lunes, 4 de noviembre de 2019

un crimen perfecto



Un zapato, un cigarrillo y un suelo de madera, no sé qué podéis adivinar con todo eso, con apenas eso, podríais jugar a adivinar la persona por el zapato, aunque en la película no es así, claro, sabemos de quién es ese zapato, pero hay veces que no lo sabemos, hay veces que vemos una mano que llama a una puerta, que vemos una pistola, que vemos una mancha en una puerta, y así de entrada no sabemos de quién son la mano, ni la pistola, ni la mancha, luego al poco lo sabemos, claro, pero durante un momento hemos tenido que imaginar, durante un momento no hemos tenido nada más que el pedazo, la parte por el todo, y en realidad el cine a menudo está hecho de eso, de pedazos del mundo, de pies sin persona, de pistolas sin mirada, de manchas sin causa, y veces esos pedazos son señales de algo, son indicios que hay que leer, son pistas que uno a pesar suyo deja, ese zapato, por ejemplo, es de un policía, y el cigarrillo en el suelo es el indicio de que se ha quedado dormido, por eso se le ha caído de las manos, y por lo tanto alguien, otra persona, el ladrón, puede, si quiere, escapar, y hay otra vez que un sombrero es una pista para el policía, otras que una mano nerviosa o un pie que tamborilea en el suelo lo dicen todo de un personaje, pero también hay veces que esos pedazos parecen no decir nada, una cafetera, una flor en una maceta, una botella caída y una mancha oscura en el suelo, no son pistas, no son indicios, son quizás recuerdos de que el mundo está ahí, de que el mundo siempre sigue ahí, material, constante, en esta película en la que el tiempo importa, el tiempo que parece demasiado corto y el tiempo que se alarga, son los objetos los que dicen el tiempo, son los objetos los que permanecen, a lo largo de la noche que cuenta la película, esto quizás lo podéis haber sentido a lo largo de vuestras noches en vela, los objetos que cada vez son más objetos, que cada vez están más ahí, existiendo todo el rato, a cada segundo, y quizás, bien pensado, esa cafetera y esa botella y esa flor que parecían no ser indicios de nada, no ser pistas que puedan torcer la evolución de la intriga criminal, quizás en realidad sí sean indicios, sí sean pistas, pistas de otro crimen que está teniendo lugar al mismo tiempo, pistas de otro crimen tan grande y tan permanente que no es visto, salvo en las noches en vela y en las noches de angustia, el crimen del tiempo pasando, el crimen del mundo existiendo, avanzando, devorando, el crimen del tiempo que quizás se le viene encima al policía que sujetaba el cigarrillo y que en realidad no dormía, o quizás sí, pero que en cualquier caso ha dejado de pensar que el crimen por el que iba a arrestar a un hombre fuese el crimen de verdad, le ha pasado algo, le ha pasado los objetos que ha visto, le ha pasado el sueño, le ha pasado el tiempo, le ha pasado la noche en vela, la noche sin más, algo ha comprendido, algo que ha sabido decir con un cigarrillo caído, con casi nada, con un pedacito del mundo. 
(La mujer de esa noche, Yasujiro Ozu)

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