No empecemos por el principio. Más bien por la mitad. La mitad de lo que yo pensé, no la mitad de la película. Lo que pensé ya más tarde, paseando. Por ejemplo: todas las películas de Bill Douglas cuentan hechos que sucedieron. Que más o menos se cuentan como sucedieron. Su infancia y adolescencia. Los mártires de Tolpuddle.
¿Por qué pensé
esto? La verdad es que es raro. Por la puesta en escena. Por esa
manera de no necesariamente contar las escenas, de llegar antes o
después en el montaje, de a veces estar muy lejos, el encuentro con
Pitt, por ejemplo, basta con filmarlo de lejos, basta con indicar que
sucedió. Tantas escenas no dramatizadas, donde lo que importa es que
tal hecho sucedió, que tal frase es dicha y nosotros allí ante una imagen bella, que es la escena pero no es el interior de la escena.
Pensé en esa
secuencia con Pitt y en un día en el que un amigo me hablaba de una
película de Bilge Ceylan que no he visto, la de los monos. Decía él
que era insoportable esa manera de no filmar nunca una escena, de
retirarse, por la elipsis o la distancia, justo cuando algo iba a
suceder. Yo esa película no la había visto ni quería verla, pero
creí entender de qué hablaba y aquello se me quedó grabado, como
una duda permanente. Es extraño cómo puede marcar una frase sobre una película que no se a visto y que quizás aquel que la dijo ya ha olvidado, olvidó nada más decirla.
Y recordando la
escena con Pitt, pero también otras, me pregunté si era lo mismo
que yo imaginaba en la película aquella que no vi, pero que había
visto en otras del mismo cineasta (y de otros). Y no, no podía ser
lo mismo, porque la película de Bill Douglas me emocionaba y
aquellas otras me aburrían. Quizás fuese que aquí no parecía que la distancia fuese
el fin mismo de la distancia. La distancia no ponía en escena al cineasta o al
autor. ¿Cual era la diferencia? De pronto pensé que estaba en la
fuerza de la historia real que Bill Douglas contaba. Una historia que
no necesitaba ser dramatizada. Una historia que podía ser contada
por los caminos, en grabados y en romances, o con el espectáculo de
la linterna mágica. No hace falta simular que lo que estamos viendo
es una escena real, sucediendo en el momento mismo. Basta con contar
la historia. Y cuando digo basta no digo que sea sencillo, al contrario. Acostumbra a ser difícil hacer justo lo que basta.
No soy, en
realidad, la persona más adecuada para hablar de todo esto. Quizás os esté dando una idea equivocada de la película. Las
palabras y las ideas me faltan. Son terrenos en los que no acostumbro
a meterme. Tanteo. Pero aún así sigo. Decía, pues, que es una historia que merece ser
contada y vuelta a contar. Recordada. Hay en la película un hombre
de aquellos que iban de pueblo en pueblo con la linterna mágica a
cuestas, sobre la espalda. Un hombre que hará una representación de
las suyas ante los niños del pueblo, en la casita misma donde se
reúne el sindicato, por un momento retirada la banderola que dice
“remember thine end” y sobre la que se ve un esqueleto. Al volver
a echarse al camino, su linterna a la espalda, le dice a George
Loveless: “no olvidaré Tolpuddle”. Y la película es como si
estuviese contada por él, eso nos dice un rótulo al principio. Es
como si estuviese contada por el hombre de la linterna mágica, pero
no del todo, pero en el fondo sí. Son los cuadros, lo bellos cuadros
casi pintados, que nos relatan una vez más la historia. Bill
Douglas, artista de la linterna mágica que no olvida.
Sólo historia
reales. Infancia y adolescencia. ¿Infancia y adolescencia del
sindicalismo pensé de pronto? Las cosas hechas como por primera vez.
Resistencia al mundo de los adultos o de los inalcanzables. Distancia
tremenda de las casas donde no se puede entrar, o tan sólo ser
admitido durante unos minutos. Dificultad para ser escuchado. Para
pensar siquiera en hablar. Sí, pensé de pronto, quizás haya una
coherencia, entre esta película y aquellas, infancia y rememoración
y campo y hambre y hasta ese camino hecho de piedras sembradas en el
desierto que se ven en My Way Home y aquí, en Australia.
Y la tremenda
fragilidad de las cosas. ¿Donde como en esta película hemos visto
lo frágil que es una silla? Basta con una niña que juegue en ellas,
y que nosotros temamos que se rompan. ¿Y por qué tememos que se
rompan? Porque sabemos el tiempo que lleva hacer cada una de ellas.
Lo dicen. Dos semanas. Dos semanas durante las que hay que vivir y
alimentarse. Dos semanas entregado a una silla para poder alimentar a
su familia. Y las sillas son muy bonitas. Líneas delicadas. Extrañas
en esa casa. Hechas para otro lugar. Para una mansión. Allí las veremos. Y veremos lo
extraño que es que en ellas se sienten los que las fabrican.
Hay una escena
asombrosa. O mejor dicho: una secuencia sobre un asombro. Una primera
vez. Cuando una mujer comprende que el dinero que le ofrecen y que
ella no quiere coger, porque no es suyo, ha sido donado por gente de
todo el país para ayudarles, en solidaridad por la ausencia de sus
maridos arrestados. Y ella de pronto tiene que salir corriendo, ir a
por su hija, levantarla en vilo y decirle lo que acaba de descubrir:
“la gente es buena”.
La gente puede ser
buena. Hay algo así en la película. Una épica de lo que la gente
puede llegar a ser. Recordar lo que es y lo que puede llegar a ser.
Pero no soy, no,
quién mejor puede hablar de ella. Aún así, seguiré intentándolo.
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