jueves, 25 de mayo de 2023

misión cumplida


Jeanne la Pucelle es una única película y es dos películas. Parte uno y parte dos. Las batallas primero, Las prisiones después. Jeanne la Pucelle es quizás una única película, pero partida, rota. Es una película en la que algo se forma y luego se rompe. Es la película de lo que se parte y de lo que se acaba. 
Hay en la primera parte una escena bella, que parece ganada al tiempo de las batallas (aunque más tarde comprenderemos que ese momento fue posible precisamente gracias a las batallas, que eran las batallas las que abrían el tiempo para momentos así). Jeanne aprende a firmar con su propio nombre. Le pide a un monje que la acompaña en sus aventuras que la enseñe, para poder firmar lo que comunique al enemigo. La escena es bella porque es inesperada, porque se cuela como el presente que se sale de los libros de Historia, y también porque la luz hace visible el polvillo del aire y, aunque eso quizás todavía no lo sabemos, o no nos damos cuenta, porque es una escena de amistad entre Juana y el monje. La escena es bella y, por eso mismo, sin que lo sepamos, es la primera pieza de una pequeña trampa que nos tiende la película. 
En la segunda parte, hay una escena en la que se despiden el monje y Juana. Él y Juana no se van a volver a ver. Jeanne la Pucelle, partes una y dos, es una película llena de personajes a los que no volveremos a ver, de compañeros de armas, y también de mujeres, con los que Juana comparte algo de su tiempo, hasta que sus caminos y sus vidas se separan. Hay tiempo para cogerles afecto y para sentir después su ausencia. Jean de Metz, por ejemplo, aquel que al principio de la historia la escolta hasta la ciudad donde reside el Delfín de Francia. Si esta fuese una ficción, Jean de Metz reaparecería, su amistad con Juana no puede no tener continuación. Y sin embargo no la tiene. Nuestras vidas están hechas así, claro, de gente esencial a la que por alguna razón nunca volveremos a ver. En esta película, que para ser una película es larga y que sin embargo es mucho más corta que una vida, en esta película, que cuenta una vida en la que todo lo esencial pasa en unos pocos años, esas separaciones de las que están hechas nuestras vidas se ven de manera más clara e intensa. 
El caso es que, en una escena de la segunda parte, Juana y el monje se separan. Él se va a Roma a reclamarle al Papa una acción contra unos heréticos y le pide a Juana que firme su proclama, con el argumento de que el nombre de Juana impone más que el suyo. Juana se pone a ello. La escena nos recuerda a aquella en la que el monje la enseñó a firmar y por eso nos emociona. Nos preguntamos si ellos se acuerdan como nosotros. En realidad, nosotros sentimos, al recordar la otra escena, esa emoción que ellos sienten por todo ese tiempo que han pasado juntos, por todas las aventuras que han vivido. El eco con la escena anterior de la firma es la manera en la que nosotros, que apenas los vemos durante unas horas de película, podemos sentir, a nuestra manera, la emoción que ellos sienten por todos esos días y noches de aventuras que han compartido. Es una amistad condensada. Y entonces Juana le pregunta: ¿tú no me harías firmar algo que no estuviese bien, verdad? Pero ella confía y firma. Esta escena es la segunda pieza de una trampa. No porque él le esté haciendo firmar algo malo (eso, en realidad, no lo sabremos, salvo que tengamos nuestra propia opinión sobre la herejía de los husitas), sino porque nos trae al recuerdo la otra escena y crea una cadena en la que el motivo de la firma de Juana está asociada a la amistad. 
La trampa se cierra cuando el motivo aparece por tercera vez, en una escena completamente desprovista de amistad. Cuando Juana ha sido arrestada y ya la han condenado, le dan la ocasión de abjurar para salvarse de la hoguera. Le dicen que firme la abjuración. Ella firma con un círculo. La mano de un religioso coge la de Juana y la hace firmar con una cruz. Ella ríe. Allí, entre hombres, como estuvo en las batallas, junto a religiosos, como el monje que la enseñó a firmar, está sola, está entre enemigos, y la violencia del gesto, la violencia de la mano que la obliga a hacer una cruz, ignorando además que ella puede firmar con su nombre, no imaginando siquiera que ella pueda firmar con su nombre, se nos hace dura y seca porque trae el recuerdo de lo que en otro tiempo fue para ella el gesto de firmar y también de la amistad que en otro tiempo la rodeó. La trampa se ha cerrado sobre nosotros, fría, pero también haciéndonos más conscientes de la calidez que hubo en esos otros tiempos, en esas otras escenas. Doblemente fría, quizás. 
La firma cierra una trampa, pero hay más cierres así. De algunos somos conscientes, de otros no. La firma cierra una prisión de la que Juana solo podrá escapar con su muerte. Las prisiones se llama esta segunda parte, Las batallas se llamaba la primera. Y podemos pensar que esa separación es un poco arbitraria, pues las batallas apenas empiezan hacia el final de la primera parte y continúan durante el principio de la segunda, y las prisiones no empiezan hasta bien entrada la segunda. Pero quizás no sea tan fácil darnos cuenta de cuándo empiezan de veras las batallas ni de cuando empiezan de veras a cerrarse las puertas de las prisiones. 
La primera parte termina cuando Juana ha ganado su primera batalla en Orléans y se queda dormida de agotamiento. La segunda parte empieza con la discusión entre nobles para decidir si se firma una tregua, si se sigue la guerra o si, como lo propone Juana, lo más importante es que el Delfín sea coronado en Reims. Se decide seguir la opinión de Juana (y de sus voces). 
Se podría decir que la primera parte de la película termina cuando Juana, al fin, ha realizado en acto la prueba de su profecía, cuando lo que le dicen las voces se ha visto confirmado por un hecho real. A partir de ahí, ella es otra, al menos para los demás (y sin duda también para sí misma, pero eso le cuesta admitirlo). 
Luego viene la coronación en Reims. Ahí Juana ha realizado por completo lo que sus voces le decían. Ha cumplido su misión. Es una ceremonia que para nadie puede ser tan esencial como para ella, ni siquiera para el rey recién coronado. Es un poco raro ver la pompa de esa ceremonia, que está y no está a la altura de Juana. En la pompa de la ceremonia se ve ya la cara falsa de lo anhelado por Juana. O quizás eso ya empezaba a verse en la primera escena de esta segunda parte. Ya en ese escena la trampa, la puerta de la prisión, estaba empezando a cerrarse, bajo la forma de la política como tejemaneje y traición. Pero, más allá de esas traiciones, también hay otra cuestión importante: si Juana ya ha realizado su misión, ¿qué hacer después? ¿cómo vivir después? No puede no seguir deseando la misma vida de aventuras y sin embargo algo se ha descontrolado. Ahora sus voces no la guían. Sus voces le hacen cumplidos y ella anhela órdenes. Hay algo roto allí afuera, en el mundo que la rodea, en el rey, pero también hay algo roto dentro de ella. (Ahora me pregunto si las películas sobre Juana de Arco no tenían tendencia a hacernos ver como misión de Juana su muerte en la hoguera y no el triunfo guerrero y la coronación en Reims. ¡Pero ella no busca la hoguera!) 
El primer encierro, la primera prisión, podría ser el no dejarla ir a guerrear (y hay que ver la escena en la que se despide de sus compañeros de armas, mientras detrás se desmonta una de las tiendas de campaña) pero quizás el primer encierro haya sido realizar su misión. Lo que concluye se cierra. La misión cumplida no libera, la libertad era tener una misión por cumplir. La película nos hizo sentir, con la incertidumbre pero también la alegría aventurera de lo que va encontrando su forma, cómo la misión se iba cumpliendo. La película nos hace vivir también el tiempo de después. 
(Jeanne la pucelle, Jacques Rivette)

domingo, 30 de abril de 2023

ritornerai



Están hablando del cuadro. Es extraordinario, dice el pintor joven, Nicolas. No es nada, responde el pintor más mayor, Frenhofer, el que ha pintado el cuadro. No hay sangre, añade. Si voy hasta el final hay sangre en la tela. Así habla el pintor mayor. Dentro de un rato, cuando el pintor joven y su novia, Marianne, hayan vuelto a su hotel, ella se burlará de esas frases del pintor mayor. Como si fuesen frases de comedia, como si el pintor mayor fuese un pintor de teatro. ¿Tiene razón Marianne? La tiene y no la tiene. Esta es una de esas películas en las que una frase puede ser al mismo tiempo falsa y verdadera. Esta es una película que vuelve paranoico, que logra que detrás de cada frase, de cada gesto, se sospeche una estrategia. Eso para los personajes tiene su riesgo: el riesgo de tomar por verdadero lo falso pero también el riesgo de tomar por falso lo verdadero. Para nosotros, espectadores, es un riesgo menor. El cine, para nosotros espectadores, quizás también sea eso, un riesgo controlado, un riesgo menor. Para los cineastas, para las actrices y para los actores quizás sea otra cosa. Quizás por eso hagan películas como esta, películas sobre el arte de jugar con fuego, sobre la verdad y sobre la mentira, sobre arriesgarse a pintar la verdad y sobre arriesgarse a pensar la verdad de sí mismo. 
Frenhofer, pensé, habla y actúa como un pintor de teatro. Quizás una de las historias que cuenta la película sea esa, la de un pintor de verdad que se ha convertido en un pintor de teatro. En algún momento, en el pasado que precede a la película, dejó de buscar la verdad en la pintura y se refugió en otras cosas, en un pequeño teatro que, por lo que vemos, tiene tendencia a ser un teatro cruel. ¿Por qué ese teatro y esa crueldad? Quizás por miedo. Se habla bastante del miedo en esta película. Del miedo y del valor. Tener o no el valor de ir hasta el final, hasta el punto sin retorno. 
Al empezar la película Nicolas y Marianne presienten que están a punto de adentrarse en un camino sin retorno. ¿Qué hacen ante el miedo? Se montan en el patio del hotel un pequeño teatrillo de espionaje y chantaje, con dos turistas como único público. Y una voz en off nos dice que lo hacen para distraerse del miedo. Ante el miedo, teatro. Teatro inocente, como esa historieta de chantaje, o teatro cruel, como el que empezará justo después, cuando entren en la casa de Frenhofer. 
Y entonces llega un momento en que el teatro se desvanece, cuando Frenhofer empieza a dibujar a Marianne. En el trabajo del dibujo y de la pintura, en su ausencia de palabras, sustituidas por el rascar de la pluma sobre la hoja, hay, parece ser, otra cosa, una verdad. Es bello ese tiempo del trabajo sobre la hoja, de la mano del pintor buscando. Pero incluso ahí, en el taller del pintor, la verdad parece frágil y, poco a poco, ante la angustia de la pintura que no funciona, que no avanza, vuelven a entrar las palabras y el teatro, para llenar el vacío de eso que no sucede, para llenarlo con palabras de esas que nunca sabemos si son verdaderas o falsas. 
El personaje de Frenhofer está interpretado por dos cuerpos al mismo tiempo: Michel Piccoli, actor, y la mano de Bernard Dufour, pintor. Y es como si el personaje se debatiese, a la manera del Doctor Jeckyll y Mister Hyde, entre ser actor o ser pintor, entre ser voz o ser silencio. Pero la película le da una vuelta a ese juego de la verdad y de la mentira, porque el personaje va a alcanzar la verdad como pintor pero también va a alcanzar una verdad superior como actor, como comediante, haciendo creer que ha fracasado allí donde ha triunfado, asumiendo un triunfo artístico escondido y privado, en vez de público, para no dañar a su alrededor, para no convertir la presentación de su cuadro en tragedia para los demás. Al final logra ser, al mismo tiempo, un buen pintor y un buen comediante, y el teatro, como todo en la película, aparece como camino para la mentira pero también para la verdad. 
Aunque en todo esto, además del teatro y de la pintura, anda también el cine, claro, arte del espacio y del tiempo, arte de dejar a los personajes montar su pequeño teatro y moverse por él, y arte de dejar que dure el tiempo de la pintura y el tiempo de la soledad, de los personajes que no pretenden representar nada. Y en realidad la verdad de la película está escondida en un cuadro que nunca veremos. Me pregunté si la tremenda precisión de la película, en sus encuadres y en sus movimientos de cámara, no era la condición necesaria para que al final aceptásemos el no ver el cuadro, el no ver la verdad pintada, el quedarnos siempre en el filo de la tela, en el umbral del cuadro. La verdad del cuadro nos es mostrada en la mirada de los personajes y, sobre todo, en sus gestos: una huida, una cruz negra pintada en su reverso, el acto de esconderlo. Ya no valen palabras ni se trata de alcanzar la verdad que sangra, la verdad que hiere sin retorno, ahora son los gestos y las acciones los que cuentan, los que dan otra verdad, una verdad narrativa, una verdad que, incluso, hace sonreír, la prueba de que más allá del punto sin retorno era posible el retorno, pero cambiados, más libres, más ligeros. Regresamos y no regresamos. Regresamos pero regresamos cambiados, no del todo los que éramos. El retorno es, al mismo tiempo, imposible y posible. Y, si hace falta, nos ponemos una careta. La de mal pintor, por ejemplo.
(La belle noiseuse, Jacques Rivette)

martes, 21 de febrero de 2023

un beso azul como una naranja

Lo que quería mostrar en este fotograma en realidad no se ve. Al menos no en un fotograma. Es un beso en la oreja de ella. Un beso fugaz. Un beso como de pasada, como dado por la boca, por el instinto, no por la intención. La verdad es que incluso al verlo en movimiento uno duda de si realmente ha sucedido. Y al intentar detenerlo no hay manera de encontrar la imagen exacta, aquella en la que se puede decir: ahí ha sucedido. El beso es casi una manera de pegarse los labios la oreja, algo que sucede porque nuestros cuerpos son, entre otras cosas, pegajosos. Tenéis que verlo. Él acaba de decirle a ella: please, marry me. Y también: Darling Daisy, lovely Daisy. Luego le da ese beso. Y luego añade: You have such nice ears, Daisy. Eso dice: Tienes unas orejas tan agradables. O tan lindas, no sé bien cual sería la traducción buena. Pero es como si fuese decreciendo la importancia de la palabra: el matrimonio, adorable, orejas. Y en todo eso va y viene una sonrisa increíble de Henry Fonda. Las sonrisas de Henry Fonda en esta película son algo muy particular. Las de Joan Crawford también. Yo no sabía que Joan Crawford podía sonreír así. (Bueno, no, me equivoco, sí lo sabía, hay alguna sonrisa así en Johnny Guitar.) Esas sonrisas, ese beso en la oreja, esa manera de hacer decrecer la importancia de la palabra: lo que quería decir con todo eso es que hay algo en esta película, algo tan inasible como ese beso, que está siempre sorprendiendo, y ese algo tiene que ver con los actores, o con el encuentro entre el guión, la puesta en escena y los actores. Henry Fonda, por ejemplo, casi siempre actúa de manera inesperada. Y cuando digo que actúa de manera inesperada lo digo en dos sentidos: el personaje hace cosas inesperadas y el actor, a su vez, interpreta esas cosas inesperadas de manera inesperada. Por ejemplo: en qué lugar deja caer las sonrisas. Es como si, al pintar, dejase caer los colores en lugares inesperados respecto a la línea o respecto al dibujo y a lo que se supone que el cuadro representa. Digamos que el guión es el dibujo y que la interpretación del actor es el color o algo así: Fonda, y también Crawford, y a veces Dana Andrews, dan una pincelada de rojo allí donde la lógica haría esperar un verde, por ejemplo. La tierra es azul como una naranja, que decía un poema de Paul Eluard. Y el poema sigue: Nunca un error las palabras no mienten/ Ya no os dan qué cantar/ Toca ahora que se oigan los besos. ¡Como en la película! ¡Como el beso en la oreja! Bueno, quizás el poema no dice exactamente eso, voy improvisando la traducción. Pero pongamos que lo dice. También dice: Ella su boca de alianza/ Todos los secretos todas las sonrisas. Como las sonrisas de Fonda, las sonrisas de Crawford. Son un actor y una actriz que sonríen, que deciden sonreír, y que al mismo tiempo hacen sentir lo que de involuntario hay en una sonrisa, lo que una sonrisa desvela, que no es exactamente una verdad, es un secreto, es la pista hacia una verdad, sobre todo cuando son sonrisas que aparecen de manera inesperada, sonrisas como un color aparentemente fuera de lugar, como la palabra naranja al final del verso de Eluard. Ese naranja del verso es quizás cosa del surrealismo, de la libertad que le dio a Eluard el surrealismo para, por ejemplo, encontrarse la palabra naranja al final de ese verso, para encontrarse lo que quizás no sabía que buscaba. Las cosas del inconsciente, quizás. El inconsciente, en cualquier caso, juega su papel en la película. Uno de los momentos clave, por ejemplo, es fruto de un lapsus: alguien da a un taxista una dirección cuando pretendía dar otra. Pero es que, en general, me parece que los personajes no saben del todo quienes son, qué quieren, y se pasan la película tanteando, equivocándose sobre sí mismos, hablando de lo que sienten pero con la sospecha de que lo que dicen puede no ser cierto, o que puede ser cierto de una manera que no habían previsto. Esta es una película en la que a cualquier frase, a cualquier intención, se le puede dar de pronto la vuelta como a un guante, a cualquier gesto de amor se le puede dejar de pronto con las costuras al aire y cualquier gesto de frialdad puede revelarse de pronto una prueba de amor. No sé si alguna vez había sentido con tanta intensidad en una película la posibilidad de que en realidad uno no sepa nada de sí mismo, o en cualquier caso mucho menos de lo que cree saber. Como quien no quiere la cosa, con acciones, con gestos, con palabras, con sonrisas, la película tambalea la identidad bajo los pies de los personajes y, al hacerlo, tambalea un poco la nuestra. De pronto miramos hacia abajo y vemos el vacío. O vemos que estamos sobre un suelo de cristal y que bajo ese suelo, que no sabemos hasta qué punto es resistente, hay todo un mundo caótico que también es nosotros y en el que podríamos caer en cualquier momento. Y también vemos que todo eso es muy serio pero es también, un poco, una broma. Es todo muy desconcertante. En realidad yo debería de haberme puesto a escribir anoche, justo después de verla, y no ahora, casi veinticuatro horas después, porque todo lo que importa en esta película es tan fugaz y reversible que ahora, la verdad, siento cómo se me escapa la película. Así que voy a dejarlo por ahora, creo, pero no sin volver a decir que todo lo que esta película tiene de singular tiene que ver con todas esas cosas inesperadas que hacen los personajes y con todas esas formas inesperadas de hacerlas que tienen los actores, y quizás lo bello sea cómo se mantiene la línea de un guión más o menos clásico y cómo al mismo tiempo todo nos hace dudar de ese guión (y hasta los personajes hablan del melodrama y del simbolismo de lo que hacen y dicen) y cómo la puesta en escena hace caer los tonos y los colores de manera inesperada respecto a ese guión y, al hacerlo, lo vuelve todo tremendamente vivo, dolorosamente vivo, de tal manera que como espectadores también nos ponemos a sonreír en los momentos de drama y en cambio nos deja acongojados una pequeña broma. Y, ahora sí, paro. Pero no olvidéis que todo esto es un guante, y que podéis darle la vuelta. 
(Daisy Kenyon, Otto Preminger)

sábado, 11 de febrero de 2023

vistas de una ola

Pensé que las olas tienen un afuera y un adentro y que durante buena parte de la película no vemos el adentro, no imaginamos que hay un adentro. Hasta la escena final los personajes surfean, con una ligereza asombrosa, sobre el afuera de las olas. Solo al final vemos, y comprendemos (aquí se comprende al ver) que la verdad del surf, el límite que hay que rozar, consiste en, sin dejar de estar en el afuera, acercarse lo más posible al adentro. Es esa imagen de la ola que se va haciendo tubo, que se va cerrando. Y, al fin, un personaje, Matt, el mejor de los surfistas, cae de su tabla y se sumerge en el interior de la ola. Entonces la cámara entra con él en la ola y vemos que esta es caos y es violencia, que no es un lugar habitable, que es destrucción. El personaje sobrevive, vuelve al afuera, pero trayendo con él la imagen del adentro de la ola, ese adentro que podría haber destrozado su cuerpo. 
Y recuerdo ahora, con esa misma doblez de la violencia que se controla y de la violencia que ya no se puede controlar, las dos grandes peleas que casi se suceden en la película, una en una fiesta en casa de la madre de uno de los protagonistas, una pelea que acaba a puñetazos pero alegremente, sin que nadie resulta irremediablemente herido, y otra pelea en Tijuana, en un lugar que no dominan, que tiene otras reglas que ellos no conocen, una pelea que empieza de tal manera que podría ser, de nuevo, un juego, algo casi alegre, pero que de pronto se desborda con una violencia que los personajes ya no pueden controlar, de la que tan solo pueden huir mientras, creemos ver, alguien muere de un tiro. Al huir de allí, Matt se pierde en un lugar que parece al mismo tiempo terrible e inmóvil, eterno, como el silencio particular dentro de la ola que se va cerrando.
En realidad, durante gran parte de la película el personaje de Matt está dentro de la ola, su vida, su caos, son como la ola, y el surf es, precisamente, aquello que puede, por un tiempo, sacarlo afuera, porque la verdad es que la vida y el tiempo lo zarandean bastante, lo zarandean como el adentro de la ola. A los personajes el tiempo los cambia, los hace subir, los hace caer. A veces creen dominar las olas del tiempo y en otras ocasiones descubren desconcertados que no dominaban nada, o casi nada.
Y, bueno, pensé también, perdonad la evidencia, en Las olas, de Virginia Woolf. El tiempo que pasa a través de unos pocos personajes. La puntuación de los capítulos: la voz en off que evoca las diferentes corrientes oceánicas en la película, la descripción del día que va avanzando sobre las olas en la novela. Como si hiciese falta cada cierto tiempo salir de lo humano, recordar que hay otra cosa, que estaba antes, que estará después, que cambia, que tiene sus tiempos y sus repeticiones. 
Y, sobre todo, pensé que la película parece estar construida, pasada la primera media hora, de sucesivas despedidas, de momentos de emoción que se suceden, un poco solemnes. Pensé que eso, esa constante sensación de final, que en muchas películas es un truco cansino, aquí funciona, aquí da lugar a algo muy extraño, una película que, como la novela de Virginia Woolf, fuese más lírica que narrativa. Una película en la que la narración se cuela por las elipsis y en la que las elipsis tienen, en cierto modo, la función del monólogo interior en la novela, como si en el cine, al menos en esta película, el desafío de transmitir la interioridad de los personajes se tuviese que resolver no dándonos casi nada de esa interioridad, haciéndonos adivinar dolores, dudas y esperanzas en los silencios y en unos pocos gestos, como si hubiese que crear simplemente la sensación de que hay algo más, de que hay una interioridad, como un hueco de sombra, como el tubo de una ola a punto de cerrarse, como el cine tuviese que surfear por el afuera de los seres para hacer intuir el adentro turbulento, la voz interior que nunca calla.
(Big Wednesday, John Milius)

jueves, 29 de diciembre de 2022

lo que se pega



Es un plano como hay muchos otros en las películas de terror. Una de esas coreografías perfectas entre la cámara, una víctima y una amenaza. Un personaje atrapado bajo una cama de una habitación infantil, bajo unas muñecas. Lo que hay debajo de la cama, la oscuridad, ya no es lo que asusta, sino lo que protege. La oscuridad es un refugio y la luz una amenaza. Lo que viene, lo que da miedo, no es un monstruo, no es algo inhumano o fantástico, es un adulto. La luz juega a favor del adulto, obliga a la víctima a pasarse del lado de lo oculto. La mujer que está debajo de la cama ya no es una niña pero algo de lo que empieza a entender, y de lo que nosotros todavía no sabemos nada, tiene que ver con una niña. Lo de la niña en esta película la verdad es que es muy fuerte. Pero no es a eso a lo que iba ahora, sino a la coreografía del sigilo: una figura escondida, inmóvil, casi sin respirar, una figura que busca, a su manera también silenciosa, y la cámara, que lo sabe todo, que sabe más que el que busca, que sabe más que la víctima, que sabe más que nosotros. Y la luz, la sombra y la oscuridad. Y entonces, en el movimiento de cabeza de ella siguiendo con los ojos el ir y venir de las botas de él está ese labio que se queda como pegado al suelo, al parqué (y qué contraste entre la materia del parqué y la materia de la alfombra, por cierto), y ese labio, al quedarse pegado, nos hace sentir que ese personaje, esa figura de ficción, es también un cuerpo, un cuerpo ahí, en el presente, un cuerpo al que se le puede quedar pegado el labio al parqué, que puede perder su gracia, su elegancia, su estar para la imagen. En una película donde la carne sufre lo que sufre, esa boca ligeramente deformada durante un instante tiene su aquel, es como un recuerdo de paso, no subrayado, de las otras violencias que se le hacen a la carne en las otras escenas, de la violencia que en parte esa chica ya ha vivido, de la violencia que ahora mismo la amenaza. Es, también, un recuerdo de que la violencia se le hace a cuerpos, no a imágenes. Nadie es una imagen. Las imágenes son ligeras y nada puede herirlas, los cuerpos pesan, se golpean, se hieren. En esta película a todo cuerpo le falta algo, llega tarde, nunca puede alcanzar lo que desea. Todo ser tiene su propia trampa, aquello que lo pega al suelo. En esta película la realidad es eso que se queda pegado al labio, que lo deforma, que deshace las imágenes. La realidad es lo que sobra pero también es lo que falta (afecto, certeza). Es la falta de armonía, aquello con lo que no se puede vivir y con lo que, a pesar de todo, habría que vivir. Y la cámara, con su propia armonía irónica, como si estuviese por encima de todo, teje todas esas figuras solitarias y pegajosas. La cámara sabe más que todas ellas. La cámara sabe, quizás, más de lo que querría. 
(Lo squartatore di New York, Lucio Fulci)

sábado, 3 de septiembre de 2022

hoy en día

Es la historia de un poeta en Kazajistán, hoy en día. Escribo "hoy en día" y parece fácil. A priori, nada más sencillo que filmar "hoy en día". Langlois, en la película de Rohmer sobre Louis Lumière, decía algo así. Decía que en cualquier época los pintores pintaban a las mujeres y sus vestidos tal y como la época y la moda de la época las imaginaban, no tal y como eran, y que de pronto en las vistas de Lumière las veíamos tal y como de veras eran, sin esa reelaboración imaginaria, y que lo mismo pasaba con todo lo que se veía en esas películas. Era algo así (esto lo digo yo, no Langlois) como un realismo desencantado, o desimaginado, pero no por ello sin forma, al contrario, con esa geometría que tenían las vistas de Lumière y de sus operadores. Oyendo a Langlois me dio por pensar que el cine, hoy en día, filma, casi siempre, como los pintores que se ajustaban a la moda y al imaginario de su época, que en realidad pocas de las películas que hacemos hoy en día podrán servir dentro de cien años para ver el mundo de 2022. Pensé, también, que Omirbayev sí filma, precisamente, "hoy en día", y que hacerlo le debe de costar mucho trabajo. Pensé que gracias a sus películas en Kazajistán podrán ver cómo su país fue cambiando en las últimas décadas del siglo XX y las primeras del siglo XXI. Omirbayev, hoy en día, filma un concesionario de coches, una tienda de zapatos de lujo (con los zapatos pasa algo muy sencillo y triste), una estación de autobuses, el metro, un restaurante, las palabras de unos empresarios de la construcción, el ruido de una fábrica, una oficina, muchas pantallas, unos contenedores de basura, y todo eso que filma nos recuerda una fealdad que es la fealdad del presente, como si la sensación de presente tuviese algo que ver necesariamente con una cierta fealdad, con el paso atrás que hay que dar para fijarse precisamente en eso que nos rodea por todas partes y que sin embargo convertimos en fondo borroso de las historias que creemos vivir. Omirbayev no vuelve bello lo que le parece feo, al contrario, busca la distancia justa para  filmar un cierto asombro ante la fealdad. No desenfoca la fealdad para que no interfiera en las vidas de sus personajes porque a sus personajes lo que les pasa es que viven precisamente ahí, ante la tentación de un SUV, bajo la mirada de poetas convertidos en decoración de un restaurante. Y, sin embargo, la película no es fea. Aunque a menudo sea desoladora es bella y emocionante. Al igual que Lumière y sus operadores, logra filmar el presente y al mismo tiempo encontrar la geometría que, sin falsear el presente, le da forma. Geometría de las elipsis, de la luz y de los detalles, del ir y venir entre el presente y el pasado, entre la realidad y el sueño. La verdad es que en algunas escenas de esta película kazaja he tenido una impresión de ver Madrid mucho más vívida que en películas rodadas en Madrid, como si me enseñase a volver a desconcertarme con mi propia ciudad. Hay, por ejemplo, una escena en un andén de metro en la que el personaje se sienta y se pone a leer un libro. Entonces nos vamos al pasado que narra el libro, una escena de la vida de un rebelde y poeta kazajo del siglo XIX, una escena en medio de la estepa. Luego, volvemos al presente, con la llegada del metro a la parada. Algo aparentemente tan sencillo como el contraste entre la estepa y el metro logra que el metro se nos vuelva increíble, como si en el famoso plano Lumière de la llegada del tren a la estación de la Ciotat lo asombroso no hubiesen sido las imágenes inesperadamente en movimiento de un tren, sino el hecho mismo de que los trenes existiesen, darse cuenta de que apenas unas décadas antes un tren era algo impensable y ahora empezaba a ser algo hasta banal, y que fuese esa toma de conciencia la que, como un tren a toda velocidad, pudiese arrollarnos, el tiempo y el progreso como tren que no se detiene. Hay algo así en la película. Entrevera la historia del personaje principal con la historia del libro que lee, con la historia a través de casi dos siglos de otro poeta y de sus restos. Esa otra historia, fundada en un momento de violencia, avanza a saltos imparables, llevándose por delante a los personajes de cada uno de esos momentos, cada vida es apenas un instante en el tiempo que avanza, en el siglo XIX que se transforma en el siglo XXI, cada esfuerzo y cada lucha son de pronto pequeñísimos y al mismo tiempo tiempo inolvidables. Esa historia es, al final, la historia de unos huesos y, también, de unos versos reducidos a breves inscripciones en las paredes de un monumento pero, más allá de esa presencia material del pasado en el presente, hay otra historia, la historia de un gesto que tiene eco en el presente, un pequeño gesto de integridad en el presente que responde a un gran momento de valentía en el pasado, como si no todo se hubiese perdido, como si no todo hubiese quedado reducido a monumento, enterrado en un pasado que nada tendría que decirle al presente, como si en el presente, hoy en día, sin mentir, sin idealizar, precisamente porque no se idealiza, todavía se pudiese filmar la vida brotando entre los SUV y bajo la mirada de los constructores. Aunque solo sea un algo, aunque solo sea un poco.

(Poeta, Darezhan Omirbayev)

lunes, 6 de junio de 2022

un ramo

Es en Madrid. En el cielo hay unas nubes ligeras, a punto de desvanecerse en el azul. O a punto de cubrirlo. Es delante del Jardín Botánico. Hay carruajes. Hay una mujer que baja de uno de ellos. Uno de sus pies está en el aire, creo. Acaba de separarse del estribo y en un momento estará en el suelo. De no ser por esa mujer se podría dudar de si la gente acaba de llegar o está a punto de irse. Otra mujer se prepara para salir del mismo carruaje. Las ventanas del carruaje, que dan a la rueda de otro, al verde del jardín y al gris de la puerta, hacen que el carruaje parezca ligero, atravesado por la luz y el aire. Además de la mujer que baja y de la mujer que se prepara para salir hay otros gestos que parecen capturados en pleno movimiento. Hay un hombre, quizás un criado o un paje, abriendo un parasol. Hay también, creo, muchas miradas destinadas a ser fugaces. Hay muchas figuras, diría, que no miran hacia delante, que de una u otra manera giran el cuello, vuelven la cabeza y la mirada hacia algo que no tienen delante. Hay, eso sí, una mujer que mira hacia delante. Está ahí, a la derecha del cuadro. Es la última figura humana. Ante ella empieza un extraño vacío. ¿Un vacío al que ir? ¿Un vacío en el que algo va a llegar? No sabemos. En realidad el cuadro está inacabado. Tendría que haber habido una presencia humana allí a la derecha. Y se siente eso, que lo que hay ahí no es normal, que es un vacío. Un vacío a punto de ser llenado pero también un vacío que parece ir en el otro sentido, como si en vez de ser un cuadro que no ha sido acabado de llenar fuese un cuadro que apenas se empezó a vaciar. En realidad, aunque la mujer está mirando hacia el vacío que tiene delante, el vacío ya está empezando a avanzar detrás de ella, sin que ella se dé cuenta. Ahí, al fondo, hay un carruaje que no ha acabado de ser pintado o que ya se está desvaneciendo. Faltan los caballos. El conductor, puro aire, está sentado en el vacío. Las figuras dentro del carruaje se confunden con este y con el fondo. Y esto pasa en otros lugares del cuadro: figuras humanas que se están volviendo fondo, que se están volviendo pintura sin forma. Las figuras del cuadro son en realidad como las nubes. No sabemos si se están formando o si se están desvaneciendo pero sabemos que, en cualquier caso, no durarán. Y que su forma, en un momento, habrá cambiado. O quizás no sean como nubes. Quizás sean como flores. En otra sala de la exposición vemos dos ramos de flores del mismo pintor. Son sólo dos ramos pero tienen un efecto particular. De pronto, en los otros cuadros, empezamos a ver a las figuras humanas, a las telas de sus ropas, a los suelos, a los cielos, como si también fuesen flores. Pétalos de colores más o menos aterciopelados, cambiantes según la luz, llenos de pliegues, un poco como llamas, frágiles, anunciando ya, en su belleza presente, que pasarán y caerán. Como si el pintor viese lo que hay de flor en todas las cosas. O como si con las flores, con la dificultad de las flores, hubiese aprendido a mirar y a pintar el resto de la realidad, a pintar cuadros en los que avanzan a la par la vida y el vacío, a pintar cuadros que parezcan detenidos en el instante mismo en el que van a empezar a despintarse, a desvanecerse, para dejar nada más un cielo azul, un lugar vacío, nada.