jueves, 7 de noviembre de 2019

Nota sobre "El síndrome asténico"














"El síndrome asténico", aun siendo desigual y deshilvanada por momentos, tiene una gran ambición, la de captar "en caliente", sin posterior reconstrucción, el estado de la Unión Soviética durante la Perestroika, en pleno periodo de incertidumbre y transición. 

Ficción y documental siempre han ido de la mano en el cine soviético, íntimamente unidos, y aunque la cineasta no tenga las ideas claras sobre lo que está pasando la película capta ese devenir, el rostro de un país entero. El color de las calles, de las casas, del colegio, de los mercadillos, las caras de las gentes, el metro (nadie ha filmado el metro como Muratova), entre suma pobreza y un amago de libertad y de aire fresco con el que no se sabe todavía qué hacer. 

Hay una película dentro de la película, en blanco y negro, rodada al estilo de finales de los sesenta y principios de los setenta. El entierro de un hombre parece evocar el entierro de todo un país, de todo un sistema que se derrumba. Su viuda no lo soporta, se vuelve agresiva, recorre una y otra vez los pasillos del hospital en el que trabaja y donde no va a tardar en presentar su dimisión. 

De pronto la película se corta. Estamos en una sala de cine. La segunda parte, en color, empieza. Seguiremos entonces la vida de un profesor de inglés que padece el síndrome asténico. Pero, ¿acaso no padecen el síndrome asténico, o al menos sus primeros síntomas, todos sus personajes? Esa fatiga, esa desidia que provoca la falta de sentido en la vida. Las dos chicas de "Breves encuentros", la madre y el hijo de "Los largos adioses", el viudo y el hijo de "Entre las piedras grises"... Solo que antes los personajes podían aspirar a superarlo. En esta película no. 

El cine de Muratova siempre ha combinado maravillosamente lo íntimo y lo colectivo y una de sus características es la atención que dedica a cada ser, cada objeto, cada animal (¿quién ha filmado, aparte de Bresson, a los animales, tan bien como ella?), cada personaje que recorre, aunque solo sea unos segundos, la película: sus monólogos, sus historias, sus tristes soledades. 

Cuando ya no quedan ilusiones queda la lucidez, el humor, la mirada inteligente, ácida o tierna, sobre el mundo.   

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