domingo, 6 de abril de 2025

de fondo

En esta película hay un misterio. Hay una mujer que quizás sea culpable. Hay un investigador. Y hay veintiséis testigos. Vemos a cada testigo, cada uno en su casa. Hablan a cámara y después salen y echan a andar por la calle. Es un sistema, o un dispositivo, pero un sistema de esos que, a través de la repetición, hace ver las diferencias. Hay veintiséis casas, pero todas son diferentes. Aunque en esas secuencias lo central son los personajes que hablan, los interiores de las casas están ahí, tras ellos, de fondo, hablándonos de ellos a través de los objetos, de la disposición, del tamaño. Los interiores de las casas en las que vivimos son, podemos pensar, testigos que nos resumen. Los interiores, vistos de fondo, son como cuatro trazos rápidos que en un instante nos definen. Y, aunque esos interiores los hayamos, por así decir, creado nosotros, aunque hayamos elegido el espacio y los objetos que allí están, los interiores no son testigos dóciles. Dicen de nosotros, probablemente, más de lo que querríamos. Esos objetos, esos lugares, a pesar de que los hayamos dispuesto nosotros, a pesar de que sean, como quien dice, palabras que nosotros hemos elegido, están contando algo que no controlamos. Los interiores de los testigos aparecen tras ellos y, de alguna manera, hablan a sus espaldas, nos cuchichean indicios confusos.

Cada uno de los testigos reduce a la posible culpable a unos pocos rasgos, a tres o cuatro momentos vividos. Pero los testigos, a su vez, están interpretados con un tono ligeramente teatral. O, quizás, con un tono que recuerda al de los actores secundarios de toda la vida, aquellos que en una actitud corporal y en un tono de voz parecen trazar, con la precisión de una caricatura (amable o cruel), lo esencial de un carácter, de una vida. Pensé en esas novelas o películas policiacas en las cuales al final se reúne a los posibles culpables, o a los testigos, y ante ellos se va clarificando la situación. Pensé que el placer de esas historias, más allá del misterio, está en la precisión rápida con la que se nos ha trazado a cada uno de esos personajes. ¿No serán todas esas historias policiacas, ante todo, comedias de caracteres? Pensé, por ejemplo, en las novelas de Wilkie Collins, estalladas en varios puntos de vista y en las cuales los personajes existen por su voz singular, por su manera de contar la parte de la historia que conocen. Pero lo mismo podrían ser personajes de Simenon. O de un episodio de Colombo. ¿No había en los episodios de Colombo una alegría de los actores famosos, los culpables, entregándose con placer a la interpretación caricaturesca de personajes que no se daban cuenta de hasta qué punto eran eso, personajes? Y algo hay que recuerda a la televisión en esta película. Como si nos hubiésemos quedado dormidos viendo una serie policiaca de los ochenta y nos hubiésemos puesto a soñar con una serie policiaca de un mundo paralelo, una serie policiaca tal y como existirían del otro lado del espejo, en un mundo que al mismo tiempo se pareciese al nuestro y fuese muy diferente, fuese la inversa.

No sé cómo lo verá cada cual, pero yo, al ver la película, me puse en el lugar de los testigos. O, más bien, sentí que la película me interpelaba en mi condición de posible testigo, de persona susceptible de resumir una vida ajena en unas pocas frases, sin darme cuenta de hasta qué punto yo mismo podría ser reducido a otras pocas frases, a unos pocos trazos de lápiz o de cera de colores que aislasen aquello que en mi actitud corporal delata mis debilidades. Pensé que los actores de esta película dibujan con su cuerpo, convierten sus gestos en trazos precisos y reveladores mientras los personajes que interpretan van dibujando con rápidos trazos contradictorios la historia y la personalidad de la posible culpable. La película se nos llena de trazos que se superponen: el interior de las casas traza un retrato que se superpone con el retrato trazado por la interpretación de los actores que a su vez se superpone con el retrato sesgado que esos personajes están haciendo de la posible culpable. Todo se llena de líneas, de dibujos superpuestos que se van volviendo ilegibles, como los dibujos que, mientras tanto, va haciendo para el investigador la posible culpable. Dibujos que, salvo el último, confunden más que aclaran. Dibujos, además, a los que se les superpone lo que la mujer dice de ellos, con palabras supuestamente explicativas que confunden aún más las cosas. Dibujos en los que, al superponerse fondo y figura, se ve todo y al mismo tiempo no se entiende nada. O, quizás, se entiende la coexistencia de figura y fondo, la coexistencia de todos esos signos contradictorios. Y quizás no sea poca cosa el entender esta coexistencia que tantas películas quieren, al contrario, hacernos olvidar. ¿No existimos al mismo tiempo en nuestro primer plano y en el plano lejano de otras vidas? ¿No somos siempre, si lo pensamos bien, al mismo tiempo figura y fondo? 

(Rastros de humo, Frans van de Staak, 1991)

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