Le pusieron la inyección
Es un momento no duele ná
Kiko Veneno
Hay una niña tumbada. Está enferma. A la izquierda está el doctor. Le va a poner una inyección. A la derecha está la madre, Yonuko. Se da la vuelta para no ver la inyección. No soporta ver inyecciones, dice. Al fondo está una prima de la niña, Katsuyo, ya adulta. De vez en cuando baja la vista pero no es porque no soporte ver inyecciones, es porque no soporta, o al menos le cuesta, ver el comportamiento de Yonuko. El doctor está intentando que la niña esté tranquila y esta, de hecho, estaba tranquila. Hasta que Yonuko ha dicho su frase y se ha girado. Entonces la niña se revuelve, como si su madre, al volverse, le contagiase la inquietud o la falta de valor. Entonces Yonuko llama a la criada, que se llama Rika pero a la que llaman Oharu, para que la ayude a sujetar a la niña. Pero Oharu lo que hace no es exactamente sujetar a la niña. La coge de los brazos, sí, y se echa junto a ella, pero sobre todo lo que hace es hablarle y tranquilizarla, para que le puedan poner la inyección sin que se rompa la aguja. Lo que hace Oharu, en realidad, es hacer de madre cuando Yonuko no sabe hacerlo (en esta película importan las relaciones familiares pero también el "ser como una hermana" o el "ser como una madre", que casi nunca coinciden con la maternidad o la fraternidad real). Yonuko se deja llevar por su debilidad en vez de sobreponerse a ella, en vez de darle fuerza y tranquilidad a su hija, pues Yonuko no sabe dar lo que no tiene, no sabe que a veces podemos estar intranquilos y sin embargo contenernos para darle tranquilidad a alguien que de veras la necesita. Todo esto, la debilidad de Yonuko y la fuerza de Oharu, es lo que ve Katsuyo sin bajar la mirada, sin que sepamos bien lo que siente al ver los gestos maternales de Oharu, amando esos gestos, creo, pero también sintiendo tristeza por vivir en un mundo donde Oharu tiene que suplir las faltas de todos los demás.
La escena es breve, como una inyección, es un momento, no duele ná, pero sin embargo nos deja algo por dentro del cuerpo. Es una escena breve y no pasa nada pero en realidad pasan muchas cosas. Casi todas las secuencias de la película son así, no pasa casi nada y sin embargo pasan muchas cosas. Y casi siempre hay, como aquí, un personaje que simplemente mira la escena. Todos los personajes son en algún momento, o más bien en muchos momentos, espectadores del mundo en el que viven. A menudo nosotros los espectadores vemos una escena pero también adivinamos el efecto que esa escena le produce a otro personaje que no interviene y cuya tristeza, creo, tiene que ver con ese no intervenir, con ese estar ante una escena que sólo puede mirar. La tristeza de ver las flaquezas de los otros y las flaquezas del mundo y no hacer nada. Pero también, a veces, la tristeza de ver la fortaleza de otros, por ejemplo la de Oharu, y que esa fortaleza haga sentir la debilidad propia y la debilidad de casi todos los demás, la tristeza de ver que la fortaleza aparece como excepción, casi como milagro.
Ese ser espectadores de los personajes tiene que ver también, supongo, con el hecho de que casi toda la película transcurra en una casa, y en una casa en la que es difícil estar sola, en la que siempre se está un poco en medio de la vida de las otras. En realidad es una casa en la que es inevitable ser espectadora de escenas ajenas. A veces los personajes se convierten en espectadores que comentan entre sí lo que sucede, que interpretan, juzgan o, simplemente, como nosotros los espectadores de la película, se fijan en los detalles que de alguna manera les hacen gracia. Llegué a pensar en esas puestas en escena teatrales en las que todos los actores están siempre en escena y en las que cuando no les toca actuar se sientan al borde de la escena, levantándose y yendo al centro cuando les toca. No sé si alguna vez viste una de esas puestas en escena. Yo vi algunas y siempre me resultó un poco perturbador ver allí a los personajes que no deberían de estar viendo la escena y que, sin embargo, de una manera extraña, la están viendo, como si los personajes viesen lo que se trama contra ellos y no hiciesen nada, o no hiciesen nada más que levantarse de vez en cuando a cumplir su parte en la trama que los condena. En la película sucede algo así: a veces están al borde de la escena, a veces están en el centro, es como si se dieran el relevo. Y está esa sensación extraña de que todo, incluido lo que debería de ser secreto, en realidad es visto por todos.
La escena va de una inyección y por lo tanto va de una enfermedad. Podrías pensar que la enfermedad es importante en la película. La verdad es que ya he visto bastantes películas japonesas en las que de pronto una niña o un niño enferman y en ese momento da un vuelco la historia. Pero, si me lo permites, aún a costa de desvelarte un poco lo que pasa, te tranquilizaré: la enfermedad no es grave. Y todo es así en la película: nada es grave. O todo es grave pero nada tiene consecuencias directas e irreversibles. Es asombroso, la verdad. También es asombroso que sea asombroso. Al fin y al cabo debería de ser normal, lo evidentemente irreversible no es lo más habitual en la vida cotidiana. Pero en las películas parece que tiene que ser de otra manera, que si una niña enferma tiene que ser grave, que si un personaje tose, ya sabes, antes o después se tiene que morir. Esta película se salta todas esas reglas. O, más bien, parece que las ignora. Empiezo a pensar que Naruse en cada película experimenta muy seriamente con alguna de esas supuestas reglas de la escritura de los guiones, ya sea con los personajes, con sus motivaciones, con las leyes de la causa y la consecuencia o con otras que ahora no recuerdo o que todavía tengo que descubrir. Cada película explora una manera diferente y no ortodoxa de narrar, una manera que, inevitablemente, da una mirada nueva sobre el mundo, adaptándose quizás a la realidad que en esa película le interesa, encontrando la manera de narrar que se ajusta a esa realidad en vez de encajar esa realidad en alguna forma preexistente. En este caso, la realidad es la de una casa de geishas (aunque ya verás lo poco que se ve ese trabajo de geisha y de qué maneras más indirectas). Es una casa de geishas que va a menos, pero que no va a menos bajo la forma de una catástrofe, sino bajo la forma de una lenta, quizás irreversible, quizás no, decadencia. Cada dos por tres pasan cosas que parece que van a ser irreversibles, o que parece que se van a convertir en el hilo más importante de la historia, y cada dos por tres lo irreversible no acaba de suceder y ningún hilo narrativo se vuelve más importante que el resto. Hay un momento muy bello, por ejemplo, en el que Katsuyo está frente a la ventana, de noche, y su madre la mira. Entonces se ve en cielo la luz de dos rayos, y luego Katsuyo habla. Con ese silencio y esos rayos parecería que la película va a pegar un giro, que por fin se va a definir, pero no, nada de lo que Katsuyo decide en ese momento resulta ser tan importante. Los rayos han caído por la pura belleza del momento, nada ha cambiado con ellos, y la belleza no es el signo de nada más que de sí misma. No es que ese momento sea bello porque, de alguna manera, es más importante, es bello porque a veces pasa eso, que las cosas son bellas. Sin más.
Es cierto que al final oímos algo que podría ser un giro definitivo en la historia pero, para cuando llega ese momento, ya nos hemos entrenado tanto en no creer en lo definitivo que, como la película acaba cuando ese giro ha sido anunciado pero todavía no ha sucedido, podemos llegar a pensar que quizás no suceda, que probablemente todo seguirá yendo a mal pero que ese mal no será una catástrofe, será otra cosa, algo lento, algo parecido al aire que se respira, un aire dañino que va haciendo enfermar poco a poco. Y cuando los personajes intenten pensar en lo que les ha sucedido no lograrán recordar un momento decisivo, un momento en el que todo se torció, o, si logran recordarlo, en realidad lo estarán inventando, pues no hubo ningún momento tan puntual y preciso como una inyección. No dolía ná, dolía tó.
(A la deriva, Mikio Naruse)
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