cuerpos que se acercan y se alejan. (Vais a ver, también, miradas que convergen y divergen, pero esa es otra historia o, más bien, otra cara de la misma historia.)
Esta sería, entonces, una película como casi cualquier otra película. ¡Sería una película normal! ¡Una película muy normal! Quizás sea eso, una película tan rematadamente normal que no hay ninguna otra que se le parezca. Una película en la que esa normalidad, esas normas, se hacen visibles y sensibles. Ahí, ante nuestras narices, los cuerpos se acercan y se alejan en medio del salón, pero lo hacen como robots o como figuras de un primitivo comecocos. ¡Esas cosas no se hacen! Bueno, en realidad se hacen todo el tiempo. ¡Pero no así! Se hacen casi así. El casi es un pasito a un lado. El casi es la coreografía, el baile.
El hombre y la mujer, tras moverse por el salón en silencio, empiezan a hablar. Son frases de lo más normales. ¡Frases de las que decimos todos los días! Es posible que hasta hayamos dicho alguna de esas frases ese día mismo, antes de ir al cine. Y, sin embargo, las frases, tan normales, suenan, también, raras. A su manera, se acercan y se alejan. A veces dos frases seguidas parecen tener continuidad pero la mayoría parecen discontinuas. A veces, también, parecen responderse en diferido. De pronto una frase parece tener continuidad con otra frase oída antes en el intercambio. Hay un extraño desorden. El movimiento de los actores y su tono de voz plano, informativo, nos dan, a su manera, la sensación de que hay un orden, una lógica. Pero no acabamos de encontrarla.
En un momento, la mujer cuenta que ese día se le rompió el collar y se le cayeron todas las cuentas. Si no recuerdo mal, no las recogió. Las frases que oímos podrían ser, en cierto modo, cuentas de una conversación que se rompió. Frases-cuenta que cayeron y rodaron por el suelo y que alguien se encontró y recogió pero sin saber el orden en el que debían ir. ¿No os sucede que vaís caminando por la calle y escucháis de pronto una frase de una conversación de la que, por el motivo que sea, no llegaréis a escuchar nada más, o no lo suficiente para comprender bien el sentido de esa frase, y que esa frase, fuera de su contexto, os hace mucha gracia, como un poema involuntario? A mí, desde luego, me pasa. Luego comparto la frase con los amigos y, la verdad, la acabo olvidando. Quizás debería empezar a apuntarlas mejor, a hacer una pequeña colección.
Las frases-cuenta de collar de esta película podrían ser el pequeño tesoro de alguien que fuese recogiendo por la calle cuentas de collares rotos y luego las reuniese en collares nuevos, con las cuentas entremezcladas, con continuidades inesperadas. Y no sólo las palabras son como cuentas que cayeron de un collar, también lo son las escenas mismas. Cada escena parece haberse caído de otra película, de otra historia. Con un cuidado que se parece al azar, han sido reunidas, enfiladas en un collar que no puede responder a una lógica narrativa pero sí a una rítmica, según sus formas y sus colores.
Las escenas-cuenta, además, a veces tienen parecidos entre sí. Se pueden repetir los actores, o las situaciones, o los diálogos, o los lugares. Uno podría creer que ha encontrado dos cuentas del mismo collar-historia y luego mira más de cerca y se da cuenta de que no, de que el parecido es engañoso, es como el juego de los dos dibujos que se parecen mucho pero tienen siete diferencias. ¡No son lo mismo! Aunque la gracia de ese juego es que, precisamente, los dos dibujos son casi lo mismo. ¿Cuánto cambia una escena si los diálogos, por ejemplo, se repiten, pero no los actores ni el lugar? Aquí está, como en otras películas de este cineasta joyero de collares de bricolaje, el vértigo de lo intercambiable. ¡Somos nosotros pero podrían ser otros!
Hay, al menos, dos maneras de afrontar ese vértigo. Con miedo o con humor. Ese vértigo puede asustarnos pero también podemos agradecerlo pensando: ¡cuántas posibilidades nos da para jugar! Cuantas posibilidades para hacer películas, por ejemplo. Películas-collar. Películas con pequeñas coreografías. Películas donde cualquier gesto es libre, si quiere, de convertirse en parte de una coreografía. Cualquier gesto de la película y, también, cualquier gesto tras la película. Como decía una canción, també pots venir si vols. Tú también puedes ser parte del collar.
(El tulipán inacabado, Frans van de Staak, 1980)
viernes, 11 de abril de 2025
el laberinto de la brevedad
Esta es una de esas películas que se podrían describir como un sistema matemático, como un juego de reglas bien definidas o como un poema con una métrica regular y, al mismo tiempo, intrincada. Vemos, por una parte, escenas breves en interiores. Vemos, por otra parte, caminando en solitario por la calle, a una de las actrices o a uno de los actores de las escenas, acompañados por la cámara. La alternancia es casi constante: una escena, un plano en la calle, otra escena, otro plano en la calle. A veces, sin embargo, se suceden dos planos en la calle. Y, al menos una vez, un plano de la calle se convierte en escena (un juego con una carta y un buzón).
Las escenas son, casi siempre, entre un hombre y una mujer. Pero en algunas hay únicamente un hombre o únicamente una mujer. O quizás no, porque cuando aparecen esas escenas solitarias nos hemos acostumbrado tanto a la lógica parejil que de alguna manera vemos al ausente, vemos esas escenas también según una lógica parejil. Por ejemplo: una mujer esconde una foto bajo la moqueta. Aunque no haya un hombre presente, podemos pensar que está ocultándola para que un hombre no la vea. Aunque, por otra parte, en la foto misma hay un hombre y también podemos pensar que la mujer no esté escondiendo la foto sino que esté enterrando bajo la moqueta la presencia fotográfica del hombre.
Las escenas, decía, son breves. Se podría decir que cada escena es un cristalito. O, más bien, que cada escena es un pequeño conjunto de partículas que vemos moverse a través de un microscopio, hasta que cristalizan. Las escenas se interrumpen en el momento en el que cristalizan. El momento en el que algo, un detalle, las convierte en escena. Algo minúsculo se fija. A veces es una frase, a veces es un gesto, a veces es una belleza, a veces es la luz. Eso que cristaliza es, a menudo, agresivo. Una frase breve e inesperada que hace daño, por ejemplo. Diría que hay tres o cuatro variantes: detalle-gag, detalle-agresivo, detalle-belleza, detalle-secreto. A veces se combinan. En cualquier caso, siempre es algo inesperado. Es como el quiebro del tercer verso de un haiku. Es el zambullido de la rana. Es un fulgor que aparece y enseguida desaparece, sustituido por un plano de una de las actrices o de uno de los actores caminando por la calle.
En alguna escena no llegué a percibir el quiebro, el detalle que la justifica, y me pregunté si es que era tan sutil que no me había dado cuenta o si la ausencia de detalle era otra forma de sorpresa, una especie de paranoia difusa que me dejaba buscando el detalle revelador donde en realidad no había nada. La película, en su sucesión de brevedades, instruye a su espectador, le afina la mirada y la atención, lo convierte en un detector de detalles. Aprendemos a detectar los detalles de las escenas y, también, los detalles y variaciones en los planos aparentemente repetitivos de los actores caminando por la calle, en los que a veces adivinamos sonrisas o tristezas y otras veces nos fijamos en figuras del fondo o nos dejamos llevar por el ritmo del zapateado. Hay algo de locura en esa atención a los detalles, en ese ritmo regular con el que aparece lo imprevisible. A uno se le puede quedar la mirada como se le quedaba el cuerpo a Charlot después de pasar horas ajustando tuercas, sin poder ya parar de ajustar todo lo que le pasa por delante. Al cabo de un tiempo, nuestra mirada ve cristalitos, ve vueltas de tuerca, por todas partes.
Otras veces, inesperadamente, se da más de un quiebro en una escena. En una de ellas, por ejemplo, una mujer que está en la cama, quizás enferma, le pide al hombre, que está pelando una mandarina (o eso me pareció) que le traiga un té. El hombre repite la frase de ella con tono de burla y pensamos: ah, es una escena de detalle-agresivo. Pero entonces el hombre le hace un gesto tierno a la mujer y pensamos: ah, no, es una escena de detalle-belleza, una de las escasas escenas “felices”. La frase burlona, pensamos, ha sido un despiste, un regate. Pero entonces el hombre se va para preparar el té y la mujer repentinamente saca de detrás de la cabecera de la cama una carta que tenía escondida. ¡Es una escena de detalle-secreto! O quizás la singularidad de la escena está en su triple quiebro, en su inesperada multiplicación de la sorpresa en una única escena, que rompe con las aparentes reglas del juego de la película.
Esta escena, por cierto, combina frases y gestos. Y en ella, como en el resto de la película, nos damos cuenta de algo muy sencillo: en nuestra vida cotidiana los gestos y las frases se alternan. Los gestos pueden ser frases y las frases pueden ser gestos. Nuestras vidas son, de alguna manera, una sucesión de frases. Frases-verbales y frases-gestuales. Todas ellas, en el fondo, frases-acción. Somos un texto que vamos escribiendo sobre la marcha. En la mayoría de las películas, los personajes son un texto en prosa y no nos hacen pensar en ese lenguaje que construimos al vivir. En esta película, los quiebros y la brevedad nos hacen visibles esos gestos, esas frases-acción. Las escenas, en esta película, se interrumpen antes del llegar al punto y aparte. Son escenas-verso. Nos dan una conciencia nueva de las palabras y gestos de la tribu. Nos recuerdan que hay lenguaje allí donde nosotros ya no lo vemos.
Para quebrar aún más la prosa, para acentuar el quiebro de cada escena-verso, en la película hay, se supone, dos parejas. Pero cada personaje está interpretado por dos actores (a veces uno, a veces otro, no los dos al mismo tiempo) o dos actrices. En total hay cuatro actores y cuatro actrices. Sobre esa base no se puede construir una historia continua, las escenas se valen por sí mismas o, más bien, se relacionan las unas con las otras no por una continuidad narrativa sino por ecos. Ecos en los objetos, en las situaciones, en los gestos. Quien dice ecos podría decir rimas. Rimas, por ejemplo, entre los sobres que vemos, o entre los textos que se escriben sobre una hoja de papel.
La película tal vez sea un laberinto. ¿La pareja como laberinto? Quizás ese sea un sentido demasiado sencillo. Quizás la pareja sea sólo un pasillo más del laberinto. Quizás la pareja no sea más que otra cara de la soledad. Una soledad con disimulo. Y, por otra parte, está la soledad de los momentos en los que caminan por la calle. En realidad caminan casi siempre por los mismo lugares, en un circuito al mismo tiempo repetitivo e imprevisible. En un momento vemos a uno de los actores bajar por un terraplén que no habíamos visto antes. Parece que esté caminando por una calle nueva. Y, sin embargo, cuando llega abajo del terraplén, la cámara, en travelling, nos revela que está caminando una vez más delante de un edificio que ya hemos visto incontables veces. Quizás no haya laberinto más infalible que aquel que no percibimos como tal. Un laberinto sin paredes visibles en el que, sin embargo, caminamos en círculos, repitiéndonos. Perdidos en nuestro laberinto, no escapamos a nuestras rimas.
(Hecho deshecho, Frans van de Staak, 1989)