martes, 22 de abril de 2025

película de porcelana

 ¿Qué sucede aquí, en esta película? ¿Se puede decir que suceda algo? Sentimos que sí, que algo sucede, pero no lo podemos contar como se cuenta una historia. Estamos en un piso. Afuera, está la ciudad. A veces, por la ventana, vemos la calle y los árboles. Oímos, también, el sonido del tráfico. En el piso, hay una chica y hay un chico. La chica, al principio, moldea arcilla. Luego, la voz del chico le pregunta si está lista y ella entonces pregunta: ¿cuál es la primera frase? Luego se levanta y se va a una esquina del salón. La cámara retrocede, para que quede de cuerpo completo. Y ella empieza a actuar. O a recitar. De cuerpo completo, en la esquina del salón. Qué hermosa desnudez, qué fragilidad valiente, la de un cuerpo que de pie, solitario, ante la mirada de la cámara o ante la mirada de otra persona, recita. Hay que ver sus brazos un poco separados del cuerpo, sus manos un poco curvadas que no hayan refugio en ningún objeto, en ninguna acción. Los brazos, ahí, no saben cómo actuar. Es como si quisiesen desaparecer, ser invisibles. Y, sin embargo, están ahí, visibles. Los brazos, animal visible de lo invisible, hacen ver la emoción nerviosa de la actriz en ese tiempo que ya no es el tiempo normal, que es el tiempo de actuar, de estar ahí plenamente, de que todo, de alguna manera, cuente. 

El chico, de vez en cuando, le da indicaciones. Por momentos puede parecer que es el director. Por momentos puede parecer que es un amigo un poco implacable que la ayuda a memorizar su texto y sus acciones y que, al hacerlo, parece perturbarla más que ayudarla. No lo sabemos bien porque, en realidad, lo que en esta película sucede no es de ese orden, no es una ficción de ellos dos que tendrían también sus vidas de personaje. Simplemente, están, estuvieron, allí, al mismo tiempo que está, estuvo, la cámara. Dicen lo que dicen. Se mueven. Se paran. Y la cámara se mueve también, precisa. La película es, en realidad, un triángulo entre el chico, la chica y la cámara. La chica, a menudo, mira a la cámara. Recita para ella. Y la cámara, de alguna manera, tiene la misma seriedad aplicada de la chica y del chico. La cámara, a su manera, está tan desnuda como la chica cuando ella dice su texto sin nada entre las manos o cuando ella escucha música sin saber si ahí tiene que actuar o no actuar (¡mirad de nuevo sus manos, como las mira ella!). La cámara, la película misma, no tiene nada entre manos que le sirva de excusa. ¿Se puede hacer una película con esa desnudez? La película quizás no lo sepa. Avanza intentando averiguarlo. Se asoma al riesgo de no ser. Inventa las reglas que la  ponen en peligro. A la timidez decidida de la actriz, la película corresponde con su propia timidez decidida. 

Puede ser que no entendamos bien lo que cuenta la obra que la chica recita. Pero hay palabras y frases que se nos van quedando. Se nos queda, por ejemplo, recurrente, la palabra “porcelana”. Hay algo aislado en la porcelana que los humanos nunca podemos alcanzar, me parece que dice. Algo, quizás, que la porcelana guarda para sí misma. Me pregunto: ¿la porcelana, pienso, que los humanos hacemos, que los humanos hemos inventado, que los humanos con tanta facilidad podemos romper, guardaría para sí, sin embargo, algo que nunca podremos alcanzar? ¿Busca algo así el cineasta, hacer una película-porcelana que guarde para sí misma algo que ni él ni nosotros podremos alcanzar? Una película que podemos observar, que podemos coger con cuidado, que se nos puede romper si nos movemos con brusquedad. Una película, también, que nos invita a mirarla con el cuidado con el que manejamos la porcelana. Y ese cuidado cuando tenemos un objeto frágil entre las manos, ¿no trasmite también su fragilidad a nuestro propio cuerpo? ¿No nos da una conciencia de nosotros mismos, de nuestros movimientos, de nuestro estar ahí, que es como la conciencia un poco inquieta que la joven actriz tiene de su cuerpo? ¿No nos volvemos un poco porcelana, frágiles y sólidos a un tiempo, al llevar en las manos un jarrón delicado, al ver con atención una película que a la más mínima brusquedad podría romperse? 

Hay en la película, también, una vela. Una vela en un salón en pleno día. Una vela que no ilumina nada. La llama de la vela es, como todo aquí, frágil. Tiembla. Y, sin embargo, brilla. Por la belleza de brillar, se nos dice. En esa vela está, como símbolo, el amanecer. ¿Cómo puede estar el amanecer, aquello inmutable, inevitable, en esa llamita que de un soplo desaparecería? ¿Sería el amanecer tan frágil como esa llamita? Puede ser. ¿Acaso no se nos acaban a todos los amaneceres, tarde o temprano? Pero, además, hay otra llama más en la película. La chica, en un momento, vierte un líquido sobre un texto, quizás aquel mismo que está recitando, y le prende fuego. Vemos al texto consumirse y desaparecer. ¿No es también eso lo que hacen la actriz y la película? ¿No le prenden fuego a ese mismo texto de Wallace Stevens para hacerlo al mismo tiempo vivir y desaparecer, arder y consumirse? ¿No les sucede también a las películas que cada vez que son vistas arden y se consumen en el tiempo, en la mirada que, si está atenta, las hace arder y recibe, al mismo tiempo, su brillo? ¿Y no sucede eso, especialmente, con las películas que brillan por la belleza misma de brillar y que, al terminar, no se dejan ser contadas, permanecen inalcanzables como la porcelana en su interior? 

(Tejido poético, Frans van de Staak, 1999)

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