El primer fotograma es una mesa de cocina, con cacharros varios y también con una bandeja. En la bandeja hay comida, tapada con un trapo. Es una cena. Una de esas cenas que se dejan hechas para alguien que llegará tarde y, quizás, con hambre. Quizás no. Quizás ya comió en otro sitio. Con la gente que vuelve tarde nunca se sabe. Ese tiempo que pasa mientras no vuelven, ese tiempo durante el cual se va haciendo tarde, se llena de suposiciones para la persona que deja la cena hecha, para la persona que se queda en casa. Al que se queda el afuera en el que se encuentra la otra persona se le vuelve infinito, se le llena de imaginaciones y de temores. Dejar la bandeja lista, con su trapo por encima, es esperar que, a pesar de todo, aquellos que vuelven tarde tengan ganas de volver a casa. Es una esperanza. Un pequeño mensaje disfrazado de cena.
El segundo fotograma es la misma mesa de cocina, con los mismos cacharros, con la misma bandeja. Apenas ha pasado un segundo pero algo ha cambiado: la luz. Alguien, la persona que preparó la cena, la ha apagado. Se está haciendo de veras tarde y ya es mejor no esperar a la otra persona. O es mejor apagar la luz y decirse a una misma que ya no se espera, aunque en el fondo se siga esperando. A veces hacemos gestos así, gestos que disimulan el hecho de que nunca podemos dejar de esperar, aunque sólo sea un poco. Que lo disimulan a ojos de los otros y a ojos nuestros.
Esa cena tapada con un trapo es un gesto muy de madre, claro, y por eso al ver el plano pensé en ti, en tus historias. Pero esta cena no la deja una madre. Esa es parte de la singularidad de la película, esa no madre sin embargo maternal. Esa extraña relación entre una mujer en la treintena y un hombre en la veintena que se conocen desde que él era niño. Las películas a veces hacen eso, cogen un gesto que está muy connotado, por ejemplo esa cena tapada, y lo desplazan un poco. Aquí, la película superpone la imagen de la madre sobre una mujer que, en realidad, no es la madre. Esta podría ser una de tus historias convirtiéndose en otra cosa, como en esos sueños en los que un personaje representa al mismo tiempo a dos personas de nuestra vida despierta. No sé. Quizás. Ya me dirás. Acá te dejo la idea, como una cena tapada. Y te espero, haciendo como que no te espero.
Esta es una película donde se espera mucho. Se espera que los otros cambien. Se espera que los otros no decepcionen. Y es, también, una película donde la comida es importante. Al fin y al cabo, gran parte de la película transcurre en una tienda de alimentación. Es, al menos en un principio, la historia de una pequeña ciudad en la que se ha abierto un supermercado y en la que, por ello, las pequeñas tiendas de alimentación sufren, incapaces de competir con los precios por debajo de coste del supermercado. Es una película sobre echar a la gente. Sobre barrerla. Las tácticas del supermercado son, claramente, esas: precios bajos para barrer a las pequeñas tiendas, para hacerse con todo el mercado, sin importar cuales sean las consecuencias. Es, también, una película en la que una familia busca la manera de echar a la nuera, ahora viuda. Todas esas tácticas para barrer a alguien son, la verdad, bastante desagradables de ver y de oír. Los del supermercado tiene un camión con altavoces y van con él por la ciudad, lanzando música y eslóganes, llenando de publicidad los oídos de todos, a sabiendas de que los oídos siempre son más difíciles de cerrar que los ojos. Las cuñadas de la viuda fingen agravios para en realidad agraviar a la viuda y sus bocas se tuercen con un gesto terriblemente hipócrita, un gesto de esos que dan ganas de cerrar los ojos o de salir corriendo. La maldad, aquí, es agresiva y es vulgar, agresivamente vulgar. Es ridícula pero no por ello deja de ser dañina, al contrario. Hay que ver cómo, en un bar, el dueño del supermercado y sus secuaces, para celebrar, incitan a unas chicas a competir por ver cual es capaz de comer más huevos duros en un minuto. Hay que ver esas bocas que se llenan de huevos para conseguir el premio. Hay que ver esas bocas que se deforman. La verdad es que es terrible lo que puede contar una boca, ya sea una boca llena de huevo duro o una boca que se curva hipócritamente. Hay que oír, también, cómo el dueño del supermercado y sus secuaces hablan de esas chicas con las que se divierten y que, supuestamente, se divierten con ellos.
El dueño y sus secuaces son máquinas de deshumanizar. Las cuñadas también. La película, durante un buen tiempo, no rehúye esa violencia. Sabe que es necesaria. Sabe que su historia es también esa, aunque poco a poco vaya surgiendo otra historia por debajo, quizás dolorosa pero más bella de ver. Pero para llegar a esa historia bella tenemos que haber pasado por la otra fealdad. La belleza tiene que surgir desde dentro de esa fealdad, por contraste, frágil. La película se transforma, quizás, en una huida de esa fealdad. Una huida a ninguna parte. No puede haber salida. O solo puede haber una salida. Pero no te digo más. No te digo cual. Ya verás el final.
Esta es una historia de comida, decía, de un encuentro entre dos seres que sucede dentro de una tienda de alimentación, entre latas y botes. Como sabemos que la tienda sufre por la competencia del supermercado resulta un poco angustioso ver cuántas latas y botes hay por vender, latas y botes inevitablemente más caros que los del supermercado, latas y botes cada día más difíciles de vender. Da la sensación de que nunca se podrán vender todos. Y al mismo tiempo sabemos que la tienda tiene que tener siempre la misma cantidad de latas y botes, que se tienen que ir reponiendo, que es un bucle sin fin de latas y botes que se tienen que vender y latas y botes que se tienen que reponer, hasta que el mecanismo, un día, por el efecto de la competencia, se rompa.
Hay, también, la comida que ese personaje que vuelve tarde gana en el pachinko, esa especie de máquina recreativa japonesa. Una noche le vemos volver con todo lo que ha ganado: paquetes de comida y no sé si de cigarrillos.. La comida, diría, son dulces, chocolate y galletas, un poco lo contrario de la buena cena tapada con un trapo. Hay otra comida que un personaje come con avidez porque el trabajo le ha dado hambre, hasta el punto de querer comerse la de los otros. Hay los fideos tardíos comidos durante una partida de mahjong. Hay otra cena tardía que acaba con una revelación (y la verdad es que es muy buena situación para una escena esa en la que un personaje cena y el otro no, pues ese personaje que no come, y que es el que preparó la cena, el que esperó, puede ir y venir, según tenga más o menos ganas de escuchar y de hablar, según quiera marcar o no una pausa en la conversación). Y hay, ya verás, la comida que acompaña a un viaje en tren, una comida entrañable, una comida que tiene mucha gracia, una gracia que es la que nos hace sentir la felicidad y libertad momentánea de los personajes, con ese truco de hacernos sentir la felicidad de los personajes no sólo por verlos felices sino también gracias al humor que nos hace sonreír como sonríen ellos, que nos hace ser cómplices de su alegría, como si la escapada la hiciésemos con ellos, como si los espectadores y los personajes de pronto, por un momento, fuésemos de la misma pandilla, lejos de los huevos baratos, lejos de las latas y botes, lejos de las cenas tapadas con un trapo, con la ilusión de viajar hacia un mundo donde nada de eso existe.
Llegué a pensar, la verdad, y perdona si exagero, que había algo particular en esta película, que si un arqueólogo, dentro de cientos o miles de años, la desenterrara, podría, a partir de esta historia de una tienda de alimentación, deducir el siglo XX, o gran parte, o una parte pequeña pero importante, como se deducen formas de vida perdidas a partir de herramientas y de huesos encontrados en una cueva, bajo tierra. Digo esto exagerando un poco, porque hoy me apetece exagerar, pero al mismo tiempo pienso que no exagero del todo, porque es una película que se sitúa en un momento en el que todavía se recordaba la guerra que se había vivido y al mismo tiempo ya aparecía el mundo que vendría después, el mundo que anuncia con sus altavoces el supermercado, porque es una película que filma maneras de deshumanizar y maneras de seguir siendo, a pesar de todo, humano, y también porque precisamente cuenta todo eso desde una tienda de alimentación y, también, desde una bandeja dejada por la noche, con cena, tapada por un trapo, y porque el arqueólogo necesitaría saber que existía también eso, que un mundo cambiaba y que, al mismo tiempo, por la noche, una bandeja esperaba.
(Tormento, Mikio Naruse)
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