domingo, 30 de enero de 2022

del eco


En español la película la han titulado La voz de la montaña. En inglés la titularon, creo, Sound of the Mountain. Esa voz de la montaña, creo haber leído en alguna parte, viene de la novela, de un pozo o de una fuente que está en la novela y no en la película (tendremos que leer la novela ¡no dirás que son malos deberes!) y de la que Kumiko saca un agua que viene de dentro de la montaña, un agua que es como la voz de las entrañas de la montaña, un agua, parece ser, buenísima para el té. La película se titula así en español y en inglés pero, al empezar la copia que vimos aquí, que tenía viejos subtítulos en inglés, apareció otro título: The Echo. Y pensé: ah, claro, la voz de la montaña es el eco, es la montaña que repite lo que gritamos y todo lo que, humano o no humano, suena con algo de fuerza, aunque luego en la película no hay realmente muchas montañas y no parece que haya ningún eco, como no hay ningún pozo ni ninguna fuente. No hay ningún eco montañoso, es cierto, pero ahora, pensando en algunas de las cosas que más me impresionan de la película, pensé que sí que hay eco, que quizás no hay nada más que ecos, una y otra vez, que esta es la historia del eco, de ecos aparentemente silenciosos que en realidad resuenan una y otra vez, resuenan en la sensibilidad de los personajes, resuenan en sus penas. 
Leí también que Yoko Mizuki, la guionista, escribía diálogos abundantes y que Naruse los recortaba mucho. Parece ser que ella reconocía la necesidad de esos cortes, pero su manera de escribir, de entrar en la historia, le exigía escribir muchos diálogos, aunque luego fuesen a ser recortados, quizás para que luego pudiesen ser recortados. (Cada cual trabaja y piensa con sus medios y su instinto y mejor no forzarlo demasiado, sobre todo si otro puede venir detrás a recortar lo que haga falta.) Esto ya te lo había dicho pero si lo repito ahora es porque pensé, un poco en broma, un poco en serio, que viendo cómo Naruse filma los diálogos, viendo el tiempo que le da a cada réplica, el tiempo de decir la réplica pero también el tiempo que la precede y el tiempo que la sigue, es normal que los recortase, si no lo hubiese hecho le habrían quedado películas de cinco horas. En realidad si Naruse recortaba los diálogos quizás fuese para poder cuidar de veras a los diálogos que finalmente filmaba, para poder darle a cada uno, por banal que parezca, el tiempo y el peso que merecen. Digo esto del peso y pienso que sí, que la palabra es esa, que los diálogos pesan, pesan como losas, pesan como piedras que golpean, como piedras que caen en el agua y se hunden y hacen ondas y poco a poco van haciendo desbordar el agua. 
Pensé por ejemplo en el momentito que he puesto antes del texto, esa réplica que, como los terremotos, tiene sus propias réplicas silenciosas. El marido habla, dos pequeñas frases banales y malvadas. Luego vemos a Kumiko. Vemos cómo gira la cabeza hacia el marido y cómo luego baja la vista. Vemos cómo se borra la sonrisa de su rostro (y para eso nada mejor que Setsuko Hara, una de esas actrices que casi parece que cambia de cara cuando pasa de la sonrisa a la seriedad y de la seriedad a la sonrisa). Luego mira hacia algo fuera de plano y se va. Ese algo hacia lo que miraba, lo sabemos en el plano siguiente, es el suegro. El suegro que levanta la mirada para ver el efecto de la réplica en Kumiko y que luego vuelve la vista hacia el marido, hacia el origen de la réplica. Así, en una réplica, tenemos el deseo de hacer daño del marido, el daño de Kumiko, la conciencia de Kumiko de que ese daño ha sido percibido por el suegro, y la percepción del suegro del dolor de Kumiko y de la maldad del marido, de su propio hijo. La réplica ha sido dicha una única vez pero en realidad la hemos oído tres veces, como si la hubiese repetido el eco de la montaña, la hemos oído en el marido, en Kumiko y en el suegro. La hemos oído en las réplicas de dolor que la réplica causa y que quizás empiezan en el marido mismo, que se hunde con gusto en su maldad, pero con un gusto que quizás algo le duele, y la hemos oído en la sonrisa que se desdibuja en Kumiko y en la mirada del suegro que, como si viese un partido de tenis a contratiempo, va del efecto a la causa, de Kumiko al marido. 
En realidad, pensé, toda la película es así. Este momento se podría haber limitado al marido que dice una réplica malvada y a Kumiko que se siente herida en silencio, pero hace falta la tercera parte. Toda jugada tiene que ser, al menos, una jugada a tres bandas (bueno, no sé yo si una jugada a tres bandas es eso, luego lo comprobaré). En esta película no hay relación que sea exclusivamente una relación entre dos personajes. Toda relación afecta, al menos, a un tercer personaje. En general a más. Y el daño que se hace se repercute, como un eco en otros. Pero lo terrible es que también el bien que se hace se repercute, convertido en daño, en los otros. En esta película parece que no se puede dar afecto si no es a costa de quitárselo a otra persona. El suegro, que tan bien podría caernos por el afecto que tiene por Kumiko,  prefería el hijo a la hija y, antes, prefería a la hermana de su esposa a su propia esposa. En esta película el verbo "preferir" es un verbo terrible. Es un verbo que solo aparece en frases acusatorias: preferías a otra persona y he tenido que vivir con eso. Como si el afecto que se tiene fuese limitado, como si el afecto que se da necesariamente se esté quitando a otra persona, como si, al igual que con el dinero, se fuese rico a costa de la pobreza de otros. En las películas de Naruse casi siempre falta el dinero y aquí también hay un personaje que pasa apuros (y una escena extraordinaria con unos billetes que se pretenden dar como compensación por un daño que no es económico), pero de pronto me parece que aquí, y quizás en otras, el afecto circula también como el dinero, que el afecto es siempre una forma de injusticia, y quizás por eso esta sea una película tan triste, porque no hay nada bueno que no sea, en algún punto del juego a tres bandas, malo. Quizás de ahí también ese final en ese espacio tan abierto, un espacio en el que al fin no hay paredes en las que pueda rebotar la bola, pero es que ya no hay familia, es que ya casi no hay relaciones, sólo en lo que no tiene mañana se deshace un poco la maraña, se olvida por un momento el peso de cada réplica. 
Y, por cierto, si hay Eco, ¿dónde está Narciso?
(La voz de la montaña, Mikio Naruse)

jueves, 27 de enero de 2022

con parche en el ojo

para C.R

¿Ves? Tienen palillos en la mano. Comen del mismo cuenco. Beben cerveza. Ella le mira y él no la mira. Al poco, él la mira y ella ya no le mira. Así van, lentos, un poco a destiempo. Por cómo están encuadrados la mirada de ella la vemos mejor que la mirada de él. Vemos que ella está triste. No vemos si él está triste. Quizás sí, pero sospechamos que no de la misma manera que ella. En dos días se van a tener que separar. Él se va a trabajar lejos de allí, a Hokkaido. Ella se queda. Son amantes pero ella no puede irse. Ella es una mujer "mantenida". 
Ninguno de los dos es un personaje central de la película. El hombre tiene una cierta importancia, es el hijo de una de las protagonistas. La mujer no ha aparecido antes y no volverá a aparecer después, aunque alguna vez han hablado de ella los otros personajes y alguna vez volverán a hacerlo. Pero en realidad los otros personajes y nosotros mismos no sabemos casi nada de ella. Saben lo que he dicho en el párrafo anterior, que es la amante de este hombre joven y que al mismo tiempo es la amante de otro hombre que tiene más dinero. De eso deducimos que a ella le gusta este hombre que está a punto de irse. Que le gusta este hombre y que se queda con otro hombre que le gusta menos. 
Sólo la vemos en esta secuencia y quizás lo que mejor recordaremos de ella sea la tristeza y, sobre todo, el parche en el ojo. Es un parche inesperado. No sabremos mucho más de ese parche (aunque me pregunto si para un espectador japonés de esa época ese parche podía hacer referencia a algo más evidente). En un momento de la secuencia ella se lo quita y le pregunta a él si todavía tiene el ojo rojo. Es lo único que dice en la secuencia (y en la película). Él le responde que no especialmente. Y ya está. Parece que lo que le pasa en el ojo no es nada grave. Es un pequeño estorbo pero que cae justo dos días antes de que su amante se vaya lejos. Es una de esas cosas pequeñas pero puñeteras que parece que solo suceden cuando de verdad molestan. A la tristeza de ella por la partida de él se le añade, creo, la tristeza menor, incómoda, un poco ridícula, triste porque precisamente en un momento así no se quiere ser ridícula, de no tener en esa ocasión la mejor cara posible, de que él se lleve de ella una imagen con parche o con ojo irritado. Ella sabe que en la distancia esos pequeños detalles pueden pesar mucho y pueden acelerar el desgaste del amor. En esta película la vida es así, llena de estorbos. Algunos de esos estorbos son más graves que este parche. Pero casi todos tienen algo parecido. Son aquello que pone la zancadilla cuando se querría estar pensando en otra cosa. Aquello que ni siquiera deja estar triste tranquila. Aquello que no se puede controlar, que te irrita el ojo sin que sepas el porqué. 
Al personaje sólo lo vemos en esta secuencia pero el detalle del parche, y el hecho de que ese detalle no se explique ni se resuelva, hace desbordar al personaje, nos hace presentir cosas de ella que nunca veremos. Es una película en la que siempre hay algo más que ver, otra cara de una situación. A veces vemos ese algo más, a veces un simple detalle nos hace adivinar que hay aún más. 
Dije que ni el hombre ni la mujer son personajes centrales de la película pero en realidad ningún personaje de la secuencia lo es. Aparecen, además, una mujer, dos hombres y un niño. A uno de esos hombres y a esa otra mujer, que son los que llevan el bar, los vemos en otros momentos de la película. Hay cosas que nos podemos preguntar sobre esa pareja que lleva el bar. Cosas que podemos imaginar por cómo se hablan y se reparten el trabajo (y mira cómo mira el hombre a la mujer cuando esta habla de buscarle un marido a la madre del hombre joven, y cómo mira la mujer al hombre cuando este se queda mirando a la mujer del parche). Pero también eso queda fuera de la película, parte sumergida del iceberg. 
Al principio de la secuencia sólo vemos a los amantes y luego van apareciendo los otros personajes, primero el hombre, luego la mujer. Cada uno aparece con una frase. En esta secuencia hay, más o menos, un plano por réplica (las réplicas no siempre son habladas, a veces basta con una mirada). Cada pequeña frase tiene su tiempo, sin que ese tiempo sea subrayado. Cada frase se escucha (o se lee en los subtítulos) y se comprende. Cada réplica, al ir en un nuevo plano, da una nueva perspectiva sobre el espacio. Aquí las réplicas juntan los pedazos de un espacio que nunca vemos completo, porque en realidad nunca se puede ver un espacio completo. La realidad, en esta película, nunca puede ser vista de una sola vez y en realidad nunca puede ser vista del todo. La película nos enseña que siempre puede haber otros pedacitos de espacio, de vidas, de detalles, que den un nuevo sentido. En cierto modo es una película hormiguita para espectadores hormiguita, un trabajo pedacito a pedacito e interminable. 
Esta no es, en realidad, la mejor secuencia de la película (las hay más largas, más complejas, más impresionantes), aunque en realidad en esta película no tiene sentido hablar de secuencias mejores, porque toda secuencia es piedrecita suplementaria que da una perspectiva nueva a lo que nos mostraron las anteriores, que a su vez será completada por las que sigan. Así funcionan también los planos dentro de la secuencia. Así funcionan, quizás, las vidas de los personajes, día a día, momento a momento, en una continuidad que a veces agota, que a menudo decepciona, y ante la que no saben si ahorrar o gastar.  
Hablé antes de la irritación en el ojo, estorbo menor, y ahora me doy cuenta de que hay otro estorbo menor en la secuencia, esa especie de cortina corta que casi hace caerse el sombrero del hombre que se asoma apenas un momento, preguntando por otro (y puedo decirte ahora que ese hombre por el que pregunta es un pequeño estorbo que en otro tiempo fue un estorbo casi mortal, porque también como estorbos podemos venirnos a menos). Esa cortina corta, que parece ser a las cortinas lo que las minifaldas a las faldas, ¿para qué servirá? ¿Tú sabes? Al principio de la secuencia la está poniendo ahí el señor del bar y esa acción le da movimiento al fondo del plano. En el siguiente plano, cuando el señor entra, la tiene que apartar con la mano, y eso le da un algo suplementario a su movimiento. En otra secuencia, en otro lugar, una cortinilla parecida estorba brevemente el verle la cara a otro personaje e impide que ella vea bien lo que tiene delante, en un momento en que el personaje está molesto y esos pequeños incordios la ponen nerviosa. Así que esa cortina corta debe de tener su utilidad pero en la película, discretamente, sirve sobre todo para estorbar, es una más de las molestias que la vida cotidiana nos pone a la altura de la cabeza, impidiendo que veamos bien, obligándonos a agacharnos. Y todo eso que impide ver, que obliga a agacharse, crea, al mismo tiempo, los detalles que son la vida misma de la película, tantos detalles por ver que resulta casi agotadora. Detalles que nos enseñan que el mundo puede ser, para el ojo, agotador e inagotable. 
(Crisantemos tardíos, Mikio Naruse)

sábado, 15 de enero de 2022

los durmientes




Esta es una película sobre un asalto a un tren y es, sobre todo, una película sobre la huida posterior a ese gran robo, aunque la palabra huida hace pensar en prisas y en desorden y, sin embargo, esta huida está muy bien planificada, está hecha, como todos los planes, contra el desorden y contra las prisas. 
Esta es una película con coches y camiones, con oro y con pistolas, con planes inteligentes y con imprevistos peligrosos y es, también, una película con durmientes. A lo largo de la huida, a lo largo del tiempo y del espacio que recorren, los personajes, por turnos, duermen. No es que no estén nerviosos. No es que no tengan miedo. Todos están, cada cual a su manera, nerviosos. Sin embargo, duermen. Quizás sea por disciplina: conseguir dormir y, por lo tanto, estar fresco cuando se está despierto, es parte del plan. Al atracador que ha elaborado el plan una vez le oímos insistir en eso: a pesar de que no han acabado los peligros, ahora, en este preciso momento, es hora de dormir. Y en cierto modo ese dormir y hacer dormir a los demás va bien con su carácter, con su aparente tranquilidad, que nunca sabremos del todo lo que tiene de natural y lo que tiene de autodisciplina, o hasta qué punto en él ya la autodisciplina y lo natural se han confundido. 
Quizás, más allá de la disciplina y de los planes, lo que sucede es que la huida se desarrolla en el tiempo y que a todo cuerpo le llega, al cabo del tiempo, el cansancio. Es una película en la que hace falta hacernos sentir que el tiempo y los kilómetros son los que son y que no hay manera de saltárselos, así como en la vida real uno no puede saltar a la secuencia siguiente, 600 kilómetros más lejos, o 1000, o 2000, sino que tiene que recorrer cada uno de esos kilómetros. Hay que sentirlo de manera precisa y al mismo tiempo la película tiene que ser breve y tiene que saltar los kilómetros por centenares y el tiempo por horas. El truco (pero a veces es en los trucos donde se esconden las verdades más importantes) son los durmientes. Sentir, al ver a los durmientes, al verlos dormidos, y también al verlos despertar, que ha pasado el tiempo suficiente para que les fuese ganando el cansancio y que ha pasado también todo ese tiempo del que no han sido conscientes, todo ese tiempo en el que, gracias al sueño, han conseguido escapar del miedo y del tiempo. Sentir, quizás, que esa tensión, al prolongarse, empieza a ser otra cosa, que los personajes, por un hábito que les viene de antes o por un hábito que van tomando ahora, son capaces de dormir en medio de la tensión y de la incertidumbre (porque esta es también una película sobre la incertidumbre, sobre no saberlo todo, sobre jugar en desventaja y sin saber cuales son las cartas del adversario, en este caso la policía). La tensión, en cierto modo, por prolongarse en el tiempo, se ha relajado un poco o, más bien, la tensión se ha convertido en el aire que respiran los personajes, en la realidad en la que viven, una realidad en la que, como en todas las realidades, tarde o temprano hay que dormir, aunque no puedas saber dónde ni cuándo despertarás, aunque no puedas saber si al despertar tu realidad seguirá siendo la que era al quedarte dormido o si el mundo, mientras dormías, te ha estado preparando un nuevo peligro sin vuelta atrás. 
(Plunder Road, Hubert Cornfield)

miércoles, 5 de enero de 2022

allá junto al río


Son las manos de una obrera y de un obrero. Ella es del sur. Él es del norte. Viven y trabajan en el norte. Se quieren. Se quieren de una manera extraña. Bueno, quizás lo extraño es sobre todo la manera de ella. Una manera imprevisible. Siempre cambiando de idea. En realidad ella no para de pensar. Es una máquina de pensar. Está en una situación nueva y la reevalúa constantemente. Por eso es imprevisible. Es raro un personaje que piensa tanto, constantemente. Que tiene ideas. Stefania Sandrelli, la actriz, hace maravillas con eso de tener ideas, con eso de que se note que está pensando. Lo logran ella y el guión, que le da innumerables ocasiones de darle un vuelco a las situaciones. Un personaje que piensa también es eso, es un personaje que actúa, que en sus actos y en sus palabras vemos que ha pensado. Y es, también, una actriz que tiene un sentido del ritmo que hace visible cómo aparece la idea y cómo la idea se transforma en acto. 
Esta es una secuencia tan llena de cosas que enumerarlas marea un poco, porque en cierto modo habría que contar toda la película. Hay un río contaminado. Él y ella han ido allí para alejarse del mundo de la fábrica, porque él recordaba el río bonito y limpio (era un recuerdo de infancia), pero lo que se encuentran en el río es, de nuevo, el mundo de las fábricas, el río lleno de espuma. Entonces ellos se sientan y hablan. Es uno de esos momentos en los que ella, a cada rato, es imprevisible (de verdad, tenéis que verla y oírla, no os lo puedo contar todo). Él acaba por levantarse e irse, exasperado. Ella grita y se deja caer al suelo, llorando, o haciendo como que llora, o las dos cosas al mismo tiempo (ella es así, puede llorar y hacer como que llora al mismo tiempo, lo verdadero y lo falso no son en ella algo que se opone). De pronto ve algo y deja de llorar, o de hacer como que llora. Ve, entre la basura, pajaritos muertos. Pajaritos muertos, suponemos, por la contaminación. La panorámica por esos pajaritos es un momento increíble, inesperado. Luego volvemos a verla a ella. Ahora está seria. Emocionada, en realidad. Se podría decir que sabemos que está emocionada porque no expresa nada. Porque sabe que ante ciertas cosas es necesario el silencio y la atención.  Con sus manos enguantadas (guantes de lana) coge los pajaritos. Volvemos a ver su rostro. Llora. Antes lloraba ruidosa y sin lágrimas. Ahora llora en silencio y con lágrimas. Él vuelve con la moto (nunca se pueden alejar de veras el uno del otro, siempre vuelve él o vuelve ella), en un plano amplio (hace un rato, por cierto, que suena música) y la descubre a ella arrodillada, haciendo algo que él, de entrada, no puede comprender, y que nosotros sí comprendemos porque ya hemos visto a los pajaritos muertos. Ella, con las manos (se ha quitado los guantes, se puede estropear las manos, al fin y al cabo lo hace todos los días en la fábrica, pero no los guantes), está escarbando el suelo, y nosotros entendemos al momento que quiere enterrar a los pajaritos. No es esta una película en la que se pueda salvar a los pajaritos pero es una película en la que se puede enterrarlos. Quizás, en cierto modo, toda la película sea así. (Quizás, ahora que lo pienso, no sea la única película de Comencini así, una película que delicadamente entierra pajaritos que no puede salvar (pero sin dejar, por otra parte, de mostrar qué es lo que mata a los pajaritos).) Él se acerca (y el plano en el que él se acerca no es largo pero se toma su tiempo, no es un plano que sirva simplemente para que él se acerque, quizás sirve para que sintamos una vez más esa distancia que él tiene que recorrer para acercarse a ella, esa distancia que nunca acaban de recorrer el uno hacia el otro, o quizás ese plano tenga que tomarse un poquito de tiempo porque esta es una secuencia de los dos, de ella ante los pajaritos pero también de él ante ella y ante los pajaritos, y ese estar juntos es una cuestión de tiempo y también una cuestión de mirada, el tiempo de ella mirando a los pajaritos, el tiempo de él mirándola a ella). Él le pregunta qué hace y ella le responde: "entierro a los pajaritos muertos". Él viene junto a ella, se quita un guante y saca su navaja (una navaja pequeña, me dan ganas de decir que es un cortaplumas). Con la navaja pincha en la tierra para ablandar la tierra y que ella pueda escarbar con más facilidad. Él pincha, ella escarba. Se dan el relevo. Es bonito, creo, o justo, que él no se ponga a escarbar como ella o en el lugar de ella, que él la ayude a hacer mejor lo que ella ya estaba haciendo. Diría que hay algo ahí sobre el amor que él siente por ella, sobre cómo quiere quererla. Es bonito que él haya pensado en eso. En sacar la navaja. Tan rápido. Sin hacerle más preguntas sobre lo que ella hace pero también sin hacerse él mismo más preguntas. Sabemos que no se hace más preguntas porque con su acto, sacar la navaja, vemos que, ante lo sorprendente de ella, lo que él ha pensado es en el aspecto práctico: cómo hacer más fácil esa tarea. Y además no puede dejar de mirarla. Y la besa. Y tras el beso ella pone, uno a uno, los pajaritos en la tumba improvisada. Y cubren de tierra a los pajaritos. Luego habrá alguna frase más y se besarán en ese rincón que antes era bello y ahora es basura. Se besarán y el plano será bello y al mismo tiempo será un plano con basura. Toda la secuencia es así. Nada más bonito y nada más terrible que todo lo que pasa con esos pajaritos muertos, esos pajaritos que no hay manera de salvar pero que hacen nacer en ella y él esos gestos tan bellos. Con la muerte que viene de la fábrica hacen eso. No sé si es poco o si es mucho. No sé si la película lo sabe. Me pregunto si la película no duda también de sí misma. Duda pero a pesar de todo no para de inventarse momentos así. Ante la duda, inventar detalles. Hay, por ejemplo, una maleta llena de patatas que tiene mucha gracia. Esa maleta llena de patatas es como el reflejo de estos pajaritos. Es algo que quiebra el tono y que al mismo tiempo le da sentido a todo. Esos pajaritos, esas patatas, son el cineasta y el guionista inventando, dándoles todo lo que pueden a los personajes pajaritos, contándonos su historia al mismo tiempo con guantes y con las manos desnudas, haciendo como que lloran y, al mismo tiempo, de veras llorando. 
(Delitto d'amore, Luigi Comencini)

viernes, 1 de octubre de 2021

para ir rápido, lentamente


De pronto los soldados han entrado, veloces. Luego se han quedado inmóviles. Quieren llevarse a Yang Kwei Fei para ejecutarla. "Dése prisa", le dicen. Y ella no se da prisa. Se mueve lentamente. O sí se da prisa, según se vea, porque se mueve lentamente pero sin dudar y la ausencia de duda ya es una velocidad. La decisión ya está tomada. La velocidad que hace decidir lo irreversible ya ha tenido lugar en ella, sin que podamos decir con precisión en qué momento ha sucedido. Y, pasada esa velocidad, no hay razón para darse prisa. Al contrario, quien ha tomado una decisión como esa puede permitirse todas las lentitudes. Quien ha tomado una decisión así se vuelve un ser singular, fuera del tiempo, en otro tiempo, y puede crear su propio ritmo, puede legar eso, un ritmo nuevo, un momento de lentitud. 
(Ahora pienso, una vez más, pero son cosas mías, que ciertas actrices, ciertos actores, ciertas estrellas, lo que tienen de singular es eso, una lentitud particular, un ritmo que deshace los otros ritmos, que suspende el tiempo. Pienso sobre todo en Henry Fonda porque lo sentí viéndole en Jesse James pero hay más. El tiempo de las estrellas, lejano, es otro.)
Esta es una película veloz, veloz y lenta al mismo tiempo. Sus lentitudes son visibles. Sus velocidades son, en gran parte, invisibles. Momentos esenciales son contados sin que los veamos, en las elipsis entre una secuencia y la que sigue. Por dar un ejemplo, que tampoco es de los más elípticos: al final de una secuencia en la que Yang Kwei Fei habla con un general sabemos que ella va a tener que tomar una decisión y hablar o no con el emperador de ciertos temas. La secuencia siguiente empieza con ella sentada y el emperador de pie, de espaldas a nosotros. Los dos están en silencio. Luego, sin decir una palabra, el emperador se aleja hacia el fondo del plano, se da la vuelta, se sienta y, por fin, habla. Al oírle, por lo que dice, entendemos que Yang Kwei Fei ya ha tomado su decisión y ya ha hablado. Ese momento ha sucedido en elipsis y el resto de la conversación nos va a hacer imaginar esa parte sumergida de la escena, esa parte que nunca veremos. Algo ha quedado fuera de la película para que, al mismo tiempo, en esta secuencia nos pudiésemos tomar el tiempo de ese silencio inicial, ese silencio suspendido. La velocidad de las elipsis, la velocidad de lo invisible, permite la lentitud de lo visible, permite que lo visible sea siempre un presente que dura, que se toma su tiempo. La película no respiraría, creo, sin ese ir y venir entre lo visto y lo no visto, entre lo contado y lo contado, entre lo veloz y lo rápido. 
(Una de las dificultades al escribir un guión, creo, es llegar a esas elipsis, llegar a dejar fuera lo que no necesita ser visto, comprender que ciertas escenas que uno no consigue escribir pero que, por lógica o rutina, le parecen necesarias, en realidad no lo son o, mejor dicho, deben ser escenas sumergidas, escenas que funcionen por su ausencia, para que así las escenas que sí son vistas se tomen el tiempo que necesiten y, quizás, también, porque hace falta sentir que las secuencias que se ven no son todas las secuencias posibles, que algo queda fuera, que el mundo de la película desborda de la película misma, desborda del marco.)
Hace demasiado tiempo leí sobre pintura china y me quedó el recuerdo de algo así. Lo pleno y lo vacío, decían en el libro, o en uno de los libros (había más, el del monje Calabaza Amarga, por ejemplo), los paisajes en los que importaba tanto lo pintado como lo no pintado, lo que se adivinaba tras brumas, nubes o, simplemente, superficie intacta, pues en aquella pintura no hacía falta que toda la superficie estuviese cubierta. Había, quizás, algo sobre la respiración. Quizás no. Yo recuerdo algo así o quiero recordar algo así al pensar en la película. Una respiración entre lo mostrado y lo no mostrado, entre lo contado y lo no contado, entre lo visto y lo imaginado. Son, quizás, ideas muy obvias, que de una u otra manera están en toda película, pero de pronto en esta película (y en otras de Mizoguchi) esas ideas se me hacen muy visibles y me importan. (Por otra parte, esta es una autoescuela, lo pone ahí arriba en el encabezado, y las autoescuelas también están ahí para verbalizar cosas muy obvias, cosas sobre la velocidad por ejemplo, cosas como: sobre mojado la frenada es más larga que sobre seco.)
Y, según iba pensando en esto, pensé también en la belleza de los decorados. Casi toda la película, intuyo, está rodada en estudio (hay un plano con caballos que quizás no). La belleza del decorado está en lo construido, en las telas, columnas, paredes, suelos y muebles, pero también en los fondos que parecen pintados, pintados con pintura y con luz, abstractos. Son abstracciones del cielo, de una pared de palacio, de un atardecer, de una montaña lejana. Fondos que, quizás, de otra manera, también introducen lo invisible, lo apenas esbozado, en la imagen misma, en lo visible, sin que nos demos cuenta de que nosotros mismos, con nuestra imaginación, los completamos y que quizás, si todo nos parece tan bello, si nos sentimos tan enredados por la imagen, también es porque esta está incompleta en la pantalla y solo termina de hacerse en nosotros, en nuestra imaginación, en nuestra atención, con esa velocidad que tiene a veces la imaginación, tan rápida que nos hace ver lo invisible sin que nos demos cuenta del truco, sin que nos demos cuenta de que nosotros mismos somos parte del juego, somos parte de la película haciéndose, respirando con ella. 
Pensé, quizás, algo más, pero ahora no lo recuerdo. Fue ayer noche. Lo que pensaba venía y se iba. De alguna manera era agradable que se fuese, que no se quedase. 
(La emperatriz Yang Kwei Fei, Kenji Mizoguchi)

sábado, 10 de julio de 2021

al momento

Es, aunque quizás no lo podáis adivinar en este fotograma, un rodaje. Ahí delante, con la camisa blanca, cronómetro en mano, la script. A la izquierda, el ingeniero de sonido. A la derecha, con un candelabro en la mano, el atrecista. Más a la derecha, el foto fija. Todos concentrados y al mismo ritmo. Por primera vez en este rodaje todos igual de atentos a lo que está siendo filmado, pues hasta ahora parecía que los ajetreos amorosos y prácticos se comían siempre a la película que estaban haciendo. 
Pero al fondo un cuerpo va hacia otro. Parece que van a chocar. El que vemos de frente, con apresurada preocupación, es el productor. Aquel del que apenas vemos un brazo dentro de un jersey verde y blanco es el ayudante de dirección. El productor acaba de irrumpir veloz y agitado en el rodaje, a punto de quebrar el ritmo y la concentración de todos los demás. El ayudante de dirección acude a él para detenerle, para que calme su agitación al menos el tiempo que tarda en rodarse el plano, los pocos segundos armoniosos, quizás un minuto, tan difíciles de conseguir, tan difíciles de proteger en el caos del rodaje. 
Nosotros hemos empezado la escena con el equipo de rodaje, no con el productor, y es uno de los pocos momentos en los que sentimos que esa película que están rodando, "Os presento a Pamela", quizás pueda tener sus momentos de belleza, porque hasta ahora, salvo un par de planos, prometía más bien poco. Así que estamos con el equipo de rodaje y con la sensación de que ahora, por fin, está pasando algo importante. Cuando llega el productor agitado no podemos evitar pensar que aquello que agita al productor no puede ser tan importante, que si se pusiesen en una balanza el motivo de su agitación y la concentración del plano que se está rodando, todo iría a favor de la concentración y en contra de la agitación. Porque además al productor hasta ahora lo hemos visto siempre con una ligereza simpática y al verle agitado si acaso intuimos problemas materiales que está bien dejar de lado por un momento, por unos segundos, el tiempo de un plano que funciona. 
Entonces terminan de rodar el plano y el productor, por fin, puede dar su noticia: uno de los actores ha muerto en un accidente de coche. Cambio de perspectiva. Cambio de medida. De pronto el peso del plano rodado aparece muy leve comparado con la muerte del actor, con la muerte de un hombre. Lo que hace apenas unos segundos era importante se ha vuelto fútil, la importancia de las cosas es siempre relativa y cambiante. 
En esta película hay, creo, constantes movimientos como este. Constantes cambios de importancia. Hay, sobre todo, la importancia de las historias de amor y la importancia de la película que se hace. Alguien quiere renunciar al cine por una historia de amor que va mal, porque el amor y la vida, según ese personaje, son siempre más importantes que el cine. Pero al poco otro personaje consigue convencernos de que en realidad las historias de amor vienen y se van y aunque duelen no pueden gobernarlo todo, no pesan tanto como para renunciar al cine o, más bien, a cierta idea de profesionalidad. En el rodaje todos viven su propia historia pero al mismo tiempo son responsables los unos respecto a los otros, dependen los unos de los otros. Quizás por eso la película que ruedan, "Os presento a Pamela", no tiene que ser muy prometedora. No es el Cine, en plan ideal, lo que es importante, es el cine como profesión, es la idea misma de profesión y la responsabilidad que eso implica, la interdependencia de los unos respecto a los otros. El personaje de la actriz inglesa, Julie Baker, trae con ella esa historia, el ambiguo y complicado aprendizaje de la responsabilidad. De tan responsable que se siente respecto a la continuidad del rodaje está a punto de echarlo todo a perder, de confundir amor y profesionalidad hasta el punto de anularlo todo. 
O quizás "Os presento a Pamela" tenga que prometer poco porque la película también trate de eso, de hacer una película que quizás no sea tan buena como la idea que uno se hacía del cine, como el ideal del cineasta que sueña o recuerda, o recuerda soñando, cómo de noche iba por las calles desiertas para con un bastón robar las fotos promocionales de Ciudadano Kane. Este cineasta que hace "Os presento a Pamela" está ahí, haciendo esa película, porque existen o existieron Welles, Dreyer, Lubitsch, Buñuel, Godard y otros, citados todos en un paquete de libros que recibe, porque existen y existirán las películas que ellos hicieron. Sabe, creo, que la película que está haciendo no está a la altura de ese ideal. Y sin embargo sigue haciéndola, no solo por profesión, por algo más, improvisa diálogos, cambia detalles, y poco a poco algunas de las escenas que vemos de la película que están rodando mejoran un poco, consigue que algunas, de una u otra manera, estén vivas, tengan algo inesperado, como por ejemplo cierta fría resolución de amor a través de una ventana bajo la lluvia, un diálogo que parecía de telenovela y que de pronto, gracias al tono de los actores y al encuadre, suena diferente.
Quizás esta sea una película sobre cómo saber que Dreyer existe y aún así rodar "Os presento a Pamela". (Y, bueno, no olvidemos que Dreyer renegó, como si fuese mediocre, de una película tan bella como Dos seres.) Quizás esta sea una película sobre, en cierto modo, la banalidad. Tener cierto ideal del cine y cierta idea del amor ("¿crees que las mujeres son mágicas?", va preguntando el personaje del joven actor, y cada cual le da su respuesta) y ver cómo ese ideal choca con la realidad, o cómo ese ideal convive con la realidad. Conseguir que convivan ideal y realidad. No caer en el cinismo pero tampoco negar la realidad, porque quien niega la realidad no pinta nada en un rodaje, que es una sucesión de problemas materiales, ni pinta nada, quizás, en el amor, que tiene que ser al menos cosa de dos y donde no se le debe negar la realidad a la persona amada forzándola a ser un ideal, pero tampoco se debe descreer de lo que de ideal hay en la persona amada. 
Quizás esta sea una película sobre lo que pasa después de la decepción de un ideal. Cómo seguir viviendo, haciendo cosas, amando, cuando ya no se siente que se esté viviendo un absoluto, cuando se acaba el ideal que nos daba fuerzas y entonces descubrimos las fuerzas que nos quedan y aprendemos lo que podemos hacer con ellas. Aprender a vivir tras la decepción. Como dice el director en off: llegada la mitad del rodaje uno siente que la película no estará a la altura de lo que imaginaba y entonces se dedica a cuidar lo que queda, a darle vida a las escenas, por así decir se dedica al cultivo del presente, el presente de cada escena que rueda, intentando que algo, por momentos, vibre, que algo, por momentos, lleve alguna huella de verdad. Aprender a darle el peso justo a cada cosa o, quizás, aprender que el peso de las cosas es cambiante, depende del momento, y que para hacer una película, como para tantas otras cosas, hace falta una ciencia del momento y no de las esencias. 
(La noche americana, François Truffaut)

lunes, 7 de junio de 2021

difícil


¿Veis el plano? Quizás lo hayáis reconocido, o quizás lo hayáis imaginado: es alguien en pleno acto de atracar un tren. Es Jesse James. Ha galopado hasta poder encaramarse al último vagón y va por ahí arriba, entre audaz y preciso, avanzando de vagón en vagón, hasta llegar a la locomotora para hacer que la detengan a punta de pistola. 
En el plano hay como dos mundos, un mundo del afuera, de la noche, que es un mundo azul, un mundo de sombras. Es el mundo por el cual avanza Jesse James. Y hay un mundo del adentro, de los vagones, que es un mundo de colores cálidos. Es el mundo de aquellos que los trenes los usamos para viajar dentro. 
En el plano hay varias velocidades. El tren avanza veloz, con la fuerza sonora de su traqueteo y de su silbato. Jesse James avanza sobre la velocidad del tren. Y en los vagones los viajeros avanzan, inmóviles, a la velocidad del tren. Las sombras de los árboles, inmóviles de veras, son atravesadas por esos mundos que avanzan. Las sombras de los árboles no avanzan y sin embargo son lo más fugaz del plano. Por momentos Jesse James se confunde con ellas. Podría desaparecer en ellas pero siempre reaparece. 
La película, quizás, trata de esas velocidades y de esas luces. En esta película esas luces de los interiores casi siempre tienen un tono cálido. Son las luces del hogar. Deberían de ser la luces de la seguridad y sin embargo casi siempre las acompaña la amenaza. Por una luz en un interior, que en realidad es el fuego de un incendio, muere la madre de Jesse James. Una luz puede traicionar.
Jesse James se refugia varias veces en las luces de sucesivos hogares pero siempre tiene que salir huyendo y al huir tiene que pedir que apaguen las luces, para no ser visto, para ser una sombra más, para ser parte de la noche oscura y azul. Jesse James siempre está, como en este plano, corriendo en la inquietud del azul y del afuera. Jesse James es aquel que corre mientras otros, por él, permanecen inmóviles, permanecen en la luz cálida. Me recuerda un poco a aquel título de John Le Carré que yo entiendo, quizás equivocadamente, no como el espía que surgió del frío sino como el espía que se refugió del frío, el espía que acá dentro llegó desde el frío del afuera. Pero parece que quien viene del afuera ya siempre trae consigo el frío y no hay hogar posible para él, no hay hogar inmóvil que no se le pueda volver, en cualquier momento, un afuera, un lugar del que huir corriendo. El espía y Jesse James siempre estarán afuera. 
En este plano, la verdad, uno todavía quiere estar con él ahí afuera, corriendo por el techo del tren, y no en los vagones cálidos. Uno quiere estar con él pero al mismo tiempo siente que no podría, porque lo que hace es muy difícil. Uno podría, si acaso ser parte de la banda, ser de los que cabalgan junto al tren, pero no ser aquel que corre por el techo del tren. No es del todo humano, es otra cosa, es una sombra, es una belleza que se confunde con la noche. O es, quizás, el recuerdo de que los humanos también podemos ser, a veces, más que humanos, podemos ser más veloces que el tren, podemos ser azul y noche, podemos ser tan ligeros como una sombra. 
El plano es, también, increíblemente difícil, tan difícil como correr por el techo de un tren. Y tiene, en cierto modo, la calma, la voluntad y la seguridad que hay que tener para hacer eso, correr del último al primer vagón, 
El plano es tan bello que, quizás, se olvida su dificultad. El plano tiene esa generosidad. Como el hombre que al correr por encima del tren nos hace creer que, de alguna manera, para él es fácil porque él es otra cosa, no es del todo humano, es sombra. El plano aparenta la ligereza de la sombra. El plano quiere lo más difícil y lo logra, como si fuese evidente, como si la manera más difícil fuese la única posible, la única que de veras cuenta lo que en ese momento está pasando, esos mundos avanzando a toda velocidad a través de la noche. 
Es un plano asombroso. Quizás discretamente asombroso. Lo de que sea discreto no lo sé. Pero asombroso es y el asombro, aquí, creo, provoca alegría. Porque, al menos en esta parte de la película, también hay alegría en esa vitalidad del afuera. Importa sentir esa alegría y belleza de Jesse James en ese momento para que luego puedan suceder otras cosas, para que su imagen se pueda volver más compleja. Ese afuera es lo más bello de la película, aunque sea también invivible, aunque no pueda durar, aunque acabe por no tener escapatoria. Haber sido esa belleza tiene un precio. Por haber sido aquel que saltaba de vagón en vagón, por haber sido algo más que humano, ya no puede volver a vivir en la comunidad de los humanos. 
Hay, sin embargo, otros planos asombrosos en la película, y esos planos sí que son, yo diría que sin duda, discretos. Me refiero a algunos de los largos planos de la novia (y después esposa) de Jesse James, Zee. Son planos en los que ella habla, a su ritmo, separando las frases, convencida, decidiendo por dos veces cuál va a ser su vida. En esos planos, la actriz va de frase en frase, de idea en idea, igual que Jesse James va de vagón en vagón, y la cámara y el cineasta confían en ella tanto como confiaban en el hombre sombra que corría sobre el tren. Esa confianza en la actriz, ese derecho del personaje a ir hasta el final de su pensamiento sin ser interrumpida, con el esfuerzo y la determinación que supone, son quizás el contrapeso de esa ligereza vuelta condena de la sombra Jesse James, son el recuerdo de otra manera de estar en el mundo, de afirmarse, queriendo ser aquello que permanece, queriendo ser, en cierto modo, ni viajero en vagón ni atracador nocturno ,queriendo ser, quizás, inmóvil, árbol. La película, en cualquier caso, por su manera de filmar, por manera de confiar en ella, nos muestra que  esa vida que al querer estar inmóvil puede pasar por la memoria tan fugaz como los árboles vistos desde el tren, es sin embargo una vida que tiene su tiempo propio y su historia, una vida que es, también ella, asombrosa y difícil.
(Jesse James, Henry King)