Al llegar la mañana, ríe.
Al salir el sol, al hacerse la luz sobre sus inventos, sus monigotes que caen y se levantan y que en la oscuridad de la noche parecían fantasmas, ríe.
No es que ría un poco, eh. Ríe mucho. Una y otra vez. Junto a cada invento, ríe.
Ja, ja, ja, ja, ja, ja...
Ríe que suena falso, que suena demasiado.
No es una risa triste, ni nerviosa, creo, es algo así como la euforia del que al amanecer ve el éxito de sus inventos. La euforia de la inteligencia que ve su poder realizado, confirmado por la victoria.
Él es todo estrategia, todo inteligencia previsora, en la noche sus manos no han tocado a ningún enemigo, no se ha manchado de sangre, no se ha lanzado sable en mano exponiéndose a matar y a ser matado. Él es, dicen, dice, un erudito.
En la batalla tuvo una frase terrible. Allí, en la oscuridad, la señorita Yang, la heroína, tenía a un enemigo a la punta del sable. El enemigo pide clemencia. Y entonces el estratega surge de la oscuridad, como un fantasma, y dice: tu indulgencia estropeará nuestro plan de acción. La señorita Yang ya no duda, hunde el sable en el pecho del enemigo.
La película es muy extraña. Hay escenas larguísimas y planos tan rápidos que apenas se ven.
La risa del estratega al amanecer es una de esas cosas que duran. Plano a plano dura. Se para y vuelve a empezar, se para y vuelve a empezar. Hasta que de pronto su pie tropieza con un cadáver. Entonces se detiene la risa. Entonces el estratega ve.
Ya no ve los monigotes por él inventados. Ve los cadáveres. Ve el campo de batalla.
Ve el día de la noche triunfal de su inteligencia. Y ya no ríe.
Llegan unos monjes budistas. Traen azadas. Empiezan a cavar tumbas. Zas, zas, zas, zas...
(Un toque de zen, King Hu)
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