Es una niña en brazos de su madre. Una enfermera seca el sudor de la niña. No es que la niña esté enferma, es que el padre de la niña es médico y tiene su clínica en la casa misma, así que por allí está la enfermera. Este momento es un recuerdo de la niña, ya adulta, cuando recibe la visita de su madre. O, más bien, un recuerdo dentro de un recuerdo dentro de otro recuerdo. La película está construida así, un momento del pasado lleva a su vez a otro momento del pasado que puede llevar a otro momento del pasado. Llegado cierto momento se pierde la cuenta de las capas temporales o, más bien, se entiende que no tiene sentido contarlas. El más efímero de los instantes posee un ilustre pasado, podríamos pensar. Y, también: ¿el más efímero de los instantes posee una triste descendencia? Lo primero que llama la atención de este recuerdo es el pasar a la madre más joven. Nos parece más joven por caracterización y por sonrisa, nada más. Se nota, a pesar de todo, la edad de la actriz, más adecuada para los momentos en los que hace de madre de una chica de veinte que para este en el que hace de madre de una niña pequeña. Es como si la juventud fuese ante todo esa sonrisa o como si en la memoria no se pudiese llegar al rostro joven. En esta película la edad de los actores, que es un problema para tantas películas con varias capas temporales, juega a favor del vértigo del tiempo. Luego el recuerdo parece abandonar a la madre para centrarse más en la niña y entonces el vértigo es otro, porque esa niña se ha convertido, con los años, muy a su pesar, en una esposa insatisfecha, casi en un cliché consciente de ser un cliché, encerrada en una imagen y sufriendo por ello. Ver a la niña descubrir el mundo, perdida ya entonces en una cierta soledad, sabiendo nosotros a dónde la llevará el tiempo, a dónde la llevaran una sucesión de instantes efímeros y de inercias duraderas, da ganas de parar el mundo, da ganas de avisarla como en una película de terror cuando el asesino acecha silencioso. Luego, dentro de ese recuerdo, descubrimos algo nuevo, que el padre abusaba de la enfermera, y entonces esa presencia de la enfermera secando el sudor de la niña, que parecía anecdótica, deja de serlo. Si todo instante posee un ilustre pasado, nada es anecdótico, todo se vuelve signo, aunque un mundo en el que todo fuese signo, en el que supiésemos leer todos los signos, se volvería sin duda inhabitable. Ese abuso del padre nos da una nueva pincelada sobre él pero lo más importante es lo que viene luego, algo que la niña ve: cómo la madre despide a la enfermera, o eso intuimos, en presencia del padre, y le entrega un sobre, dinero o carta de recomendación, no lo sé. El padre, que parecía decidir todo en esa casa, no habla. La mujer, que parecía obedecer a todo en silencio, actúa. La imagen que hasta entonces teníamos de la familia cambia y nos podemos preguntar si no cambia también para la mujer que recuerda esos momentos de su niñez, si esos signos que construyen una imagen diferente de su pasado y del de su familia no dormían en su memoria, esperando el momento justo para reaparecer, para redibujar la imagen que tiene de su propio pasado en el momento mismo en el que tiene que repensar su propio presente. Si su presente no es el que pensaba, quizás sea porque su pasado no era el que ella hasta ahora recordaba. Esta película nos hace reconfigurar constantemente nuestra idea de las personajes y de sus relaciones, y también de qué historia es la que nos está contando. La película empieza con el relato de un amor contrariado pero entonces, por una frase de cortesía, empieza otra historia, otra cara del pasado, y el personaje que parecía secundario se vuelve el personaje central, mientras otros se vuelven secundarios o prácticamente desaparecen. La película está hecha de historias que no se cuentan hasta el final y de preguntas que no se hacen. La película da la sensación de que, sobre esos mismos personajes, podría haber sido otra, una en la que una historia no contada se volviese central y en la que la historia central nunca llegase a ser contada. Esta es, también, una película sobre todo lo que nunca sabremos de los demás, de aquellos con los que, al menos durante un tiempo, vivimos. Es como una de esas pinturas chinas en las que no todo el papel ha sido pintado y adivinamos lo que no se ve o, más bien, adivinamos que hay algo que no se ve y también comprendemos que nunca lo veremos, que siempre habrá una realidad invisible tras la bruma y otra realidad invisible más allá del papel. Y es tanto el juego entre los tiempos que, casi al final, oímos unas palabras que parecen haber sido apenas pensadas por un personaje agonizante, palabras que probablemente nunca fueron pronunciadas pero que, de alguna manera, circulan entre los personajes que nunca las oyeron. Los personajes se quedan sin saber muchas cosas de otros personajes, cosas que con solo preguntar se podrían haber aclarado, pero también llegan a saber cosas que, en el fondo, nunca podrían haber escuchado. Quizás las vías del conocimiento sean extrañas o quizás todo eso sea una ilusión más. Y quizás aquello que la voz en off final nos dice que era lo importante sea también una ilusión, una imagen que un personaje se hace de otro en el momento en el que lo pierde de vista, una imagen inmóvil en una película que nos han enseñado que ninguna imagen es inmóvil, que ninguna imagen es permanente.
(Aquel día en la playa, Edward Yang)
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